CI 1 -El pingüino Marcelino y el viaje(1º Ju,3º Po) Shigella
Publicado: 15 Oct 2015 13:53
El pingüino Marcelino y el viaje ultramarino
La gallina Clementina salió a hacer la compra un día,
pero pasaron dos meses y la chica no volvía.
El pingüino Marcelino era su mejor amigo.
Preguntó a toda la gente, incluidos los mendigos,
y nadie supo decirle, ni siquiera adivinar,
dónde estaría su amiga, así que la fue a buscar.
Primero se fue al mercado, el lugar más concurrido.
La pescadera le dijo “Clementina no ha venido”,
el carnicero le dijo “Clementina no ha pasado”,
el verdulero le dijo “Clementina no ha llegado”
y el pollero respondió, visiblemente enfadado,
“¿Desde cuándo las gallinas devoran pollos asados?”
Ya que no había ni rastro de su amiga la gallina,
Marcelino la buscó más allá de la colina.
Por los montes y los prados y los valles y los claros,
Marcelino no paró hasta llegar al gran faro.
El farero, una lechuza con una vista excelente,
le dijo que hacía años que no se encontraba a gente.
Nuestro valiente pingüino no lo dudó ni un momento
y con decisión siguió un camino de cemento.
El camino dirigía a un pueblecito vecino
donde jamás en la vida habían visto un pingüino.
Los vecinos murmuraban al paso de Marcelino,
le seguían de reojo con miradas de asesino.
“¿Ha visto usted por aquí a una gallina extranjera?”
Le preguntó Marcelino a una parda carroñera.
El buitre le contestó que él no hablaba con extraños
y muy corriendo se fue, por si le hacía algún daño.
Los vecinos se escondieron rápidamente en sus casas,
dejando al pingüino solo en el centro de la plaza.
Marcelino no entendía el miedo que despertaba,
pues no podía volar y a saltitos caminaba.
¿Qué daño podía hacer a aquellas aves rapaces
un pingüino con chaqué de una tienda de disfraces?
Ya que no había en las calles ni la sombra de un plumero,
decidió entrar en el bar y preguntar al camarero.
El dueño del bar le supo responder muy cortésmente:
“Puede ir hacia el castillo de la montaña de enfrente.
Por su situación tan alta allá arriba en la colina
puede que hayan divisado a su amiga la gallina”.
Marcelino dio las gracias y se fue en pos del castillo
y el camarero rió pensando en aquel pardillo.
Todo el mundo en el pueblucho sabía que aquel castillo
tenía fantasmas y brujas y sangre entre los ladrillos.
El dueño del bar quería deshacerse del extraño
y a sabiendas le mandaba a aquel lugar tan huraño.
Los vecinos, divertidos, elogiaron su cerebro.
“Si es que no hay nadie más listo que la gente de este pueblo”.
Nuestro amigo Marcelino, sin ser consciente de esto
caminaba esperanzado por los caminos propuestos.
La vegetación pintaba cada vez más resecosa.
Pedruscos, árboles muertos, cardos y alguna rosa
con más espinas que pétalos y poco o nada olorosa.
Y de repente, el camino a la puerta tenebrosa.
Dos veces llamó a la puerta y al ver que nadie le abrió
empujó un poco la aldaba y a la oscuridad entró.
Telarañas en los techos, candelabros polvorientos,
cortinas negras perfectas para la bruja del cuento.
Sus pasitos resonaban en el silencio absoluto
y subió por la escalera y por su alfombra de luto.
Una voz muy repentina dio un susto al buen Marcelino:
“¿Quién es usted? Que yo sepa yo no he invitado a un pingüino”.
Marcelino se giró y vio a una mujer muy bella
vestida con falda negra y un corsé de calaveras.
Negros sus cabellos eran, con un corte a lo garçon.
Todo hacía mucho juego con la siniestra mansión.
“Perdone usted, señorita, es que he perdido a mi amiga
y quería preguntarle si ha visto alguna gallina”.
“No salgo mucho de día, esto es una negativa,
pero mandaré a mis guardias en misión indagativa”.
“No sabía que las brujas tuvieran guardia privada”.
“¡Qué bruja ni qué ocho cuartos! ¡Soy la princesa Apañada!”
“Creía que las princesas llevaban vestidos rosas”.
“Eso en los cuentos antiguos, ya no van así las cosas.
Yo soy heavy, gran lectora e ingeniera de caminos.
Lo primero a regentar es nuestro propio destino.
Como me has caído bien y como soy buena gente
puedes quedarte conmigo hasta que a tu amiga encuentren”.
Y así pasaron los días, entre libros y cultura,
hablando de narrativa y escuchando a Sepultura.
Hasta que un día encontró, en paseo vespertino,
a su amiga Clementina abrazada a un estornino.
“¡Qué haces tú aquí, Clementina, pero si estabas perdida!”
“No es verdad, me había ido de vacaciones a China”.
Resultó que Clementina, de golpe y sin avisar,
se tomó unas vacaciones de unos meses a ultramar
y conoció en el hotel a un pedazo de estornino
que le robó el corazón, el pulmón y el intestino.
Y después de unas semanas, como era de esperar,
Clementina no quería a su casa regresar.
A pesar de que es muy feo asustar a los amigos
y que no hay que irse nunca sin haberse despedido,
Marcelino y la princesa invitaron al castillo
a gallina y estornino y sus pollos amarillos.
