CP X - La viuda del Dragón y el Pequeño An - Topito
Publicado: 17 Abr 2015 20:56
La viuda del Dragón y el Pequeño An
«Cuando el viento del oeste golpeó al dragón, el fénix alzó el vuelo.»
El autor, 2015
—Ya he tomado una decisión —le dijo sin apenas girar la cabeza.
Ci’an detuvo el rezo y fijó la mirada sobre el buda que presidía el altar.
—¿A quién has elegido? —preguntó con apenas un hilo de voz.
—Al más conveniente para nosotras y nuestra dinastía —le respondió, acariciando la piedra de jade azul que siempre llevaba con ella.
Ci’an cerró los ojos e inspiró el aroma a incienso de la habitación.
—¿Y podrías decirme cuál es el más conveniente?
—Zaitián —le respondió tan firme como dictaba el castigo a los eunucos.
Ci’an la miró fijamente y contempló el fulgor de la astucia en sus ojos.
—Confió en ti, hermana menor, pues tú siempre has entendido mejor los asuntos de Estado.
A continuación, asió suavemente una de las cuentas del mala y, dando por concluida la conversación, retomó el rezo por el alma del hijo que habían perdido.
La emperatriz viuda Cixí se sentía plenamente satisfecha, casi se podría decir que eufórica; por fin, tras largos años de espera, podría castigar al hombre que tanto daño le había causado. No obstante, cuando salió del palacio de la Esencia Concentrada y subió al palanquín, ocultó sus emociones ante un sobrio y compungido semblante pues, apenas tres días atrás, el emperador había fallecido y mostrar su felicidad ante su séquito no era nada apropiado.
Los vientos del norte aullaban como lobos blancos por las calles y callejas de la Ciudad Púrpura. Un gris ceniza iluminaba el cielo encapotado. Cixí lo contemplaba abstraída, pensando en el Pequeño An, sin apenas sentir el excesivo balanceo del palanquín por culpa del gélido ambiente que se aferraba a los cuerpos de los porteadores como una amante celosa. A pocos li del palacio de la Mente Cultivada, los primeros copos de nieve comenzaron a caer. El séquito aligero el paso y llegaron exhaustos a su destino.
La emperatriz viuda bajó del palanquín y entró en la sala. La estancia permanecía apacible, no así los hombres que esperaban en la puerta. Varios braseros caldeaban el ambiente. Cixí se acomodó sobre el mullido kang mientras contemplaba cada una de las largas y fúnebres tiras de seda blanca que decoraban la sala. A continuación, los eunucos descendieron con presteza el velo dorado situado tras el ya vació trono del emperador, ocultando tras ella la figura de la emperatriz.
Cixí asió con fuerza la piedra de la buena suerte y cerró los ojos.
Luego, tras consumirse la cuarta parte de una vela, los abrió y llamó al chambelán de la corte.
—¡Junglu, ven!
—¿Sí, mi señora? —dijo, postrándose sumiso ante ella.
—¡Hazles pasar!
El eunuco, presto, acató la orden.
Cuando los veinticinco hombres entran en la sala, la luz que mana de las linternas parpadeó. Uno a uno se fue inclinando ante la emperatriz para después ocupar el lugar que les correspondía a ambos lados del trono. Entre ellos se encontraban tanto reformistas como conservadores. Los primeros, tan unidos a Cixí, osaban mirar de soslayo hacia el velo dorado, apreciando el rígido contorno de la dama. El resto, prudentes a la par de temerosos, permanecían sumisos y con la mirada baja.
Cixí respiró acompasada y no habló hasta que calmó su corazón, aún desbocado tras la muerte de su hijo.
—Las emperatrices viudas solicitan vuestro consejo y os ruegan que habléis con franqueza —comenzó a decir a los hombres—. Sabéis bien que el emperador descansó sobre nuestras manos los asuntos de Estado. —Todos asintieron—. Sin embargo, los designios del destino no han querido que los retomara. Por ello, deseamos saber si deseáis que continuemos realizando esta labor a través del biombo.
