CN4 - A orillas del río Mississippi - Topito
Publicado: 23 Dic 2015 12:00
A orillas del río Mississippi
Enero, 1960.
En una bulliciosa ciudad a orillas del río Mississippi.
«¿Por qué nos paramos?», me pregunta.
Pero yo ya apenas la escucho.
Tira de mi mano con firmeza.
Pero yo ya apenas la siento.
«¡Mama!», me gruñe.
Pero yo ya no la escucho ni la siento, pues toda mi atención recae ya sobre esa mujer que acaba de cruzarse ante nosotras.
Ella es diferente, exótica, muy distinta a las que antes había elegido. Una mujer negra de mirada lasciva y aroma a lujuria, nada que ver con esas blancas de aroma casto y mirar esquivo. Lo cierto es que nunca antes me había planteado elegir una mujer así, pero…
¿Y si a él le gustara?...
¿Y si a él le fascinara?...
¿Y si a él le agradara?...
Mientras, la mujer sigue caminando hasta desaparecer tras la esquina.
Mi respiración se acelera y las piernas me tiemblan. No puedo perderla, ¡no ahora!, no hasta que aclare mis ideas. Aferro a mi hija e inicio la carrera. Corremos y corremos, y corremos tanto… que las quejas de mi hija se desvanecen sobre el asfalto. Y entonces, justo entonces, justo cuando giramos la esquina, la veo de nuevo, exuberante, bajo la lúgubre luz de una marquesina vieja.
Marzo, 1960.
En un sendero de un parque a orillas del río Mississippi.
Ya hace meses que sigo sus pasos, firmes y seguros. Sé dónde trabaja y dónde come. Sé que no tiene familia ni amigos. Sé que su única compañía es un gato, uno que camina engreído por el alféizar de su cocina. Su vida es monótona y sin sobresaltos. Una comida sin echarle sal ni pimienta. Y Lo único reseñable, lo único que merece la pena contar, lo único que a mí me interesa, es esa extraña costumbre que tiene de caminar hasta el muelle y comenzar a llorar hasta que el sol se desvanece.
Lo cierto es que nunca pensé que tuviera tanta suerte, pues el lugar seleccionado, oscuro y solitario, es idóneo para acometer cualquier rapto.
Junio, 1960.
En una solitaria dársena a orillas del río Mississippi.
No sé cuándo falló todo y mis planes se fueron al traste, pero ahora no me arrepiento que así haya sucedido. Al principio, no puedo negar que me sentía incómoda a su lado. ¡Esos ademanes «tan» exagerados! ¡Esas miradas lujuriosas! ¡Esas impropias caricias en la mano! Sin embargo, ahora, ahora puedo decir que hasta me agradan. No obstante, aún es pronto para que utilice su extravío para mi propio beneficio, por lo que aún me comporto con rescato esperando a que llegue el día.
Aún recuerdo la primera vez que cruzamos las miradas. La suya era opaca, sin vida. La mía sin interés, despreocupada. Después vinieron las complicadas, las de una mujer que mira al agua mientras recuerda a su padre aferrando a su madre bajo las aguas. Luego, las que me interesaron a mí. Y, por último, las que le interesaron a ella. Lo cierto es que, desde entonces y hasta ahora, nuestra relación se ha ido forjando entre su lujuria y mi capricho, sin que ninguna de las dos lo hubiéramos buscado. Pero el destino es así: decide por nosotras cuando menos lo deseas.
Septiembre, 1960.
En una lúgubre pensión a orillas del río Mississippi.
Las piernas me tiemblan cuando sus labios humedecen mis muslos y la respiración se agita anhelando que su lengua alcance por fin la meta. Y entonces, sólo entonces, los gemidos se elevan y el éxtasis me llega.
Lo cierto es que nunca pensé que una mujer pudiera compararse en estos menesteres a un hombre, hasta que yací con ella. Puede ser que sólo sea ella o que sea una virtud que tengan sólo las negras.
La verdad es que no lo sé, aunque sí sé que una mujer blanca no creo que lo lograra.
