CN4 - Carretera maldita - Gavalia
Publicado: 23 Dic 2015 12:03
Carretera maldita
Diciembre de 2015. Viernes.
08:00 h.
«¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce navidad! ¡Buenos días, queridos oyentes, en esta fría mañana de diciembre! Son las ocho de la mañana y hace un frío del carajo. ¡Ni los renos de Santa tienen ganas de asomar la nariz! ¡Feliz Navidad a todos! y, ahora, daremos paso a un programa especial…».
—¡¡Zas!! ¡¡Crac!!
—¡Puto cacharro de los cojones! Acabaré contigo y los de tu calaña ¡Lo juro! –grité como poseído arrojando el despertador contra la pared.
Mi cabeza parecía querer reventar de dolor por la resaca. Había tenido juerga en mi piso la noche anterior y todo estaba manga por hombro, pero lo peor era la pesadilla que había tenido; continuaba rondando en mi cabeza y no podía quitármela de encima. Era muy raro, parecía no dejarme salir de ella y, sin darme cuenta, la rememoraba una y otra vez. Me pellizqué para comprobar si seguía dormido. Una tontería, debía de ser la resaca, lo sé, pero ni aun así lograba líbrarme de ella…
«Una increíble tromba de agua caía con fuerza sobre la carretera por la que circulábamos aquella noche de pesadilla. Cada kilómetro que avanzábamos dirección al pueblo de Báratro nos iba introduciendo irremediablemente en un territorio que parecía producto de la pesadilla de un meteorólogo. Me hizo gracia mi propio chiste y solté una risotada. La triste luz procedente de los faros del pequeño utilitario en el que viajábamos parecía rebotar contra la cortina de agua que nos azotaba. Gracia, mi compañera de viaje, me miraba de reojo tan asustada como contrariada.
—Deberíamos apartarnos al arcén hasta que amaine un poco. Esto me da mala espina, Mauro, y deja de poner esa cara de gilipollas. ¿De qué narices te ríes? –me preguntó bastante cabreada.
—No seas tan exagerada, mujer. La tormenta es de órdago, lo reconozco. Nunca vi cosa igual, pero estamos muy cerca del hotel.
La carretera serpenteaba como una enorme culebra que ascendiera rodeando todo el perímetro de la montaña. Pequeñas avalanchas de desechos vegetales sobre un espeso lecho de barro reptaban peligrosamente por todas partes dificultándonos el paso. La temperatura había bajado extrañamente dentro del coche y subí la calefacción. El panorama no era muy alentador, pero el neón que parpadeaba en la lejanía anunciaba que nuestro destino se encontraba cerca. Estábamos los dos sumidos en nuestras reflexiones cuando de súbito…
—«Ayuda… pronto… no tardéis…» la frase se deslizó en mis oídos con total claridad y me volví desconcertado hacia mi compañera. Gracia parecía tan sorprendida como yo.
—¡Hostias! ¡¿Pero qué dices?
—¡Dios santo, Mauro! ¡¿Lo has oído tú también?!
—¡Pues claro, y no me hace ni puta la gracia! ¿¿A qué viene eso?? ¿¿Qué pasa??
—Yo no he sido, Mauro –y miró hacia atrás alarmada.
No sé qué esperaba encontrar, la verdad. Allí detrás no había nada, así que suspiró aliviada centrando su atención en mí con cara de interrogación. Le devolví la mirada bastante acojonado, aquello no pintaba nada bien. Gracia me miraba horrorizada por lo que ella suponía estar viendo en ese momento.
—¡Apártate de mí! –gritó de repente alejándose de mí todo lo que pudo.
Después, me contó su espeluznante visión. Todo pasó como en un flash. Al parecer, no me veía a mí en aquel instante. Según me dijo —y agárrate que vienen curvas—, lo que estaba viendo era una mujer conduciendo en mi lugar y que su aspecto era horrible. Un profundo corte le había desfigurado el rostro, y la mandíbula asomaba entre jirones de piel arrancada. Según Gracia, sonreía.
—¡¡Gracia!! ¡¿Pero qué haces, loca?! –grité al ver que abría la puerta intentando huir.
Una violenta descarga de luz seguida de un potente estruendo sacudió de nuevo a nuestro pequeño transporte. Ahora avanzábamos con la puerta del copiloto abierta. Íbamos de mal en peor, vaya. Busqué un sitio seguro donde detener el coche y atender a mi histérica acompañante, gracias a Dios bien sujeta por el cinturón de seguridad. De repente y por un par de segundos, creí ver por el retrovisor a una mujer con una gabardina blanca haciendo aspavientos. ¡Lo que faltaba! Frené el coche de inmediato sorprendido por la visión e intenté cerrar la puerta del copiloto desde mi posición. Eso supuso otro episodio alucinante para ella cuando creyó que la muerte se le venía encima. Le di un bofetón para calmarla y por fin reaccionó. Lo siguiente fue contarle lo que me había parecido ver por el retrovisor. Le dije que tenía que ir para comprobarlo.
