CP X - MANCHAS QUE LIBERAN
Publicado: 17 Abr 2015 21:37
MANCHAS QUE LIBERAN
El techo es blanco, en algunas partes muy blanco, en otras amarillento, en los bordes las marcas de una escoba, seguro tratando de sacar las telarañas; pero el centro tiene una gran mancha de humedad donde Clara da rienda suelta a su imaginación.
Esa mancha la ha salvado de la locura, le ha permitido atravesar las rejas, los portones, las paredes, el muro perimetral e incluso ser invisible ante las casetas de los guardias.
Cuando se escucha el ruido metálico de las llaves que anuncia la hora de dormir, nubes, conejos, niños corriendo en la playa, un tren, arboledas, se hacen presente para desplegar un gran espectáculo. Pero el espectáculo llega a su fin como todos y Clara debe esperar el recambio de elenco. Es en esa espera cuando la realidad se cuela sigilosamente en sus pensamientos.
¿Cómo llegó aquí? ¿Desde qué momento una mancha en el techo pasó a ser su mejor compañía? ¿Qué la espera afuera? ¿Quiénes la esperan? ¿Esa sociedad moralista, de fácil opinión, de juicio tajante, le guarda un lugar para su vuelta?
¿Qué es estar preso? Es cómo un paréntesis, piensa Clara, es un lugar donde se guarda gente para que pague y luego vuelva.
El problema es el tiempo que sobra cuando las horas se estiran hasta rendir mucho más que sesenta minutos. El problema es el tiempo que falta cuando vienen a la visita sus hijos, hermanos, madre y alguna amiga valiente y la hora se encoge solo para dar tiempo a una breve y superficial charla, porque para profundizar falta tiempo, falta clima.
Las palabras, las frases repasadas una y otra vez por Clara se van amontonando, guardando pero ya quieren salir.
Ella prohibió a su hijo y a sus hijas que la vinieran a ver. Les dio la orden por teléfono usando su peor tono de amenaza pero en el fondo, muy hondo, deseaba que no la dejaran sola.
En la primera visita su hijo se mostró curioso, alegre; en cambio sus hijas no la miraban a la cara. Ellas le relataron que habían esperado desde hacía tres horas haciendo cola con mujeres de todas las edades, escuchando historias, insultos de algunas por las demoras y lo peor de todo, la revisación.
-¡Súbase el buzo! ¡Despréndase el corpiño! ¡Levántelo! ¡Levántelo le dije!- dijo la guardia sin necesidad de gritar porque se sentían tan asustadas que cumplían todo al pie de la letra- ¡Baje el pantalón y la ropa interior! Separe las nalgas, agáchese y tosa. ¡Abra las piernas! - Y colocaba un espejo entre las piernas de mis niñas.
Estar presa no es lo peor que le puede pasar a una madre, es escuchar estos relatos y sentir la impotencia, la culpa, la rabia y el deseo de volver atrás para tomar la decisión en el momento justo, cuando todo se podía solucionar.
Es que las señales estaban por todos lados y ella no las quería ver.
Clara se había casado muy joven, siendo casi una niña y apenas tuvo conciencia de la vida que le esperaba junto a sus tres hijos con un hombre alcohólico. El final era previsible, se separó.
Trabajó en un restaurant ayudando en la cocina y atendiendo mesas, limpiando el consultorio de un odontólogo, de niñera, hizo ravioles para vender hasta que entró a trabajar en un comercio donde ganaba un sueldo decente que, bien administrado, le permitía una digna y modesta vida.
Alquilaba una linda casita que había amueblado a su gusto y de acuerdo a su bolsillo.
Un día comenzó a sentir la necesidad de enamorarse, de tener una compañía y con quien proyectarse formando una familia junto a sus hijos.
Él llegó en el mes de abril mostrando una gran sonrisa; era amable con los chicos, chistoso, cariñoso y parecía tener todo muy claro en cuanto a cómo hay que vivir para ser feliz.
Paseos, campamentos, viajes llenaron los fines de semana de unos meses. Los meses que una persona puede fingir y esconderse en otra que no es.