En ciertas ocasiones me he pregunto qué dirían mis amigas de la DAR* si se enteraran. Lo más probable es que me expulsaran, además de denunciarme ante las autoridades. Me convertiría en una delincuente, una proscrita, una desviada. En verdad no las podría culpar, y menos aún odiar. Yo misma actuaría así, no me cabe duda, pues sé que no es lo mismo yacer con hombres casados que con mujeres desviadas. Lo primero, lo aceptarían; lo segundo, lo repudiarían.
Sin embargo, no dejo de pensar que si ellas probaran sus caricias, sus dedos, su lengua… Pero no. Eso sé nunca ocurrirá. Nunca la conocerán como yo. Y, en cierto modo, eso me excita.
No obstante, lo llevamos con discreción. Además, cuando llegue el momento, deberé finalizar nuestra relación, pues se lo debo a mi marido.
*Daughters of the American Revolution.
Diciembre, 1960.
En el sótano de una mansión a orillas del río Mississippi.
Mañana
El mes pasado comencé a buscar una sustituta, ya que no quería perderla como amante. Una que fuera similar a mí. Una que fuera como las de antes. Como le gustan a mi marido. Sin embargo, apenas una semana atrás, mientras le observé jugar con mi hija, comprendí que sería muy egoísta por mi parte, pues él siempre ha interpuesto sus necesidades a las mías. Así pues, deseché la idea y, a primera hora de la mañana, la he invitado a venir a casa.
Tarde
Al principio parecía algo cohibida, aunque sumamente ardiente. Tanto es así que apenas he tenido que tocarla para que llegara al orgasmo. Sin embargo, tras desvanecerse la excitación, ha comenzado a sentirse nerviosa, incomoda. Sé que quiere marcharse, pues teme que mi marido nos descubra, pero aún hay tiempo, ese mismo que utilizará mi hija para ver a Santa Claus en Court Square.
Me suplica que le desate las muñecas, pero hago caso omiso a sus palabras. La beso para que se calme y le vuelvo a tapar los ojos con el pañuelo de seda. Después, mientras ella sigue implorando que la suelte, sumerjo la cabeza entre sus muslos para ofrecerle mi regalo. Entonces, justo en el momento que mis labios rozan su sexo, deja de quejarse, de luchar por su libertad, y se deja llevar por su desviada lujuria.
Sé muy bien que ella lo deseaba desde el día que me conoció, pero yo me resistí a dárselo. Hasta hoy. Hasta esta Nochebuena. Y se lo ofrezco porque será mi regalo de despedida, el último presente que le brindo antes de finalizar para siempre nuestros encuentros.
Noche
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero ya se ha desvanecido la luz que entraba por el ventanuco, por lo que debo darme prisa en preparar el presente de mi marido.
Le desato las muñecas y descanso los brazos sobre la sábana limpia que acabo de poner. La miro a los ojos por un instante mientras pienso lo fácil que me ha resultado quitarle la vida. Lo cierto es que no se ha batallado mucho cuando le he puesto la almohada sobre la cara, pero puede ser a causa del somnífero que le he dado disuelto en el agua, algo que nunca antes había probado con las otras. Le bajo los párpados para que parezca dormida, pues así le gusta a mi marido. Luego comienzo el lavado de su cuerpo con un paño húmedo: primero el rostro, después los brazos, luego los pechos y finalizo con su sexo. Lo hago con ternura, con amor, como cuando bañaba a mi hija. Por último, destapo el frasco de Channel nº5 y perfumo el cuello y las muñecas. Un toque que agradecerá mi marido, puesto que, desde que leyó en abril esa entrevista a Marine Monroy, le excita olerlo mientras lo hacemos.
Suena en el patio el claxon del coche de mi marido, por lo que debo marcharme para recibirlo. Así pues, contemplo por última vez su cuerpo.
Está «tan» radiante, «tan» imponente, «tan» insultante… Lo cierto es que la echaré «tanto» de menos. No obstante, sé muy bien que hago lo correcto, pues una debe a su marido, aun teniendo que renunciar sus placeres. Pero así debe ser, así debo actuar, pues así me lo enseñó mi madre y así me lo dijo la suya.
