Encierro - Noche fría del alma - Sinkim
Publicado: 29 Jun 2015 09:30
Noche fría del alma
La lluvia caía fría y cortante sobre la cabeza del hombre que, impertérrito, deambula en la noche. Andaba sin saber a donde iba, sus pasos eran guiados por el azar mientras su mente se perdía en el pasado y los errores cometidos.
Lo había tenido todo, un trabajo decente, una esposa que le quería, un hijo cuya sonrisa alegraba su corazón y ahora todo había quedado en el pasado. Perdido, inalcanzable y, a pesar de las infinitas noches de lagrimas, no suficientemente llorado.
Después de varios meses sin salir de casa y viviendo solo de comida a domicilio había sentido la imperiosa necesidad de salir de casa. Sabía que de continuar un minuto más entre esas cuatro paredes iba a cometer una estupidez, así que se vistió con lo primero que encontró en el armario y salió a la calle.
El frío y el agua tendrían que haberle hecho retroceder pero, por el contrario, sintió que le purificaba, que le limpiaba el alma y que su dolor se desprendía con cada uno de los estremecimientos de su cuerpo.
A medida que andaba sus pasos se fueron haciendo más vigorosos, dejó de arrastrar los pies y de moverse como un zombi.
Cuando, por fin, levantó la cabeza y miró a su alrededor descubrió sorprendido que se encontraba en el puente, el mismo puente donde había perdido su vida. Puede que no lo supiera conscientemente pero estaba claro que su cuerpo estaba intentando decirle algo.
Había llegado la hora de enfrentarse a sus demonios y tal vez, solo tal vez, encontrar el valor para perdonarse a sí mismo.
Se apoyó en la barandilla reconstruida y, aunque las buscó, fue incapaz de encontrar ninguna huella del choque. Al contacto con el helado metal los recuerdos le golpearon con la fuerza de un tren.
La noche, lluviosa también. Su mujer, en el asiento del copiloto, discutiendo con él. Es gracioso que, incluso ahora, sea incapaz recordar que era tan importante para que se estuvieran gritando de esa manera. El niño llorando en el asiento de atrás, asustado por los gritos de sus padres. Él girándose para chillar a su esposa, a la mujer a la que amaba con todo su corazón y que era el centro de su universo. Volver a mirar a la carretera para descubrir un perro callejero salido de la nada. El volantazo instintivo, el asfalto mojado y su poca pericia al volante. El coche golpeando de lado la barandilla y saltando por encima. La interminable caída, tiempo para pensar en que forma tan tonta de morir, en lo que ama a su familia y lo que hubiera dado por poder disfrutar un día más con ella.
Oscuridad, dolor, la nada.
Abrió los ojos, días después, para descubrirse en el hospital sin saber qué había hecho para sobrevivir y con la noticia de que su familia no había tenido tanta suerte.
Una solitaria lagrima mezclada con las gotas de lluvia se escurre por su cara mientras aprieta con fuerza la barandilla. Por mucho que le duela tiene que comprender que lo sucedido no fue culpa suya, fue algo que podría haberle ocurrido a cualquiera. Un simple momento de mala suerte que, esta vez, le había tocado a él.
Sus dedos se abren, sueltan el pasado y su culpa. Levanta la cabeza al cielo y grita, un grito que sale desde lo más hondo de su alma y que expulsa los últimos demonios que aún se escondían en su interior. Sintiéndose ligero y libre por primera vez en meses se gira para volver a su casa y a los recuerdos felices de su familia.
El ruido de unas ruedas frenando en seco llama su atención y observa atónito a un todoterreno que pierde el control, atraviesa la barandilla como si fuera mantequilla y se precipita al río. Sin pensarlo cruza corriendo la carretera y se lanza de cabeza. Mientras las congeladas aguas le acogen, por fin comprende qué le había hecho salir de casa esa noche y volver a donde todo acabó.
La lluvia caía fría y cortante sobre la cabeza del hombre que, impertérrito, deambula en la noche. Andaba sin saber a donde iba, sus pasos eran guiados por el azar mientras su mente se perdía en el pasado y los errores cometidos.
Lo había tenido todo, un trabajo decente, una esposa que le quería, un hijo cuya sonrisa alegraba su corazón y ahora todo había quedado en el pasado. Perdido, inalcanzable y, a pesar de las infinitas noches de lagrimas, no suficientemente llorado.
Después de varios meses sin salir de casa y viviendo solo de comida a domicilio había sentido la imperiosa necesidad de salir de casa. Sabía que de continuar un minuto más entre esas cuatro paredes iba a cometer una estupidez, así que se vistió con lo primero que encontró en el armario y salió a la calle.
El frío y el agua tendrían que haberle hecho retroceder pero, por el contrario, sintió que le purificaba, que le limpiaba el alma y que su dolor se desprendía con cada uno de los estremecimientos de su cuerpo.
A medida que andaba sus pasos se fueron haciendo más vigorosos, dejó de arrastrar los pies y de moverse como un zombi.
Cuando, por fin, levantó la cabeza y miró a su alrededor descubrió sorprendido que se encontraba en el puente, el mismo puente donde había perdido su vida. Puede que no lo supiera conscientemente pero estaba claro que su cuerpo estaba intentando decirle algo.
Había llegado la hora de enfrentarse a sus demonios y tal vez, solo tal vez, encontrar el valor para perdonarse a sí mismo.
Se apoyó en la barandilla reconstruida y, aunque las buscó, fue incapaz de encontrar ninguna huella del choque. Al contacto con el helado metal los recuerdos le golpearon con la fuerza de un tren.
La noche, lluviosa también. Su mujer, en el asiento del copiloto, discutiendo con él. Es gracioso que, incluso ahora, sea incapaz recordar que era tan importante para que se estuvieran gritando de esa manera. El niño llorando en el asiento de atrás, asustado por los gritos de sus padres. Él girándose para chillar a su esposa, a la mujer a la que amaba con todo su corazón y que era el centro de su universo. Volver a mirar a la carretera para descubrir un perro callejero salido de la nada. El volantazo instintivo, el asfalto mojado y su poca pericia al volante. El coche golpeando de lado la barandilla y saltando por encima. La interminable caída, tiempo para pensar en que forma tan tonta de morir, en lo que ama a su familia y lo que hubiera dado por poder disfrutar un día más con ella.
Oscuridad, dolor, la nada.
Abrió los ojos, días después, para descubrirse en el hospital sin saber qué había hecho para sobrevivir y con la noticia de que su familia no había tenido tanta suerte.
Una solitaria lagrima mezclada con las gotas de lluvia se escurre por su cara mientras aprieta con fuerza la barandilla. Por mucho que le duela tiene que comprender que lo sucedido no fue culpa suya, fue algo que podría haberle ocurrido a cualquiera. Un simple momento de mala suerte que, esta vez, le había tocado a él.
Sus dedos se abren, sueltan el pasado y su culpa. Levanta la cabeza al cielo y grita, un grito que sale desde lo más hondo de su alma y que expulsa los últimos demonios que aún se escondían en su interior. Sintiéndose ligero y libre por primera vez en meses se gira para volver a su casa y a los recuerdos felices de su familia.
El ruido de unas ruedas frenando en seco llama su atención y observa atónito a un todoterreno que pierde el control, atraviesa la barandilla como si fuera mantequilla y se precipita al río. Sin pensarlo cruza corriendo la carretera y se lanza de cabeza. Mientras las congeladas aguas le acogen, por fin comprende qué le había hecho salir de casa esa noche y volver a donde todo acabó.