Y entre risas y guitarras volvieron a comentar
cuánto te ensancha la mente y qué bonito es viajar.
FIN
Enlace
La gallina Clementina salió a hacer la compra un día,
pero pasaron dos meses y la chica no volvía.
El pingüino Marcelino era su mejor amigo.
Preguntó a toda la gente, incluidos los mendigos,
y nadie supo decirle, ni siquiera adivinar,
dónde estaría su amiga, así que la fue a buscar.
Primero se fue al mercado, el lugar más concurrido.
La pescadera le dijo “Clementina no ha venido”,
el carnicero le dijo “Clementina no ha pasado”,
el verdulero le dijo “Clementina no ha llegado”
y el pollero respondió, visiblemente enfadado,
“¿Desde cuándo las gallinas devoran pollos asados?”
Ya que no había ni rastro de su amiga la gallina,
Marcelino la buscó más allá de la colina.
Por los montes y los prados y los valles y los claros,
Marcelino no paró hasta llegar al gran faro.
El farero, una lechuza con una vista excelente,
le dijo que hacía años que no se encontraba a gente.
Nuestro valiente pingüino no lo dudó ni un momento
y con decisión siguió un camino de cemento.
El camino dirigía a un pueblecito vecino
donde jamás en la vida habían visto un pingüino.
Los vecinos murmuraban al paso de Marcelino,
le seguían de reojo con miradas de asesino.
“¿Ha visto usted por aquí a una gallina extranjera?”
Le preguntó Marcelino a una parda carroñera.
El buitre le contestó que él no hablaba con extraños
y muy corriendo se fue, por si le hacía algún daño.
Los vecinos se escondieron rápidamente en sus casas,
dejando al pingüino solo en el centro de la plaza.
Marcelino no entendía el miedo que despertaba,
pues no podía volar y a saltitos caminaba.
¿Qué daño podía hacer a aquellas aves rapaces
un pingüino con chaqué de una tienda de disfraces?
Ya que no había en las calles ni la sombra de un plumero,
decidió entrar en el bar y preguntar al camarero.
El dueño del bar le supo responder muy cortésmente:
“Puede ir hacia el castillo de la montaña de enfrente.
Por su situación tan alta allá arriba en la colina
puede que hayan divisado a su amiga la gallina”.
Marcelino dio las gracias y se fue en pos del castillo
y el camarero rió pensando en aquel pardillo.
Todo el mundo en el pueblucho sabía que aquel castillo
tenía fantasmas y brujas y sangre entre los ladrillos.
El dueño del bar quería deshacerse del extraño
y a sabiendas le mandaba a aquel lugar tan huraño.
Los vecinos, divertidos, elogiaron su cerebro.
“Si es que no hay nadie más listo que la gente de este pueblo”.
Nuestro amigo Marcelino, sin ser consciente de esto
caminaba esperanzado por los caminos propuestos.
La vegetación pintaba cada vez más resecosa.
Pedruscos, árboles muertos, cardos y alguna rosa
con más espinas que pétalos y poco o nada olorosa.
Y de repente, el camino a la puerta tenebrosa.
Dos veces llamó a la puerta y al ver que nadie le abrió
empujó un poco la aldaba y a la oscuridad entró.
Telarañas en los techos, candelabros polvorientos,
cortinas negras perfectas para la bruja del cuento.
Sus pasitos resonaban en el silencio absoluto
y subió por la escalera y por su alfombra de luto.
Una voz muy repentina dio un susto al buen Marcelino:
“¿Quién es usted? Que yo sepa yo no he invitado a un pingüino”.
Marcelino se giró y vio a una mujer muy bella
vestida con falda negra y un corsé de calaveras.
Negros sus cabellos eran, con un corte a lo garçon.
Todo hacía mucho juego con la siniestra mansión.
“Perdone usted, señorita, es que he perdido a mi amiga
y quería preguntarle si ha visto alguna gallina”.
“No salgo mucho de día, esto es una negativa,
pero mandaré a mis guardias en misión indagativa”.
“No sabía que las brujas tuvieran guardia privada”.
“¡Qué bruja ni qué ocho cuartos! ¡Soy la princesa Apañada!”
“Creía que las princesas llevaban vestidos rosas”.
“Eso en los cuentos antiguos, ya no van así las cosas.
Yo soy heavy, gran lectora e ingeniera de caminos.
Lo primero a regentar es nuestro propio destino.
Como me has caído bien y como soy buena gente
puedes quedarte conmigo hasta que a tu amiga encuentren”.
Y así pasaron los días, entre libros y cultura,
hablando de narrativa y escuchando a Sepultura.
Hasta que un día encontró, en paseo vespertino,
a su amiga Clementina abrazada a un estornino.
“¡Qué haces tú aquí, Clementina, pero si estabas perdida!”
“No es verdad, me había ido de vacaciones a China”.
Resultó que Clementina, de golpe y sin avisar,
se tomó unas vacaciones de unos meses a ultramar
y conoció en el hotel a un pedazo de estornino
que le robó el corazón, el pulmón y el intestino.
Y después de unas semanas, como era de esperar,
Clementina no quería a su casa regresar.
A pesar de que es muy feo asustar a los amigos
y que no hay que irse nunca sin haberse despedido,
Marcelino y la princesa invitaron al castillo
a gallina y estornino y sus pollos amarillos.
Y entre risas y guitarras volvieron a comentar
cuánto te ensancha la mente y qué bonito es viajar.
FIN
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