CP X - VIDAS EJEMPLARES - Stradivarius
Publicado: 17 Abr 2015 21:41
VIDAS EJEMPLARES
Enrique Zido Bastante, aparcó su flamante Mercedes blanco, justo delante de la puerta del banco del que era cliente distinguido desde hacía muchos años. Cuando empezó a forjar su importante fortuna derivada del negocio porcino, trufada con algo de contrabando, usura y alguna que otra cosilla menos confesable.
Bajó del automóvil resoplando, sudaba copiosamente, y la fina habanera de hilo marrón oscuro, aparecía empapada en la espalda, cuello y axilas.
“Tendría que adelgazar un poco” pensó, mientras se dirigía, con pasos cortos y lentos, hacia la entrada del banco.
Un solícito empleado, que lo había visto llegar desde las amplias cristaleras de la entidad, mantenía la puerta entreabierta. Entreabierta también su boca, dibujando una estúpida sonrisa, el torso doblado, echando el culo hacia atrás y la cabeza inclinada, mirándose la punta de los zapatos.
Enrique entró resoplando sin reparar apenas en el tiralevitas que, como un disco rayado, repetía una y otra vez “Buenos días Don Enrique” subiendo y bajando a la vez la cabeza.
Sin dejar de resoplar, cruzó el patio de operaciones dirigiéndose directamente al despacho del director que, avisado, salía en ese momento, raudo y veloz a su encuentro, esbozando la misma estúpida sonrisa que su subordinado.
Dejándole con la mano tendida y el saludo en los labios, entro Zido al despacho, desplomándose literalmente sobre el amplio confidente que, Don Zóspiro, tenía frente a su ordenada mesa. La madera crujió, por un momento pareció ceder amenazando con romperse ante el peso que acababa de venírsele encima. Para tranquilidad de, el cada vez más nervioso director, el confidente resistió y Don Enrique permaneció sentado.
Éste, alargó el brazo derecho y dejó caer, sobre la pulida mesa de despacho, una bolsa de plástico de supermercado.
¿Quién podía sospechar de una inofensiva bolsa de supermercado? Se decía satisfecho Zido.
Traje ayer siete kilos, aquí tienes otros ocho. Miraver si con esto, y locabia en la cuenta ya hay los cien para hacer la imposición preferida, o como coño se llame, esa de la que mablaste. ¡Dios que calor tienes neste puto sitio!
Resopló una vez más, mientras se pasaba el pañuelo por la zona que debía corresponder al cuello y que era la continuación de su cara.
Don Zóspiro, sin dejar que la mueca que quería ser sonrisa, se desdibujase de su pálido rostro, cogió con sumo cuidado la sucia bolsa y extrajo los fajos de billetes. Aquellos, como todos los que durante años había llevado Enrique Zido, olían de una forma muy peculiar, olían a orines.
Arrugó la bolsa para tirarla a la papelera, cuando la voz aguda y desagradable de su principal cliente, le sobresaltó.
¡Alto ahí mamón, devuélveme la bolsa, que me sirve para otra vez, hostias!
Sin decir palabra, y sonriendo siempre, le tendió la mano con la bolsa arrugada, para que Don Enrique la cogiese. Como éste no llegaba sin inclinarse un poco y estirando el brazo, Don Zóspiro se levantó de su asiento y se la puso en la mano a su cliente. Éste la apretujó un poco más y se la embutió en el bolsillo del pantalón.
Ahora mismo llamo al cajero para que lo cuente, Sr. Zido.
El director no quería tocar aquellos billetes.
¡Qué cajero ni que cojones Zospi, cuéntalo tú mismo!
Zóspiro trago saliva, extendió las manos como el pianista que va a iniciar un concierto, y sin dejar de sonreír, retiró la goma elástica de uno de los fajos y sujetó los billetes con la mano izquierda. Iba a llevarse a los labios los dedos índice y pulgar de su mano derecha, cuando, con una imperceptible mueca de asco, los retiró inmediatamente y cogiendo los billetes por el borde, comenzó a contar mentalmente.