—¿Estás seguro? –comentó algo avergonzada por el ataque de histeria que acababa de sufrir–. Creo que esta noche se están viendo y escuchando cosas muy, muy raras. No, no creo que sea buena idea salir ahí fuera. Esto no tiene nada de normal –su respuesta no es que fuera muy tranquilizadora, todo hay que decirlo
—Mira, no sé si son figuraciones mías, y es que esta noche ya no sé muy bien que pensar, pero tengo que salir a comprobarlo. No podría vivir con eso.
Mantener el equilibrio fuera del vehículo era complicado. El viento y el agua me azotaban con muy mala leche y comencé a arrepentirme de haber salido del coche. No se veía ni un pimiento. Lo que encontré después de escalar el pequeño terraplén situado a espaldas del estrecho arcén de grava me dejó estupefacto. Un todoterreno estaba panza arriba desprendiendo un humo negro que no presagiaba nada bueno. Pequeños conatos de incendio danzaban aquí y allá. Las marcas de barro en la zona daban a entender que se acababa de producir una salida de vía en toda regla. ¡Una señora hostia, vaya! La mujer de la gabardina se encontraba en el interior del vehículo siniestrado proporcionando cuidados a un chico de unos veinticinco años que parecía malherido.
—¡Por favor, señor! –exclamó ella–. ¡Tenemos que llevarle al hospital cuanto antes! ¡Ha perdido mucha sangre! ¡Ayude a mi hijo, se lo ruego! ¡Tiene que salvarle!
La mujer salió del vehículo para facilitarme el acceso hasta el chico. No me sería fácil sacarlo porque el cinturón de seguridad que lo sujetaba parecía atascado. Busqué con la mirada a la mujer para que me ayudara, quizá tenía algún objeto cortante que me sirviera, cuando observé sorprendido como hacia un raro movimiento alejándose del todoterreno hasta que cayó al suelo. Parecía lamentarse amargamente por lo que estaba sucediendo. Tendría que volver después a por ella. No tardaría mucho, el coche estaba cerca.
—¡Señora! ¿Cómo se encuentra? –la encontré medio incorporada cuando regresé y con la mirada perdida– No se preocupe por su hijo, ya lo he subido al coche. Ahora le toca a usted. Por cierto, necesitaré que nos indique dónde se encuentra el hospital más cercano, porque no conozco la zona. Apóyese en mí, el coche está cerca –la mujer señaló con una mano hacia la carretera pero no habló. Yo asentí entendiendo que me indicaba la dirección hacia el hospital.
Entramos con el utilitario en la zona de urgencias del hospital como alma que lleva el diablo. Un equipo de enfermeros se hizo cargo de la situación inmediatamente y un celador me llevó rápidamente a una habitación relativamente iluminada donde me ayudaron a quitarme la ropa mojada. Estaba agotado. De repente me di cuenta de que no había notado la ausencia de Gracia. Recordaba haberla visto por última vez al lado de la mujer de la gabardina en la entrada de urgencias.
—¡Tac, tac! –alguien pedía permiso para entrar, noticias al fin.
—Sí… adelante –respondí poniéndome en pie e intentando recomponer mi ridícula vestimenta.
La puerta se abrió para dar paso a un médico ataviado con su preceptiva bata blanca.
—Venancio. Con permiso.
—Me llamo Mauro, doctor –dije intentando mostrar cooperación.
—¡Disculpe, doctor, tenía que acudir a los lavabos! ¿Qué puedo hacer por usted? –un enfermero gordito extrañamente ataviado llegó algo agitado por el pasillo
—No se preocupe, no hace falta que corra. Solo venía a echar un vistazo –dijo el doctor de forma bastante descortés y obviándome por completo–. Parece imposible…
—«¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing!».
El timbre del teléfono me sacó del profundo ensueño en que me encontraba.
—Sí, Gracia, dime. Muy temprano llamas, tía «friki». –su nombre parpadeaba en el dial.
—Hola, Mauro, buenos días. Tú tan simpático como siempre. No me gusta que me llames así, «borrachuzo». Sé lo de tu fiesta de chicos y estarás hecho un despojo. ¿Me equivoco?
—En fin, ¿qué pasa? Se supone que hacemos puente, ¿no?
—Pues sí, pero no.
—¡Ah, vaya, muy aguda! ¿Qué tal si me lo aclaras?
—La agencia ha conseguido el «contrato» por fin. Jorge acaba de decírmelo. Ya sabes, el asunto de la venta del hotel. El caso es que quieren que vayamos este mismo fin de semana para cerrar la operación. Por cierto, quiero contarte una anécdota algo tenebrosa al respecto de una leyenda sobre ese lugar, pero baja y te lo explico mientras tomamos un café si te parece bien.
Yo me quedé de una pieza cual figurita de porcelana. Vamos, que en ese momento me rompo si me tocan.
—¿Te refieres al hotel de Báratro? ¡Qué casualidad, coño! Espera, que voy.