Cixí, durante su regencia junto a Ci’an, dirigió el imperio tan firme y flexible como el tallo de un bambú apaciguando así los impetuosos vientos del oeste. Sin embargo, una vez subió al trono el emperador Tongzhi, su hijo, su poder disminuyó. Entonces, los hombres más conservadores de la corte comprendieron que había llegado su momento y usurparon el poder, provocando que durante los dos últimos años la nación se fuera plegando lentamente sobre sí misma y que los diablos extranjeros iniciaran de nuevo su hostigamiento. Los reformistas se alarmaron, pues temían que aquella política matara al imperio y se desvaneciera ante sus ojos la dinastía Qing como la niebla vespertina ante un sol naciente.
Sin embargo, ahora, tras escuchar las palabras de la emperatriz viuda Cixí, comprendían que el fénix alzaba de nuevo el vuelo y los cobijaría bajo sus alas para protegerlos.
Uno de estos reformistas, sin dar tiempo a que los conservadores iniciaran un debate sobre el asunto, se arrojó frente al velo dorado y, postrando su frente ante ella, preguntó:
—¿Pueden las emperatrices viudas nombrar un sucesor y seguir gobernando el imperio tan firme como lo hicieron en el pasado?
Cixí asintió mientras acariciaba la piedra de jade azul.
—La emperatriz viuda Ci’an y yo, tras evaluar a todos los candidatos, hemos tomado una decisión. —Su voz sonó tan segura y enérgica que los hombres se estremecieron al escucharla—. Os informamos que no podrá ser alterada ni modificada —añadió con firmeza—. ¡Escuchad y obedeced!
Cixí cerró los ojos y, entonces, los recuerdos con el Pequeño An surgieron ante ella tan repentinos como el súbito brotar de las flores del ciruelo en invierno.
—Mi señora, ¡soy tan feliz! —le dice, acariciándole los labios y excitando sus sentidos.
—Debes creerlo —responde ella, cerrando los ojos y aprisionando las manos del eunuco entre sus muslos—. Mañana estarás sobre las aguas del Canal —añade, tras un gemido.
—Siempre le estaré agradecido por este presente que me ha dado.
Los hombres la miraron expectantes, ansiosos por escuchar su decisión. Cixí, sin embargo, permanecía en silencio, con los ojos cerrados y aún muy lejos de allí.
—Mi señora, no puedo permitir que me ofrezca la piedra.
—No es un regalo; sólo un préstamo.
—La fatalidad puede que intente guiar sus pasos si no está junto a usted.
—Es la astucia quién guía mis pasos, no la piedra. Por favor —le pide alargando la mano y mostrándole la piedra—, acepta llevarla contigo y destierra tu preocupación.
—Mi señora, se lo ruego, no me obligue aceptarla: nunca me perdonaría si algo le ocurriera por alejarla de su lado.
Cixí mira por encima del hombro de An y, mientras sopesa si seguir insistiendo, contempla el Gran Canal que se impone soberbio ante ellos.
Esa misma mañana, al despertar, había sentido la incipiente necesidad de ofrecerle la piedra que siempre llevaba. Cierto es que nunca fue supersticiosa y nunca condicionó sus decisiones a ella. Sin embargo… esta vez…
—Por favor, mi señora, se lo ruego —suplica An.
—Está bien. No insistiré más. No obstante, prométeme que serás cauto hasta tu regreso.
—Lo seré, mi señora. Se lo prometo.
Entonces, se inclina ante ella y se aleja por última vez de su ama.
Cixí escucha desde el muelle el gemido seco de los mástiles cuando la brisa estival hincha las majestuosas velas de las dos barcazas dragón. An Dehai sube al barco y ordena. El timón se desliza bajo las aguas y se retiran las amarras. Justo después, las dos fastuosas embarcaciones se pone en movimiento. Las majestuosas banderas imperiales ondean al viento en la popa de los juncos que las acompañan. Y mientras, la emperatriz viuda Cixí observa cómo se aleja la flota trazando una estela blanca sobre las cobrizas aguas del Gran Canal.
La emperatriz viuda Cixí abrió los ojos y carraspeó. Los murmullos cesaron y la sala quedó tan silenciosa como una noche sin grillos. A continuación, y a pesar de que aún permanecía turbada por sus recuerdos, habló a los hombres con voz serena y decidida.
—Las emperatrices viudas hemos acordado que el sucesor del emperador será adoptado por nuestro difunto marido y, por tanto, su educación quedará bajo nuestra supervisión.