Afortunadamente, todos los fajos estaban formados por billetes del mismo valor. Los había de diez euros, veinte, cincuenta, cien, alguno de doscientos y muy pocos de quinientos. Contar aquella fortuna le llevaría un buen rato, pensó cada vez más agobiado el director.
Cada poco tenía que interrumpir la mecánica del conteo para, meticulosamente, despegar un billete de otro. La sensación de suciedad en la yema de los dedos, el olor a orín, cada vez más penetrante, hacía que Zóspiro se sintiese peor por momentos. Pero no podía dejar de sonreír, pues Don Enrique, con los ojos clavados en las manos del director, no perdía detalle de cada uno de sus movimientos. Vigilaba desde sus pequeños y brillantes ojillos y contaba él mismo a la vez que lo hacía Don Zóspiro. Bueno, más que contar, réquete contaba, pues como era evidente, los fajos habían sido revisados, contados y vuelto a contar por él, antes de llevarlos al banco.
Ese era uno de sus pasatiempos favoritos. Contar dinero, comer y cazar, las mejores cosas que había inventado la vida, bueno, eso y alguna mamada de vez en cuando en cualquiera de los puticlubs de la zona.
Que delicia cuando, solo en su habitación, dejaba al descubierto el viejo colchón de su cama, uno de esos colchones de lana con la funda a rayas rojas y blancas. Bueno, lo fueron en su día.
Descorría la cremallera que tenía en uno de los laterales, metía la mano y sacaba, como por arte de magia, un fajo informe de billetes y lana, todo mezclado, humeante casi.
Repetía la operación de meter y sacar la mano del colchón, e iba depositando, sobre la mesilla de noche, pequeños montoncitos al lado de la foto de sus padres y del enorme crucifijo de plata y marfil, que le había comprado, por cuatro cuartos, al curilla del pueblo, cuando éste quiso cambiar de coche.
Cuando la masa informe le parecía suficiente, cerraba la cremallera, trasladaba todo lo extraído sobre la colcha de la cama. Entonces comenzaba a separar, desarrugar y clasificar los billetes. Aquí los de diez, veinte, cincuenta, cien, doscientos, quinientos, aquí la lana.
Luego agrupaba y contaba, nueve de diez y cruzándolos otro billete formando un fajo de cien euros. Nueve de veinte y otro cruzándolos, ya tenía otro fajo de doscientos euros. Así seguía con el resto. Después formaba, agrupándolos, fajos de un millón de euros que cogía con una goma elástica que sacaba del cajón de la mesilla de noche. Le ponía las bragas, se decía para si entre carcajadas.
Amaba a aquellos billetes sobre todas las cosas, así es que no apartaba la mirada de las manos de Don Zóspiro, que iba ya por los tres millones y comenzaba a sudar y a sentir como la náusea se hacía mayor por momentos. Eso sí, no dejaba de sonreír, bueno, digamos que en su boca se dibujaba una mueca que no era más que un patético rictus de difícil interpretación.
Las manos comenzaron a acalambrarse y a temblar. Paro un momento, como para tomar aliento y miró por encima de las gafas a Don Enrique.
¡Hostia Zóspiro, sigue! que no tengo todo el puto día.
Le espetó éste impaciente.
Zóspiro se aflojó el nudo de la corbata, aspiró profundamente y volvió a la tarea deseando terminar cuanto antes; el estómago comenzaba a subírsele peligrosamente a la boca y el café y los churros del desayuno comenzaban a pugnar por salir.
Contó un millón más, iba a comenzar con el quinto cuando, sin poder evitarlo, el volcán en el que se había convertido su estómago, erupcionó y un chorro viscoso y humeante, salió disparado de su boca a los billetes agrupados en la mesa.
¡Cabrón, qué haces con mi dinero, hijo puta!
Bramó Zido fuera de sí.
Zóspiro, sorprendido, asqueado y sin poder contenerse, levantó la cabeza y, otro surtidor, esta vez más veloz y copioso, salió disparado para estrellarse en la cara, roja de irá, de Don Enrique. Éste, tratando de esquivar el vómito, se echó hacia atrás con tanta fuerza, que el respaldo del confidente cedió y por un instante quedó suspendido sobre las patas traseras del sillón, con los brazos abiertos en cruz, tratando de asirse a algo que evitase su caída de espaldas. No lo logró.
