CP X - Salitre y oro - Desierto
Publicado: 17 Abr 2015 21:39
Salitre y oro
Las vacaciones que pasamos en Matalascañas, en la Costa de la Luz, en Huelva, quedaron marcadas para siempre por un suceso trágico: un niño de apenas siete años murió electrocutado al tocar una farola en la que había un cable pelado. Sus padres no pudieron hacer nada aparte de asistir, impotentes, al espectáculo de ver cómo el chico se retorcía adherido al poste de metal hasta perder la vida ante sus ojos espantados.
Al menos, eso es lo que nos contaron. Hoy, al pensar otra vez sobre aquel acontecimiento, creo que también pudo haber sido una de esas leyendas urbanas que nacen en los meses ociosos de verano y mueren por su propio peso bajo el calor pegajoso, pero cuando mi mente vuela en busca de las sensaciones de aquel año, todavía puedo imaginar el olor a carne quemada flotando como una niebla hedionda sobre el paseo marítimo del pueblo.
Sucediese en realidad o no, carece ahora de importancia. Lo importante de aquella anécdota es que yo lo sentí como algo tan real que no me atreví a tocar una farola en todo el verano. Emanaban un aura fétida y terrible como si hubieran sido poseídas por el mismísimo Diablo.
Las primeras noches después de que uno de los muchachos mayores del pueblo me lo contara, no pude pegar ojo. Los gritos de aquel pobre niño, no por imaginados dejaban de sonar llenos de angustia y desesperación en mis desvelos, y me sorprendía a mí mismo gritando a oscuras y sudando. Cuando me tocaba ir a pasear por las calles peatonales a la orilla del mar, me alejaba de aquellos monstruos luminosos, aterrado ante la posibilidad de que algún miembro de mi familia, quienes hacían oídos a mis advertencias, ignorara mis avisos y fuera víctima de aquellos silenciosos asesinos disfrazados de objetos cotidianos.
Tenía diez años.
Poco a poco, después de la primera semana de playa, aprendí, si no a ignorarlas, al menos a evitar que las farolas del paseo marítimo absorbieran por completo todo mi pensamiento. El miedo seguía allí, pero no como una obsesión aguda, sino que fue dando paso a una molestia tolerable que me permitió volver a jugar y a disfrutar del verano. Eso sí, como el resto de los niños, evitaba con tozudez cualquier contacto con los funestos postes de metal.
Mis padres habían tenido que regresar al trabajo y me habían dejado con mis tíos y mis primos. A pesar de la cercanía que sentía hacia ellos, la sensación de estar alejado de la autoridad paterna me proporcionó entonces esa atmósfera de campamento de verano en la que todo está permitido.
Begoña estaba en la misma situación. Sus padres trabajaban durante el verano y se había quedado con su tío para disfrutar de las piscinas y el deporte del club de tenis. La diferencia era que el suyo —su tío, quiero decir—, era famoso. Muy famoso, en realidad. Se trataba de Rafael Gordillo, en aquel entonces jugador de la Selección Española de Fútbol y lateral izquierdo del Real Madrid.
Era delgada y grácil como un junco, tenía la piel del color del bronce bruñido y unos ojos negros e inmensos como dos pozos de noche llenos de estrellas.
Ella tenía once años.
Quizá fuera porque en aquel entonces a mí no me importaba el fútbol y pasaba más tiempo concentrado en las novelas de Emilio Salgari que en los parques dando patadas a un balón. Quizá porque ella sintió mis preguntas más sinceras que las del resto. Lo más probable es que la razón fuera tan simple como que yo era diez veces más tímido que cualquiera de los chicos que la rondaban día y noche, hijos de familias bien de Sevilla con más cara y desparpajo que sensatez, y no me atrevía a atosigarla con la habitual petición de un autógrafo de su tío.
Fuera por el motivo que fuera, una tarde, mientras jugábamos a guardias y ladrones entre las casas del club de golf, ella me cogió de la mano.