Luego la máscara se fue desprendiendo poco a poco… No cayó, se fue despedazando y dejando ver al verdadero hombre. Ante cada trozo que caía, él se esmeraba en pegarla y remendarla con regalos, nuevos paseos y nuevos halagos, pero esa estrategia pronto fue conocida por todos y ya no daba resultado.
Fue ahí cuando llegaron los insultos. Palabras que ni Clara ni sus hijos habían escuchado ni dicho jamás.
Los niños se aislaban en sus cuartos presentando excusas para no compartir los mismos espacios que ese hombre invasor, que quería imponer un modo de vida que no llevaba.
El destrato iba aumentando y Clara sabía que eso no estaba bien, ellos no se merecían vivir así. Pero otro fracaso no quería; “él va a cambiar”, se decía.
Luego llegaron los desplantes acompañados de dolorosas humillaciones.
En forma conjunta planificaban salidas y paseos que eran suspendidos cuando ella estaba pronta, ilusionada, maquillada y perfumada. ¿Por qué? Por nada, porque era tarde, porque a él se le habían ido las ganas, porque los chicos no habían lavado las tazas en las que tomaron el café. De nada valían sus lágrimas, él era firme en sus inesperadas decisiones.
La parte más difícil era responder a sus hijos cuando la increpaban: - ¿No era que ibas a salir?
-¡Otra vez te hizo lo mismo! ¿Te das cuenta que es un egoísta? No sabe vivir en familia.
Ella sabía que debía ser ejemplo para sus hijos, nadie los podía humillar así, nunca debían permitir que alguien dirigiera sus vidas y los hiciera inmensamente infelices.
Con el paso de los días muchas cosas se habían hecho habituales, los chicos miraban televisión en el dormitorio y comían allí. “Para seguir mirando tele”, decían.
Clara trataba de poner paños fríos y buscarle el lado bueno a las cosas.
A todo lo anterior Clara debió agregar escenas de celos sin razón alguna.
-Por algo vas por el segundo marido, puta. Veo cómo miras a todo el que cruza.
De nada valían los argumentos de Clara de que ella lo adoraba, de que estaba bien con él, que solo quería vivir en familia y en paz hasta que fueran viejitos.
Las amigas y su madre eran quienes le “regalaban” algunas cosas que ella se compraba con su dinero para que él no opinara que era un gasto inútil, que ella que no servía para llevar adelante una casa, que si no fuera por él, pasarían hambre.
Los portazos, los insultos, los golpes en la mesa, los silencios, las caras largas, el mal humor, la indiferencia, los pedidos de perdón hasta comenzar nuevamente el ciclo, reinaron en la casa de Clara hasta que todos los que allí vivían eran conscientes de que no se podía seguir así y de que alguien debía poner un punto final.
Y el final no se hizo esperar…
Ella llegó del trabajo y se sentó con los pies en alto, los sentía hinchados, seguro que por pasar muchas horas de pie.
Fue verla en esa posición de descanso y comenzó el discurso:
-Mira que tu hijo no me saludo cuando llegó. Tu hija más grande ni tendió la cama y salió a vagar. La otra durmió hasta las once.
Clara escuchaba sin oír, la verdad es que deseaba llegar a la paz de su hogar y descansar.
-¡Me estás escuchando! Si no pones límites tus hijos van a ser unas porquerías como el padre.
Clara se levantó tan rápido que lo asustó. -¡No te permito que hables así de mis hijos! Si tanto te molestan andá, dejános vivir en paz como vivíamos antes de conocerte.
La oscuridad se hizo presente. Un líquido caliente corría por su boca, no había dolor, solo aturdimiento y el frío del suelo en su cara.
Cuando abrió los ojos su ropa estaba manchada y pudo ver que el líquido caliente salía de su nariz.
Él gritaba:-¡Perdoná amor, no quería, vos me pusiste nervioso, yo nunca te hubiera golpeado!
Ahora me vas a denunciar y voy a ir preso, perdoná amor.
-¡Quiero que te vayas ahora! ¡Ya! ¡Ya! ¡No te quiero escuchar más!- gritaba Clara, mientras en su mente agradecía que sus hijos no la vieran así.