La astucia de Cixí asombró de nuevo a la corte como tantas otras veces lo hizo en el pasado.
Cierto era que lo más apropiada hubiera sido nombrar al nuevo emperador hijo adoptivo del difunto Tongzhi, y no de su padre, pues fallecía sin descendencia y no había nombrado sucesor. Sin embargo, esto supondría para Cixí convertirse en abuela, a su nuera Alute en madre y, por ende, regente del imperio, dejando el camino despejado para los hombres más conservadores de la corte. Un hecho que, por supuesto, la emperatriz viuda no estaba dispuesta a permitir.
Cixí buscó un rictus de objeción a sus palabras antes de continuar, pero no halló lo que buscaba; así pues, acarició la piedra de jade azul y se dispuso a pronunciar el nombre del elegido.
—Zaitián será el nuevo emperador —anunció con voz sorda y esbozando una sonrisa de satisfacción.
La emperatriz viuda buscó con la mirada a su cuñado y los demás hombres giraron la cabeza hacia el príncipe Chun. Entonces, el color cobrizo de su piel se tornó en níveo y un leve temblor recorrió su cuerpo. No era de extrañar, pues apenas había pasado un par de primaveras cuando la muerte le arrebató a su primogénito y ahora, la emperatriz, lo despojaba del único hijo que le quedada.
De pronto, en un acto reflejo, como el padre que intenta salvar a su hijo caído sobre las aguas bravas de un río, el príncipe Chun se arrojó frente al vació trono del emperador y, postrándose ante ella, comenzó a suplicar entre sollozos.
Cixí lo miró impasible, sin apenas inmutarse, mientras evocaba aquel otro tiempo en el que ella también debió suplicar por culpa de su cuñado.
—¡¿Cómo se atreven?! —grita, mientras aferra con fuerza la piedra de jade.
—Hermana menor, por favor, debes calmarte.
—¡¿Calmarme?! ¿Cómo puedo calmarme cuando insisten en decapitar a An?
Cixí cae sobre el suelo, abatida, sin apenas fuerzas para luchar, mientras no cesa de pesar que, si hubiese seguido los cauces establecidos en la corte para la compra de los trajes nupciales de su hijo, nada de esto hubiera ocurrido.
Ci’an se inclina y abraza el aovillado cuerpo de su hermana.
—Aún tenemos tiempo —le afirma, acariciándola con su dulce voz.
—Tiempo —dice Cixí, exhalando un amargo suspiro—. Ya no hay tiempo—añade con voz apagada.
—Aún continúan debatiendo y la decisión no está tomada. Además, ambas debemos sellar el decreto y, retrasándolo, ganaríamos tiempo.
Cierto es que Cixí conoce bien a esos hombres y que todos ellos tienen una opinión unánime sobre los eunucos, por lo que no cree que vayan a cambiar de opinión. También sabe que tarde o temprano la obligaran a sellar el decreto y que no podrá negarse, puesto que la tradición está tan arraigada en su pueblo que negarse supondrá su derrota y la victoria sus detractores. Así pues, sólo le queda una única opción, aunque con ella confirme los rumores ante la corte.
Una que hasta el más humilde de sus súbditos conoce.
Una que nunca antes ha tenido que utilizar.
Una que tanto dañará su orgullo.
Y no es otra que la súplica.
—Yo no puedo implorar el perdón del Pequeño An, pues no se me permite estar presente en la decisión, pero tú puedes hacerlo por mí —dice Cixí con voz amarga—. Por favor, hermana mayor, te ruego que supliques por su vida…
De pronto, el llanto brota de su garganta silenciando su voz y fortaleciendo su ruego.
—No desesperes, hermana menor, así lo haré. Pediré su perdón en pago a todos los años que te ha servido con devoción.
Los golpes secos de la frente contra la tarima reverberaban en los cuerpos de los hombres que, en silencio, contemplaban la grotesca escena sin comprender, pues, para ellos, supondría un gran honor que cualquiera de sus hijos fuera nombrado Hijo del Cielo.