Enero, 1960.
En una bulliciosa ciudad a orillas del río Mississippi.
«¿Por qué nos paramos?», me pregunta.
Pero yo ya apenas la escucho.
Tira de mi mano con firmeza.
Pero yo ya apenas la siento.
«¡Mama!», me gruñe.
Pero yo ya no la escucho ni la siento, pues toda mi atención recae ya sobre esa mujer que acaba de cruzarse ante nosotras.
Ella es diferente, exótica, muy distinta a las que antes había elegido. Una mujer negra de mirada lasciva y aroma a lujuria, nada que ver con esas blancas de aroma casto y mirar esquivo. Lo cierto es que nunca antes me había planteado elegir una mujer así, pero…
¿Y si a él le gustara?...
¿Y si a él le fascinara?...
¿Y si a él le agradara?...
Mientras, la mujer sigue caminando hasta desaparecer tras la esquina.
Mi respiración se acelera y las piernas me tiemblan. No puedo perderla, ¡no ahora!, no hasta que aclare mis ideas. Aferro a mi hija e inicio la carrera. Corremos y corremos, y corremos tanto… que las quejas de mi hija se desvanecen sobre el asfalto. Y entonces, justo entonces, justo cuando giramos la esquina, la veo de nuevo, exuberante, bajo la lúgubre luz de una marquesina vieja.
Marzo, 1960.
En un sendero de un parque a orillas del río Mississippi.
Ya hace meses que sigo sus pasos, firmes y seguros. Sé dónde trabaja y dónde come. Sé que no tiene familia ni amigos. Sé que su única compañía es un gato, uno que camina engreído por el alféizar de su cocina. Su vida es monótona y sin sobresaltos. Una comida sin echarle sal ni pimienta. Y Lo único reseñable, lo único que merece la pena contar, lo único que a mí me interesa, es esa extraña costumbre que tiene de caminar hasta el muelle y comenzar a llorar hasta que el sol se desvanece.
Lo cierto es que nunca pensé que tuviera tanta suerte, pues el lugar seleccionado, oscuro y solitario, es idóneo para acometer cualquier rapto.
Junio, 1960.
En una solitaria dársena a orillas del río Mississippi.
No sé cuándo falló todo y mis planes se fueron al traste, pero ahora no me arrepiento que así haya sucedido. Al principio, no puedo negar que me sentía incómoda a su lado. ¡Esos ademanes «tan» exagerados! ¡Esas miradas lujuriosas! ¡Esas impropias caricias en la mano! Sin embargo, ahora, ahora puedo decir que hasta me agradan. No obstante, aún es pronto para que utilice su extravío para mi propio beneficio, por lo que aún me comporto con rescato esperando a que llegue el día.
Aún recuerdo la primera vez que cruzamos las miradas. La suya era opaca, sin vida. La mía sin interés, despreocupada. Después vinieron las complicadas, las de una mujer que mira al agua mientras recuerda a su padre aferrando a su madre bajo las aguas. Luego, las que me interesaron a mí. Y, por último, las que le interesaron a ella. Lo cierto es que, desde entonces y hasta ahora, nuestra relación se ha ido forjando entre su lujuria y mi capricho, sin que ninguna de las dos lo hubiéramos buscado. Pero el destino es así: decide por nosotras cuando menos lo deseas.
Septiembre, 1960.
En una lúgubre pensión a orillas del río Mississippi.
Las piernas me tiemblan cuando sus labios humedecen mis muslos y la respiración se agita anhelando que su lengua alcance por fin la meta. Y entonces, sólo entonces, los gemidos se elevan y el éxtasis me llega.
Lo cierto es que nunca pensé que una mujer pudiera compararse en estos menesteres a un hombre, hasta que yací con ella. Puede ser que sólo sea ella o que sea una virtud que tengan sólo las negras.
La verdad es que no lo sé, aunque sí sé que una mujer blanca no creo que lo lograra.
