Encierro - El largo adiós - Isma
Publicado: 29 Jun 2015 09:37
El largo adiós
Ohio, Norteamérica. El hombre espera entre un pastizal y los límites de un bosque. Ha llegado un poco antes para recrearse en los indicios de la primavera. Lo más llamativo está en la arboleda. Entre los robles y nogales florecen los cornejos blancos y los cercis añaden un punto infantil con sus toques de color rosa. Pero dondequiera que mira encuentra vestigios de vida nueva; renacuajos en el arroyo, esquivas serpientes entre el herbazal, movimientos fugaces en las ramas.
El cielo se oscurece y la brisa golpea la pradera inclinando los tallos verdes. Un momento después, el ruido llega como una ola. Centenares, miles de palomas migratorias surcan el firmamento ocultando el brillo del sol en un flujo interminable. El hombre ríe. Bajo la ondulante masa de pájaros, tiene la sensación de encontrarse bajo la superficie del agua. Caen del cielo plumas azules, rojizas, blancas como plumones. Es una sensación maravillosa.
Monteverde, Costa Rica. Una selva, tan húmeda que el agua resbala de las grandes hojas y del musgo cuajado de rocío. El hombre se interna sin temor por la espesura de helechos, sobre un suelo blando de hojas descompuestas y humus, bajo un intrincado entramado de ramas, hojas, troncos y lianas. Su atención se centra en las charcas y pequeñas hoyas de agua, donde se detiene para observar el pequeño microcosmos de vida.
Esta vez no le va a ser tan fácil encontrar a su objetivo. Tiene que pasar horas en el laberinto vegetal y examinar decenas de estanques y pozas hasta dar con ella. La rana se encuentra sobre un tronco semihundido. Es minúscula y brilla, dorada, como el sol. Un prodigio más de la naturaleza.
Namibia, África. El suelo rojizo de la sabana es tan cálido como el recuerdo. Ha viajado miles de veces, pero la tierra de África sigue siendo la que más le fascina. El tiempo deja de tener sentido para él mientras pasa sentado horas, la tarde, la noche, la mañana. Siempre se sorprende del color del cielo en esta tierra primigenia; de las manadas de órices, de los gatos de roca, erguidos junto a sus madrigueras, de los zancudos pájaros secretario. Y de los grandes mamíferos: los elefantes, las jirafas, incluso un enorme león que pasó tan cerca de él que hubiera podido tocarlo.
Al tercer día de espera lo encuentra. Es un animal majestuoso. El hombre se acerca: quiere atisbar en sus ojos hundidos. El rinoceronte negro occidental es mucho más impresionante que las imágenes de los registros. Tan grande como él. Tan pacífico como un anciano rey de la sabana. Los ojos asediados de arrugas son negros y profundos. Los ojos del animal hablan. El hombre extiende una mano para tocarle, aunque sabe que es imposible. En vez de eso, se la lleva a la boca. Una lágrima le cae por su mejilla.
Brasil. India. España. Dinamarca. Corea. Mongolia. Australia. ¿Por dónde buscar a la siguiente especie? ¿En qué sitio y en qué época fijar la vista de todos los posibles? ¿Tiene sentido hacer algo así? ¿Y qué conseguirá sacar en claro?
Son preguntas importantes. El hombre desconecta la máquina que le ha permitido viajar por todos esos lugares remotos en el tiempo y en el espacio. La tecnología habría sido considerada magia por los antiguos habitantes del planeta que gira allá abajo. El hombre que la utiliza comprende los conceptos sobre los que se sustenta y sabe que su invención fue una necesidad. Necesitaba disponer de algo que le ayudara a comprender. Necesitaba aprender de los errores. Necesitaba, también, recordar al planeta que tanto le había dado.
Ahora reflexiona. La pared de la nave es transparente para que pueda observar a la esfera terrestre recubierta de una perenne nube parda. Bajo su capa, la tierra es yerma. Deberán pasar miles de años antes de que su ponzoña se asiente y la vida pueda volver a renacer otra vez, nueva, diferente, cambiada. Qué largo camino. Cuánta riqueza desaprovechada. Pero el hombre sabe que es heredero de todo ese esfuerzo. No piensa cometer el mismo error que su antepasado.
El hombre vuelve la mirada de sus tres ojos hacia la pantalla y extiende uno de sus larguísimos brazos hacia los controles. Acaba de decidir el lugar y tiempo en que visitará a la siguiente especie extinta, el homo sapiens. Su especie, el homo novo, no cometerá el mismo error. Aunque le duela, aprenderá de sus fracasos.