No creo que lo hiciera como gesto de desafío hacia los demás, pero es cierto que lo hizo delante de todos: mis primos y los chicos de Sevilla; y a pesar de que ninguno de ellos hizo el menor comentario, no dejé de comprobar las miradas de soslayo hacia ese gesto sencillo que me marcaba como elegido.
Nunca antes en toda mi vida me había sentido tan grande. Mi pecho era inmenso, estallaba lleno de brisa marina. El sol se ponía frente a nosotros, calentando la piel morena cubierta de salitre picante, y yo podía mirarlo de frente, sin pestañear.
—El primero que llegue a la farola y la toque, gana —dijo Ángel, el cabecilla de los chicos de Sevilla, un muchacho de doce años con un flequillo aclarado por el sol que provocaba los suspiros de mi prima mayor.
Tardé un poco en darme cuenta de que aquellas palabras iban dirigidas a mí. Ensimismado en mi propia contemplación, no podía dar crédito al hecho de que ahora, de buenas a primeras, hubiese alcanzado categoría dentro del grupo como para recibir los desafíos de los más aguerridos.
Salimos todos corriendo espoleados por la adrenalina de la emoción que se avecinaba, pero a medida que nos acercamos al paseo marítimo, nuestras zancadas se hicieron más pausadas, desconfiadas. No se trataba de una prueba de velocidad, no era de ese tipo.
Nadie había preguntado a qué farola se refería Ángel. No hizo falta. Llegamos todos hasta la que había sido señalada como la asesina en los rumores del pueblo, sin que importara quién lo había hecho primero. Nos quedamos clavados frente a la funesta farola después de una carrera alocada que había pretendido, sin éxito, dejar nuestros miedos atrás. Su mástil de hierro negro y sucio parecía mirarme como si fueran los ojos de una bestia de las profundidades del mar.
—Vamos —dijo ella.
No necesité más. Contuve la respiración y alargué mi mano. Sentí el calor que emanaba del metal acariciando mis dedos antes de llegar a tocarla. Después, cerré los ojos y di un paso al frente.
Una descarga de energía me sacudió desde los costados y dejó el aire congelado en el interior de mis pulmones. Después, nada; oscuridad.
Cuando abrí los ojos de nuevo, seguía en el paseo marítimo. No había despertado en un hospital ni en las puertas del cielo. Las carcajadas de los demás se mezclaban con el cacareo disonante de las gaviotas.
—¿Qué ha pasado?
—Te has desmayado, bobo.
No sé quién contestó. Pudo haber sido cualquiera. Lo que más me dolía era la nota de revancha malvada, de envidia satisfecha.
Ángel, el mismo chico que había lanzado el desafío, había aprovechado el momento en que cerraba los ojos frente a la farola. Sin hacer ruido se me había acercado y, justo en el momento en que había dado un paso hacia delante para tocar el metal maldito, me había golpeado con sus dedos bajo las costillas.
Aquello lo supe por boca de Begoña. Solo ella se había quedado a mi lado. Los demás habían tenido bastante con mi vergüenza —no necesitaban ver mis lágrimas para darme por vencido—, y se habían alejado en pos de la siguiente gamberrada.
—No le hagas caso. Es idiota. Lleva todo el verano tratando de quedar por encima de los demás.
Yo no podía contestar. Si pronunciaba una sola palabra podría echarme a llorar, así que me alejé despacio hasta el borde del paseo y me senté sobre el pretil, las piernas cruzadas bajo mis pies. Dejé que mis ojos vagaran más allá del horizonte. El sol se estaba poniendo y las nubes se alzaban amenazantes, presagiando la última tormenta del verano. Ella se sentó a mi lado y atrapó una de mis manos entre las suyas. No llegué a resistirme a tiempo. Si no fuera por aquel veneno que me escocía en el centro del pecho podría haber reconocido que aquel lugar y aquel momento eran lo que había estado esperando todo el verano.
—Mírame, tonto.
Tomó mi cara entre sus manos y, con la suavidad de un pájaro que bebe en un estanque, me besó en los labios.