Alguna de las palabras de Clara le dolió, porque su mirada se transformó en una piedra fría y dura.
-N o me voy nada porque yo pago los gastos acá y tengo derecho a estar acá. Si no fuera por el dinero que aporto todos los meses vivirían muertos de hambre.
Eso era más de lo que podía escuchar y soportar. Con una fuerza sobrehumana y una velocidad desconocida para ella tomó algo -más adelante supo que era una maceta de cemento- le dio impulso y se lo tiró junto a toda la rabia, los insultos, las lágrimas y humillaciones acumuladas.
Por un instante se sintió feliz pero eso duró muy poco.
El corte abarcó todo el lado izquierdo de la cara, era profundo. Ella misma llamó a la emergencia y se declaró culpable ante la policía y ante el juez.
-¿Usted es consciente que lo que hizo está mal?- le preguntó el juez.
-Sí, soy consciente que no se puede andar lastimando a las personas.
Con atenuantes, pero no pudo escapar al encierro.
Desde hace una semana Clara se siente feliz porque al fin pudo hablar con sus hijos del tema que le interesaba y no de cómo está Peñarol y Nacional en la tabla o si se compraron ropa nueva.
Pudo pedirles perdón por tanto dolor, vergüenza y abandono que les hizo pasar.
Sus hijos le dijeron que entendían, que la amaban y deseaban su libertad.
Saber que sus hijos la esperarían, era tener una nueva oportunidad para empezar y esta vez priorizando lo importante: su vida junto a ellos.
La mancha seguía en el techo pero ahora mostraba otros espectáculos. Veía una casa, caras sonrientes, un jardín, una mesa para sentarse todos juntos, un caballo, unas alas.
Un golpe de llaves la saca de golpe de su idilio.
-Rodríguez, está en libertad- dice la guardia como quien dice “afuera llueve”.
Clara junta algunas cosas que quiere conservar, porque a veces para valorar hay que recordar, y sonríe.
Lo que la guardia no sabe es que ella, desde que se sinceró y se disculpó con sus hijos, está en libertad.
M
El techo es blanco, en algunas partes muy blanco, en otras amarillento, en los bordes las marcas de una escoba, seguro tratando de sacar las telarañas; pero el centro tiene una gran mancha de humedad donde Clara da rienda suelta a su imaginación.
Esa mancha la ha salvado de la locura, le ha permitido atravesar las rejas, los portones, las paredes, el muro perimetral e incluso ser invisible ante las casetas de los guardias.
Cuando se escucha el ruido metálico de las llaves que anuncia la hora de dormir, nubes, conejos, niños corriendo en la playa, un tren, arboledas, se hacen presente para desplegar un gran espectáculo. Pero el espectáculo llega a su fin como todos y Clara debe esperar el recambio de elenco. Es en esa espera cuando la realidad se cuela sigilosamente en sus pensamientos.
¿Cómo llegó aquí? ¿Desde qué momento una mancha en el techo pasó a ser su mejor compañía? ¿Qué la espera afuera? ¿Quiénes la esperan? ¿Esa sociedad moralista, de fácil opinión, de juicio tajante, le guarda un lugar para su vuelta?
¿Qué es estar preso? Es cómo un paréntesis, piensa Clara, es un lugar donde se guarda gente para que pague y luego vuelva.
El problema es el tiempo que sobra cuando las horas se estiran hasta rendir mucho más que sesenta minutos. El problema es el tiempo que falta cuando vienen a la visita sus hijos, hermanos, madre y alguna amiga valiente y la hora se encoge solo para dar tiempo a una breve y superficial charla, porque para profundizar falta tiempo, falta clima.
Las palabras, las frases repasadas una y otra vez por Clara se van amontonando, guardando pero ya quieren salir.
Ella prohibió a su hijo y a sus hijas que la vinieran a ver. Les dio la orden por teléfono usando su peor tono de amenaza pero en el fondo, muy hondo, deseaba que no la dejaran sola.