Mientras, Cixí continuaba ensimismada, saboreando plácidamente la dulce venganza que, en parte, mitigaba la penuria que aún sentía tras la decapitación del Pequeño An. Esa misma que la enclaustró en sus aposentos a lo largo de un mes sin apenas dormir y vomitando los escasos alimentos que consumía. Esa misma que enfermó su alma que no su cuerpo, a pesar de que los médicos imperiales dijeran lo contrario. Esa misma que le causó tal depresión nerviosa que le llevó a ordenar la ejecución del íntimo amigo de An, pues osó decir en voz alta lo que todos ya pensaban. Esa misma que, en definitiva, provocó su cuñado hostigando a los nobles para decretar cuanto antes la ejecución, puesto que la emperatriz viuda Cixí había llegado demasiado lejos con sus heterodoxas decisiones.
Cuando el príncipe Chun se desplomó sobre la cálida tarima de madera, la amarga letanía cesó y regresó el silencio a la sala. Cixí, entonces, apartó la mirada de su cuñado y, realizando una señal con la mano para que retiraran el cuerpo, retomó su alocución como si nunca hubiera sido interrumpida.
—Zaitán adoptará el nombre de Guangxu, el emperador de «la gloriosa sucesión» —dijo mientras observaba cómo arrojaban el cuerpo inconsciente en el rincón más alejado de la sala—. Ahora, id presto a redactar el decreto y enviad una escolta para traer al nuevo emperador al lugar al que ya pertenece—añadió mirando a Junglu, el chambelán de la corte.
Cixí no sólo había conseguido mitigar su dolor y resarcir la memoria de su eunuco, sino también deshacerse de un viejo adversario político y entronar a alguien de su sangre, pues Zaitián era hijo de su hermana.
La emperatriz viuda permaneció sentada sobre el kang tras abandonar los hombres la sala. Miró a cada uno de sus sumisos eunucos y acarició la piedra de jade azul de la buena suerte mientras pensaba si todo hubiera sido diferente, si An hubiera aceptado su piedra.
—¿Mi señora? —dijo Junglu.
—¿Sí? —dijo Cixí, guardando la piedra.
—El nuevo emperador aguarda en la puerta.
Cixí, entonces, elevó la mano ordenando su entrada pensando que las aguas de un río nunca son las mismas y que detrás de aquella puerta aguardaban entrar las nuevas.
«Cuando el viento del oeste golpeó al dragón, el fénix alzó el vuelo.»
El autor, 2015
—Ya he tomado una decisión —le dijo sin apenas girar la cabeza.
Ci’an detuvo el rezo y fijó la mirada sobre el buda que presidía el altar.
—¿A quién has elegido? —preguntó con apenas un hilo de voz.
—Al más conveniente para nosotras y nuestra dinastía —le respondió, acariciando la piedra de jade azul que siempre llevaba con ella.
Ci’an cerró los ojos e inspiró el aroma a incienso de la habitación.
—¿Y podrías decirme cuál es el más conveniente?
—Zaitián —le respondió tan firme como dictaba el castigo a los eunucos.
Ci’an la miró fijamente y contempló el fulgor de la astucia en sus ojos.
—Confió en ti, hermana menor, pues tú siempre has entendido mejor los asuntos de Estado.
A continuación, asió suavemente una de las cuentas del mala y, dando por concluida la conversación, retomó el rezo por el alma del hijo que habían perdido.
La emperatriz viuda Cixí se sentía plenamente satisfecha, casi se podría decir que eufórica; por fin, tras largos años de espera, podría castigar al hombre que tanto daño le había causado. No obstante, cuando salió del palacio de la Esencia Concentrada y subió al palanquín, ocultó sus emociones ante un sobrio y compungido semblante pues, apenas tres días atrás, el emperador había fallecido y mostrar su felicidad ante su séquito no era nada apropiado.
Los vientos del norte aullaban como lobos blancos por las calles y callejas de la Ciudad Púrpura. Un gris ceniza iluminaba el cielo encapotado. Cixí lo contemplaba abstraída, pensando en el Pequeño An, sin apenas sentir el excesivo balanceo del palanquín por culpa del gélido ambiente que se aferraba a los cuerpos de los porteadores como una amante celosa. A pocos li del palacio de la Mente Cultivada, los primeros copos de nieve comenzaron a caer. El séquito aligero el paso y llegaron exhaustos a su destino.