—¿Sabes? Ninguno más la tocó, después de ti.
Las vacaciones que pasamos en Matalascañas, en la Costa de la Luz, en Huelva, quedaron marcadas para siempre por un suceso trágico: un niño de apenas siete años murió electrocutado al tocar una farola en la que había un cable pelado. Sus padres no pudieron hacer nada aparte de asistir, impotentes, al espectáculo de ver cómo el chico se retorcía adherido al poste de metal hasta perder la vida ante sus ojos espantados.
Al menos, eso es lo que nos contaron. Hoy, al pensar otra vez sobre aquel acontecimiento, creo que también pudo haber sido una de esas leyendas urbanas que nacen en los meses ociosos de verano y mueren por su propio peso bajo el calor pegajoso, pero cuando mi mente vuela en busca de las sensaciones de aquel año, todavía puedo imaginar el olor a carne quemada flotando como una niebla hedionda sobre el paseo marítimo del pueblo.
Sucediese en realidad o no, carece ahora de importancia. Lo importante de aquella anécdota es que yo lo sentí como algo tan real que no me atreví a tocar una farola en todo el verano. Emanaban un aura fétida y terrible como si hubieran sido poseídas por el mismísimo Diablo.
Las primeras noches después de que uno de los muchachos mayores del pueblo me lo contara, no pude pegar ojo. Los gritos de aquel pobre niño, no por imaginados dejaban de sonar llenos de angustia y desesperación en mis desvelos, y me sorprendía a mí mismo gritando a oscuras y sudando. Cuando me tocaba ir a pasear por las calles peatonales a la orilla del mar, me alejaba de aquellos monstruos luminosos, aterrado ante la posibilidad de que algún miembro de mi familia, quienes hacían oídos a mis advertencias, ignorara mis avisos y fuera víctima de aquellos silenciosos asesinos disfrazados de objetos cotidianos.
Tenía diez años.
Poco a poco, después de la primera semana de playa, aprendí, si no a ignorarlas, al menos a evitar que las farolas del paseo marítimo absorbieran por completo todo mi pensamiento. El miedo seguía allí, pero no como una obsesión aguda, sino que fue dando paso a una molestia tolerable que me permitió volver a jugar y a disfrutar del verano. Eso sí, como el resto de los niños, evitaba con tozudez cualquier contacto con los funestos postes de metal.
Mis padres habían tenido que regresar al trabajo y me habían dejado con mis tíos y mis primos. A pesar de la cercanía que sentía hacia ellos, la sensación de estar alejado de la autoridad paterna me proporcionó entonces esa atmósfera de campamento de verano en la que todo está permitido.
Begoña estaba en la misma situación. Sus padres trabajaban durante el verano y se había quedado con su tío para disfrutar de las piscinas y el deporte del club de tenis. La diferencia era que el suyo —su tío, quiero decir—, era famoso. Muy famoso, en realidad. Se trataba de Rafael Gordillo, en aquel entonces jugador de la Selección Española de Fútbol y lateral izquierdo del Real Madrid.
Era delgada y grácil como un junco, tenía la piel del color del bronce bruñido y unos ojos negros e inmensos como dos pozos de noche llenos de estrellas.
Ella tenía once años.
Quizá fuera porque en aquel entonces a mí no me importaba el fútbol y pasaba más tiempo concentrado en las novelas de Emilio Salgari que en los parques dando patadas a un balón. Quizá porque ella sintió mis preguntas más sinceras que las del resto. Lo más probable es que la razón fuera tan simple como que yo era diez veces más tímido que cualquiera de los chicos que la rondaban día y noche, hijos de familias bien de Sevilla con más cara y desparpajo que sensatez, y no me atrevía a atosigarla con la habitual petición de un autógrafo de su tío.
Fuera por el motivo que fuera, una tarde, mientras jugábamos a guardias y ladrones entre las casas del club de golf, ella me cogió de la mano.