En ciertas ocasiones me he pregunto qué dirían mis amigas de la DAR* si se enteraran. Lo más probable es que me expulsaran, además de denunciarme ante las autoridades. Me convertiría en una delincuente, una proscrita, una desviada. En verdad no las podría culpar, y menos aún odiar. Yo misma actuaría así, no me cabe duda, pues sé que no es lo mismo yacer con hombres casados que con mujeres desviadas. Lo primero, lo aceptarían; lo segundo, lo repudiarían.
Sin embargo, no dejo de pensar que si ellas probaran sus caricias, sus dedos, su lengua… Pero no. Eso sé nunca ocurrirá. Nunca la conocerán como yo. Y, en cierto modo, eso me excita.
No obstante, lo llevamos con discreción. Además, cuando llegue el momento, deberé finalizar nuestra relación, pues se lo debo a mi marido.
*Daughters of the American Revolution.
Diciembre, 1960.
En el sótano de una mansión a orillas del río Mississippi.
Mañana
El mes pasado comencé a buscar una sustituta, ya que no quería perderla como amante. Una que fuera similar a mí. Una que fuera como las de antes. Como le gustan a mi marido. Sin embargo, apenas una semana atrás, mientras le observé jugar con mi hija, comprendí que sería muy egoísta por mi parte, pues él siempre ha interpuesto sus necesidades a las mías. Así pues, deseché la idea y, a primera hora de la mañana, la he invitado a venir a casa.
Tarde
Al principio parecía algo cohibida, aunque sumamente ardiente. Tanto es así que apenas he tenido que tocarla para que llegara al orgasmo. Sin embargo, tras desvanecerse la excitación, ha comenzado a sentirse nerviosa, incomoda. Sé que quiere marcharse, pues teme que mi marido nos descubra, pero aún hay tiempo, ese mismo que utilizará mi hija para ver a Santa Claus en Court Square.
Me suplica que le desate las muñecas, pero hago caso omiso a sus palabras. La beso para que se calme y le vuelvo a tapar los ojos con el pañuelo de seda. Después, mientras ella sigue implorando que la suelte, sumerjo la cabeza entre sus muslos para ofrecerle mi regalo. Entonces, justo en el momento que mis labios rozan su sexo, deja de quejarse, de luchar por su libertad, y se deja llevar por su desviada lujuria.
Sé muy bien que ella lo deseaba desde el día que me conoció, pero yo me resistí a dárselo. Hasta hoy. Hasta esta Nochebuena. Y se lo ofrezco porque será mi regalo de despedida, el último presente que le brindo antes de finalizar para siempre nuestros encuentros.
Noche
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero ya se ha desvanecido la luz que entraba por el ventanuco, por lo que debo darme prisa en preparar el presente de mi marido.
Le desato las muñecas y descanso los brazos sobre la sábana limpia que acabo de poner. La miro a los ojos por un instante mientras pienso lo fácil que me ha resultado quitarle la vida. Lo cierto es que no se ha batallado mucho cuando le he puesto la almohada sobre la cara, pero puede ser a causa del somnífero que le he dado disuelto en el agua, algo que nunca antes había probado con las otras. Le bajo los párpados para que parezca dormida, pues así le gusta a mi marido. Luego comienzo el lavado de su cuerpo con un paño húmedo: primero el rostro, después los brazos, luego los pechos y finalizo con su sexo. Lo hago con ternura, con amor, como cuando bañaba a mi hija. Por último, destapo el frasco de Channel nº5 y perfumo el cuello y las muñecas. Un toque que agradecerá mi marido, puesto que, desde que leyó en abril esa entrevista a Marine Monroy, le excita olerlo mientras lo hacemos.
Suena en el patio el claxon del coche de mi marido, por lo que debo marcharme para recibirlo. Así pues, contemplo por última vez su cuerpo.
Está «tan» radiante, «tan» imponente, «tan» insultante… Lo cierto es que la echaré «tanto» de menos. No obstante, sé muy bien que hago lo correcto, pues una debe a su marido, aun teniendo que renunciar sus placeres. Pero así debe ser, así debo actuar, pues así me lo enseñó mi madre y así me lo dijo la suya.