La emperatriz viuda bajó del palanquín y entró en la sala. La estancia permanecía apacible, no así los hombres que esperaban en la puerta. Varios braseros caldeaban el ambiente. Cixí se acomodó sobre el mullido kang mientras contemplaba cada una de las largas y fúnebres tiras de seda blanca que decoraban la sala. A continuación, los eunucos descendieron con presteza el velo dorado situado tras el ya vació trono del emperador, ocultando tras ella la figura de la emperatriz.
Cixí asió con fuerza la piedra de la buena suerte y cerró los ojos.
Luego, tras consumirse la cuarta parte de una vela, los abrió y llamó al chambelán de la corte.
—¡Junglu, ven!
—¿Sí, mi señora? —dijo, postrándose sumiso ante ella.
—¡Hazles pasar!
El eunuco, presto, acató la orden.
Cuando los veinticinco hombres entran en la sala, la luz que mana de las linternas parpadeó. Uno a uno se fue inclinando ante la emperatriz para después ocupar el lugar que les correspondía a ambos lados del trono. Entre ellos se encontraban tanto reformistas como conservadores. Los primeros, tan unidos a Cixí, osaban mirar de soslayo hacia el velo dorado, apreciando el rígido contorno de la dama. El resto, prudentes a la par de temerosos, permanecían sumisos y con la mirada baja.
Cixí respiró acompasada y no habló hasta que calmó su corazón, aún desbocado tras la muerte de su hijo.
—Las emperatrices viudas solicitan vuestro consejo y os ruegan que habléis con franqueza —comenzó a decir a los hombres—. Sabéis bien que el emperador descansó sobre nuestras manos los asuntos de Estado. —Todos asintieron—. Sin embargo, los designios del destino no han querido que los retomara. Por ello, deseamos saber si deseáis que continuemos realizando esta labor a través del biombo.
Cixí, durante su regencia junto a Ci’an, dirigió el imperio tan firme y flexible como el tallo de un bambú apaciguando así los impetuosos vientos del oeste. Sin embargo, una vez subió al trono el emperador Tongzhi, su hijo, su poder disminuyó. Entonces, los hombres más conservadores de la corte comprendieron que había llegado su momento y usurparon el poder, provocando que durante los dos últimos años la nación se fuera plegando lentamente sobre sí misma y que los diablos extranjeros iniciaran de nuevo su hostigamiento. Los reformistas se alarmaron, pues temían que aquella política matara al imperio y se desvaneciera ante sus ojos la dinastía Qing como la niebla vespertina ante un sol naciente.
Sin embargo, ahora, tras escuchar las palabras de la emperatriz viuda Cixí, comprendían que el fénix alzaba de nuevo el vuelo y los cobijaría bajo sus alas para protegerlos.
Uno de estos reformistas, sin dar tiempo a que los conservadores iniciaran un debate sobre el asunto, se arrojó frente al velo dorado y, postrando su frente ante ella, preguntó:
—¿Pueden las emperatrices viudas nombrar un sucesor y seguir gobernando el imperio tan firme como lo hicieron en el pasado?
Cixí asintió mientras acariciaba la piedra de jade azul.
—La emperatriz viuda Ci’an y yo, tras evaluar a todos los candidatos, hemos tomado una decisión. —Su voz sonó tan segura y enérgica que los hombres se estremecieron al escucharla—. Os informamos que no podrá ser alterada ni modificada —añadió con firmeza—. ¡Escuchad y obedeced!
Cixí cerró los ojos y, entonces, los recuerdos con el Pequeño An surgieron ante ella tan repentinos como el súbito brotar de las flores del ciruelo en invierno.
—Mi señora, ¡soy tan feliz! —le dice, acariciándole los labios y excitando sus sentidos.
—Debes creerlo —responde ella, cerrando los ojos y aprisionando las manos del eunuco entre sus muslos—. Mañana estarás sobre las aguas del Canal —añade, tras un gemido.
—Siempre le estaré agradecido por este presente que me ha dado.
Los hombres la miraron expectantes, ansiosos por escuchar su decisión. Cixí, sin embargo, permanecía en silencio, con los ojos cerrados y aún muy lejos de allí.
—Mi señora, no puedo permitir que me ofrezca la piedra.