No creo que lo hiciera como gesto de desafío hacia los demás, pero es cierto que lo hizo delante de todos: mis primos y los chicos de Sevilla; y a pesar de que ninguno de ellos hizo el menor comentario, no dejé de comprobar las miradas de soslayo hacia ese gesto sencillo que me marcaba como elegido.
Nunca antes en toda mi vida me había sentido tan grande. Mi pecho era inmenso, estallaba lleno de brisa marina. El sol se ponía frente a nosotros, calentando la piel morena cubierta de salitre picante, y yo podía mirarlo de frente, sin pestañear.
—El primero que llegue a la farola y la toque, gana —dijo Ángel, el cabecilla de los chicos de Sevilla, un muchacho de doce años con un flequillo aclarado por el sol que provocaba los suspiros de mi prima mayor.
Tardé un poco en darme cuenta de que aquellas palabras iban dirigidas a mí. Ensimismado en mi propia contemplación, no podía dar crédito al hecho de que ahora, de buenas a primeras, hubiese alcanzado categoría dentro del grupo como para recibir los desafíos de los más aguerridos.
Salimos todos corriendo espoleados por la adrenalina de la emoción que se avecinaba, pero a medida que nos acercamos al paseo marítimo, nuestras zancadas se hicieron más pausadas, desconfiadas. No se trataba de una prueba de velocidad, no era de ese tipo.
Nadie había preguntado a qué farola se refería Ángel. No hizo falta. Llegamos todos hasta la que había sido señalada como la asesina en los rumores del pueblo, sin que importara quién lo había hecho primero. Nos quedamos clavados frente a la funesta farola después de una carrera alocada que había pretendido, sin éxito, dejar nuestros miedos atrás. Su mástil de hierro negro y sucio parecía mirarme como si fueran los ojos de una bestia de las profundidades del mar.
—Vamos —dijo ella.
No necesité más. Contuve la respiración y alargué mi mano. Sentí el calor que emanaba del metal acariciando mis dedos antes de llegar a tocarla. Después, cerré los ojos y di un paso al frente.
Una descarga de energía me sacudió desde los costados y dejó el aire congelado en el interior de mis pulmones. Después, nada; oscuridad.
Cuando abrí los ojos de nuevo, seguía en el paseo marítimo. No había despertado en un hospital ni en las puertas del cielo. Las carcajadas de los demás se mezclaban con el cacareo disonante de las gaviotas.
—¿Qué ha pasado?
—Te has desmayado, bobo.
No sé quién contestó. Pudo haber sido cualquiera. Lo que más me dolía era la nota de revancha malvada, de envidia satisfecha.
Ángel, el mismo chico que había lanzado el desafío, había aprovechado el momento en que cerraba los ojos frente a la farola. Sin hacer ruido se me había acercado y, justo en el momento en que había dado un paso hacia delante para tocar el metal maldito, me había golpeado con sus dedos bajo las costillas.
Aquello lo supe por boca de Begoña. Solo ella se había quedado a mi lado. Los demás habían tenido bastante con mi vergüenza —no necesitaban ver mis lágrimas para darme por vencido—, y se habían alejado en pos de la siguiente gamberrada.
—No le hagas caso. Es idiota. Lleva todo el verano tratando de quedar por encima de los demás.
Yo no podía contestar. Si pronunciaba una sola palabra podría echarme a llorar, así que me alejé despacio hasta el borde del paseo y me senté sobre el pretil, las piernas cruzadas bajo mis pies. Dejé que mis ojos vagaran más allá del horizonte. El sol se estaba poniendo y las nubes se alzaban amenazantes, presagiando la última tormenta del verano. Ella se sentó a mi lado y atrapó una de mis manos entre las suyas. No llegué a resistirme a tiempo. Si no fuera por aquel veneno que me escocía en el centro del pecho podría haber reconocido que aquel lugar y aquel momento eran lo que había estado esperando todo el verano.
—Mírame, tonto.
Tomó mi cara entre sus manos y, con la suavidad de un pájaro que bebe en un estanque, me besó en los labios.
—¿Sabes? Ninguno más la tocó, después de ti.