Zóspiro, con la cara congestionada y los ojos llorosos, observaba la escena como a cámara lenta.
El hombre de los brazos en cruz quedó unos segundos suspendido sobre las patas traseras, para luego, con gran estruendo, caer hacia atrás sobre la mesa de aluminio y cristal que tenía detrás, llena de folletos de propaganda del banco.
El grito de Don Enrique sonó como algo animal, como el berrido de un cerdo al que en la matanza, acaban de clavarle el cuchillo en la yugular.
Zóspiro se levantó de un salto de la butaca y se quedó inmóvil, petrificado, mirando casi sin ver, sin creer lo que veía en el suelo de su despacho.
Su cliente, tumbado boca arriba, agitaba brazos y piernas incontroladamente, mientras de su cuello sobresalía, como una daga incolora, un gran trozo del cristal de la mesa. Un surtidor de sangre roja y caliente, manaba sin cesar, formando un gran charco oscuro sobre la moqueta beige.
Los sonidos que emitía ahora, eran gorgoteos ininteligibles. La sangre le salía a borbotones por la boca muy abierta, la frente, los ojos, el pelo, estaban todos salpicados del vómito de Don Zóspiro.
La escena era dantesca, irreal, una pesadilla que mantenía al director inmóvil, sin poder reaccionar, mientras, su cliente agonizaba desangrándose y ahogándose con su propia sangre.
Amorfo, el solícito empleado que había recibido en la puerta a Don Enrique hacía unos minutos, entró sin llamar en el despacho del director alertado por el ruido y los gritos que acababa de oír.
Atónito ante la escena que se encontró, temblando y orinándose en los pantalones sin poder controlar sus esfínteres, salió corriendo lanzando gritos incongruentes a avisar a sus compañeros del banco.
Entre tanto, Don Enrique Zido Bastante “Ricocerdo”, como era conocido por todos, abrió mucho los pequeños ojillos, más si cabe la boca y, tras unos espasmos de sus extremidades, una gran burbuja roja se formó en sus labios hasta que ésta explotó llevándose su último aliento. Ricocerdo expiró.
Enrique Zido Bastante, aparcó su flamante Mercedes blanco, justo delante de la puerta del banco del que era cliente distinguido desde hacía muchos años. Cuando empezó a forjar su importante fortuna derivada del negocio porcino, trufada con algo de contrabando, usura y alguna que otra cosilla menos confesable.
Bajó del automóvil resoplando, sudaba copiosamente, y la fina habanera de hilo marrón oscuro, aparecía empapada en la espalda, cuello y axilas.
“Tendría que adelgazar un poco” pensó, mientras se dirigía, con pasos cortos y lentos, hacia la entrada del banco.
Un solícito empleado, que lo había visto llegar desde las amplias cristaleras de la entidad, mantenía la puerta entreabierta. Entreabierta también su boca, dibujando una estúpida sonrisa, el torso doblado, echando el culo hacia atrás y la cabeza inclinada, mirándose la punta de los zapatos.
Enrique entró resoplando sin reparar apenas en el tiralevitas que, como un disco rayado, repetía una y otra vez “Buenos días Don Enrique” subiendo y bajando a la vez la cabeza.
Sin dejar de resoplar, cruzó el patio de operaciones dirigiéndose directamente al despacho del director que, avisado, salía en ese momento, raudo y veloz a su encuentro, esbozando la misma estúpida sonrisa que su subordinado.
Dejándole con la mano tendida y el saludo en los labios, entro Zido al despacho, desplomándose literalmente sobre el amplio confidente que, Don Zóspiro, tenía frente a su ordenada mesa. La madera crujió, por un momento pareció ceder amenazando con romperse ante el peso que acababa de venírsele encima. Para tranquilidad de, el cada vez más nervioso director, el confidente resistió y Don Enrique permaneció sentado.
Éste, alargó el brazo derecho y dejó caer, sobre la pulida mesa de despacho, una bolsa de plástico de supermercado.
¿Quién podía sospechar de una inofensiva bolsa de supermercado? Se decía satisfecho Zido.