—No es un regalo; sólo un préstamo.
—La fatalidad puede que intente guiar sus pasos si no está junto a usted.
—Es la astucia quién guía mis pasos, no la piedra. Por favor —le pide alargando la mano y mostrándole la piedra—, acepta llevarla contigo y destierra tu preocupación.
—Mi señora, se lo ruego, no me obligue aceptarla: nunca me perdonaría si algo le ocurriera por alejarla de su lado.
Cixí mira por encima del hombro de An y, mientras sopesa si seguir insistiendo, contempla el Gran Canal que se impone soberbio ante ellos.
Esa misma mañana, al despertar, había sentido la incipiente necesidad de ofrecerle la piedra que siempre llevaba. Cierto es que nunca fue supersticiosa y nunca condicionó sus decisiones a ella. Sin embargo… esta vez…
—Por favor, mi señora, se lo ruego —suplica An.
—Está bien. No insistiré más. No obstante, prométeme que serás cauto hasta tu regreso.
—Lo seré, mi señora. Se lo prometo.
Entonces, se inclina ante ella y se aleja por última vez de su ama.
Cixí escucha desde el muelle el gemido seco de los mástiles cuando la brisa estival hincha las majestuosas velas de las dos barcazas dragón. An Dehai sube al barco y ordena. El timón se desliza bajo las aguas y se retiran las amarras. Justo después, las dos fastuosas embarcaciones se pone en movimiento. Las majestuosas banderas imperiales ondean al viento en la popa de los juncos que las acompañan. Y mientras, la emperatriz viuda Cixí observa cómo se aleja la flota trazando una estela blanca sobre las cobrizas aguas del Gran Canal.
La emperatriz viuda Cixí abrió los ojos y carraspeó. Los murmullos cesaron y la sala quedó tan silenciosa como una noche sin grillos. A continuación, y a pesar de que aún permanecía turbada por sus recuerdos, habló a los hombres con voz serena y decidida.
—Las emperatrices viudas hemos acordado que el sucesor del emperador será adoptado por nuestro difunto marido y, por tanto, su educación quedará bajo nuestra supervisión.
La astucia de Cixí asombró de nuevo a la corte como tantas otras veces lo hizo en el pasado.
Cierto era que lo más apropiada hubiera sido nombrar al nuevo emperador hijo adoptivo del difunto Tongzhi, y no de su padre, pues fallecía sin descendencia y no había nombrado sucesor. Sin embargo, esto supondría para Cixí convertirse en abuela, a su nuera Alute en madre y, por ende, regente del imperio, dejando el camino despejado para los hombres más conservadores de la corte. Un hecho que, por supuesto, la emperatriz viuda no estaba dispuesta a permitir.
Cixí buscó un rictus de objeción a sus palabras antes de continuar, pero no halló lo que buscaba; así pues, acarició la piedra de jade azul y se dispuso a pronunciar el nombre del elegido.
—Zaitián será el nuevo emperador —anunció con voz sorda y esbozando una sonrisa de satisfacción.
La emperatriz viuda buscó con la mirada a su cuñado y los demás hombres giraron la cabeza hacia el príncipe Chun. Entonces, el color cobrizo de su piel se tornó en níveo y un leve temblor recorrió su cuerpo. No era de extrañar, pues apenas había pasado un par de primaveras cuando la muerte le arrebató a su primogénito y ahora, la emperatriz, lo despojaba del único hijo que le quedada.
De pronto, en un acto reflejo, como el padre que intenta salvar a su hijo caído sobre las aguas bravas de un río, el príncipe Chun se arrojó frente al vació trono del emperador y, postrándose ante ella, comenzó a suplicar entre sollozos.
Cixí lo miró impasible, sin apenas inmutarse, mientras evocaba aquel otro tiempo en el que ella también debió suplicar por culpa de su cuñado.
—¡¿Cómo se atreven?! —grita, mientras aferra con fuerza la piedra de jade.
—Hermana menor, por favor, debes calmarte.
—¡¿Calmarme?! ¿Cómo puedo calmarme cuando insisten en decapitar a An?
Cixí cae sobre el suelo, abatida, sin apenas fuerzas para luchar, mientras no cesa de pesar que, si hubiese seguido los cauces establecidos en la corte para la compra de los trajes nupciales de su hijo, nada de esto hubiera ocurrido.