En la primera visita su hijo se mostró curioso, alegre; en cambio sus hijas no la miraban a la cara. Ellas le relataron que habían esperado desde hacía tres horas haciendo cola con mujeres de todas las edades, escuchando historias, insultos de algunas por las demoras y lo peor de todo, la revisación.
-¡Súbase el buzo! ¡Despréndase el corpiño! ¡Levántelo! ¡Levántelo le dije!- dijo la guardia sin necesidad de gritar porque se sentían tan asustadas que cumplían todo al pie de la letra- ¡Baje el pantalón y la ropa interior! Separe las nalgas, agáchese y tosa. ¡Abra las piernas! - Y colocaba un espejo entre las piernas de mis niñas.
Estar presa no es lo peor que le puede pasar a una madre, es escuchar estos relatos y sentir la impotencia, la culpa, la rabia y el deseo de volver atrás para tomar la decisión en el momento justo, cuando todo se podía solucionar.
Es que las señales estaban por todos lados y ella no las quería ver.
Clara se había casado muy joven, siendo casi una niña y apenas tuvo conciencia de la vida que le esperaba junto a sus tres hijos con un hombre alcohólico. El final era previsible, se separó.
Trabajó en un restaurant ayudando en la cocina y atendiendo mesas, limpiando el consultorio de un odontólogo, de niñera, hizo ravioles para vender hasta que entró a trabajar en un comercio donde ganaba un sueldo decente que, bien administrado, le permitía una digna y modesta vida.
Alquilaba una linda casita que había amueblado a su gusto y de acuerdo a su bolsillo.
Un día comenzó a sentir la necesidad de enamorarse, de tener una compañía y con quien proyectarse formando una familia junto a sus hijos.
Él llegó en el mes de abril mostrando una gran sonrisa; era amable con los chicos, chistoso, cariñoso y parecía tener todo muy claro en cuanto a cómo hay que vivir para ser feliz.
Paseos, campamentos, viajes llenaron los fines de semana de unos meses. Los meses que una persona puede fingir y esconderse en otra que no es.
Luego la máscara se fue desprendiendo poco a poco… No cayó, se fue despedazando y dejando ver al verdadero hombre. Ante cada trozo que caía, él se esmeraba en pegarla y remendarla con regalos, nuevos paseos y nuevos halagos, pero esa estrategia pronto fue conocida por todos y ya no daba resultado.
Fue ahí cuando llegaron los insultos. Palabras que ni Clara ni sus hijos habían escuchado ni dicho jamás.
Los niños se aislaban en sus cuartos presentando excusas para no compartir los mismos espacios que ese hombre invasor, que quería imponer un modo de vida que no llevaba.
El destrato iba aumentando y Clara sabía que eso no estaba bien, ellos no se merecían vivir así. Pero otro fracaso no quería; “él va a cambiar”, se decía.
Luego llegaron los desplantes acompañados de dolorosas humillaciones.
En forma conjunta planificaban salidas y paseos que eran suspendidos cuando ella estaba pronta, ilusionada, maquillada y perfumada. ¿Por qué? Por nada, porque era tarde, porque a él se le habían ido las ganas, porque los chicos no habían lavado las tazas en las que tomaron el café. De nada valían sus lágrimas, él era firme en sus inesperadas decisiones.
La parte más difícil era responder a sus hijos cuando la increpaban: - ¿No era que ibas a salir?
-¡Otra vez te hizo lo mismo! ¿Te das cuenta que es un egoísta? No sabe vivir en familia.
Ella sabía que debía ser ejemplo para sus hijos, nadie los podía humillar así, nunca debían permitir que alguien dirigiera sus vidas y los hiciera inmensamente infelices.
Con el paso de los días muchas cosas se habían hecho habituales, los chicos miraban televisión en el dormitorio y comían allí. “Para seguir mirando tele”, decían.
Clara trataba de poner paños fríos y buscarle el lado bueno a las cosas.
A todo lo anterior Clara debió agregar escenas de celos sin razón alguna.
-Por algo vas por el segundo marido, puta. Veo cómo miras a todo el que cruza.
De nada valían los argumentos de Clara de que ella lo adoraba, de que estaba bien con él, que solo quería vivir en familia y en paz hasta que fueran viejitos.