La Tierra, muda, asiente y espera.
Ohio, Norteamérica. El hombre espera entre un pastizal y los límites de un bosque. Ha llegado un poco antes para recrearse en los indicios de la primavera. Lo más llamativo está en la arboleda. Entre los robles y nogales florecen los cornejos blancos y los cercis añaden un punto infantil con sus toques de color rosa. Pero dondequiera que mira encuentra vestigios de vida nueva; renacuajos en el arroyo, esquivas serpientes entre el herbazal, movimientos fugaces en las ramas.
El cielo se oscurece y la brisa golpea la pradera inclinando los tallos verdes. Un momento después, el ruido llega como una ola. Centenares, miles de palomas migratorias surcan el firmamento ocultando el brillo del sol en un flujo interminable. El hombre ríe. Bajo la ondulante masa de pájaros, tiene la sensación de encontrarse bajo la superficie del agua. Caen del cielo plumas azules, rojizas, blancas como plumones. Es una sensación maravillosa.
Monteverde, Costa Rica. Una selva, tan húmeda que el agua resbala de las grandes hojas y del musgo cuajado de rocío. El hombre se interna sin temor por la espesura de helechos, sobre un suelo blando de hojas descompuestas y humus, bajo un intrincado entramado de ramas, hojas, troncos y lianas. Su atención se centra en las charcas y pequeñas hoyas de agua, donde se detiene para observar el pequeño microcosmos de vida.
Esta vez no le va a ser tan fácil encontrar a su objetivo. Tiene que pasar horas en el laberinto vegetal y examinar decenas de estanques y pozas hasta dar con ella. La rana se encuentra sobre un tronco semihundido. Es minúscula y brilla, dorada, como el sol. Un prodigio más de la naturaleza.
Namibia, África. El suelo rojizo de la sabana es tan cálido como el recuerdo. Ha viajado miles de veces, pero la tierra de África sigue siendo la que más le fascina. El tiempo deja de tener sentido para él mientras pasa sentado horas, la tarde, la noche, la mañana. Siempre se sorprende del color del cielo en esta tierra primigenia; de las manadas de órices, de los gatos de roca, erguidos junto a sus madrigueras, de los zancudos pájaros secretario. Y de los grandes mamíferos: los elefantes, las jirafas, incluso un enorme león que pasó tan cerca de él que hubiera podido tocarlo.
Al tercer día de espera lo encuentra. Es un animal majestuoso. El hombre se acerca: quiere atisbar en sus ojos hundidos. El rinoceronte negro occidental es mucho más impresionante que las imágenes de los registros. Tan grande como él. Tan pacífico como un anciano rey de la sabana. Los ojos asediados de arrugas son negros y profundos. Los ojos del animal hablan. El hombre extiende una mano para tocarle, aunque sabe que es imposible. En vez de eso, se la lleva a la boca. Una lágrima le cae por su mejilla.
Brasil. India. España. Dinamarca. Corea. Mongolia. Australia. ¿Por dónde buscar a la siguiente especie? ¿En qué sitio y en qué época fijar la vista de todos los posibles? ¿Tiene sentido hacer algo así? ¿Y qué conseguirá sacar en claro?
Son preguntas importantes. El hombre desconecta la máquina que le ha permitido viajar por todos esos lugares remotos en el tiempo y en el espacio. La tecnología habría sido considerada magia por los antiguos habitantes del planeta que gira allá abajo. El hombre que la utiliza comprende los conceptos sobre los que se sustenta y sabe que su invención fue una necesidad. Necesitaba disponer de algo que le ayudara a comprender. Necesitaba aprender de los errores. Necesitaba, también, recordar al planeta que tanto le había dado.
Ahora reflexiona. La pared de la nave es transparente para que pueda observar a la esfera terrestre recubierta de una perenne nube parda. Bajo su capa, la tierra es yerma. Deberán pasar miles de años antes de que su ponzoña se asiente y la vida pueda volver a renacer otra vez, nueva, diferente, cambiada. Qué largo camino. Cuánta riqueza desaprovechada. Pero el hombre sabe que es heredero de todo ese esfuerzo. No piensa cometer el mismo error que su antepasado.
El hombre vuelve la mirada de sus tres ojos hacia la pantalla y extiende uno de sus larguísimos brazos hacia los controles. Acaba de decidir el lugar y tiempo en que visitará a la siguiente especie extinta, el homo sapiens. Su especie, el homo novo, no cometerá el mismo error. Aunque le duela, aprenderá de sus fracasos.
La Tierra, muda, asiente y espera.