Ci’an se inclina y abraza el aovillado cuerpo de su hermana.
—Aún tenemos tiempo —le afirma, acariciándola con su dulce voz.
—Tiempo —dice Cixí, exhalando un amargo suspiro—. Ya no hay tiempo—añade con voz apagada.
—Aún continúan debatiendo y la decisión no está tomada. Además, ambas debemos sellar el decreto y, retrasándolo, ganaríamos tiempo.
Cierto es que Cixí conoce bien a esos hombres y que todos ellos tienen una opinión unánime sobre los eunucos, por lo que no cree que vayan a cambiar de opinión. También sabe que tarde o temprano la obligaran a sellar el decreto y que no podrá negarse, puesto que la tradición está tan arraigada en su pueblo que negarse supondrá su derrota y la victoria sus detractores. Así pues, sólo le queda una única opción, aunque con ella confirme los rumores ante la corte.
Una que hasta el más humilde de sus súbditos conoce.
Una que nunca antes ha tenido que utilizar.
Una que tanto dañará su orgullo.
Y no es otra que la súplica.
—Yo no puedo implorar el perdón del Pequeño An, pues no se me permite estar presente en la decisión, pero tú puedes hacerlo por mí —dice Cixí con voz amarga—. Por favor, hermana mayor, te ruego que supliques por su vida…
De pronto, el llanto brota de su garganta silenciando su voz y fortaleciendo su ruego.
—No desesperes, hermana menor, así lo haré. Pediré su perdón en pago a todos los años que te ha servido con devoción.
Los golpes secos de la frente contra la tarima reverberaban en los cuerpos de los hombres que, en silencio, contemplaban la grotesca escena sin comprender, pues, para ellos, supondría un gran honor que cualquiera de sus hijos fuera nombrado Hijo del Cielo.
Mientras, Cixí continuaba ensimismada, saboreando plácidamente la dulce venganza que, en parte, mitigaba la penuria que aún sentía tras la decapitación del Pequeño An. Esa misma que la enclaustró en sus aposentos a lo largo de un mes sin apenas dormir y vomitando los escasos alimentos que consumía. Esa misma que enfermó su alma que no su cuerpo, a pesar de que los médicos imperiales dijeran lo contrario. Esa misma que le causó tal depresión nerviosa que le llevó a ordenar la ejecución del íntimo amigo de An, pues osó decir en voz alta lo que todos ya pensaban. Esa misma que, en definitiva, provocó su cuñado hostigando a los nobles para decretar cuanto antes la ejecución, puesto que la emperatriz viuda Cixí había llegado demasiado lejos con sus heterodoxas decisiones.
Cuando el príncipe Chun se desplomó sobre la cálida tarima de madera, la amarga letanía cesó y regresó el silencio a la sala. Cixí, entonces, apartó la mirada de su cuñado y, realizando una señal con la mano para que retiraran el cuerpo, retomó su alocución como si nunca hubiera sido interrumpida.
—Zaitán adoptará el nombre de Guangxu, el emperador de «la gloriosa sucesión» —dijo mientras observaba cómo arrojaban el cuerpo inconsciente en el rincón más alejado de la sala—. Ahora, id presto a redactar el decreto y enviad una escolta para traer al nuevo emperador al lugar al que ya pertenece—añadió mirando a Junglu, el chambelán de la corte.
Cixí no sólo había conseguido mitigar su dolor y resarcir la memoria de su eunuco, sino también deshacerse de un viejo adversario político y entronar a alguien de su sangre, pues Zaitián era hijo de su hermana.
La emperatriz viuda permaneció sentada sobre el kang tras abandonar los hombres la sala. Miró a cada uno de sus sumisos eunucos y acarició la piedra de jade azul de la buena suerte mientras pensaba si todo hubiera sido diferente, si An hubiera aceptado su piedra.
—¿Mi señora? —dijo Junglu.
—¿Sí? —dijo Cixí, guardando la piedra.
—El nuevo emperador aguarda en la puerta.
Cixí, entonces, elevó la mano ordenando su entrada pensando que las aguas de un río nunca son las mismas y que detrás de aquella puerta aguardaban entrar las nuevas.