Traje ayer siete kilos, aquí tienes otros ocho. Miraver si con esto, y locabia en la cuenta ya hay los cien para hacer la imposición preferida, o como coño se llame, esa de la que mablaste. ¡Dios que calor tienes neste puto sitio!
Resopló una vez más, mientras se pasaba el pañuelo por la zona que debía corresponder al cuello y que era la continuación de su cara.
Don Zóspiro, sin dejar que la mueca que quería ser sonrisa, se desdibujase de su pálido rostro, cogió con sumo cuidado la sucia bolsa y extrajo los fajos de billetes. Aquellos, como todos los que durante años había llevado Enrique Zido, olían de una forma muy peculiar, olían a orines.
Arrugó la bolsa para tirarla a la papelera, cuando la voz aguda y desagradable de su principal cliente, le sobresaltó.
¡Alto ahí mamón, devuélveme la bolsa, que me sirve para otra vez, hostias!
Sin decir palabra, y sonriendo siempre, le tendió la mano con la bolsa arrugada, para que Don Enrique la cogiese. Como éste no llegaba sin inclinarse un poco y estirando el brazo, Don Zóspiro se levantó de su asiento y se la puso en la mano a su cliente. Éste la apretujó un poco más y se la embutió en el bolsillo del pantalón.
Ahora mismo llamo al cajero para que lo cuente, Sr. Zido.
El director no quería tocar aquellos billetes.
¡Qué cajero ni que cojones Zospi, cuéntalo tú mismo!
Zóspiro trago saliva, extendió las manos como el pianista que va a iniciar un concierto, y sin dejar de sonreír, retiró la goma elástica de uno de los fajos y sujetó los billetes con la mano izquierda. Iba a llevarse a los labios los dedos índice y pulgar de su mano derecha, cuando, con una imperceptible mueca de asco, los retiró inmediatamente y cogiendo los billetes por el borde, comenzó a contar mentalmente.
Afortunadamente, todos los fajos estaban formados por billetes del mismo valor. Los había de diez euros, veinte, cincuenta, cien, alguno de doscientos y muy pocos de quinientos. Contar aquella fortuna le llevaría un buen rato, pensó cada vez más agobiado el director.
Cada poco tenía que interrumpir la mecánica del conteo para, meticulosamente, despegar un billete de otro. La sensación de suciedad en la yema de los dedos, el olor a orín, cada vez más penetrante, hacía que Zóspiro se sintiese peor por momentos. Pero no podía dejar de sonreír, pues Don Enrique, con los ojos clavados en las manos del director, no perdía detalle de cada uno de sus movimientos. Vigilaba desde sus pequeños y brillantes ojillos y contaba él mismo a la vez que lo hacía Don Zóspiro. Bueno, más que contar, réquete contaba, pues como era evidente, los fajos habían sido revisados, contados y vuelto a contar por él, antes de llevarlos al banco.
Ese era uno de sus pasatiempos favoritos. Contar dinero, comer y cazar, las mejores cosas que había inventado la vida, bueno, eso y alguna mamada de vez en cuando en cualquiera de los puticlubs de la zona.
Que delicia cuando, solo en su habitación, dejaba al descubierto el viejo colchón de su cama, uno de esos colchones de lana con la funda a rayas rojas y blancas. Bueno, lo fueron en su día.
Descorría la cremallera que tenía en uno de los laterales, metía la mano y sacaba, como por arte de magia, un fajo informe de billetes y lana, todo mezclado, humeante casi.
Repetía la operación de meter y sacar la mano del colchón, e iba depositando, sobre la mesilla de noche, pequeños montoncitos al lado de la foto de sus padres y del enorme crucifijo de plata y marfil, que le había comprado, por cuatro cuartos, al curilla del pueblo, cuando éste quiso cambiar de coche.
Cuando la masa informe le parecía suficiente, cerraba la cremallera, trasladaba todo lo extraído sobre la colcha de la cama. Entonces comenzaba a separar, desarrugar y clasificar los billetes. Aquí los de diez, veinte, cincuenta, cien, doscientos, quinientos, aquí la lana.