Las amigas y su madre eran quienes le “regalaban” algunas cosas que ella se compraba con su dinero para que él no opinara que era un gasto inútil, que ella que no servía para llevar adelante una casa, que si no fuera por él, pasarían hambre.
Los portazos, los insultos, los golpes en la mesa, los silencios, las caras largas, el mal humor, la indiferencia, los pedidos de perdón hasta comenzar nuevamente el ciclo, reinaron en la casa de Clara hasta que todos los que allí vivían eran conscientes de que no se podía seguir así y de que alguien debía poner un punto final.
Y el final no se hizo esperar…
Ella llegó del trabajo y se sentó con los pies en alto, los sentía hinchados, seguro que por pasar muchas horas de pie.
Fue verla en esa posición de descanso y comenzó el discurso:
-Mira que tu hijo no me saludo cuando llegó. Tu hija más grande ni tendió la cama y salió a vagar. La otra durmió hasta las once.
Clara escuchaba sin oír, la verdad es que deseaba llegar a la paz de su hogar y descansar.
-¡Me estás escuchando! Si no pones límites tus hijos van a ser unas porquerías como el padre.
Clara se levantó tan rápido que lo asustó. -¡No te permito que hables así de mis hijos! Si tanto te molestan andá, dejános vivir en paz como vivíamos antes de conocerte.
La oscuridad se hizo presente. Un líquido caliente corría por su boca, no había dolor, solo aturdimiento y el frío del suelo en su cara.
Cuando abrió los ojos su ropa estaba manchada y pudo ver que el líquido caliente salía de su nariz.
Él gritaba:-¡Perdoná amor, no quería, vos me pusiste nervioso, yo nunca te hubiera golpeado!
Ahora me vas a denunciar y voy a ir preso, perdoná amor.
-¡Quiero que te vayas ahora! ¡Ya! ¡Ya! ¡No te quiero escuchar más!- gritaba Clara, mientras en su mente agradecía que sus hijos no la vieran así.
Alguna de las palabras de Clara le dolió, porque su mirada se transformó en una piedra fría y dura.
-N o me voy nada porque yo pago los gastos acá y tengo derecho a estar acá. Si no fuera por el dinero que aporto todos los meses vivirían muertos de hambre.
Eso era más de lo que podía escuchar y soportar. Con una fuerza sobrehumana y una velocidad desconocida para ella tomó algo -más adelante supo que era una maceta de cemento- le dio impulso y se lo tiró junto a toda la rabia, los insultos, las lágrimas y humillaciones acumuladas.
Por un instante se sintió feliz pero eso duró muy poco.
El corte abarcó todo el lado izquierdo de la cara, era profundo. Ella misma llamó a la emergencia y se declaró culpable ante la policía y ante el juez.
-¿Usted es consciente que lo que hizo está mal?- le preguntó el juez.
-Sí, soy consciente que no se puede andar lastimando a las personas.
Con atenuantes, pero no pudo escapar al encierro.
Desde hace una semana Clara se siente feliz porque al fin pudo hablar con sus hijos del tema que le interesaba y no de cómo está Peñarol y Nacional en la tabla o si se compraron ropa nueva.
Pudo pedirles perdón por tanto dolor, vergüenza y abandono que les hizo pasar.
Sus hijos le dijeron que entendían, que la amaban y deseaban su libertad.
Saber que sus hijos la esperarían, era tener una nueva oportunidad para empezar y esta vez priorizando lo importante: su vida junto a ellos.
La mancha seguía en el techo pero ahora mostraba otros espectáculos. Veía una casa, caras sonrientes, un jardín, una mesa para sentarse todos juntos, un caballo, unas alas.
Un golpe de llaves la saca de golpe de su idilio.
-Rodríguez, está en libertad- dice la guardia como quien dice “afuera llueve”.
Clara junta algunas cosas que quiere conservar, porque a veces para valorar hay que recordar, y sonríe.
Lo que la guardia no sabe es que ella, desde que se sinceró y se disculpó con sus hijos, está en libertad.
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