Luego agrupaba y contaba, nueve de diez y cruzándolos otro billete formando un fajo de cien euros. Nueve de veinte y otro cruzándolos, ya tenía otro fajo de doscientos euros. Así seguía con el resto. Después formaba, agrupándolos, fajos de un millón de euros que cogía con una goma elástica que sacaba del cajón de la mesilla de noche. Le ponía las bragas, se decía para si entre carcajadas.
Amaba a aquellos billetes sobre todas las cosas, así es que no apartaba la mirada de las manos de Don Zóspiro, que iba ya por los tres millones y comenzaba a sudar y a sentir como la náusea se hacía mayor por momentos. Eso sí, no dejaba de sonreír, bueno, digamos que en su boca se dibujaba una mueca que no era más que un patético rictus de difícil interpretación.
Las manos comenzaron a acalambrarse y a temblar. Paro un momento, como para tomar aliento y miró por encima de las gafas a Don Enrique.
¡Hostia Zóspiro, sigue! que no tengo todo el puto día.
Le espetó éste impaciente.
Zóspiro se aflojó el nudo de la corbata, aspiró profundamente y volvió a la tarea deseando terminar cuanto antes; el estómago comenzaba a subírsele peligrosamente a la boca y el café y los churros del desayuno comenzaban a pugnar por salir.
Contó un millón más, iba a comenzar con el quinto cuando, sin poder evitarlo, el volcán en el que se había convertido su estómago, erupcionó y un chorro viscoso y humeante, salió disparado de su boca a los billetes agrupados en la mesa.
¡Cabrón, qué haces con mi dinero, hijo puta!
Bramó Zido fuera de sí.
Zóspiro, sorprendido, asqueado y sin poder contenerse, levantó la cabeza y, otro surtidor, esta vez más veloz y copioso, salió disparado para estrellarse en la cara, roja de irá, de Don Enrique. Éste, tratando de esquivar el vómito, se echó hacia atrás con tanta fuerza, que el respaldo del confidente cedió y por un instante quedó suspendido sobre las patas traseras del sillón, con los brazos abiertos en cruz, tratando de asirse a algo que evitase su caída de espaldas. No lo logró.
Zóspiro, con la cara congestionada y los ojos llorosos, observaba la escena como a cámara lenta.
El hombre de los brazos en cruz quedó unos segundos suspendido sobre las patas traseras, para luego, con gran estruendo, caer hacia atrás sobre la mesa de aluminio y cristal que tenía detrás, llena de folletos de propaganda del banco.
El grito de Don Enrique sonó como algo animal, como el berrido de un cerdo al que en la matanza, acaban de clavarle el cuchillo en la yugular.
Zóspiro se levantó de un salto de la butaca y se quedó inmóvil, petrificado, mirando casi sin ver, sin creer lo que veía en el suelo de su despacho.
Su cliente, tumbado boca arriba, agitaba brazos y piernas incontroladamente, mientras de su cuello sobresalía, como una daga incolora, un gran trozo del cristal de la mesa. Un surtidor de sangre roja y caliente, manaba sin cesar, formando un gran charco oscuro sobre la moqueta beige.
Los sonidos que emitía ahora, eran gorgoteos ininteligibles. La sangre le salía a borbotones por la boca muy abierta, la frente, los ojos, el pelo, estaban todos salpicados del vómito de Don Zóspiro.
La escena era dantesca, irreal, una pesadilla que mantenía al director inmóvil, sin poder reaccionar, mientras, su cliente agonizaba desangrándose y ahogándose con su propia sangre.
Amorfo, el solícito empleado que había recibido en la puerta a Don Enrique hacía unos minutos, entró sin llamar en el despacho del director alertado por el ruido y los gritos que acababa de oír.
Atónito ante la escena que se encontró, temblando y orinándose en los pantalones sin poder controlar sus esfínteres, salió corriendo lanzando gritos incongruentes a avisar a sus compañeros del banco.
Entre tanto, Don Enrique Zido Bastante “Ricocerdo”, como era conocido por todos, abrió mucho los pequeños ojillos, más si cabe la boca y, tras unos espasmos de sus extremidades, una gran burbuja roja se formó en sus labios hasta que ésta explotó llevándose su último aliento. Ricocerdo expiró.