Salí del portal con el cuerpo todavía revuelto y busqué a Gracia. Allí estaba con su ceñido jersey de cuello alto y un busto imposible de obviar. Se apoyaba de miedo lado sobre un pequeño utilitario de color rojo saludando con la mano. El puñetero cochecito parecía igual que el de la pesadilla. Comenzaba a preocuparme de verdad.
—¿Y ese simulacro de coche? ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha dado Jorge. Es de alquiler. Ya sabes, para el viaje.
—¿Viaje? No creo que yo haga hoy ningún viaje.
—Pero ¿qué dices? Es trabajo, así que no me toques las narices. Vamos a sacar esta operación adelante, que no te quepa duda. –la voz de Gracia cambiaba de volumen de forma rara. La resaca me estaba dando una buena paliza– Mi futuro y el tuyo están en juego –cosa con la que yo estaba totalmente de acuerdo, aunque mi futuro laboral no era precisamente el que me preocupaba– Por otra parte, y ahora viene lo interesante –continuó poniendo ojos achinados–, Jorge me ha contado por qué ha sido tan complicado encontrar a un comprador. Parece que todo el mundo piensa por allí que la carretera de acceso a Báratro está maldita. Ya sabes, una leyenda urbana de esas.
—Escúchame, Gracia, primero te cuento algo que me preocupa y, después, tú decides. ¿Vale? –hizo un bonito mohín y me animó a continuar–. Pues bien, no me vas a creer, pero resulta…
De repente todo comenzó a tornarse oscuro. Gracia, el coche, la calle... todo iba desapareciendo poco a poco como si nunca hubiera existido. Únicamente oía un pequeño zumbido repetitivo en mi cabeza una y otra vez, y cada vez más débil.
El silencio reinante en la sala de cuidados intensivos solo era alterado por el monitor que controlaba los latidos del sujeto hospitalizado. Estos sonaban paulatinamente más espaciados a medida que pasaba el tiempo. Mauro llevaba varios días en estado de coma inducido con quemaduras horribles por todo el cuerpo. Curiosamente, sus pupilas se movían de forma nerviosa bajo los párpados. Quizá soñaba –adujo un doctor– El monitor siguió reduciendo su frecuencia de pitidos hasta que, por fin, quedó completamente mudo.
—Siempre lamentaré que pararais a ayudarnos –comentó en voz baja la mujer de la gabardina; Gracia se encontraba a su lado, ambas situadas detrás del cristal que separaba la unidad de cuidados intensivos del resto del mundo.
—Usted no es responsable de nada. Lamento su pena, aunque sé que eso no la aliviará en absoluto –respondió sumida en la tristeza más absoluta –de alguna forma, se sentía culpable de lo sucedido al haber forzado a Mauro para que fuera con ella; no encontraba consuelo–. El todoterreno explotó de forma repentina –continuó con lágrimas en los ojos–. Nada se pudo hacer por él, por ninguno... Esa carretera… esa carretera realmente está…
FIN
Diciembre de 2015. Viernes.
08:00 h.
«¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce navidad! ¡Buenos días, queridos oyentes, en esta fría mañana de diciembre! Son las ocho de la mañana y hace un frío del carajo. ¡Ni los renos de Santa tienen ganas de asomar la nariz! ¡Feliz Navidad a todos! y, ahora, daremos paso a un programa especial…».
—¡¡Zas!! ¡¡Crac!!
—¡Puto cacharro de los cojones! Acabaré contigo y los de tu calaña ¡Lo juro! –grité como poseído arrojando el despertador contra la pared.
Mi cabeza parecía querer reventar de dolor por la resaca. Había tenido juerga en mi piso la noche anterior y todo estaba manga por hombro, pero lo peor era la pesadilla que había tenido; continuaba rondando en mi cabeza y no podía quitármela de encima. Era muy raro, parecía no dejarme salir de ella y, sin darme cuenta, la rememoraba una y otra vez. Me pellizqué para comprobar si seguía dormido. Una tontería, debía de ser la resaca, lo sé, pero ni aun así lograba líbrarme de ella…
«Una increíble tromba de agua caía con fuerza sobre la carretera por la que circulábamos aquella noche de pesadilla. Cada kilómetro que avanzábamos dirección al pueblo de Báratro nos iba introduciendo irremediablemente en un territorio que parecía producto de la pesadilla de un meteorólogo. Me hizo gracia mi propio chiste y solté una risotada. La triste luz procedente de los faros del pequeño utilitario en el que viajábamos parecía rebotar contra la cortina de agua que nos azotaba. Gracia, mi compañera de viaje, me miraba de reojo tan asustada como contrariada.
—Deberíamos apartarnos al arcén hasta que amaine un poco. Esto me da mala espina, Mauro, y deja de poner esa cara de gilipollas. ¿De qué narices te ríes? –me preguntó bastante cabreada.
—No seas tan exagerada, mujer. La tormenta es de órdago, lo reconozco. Nunca vi cosa igual, pero estamos muy cerca del hotel.
La carretera serpenteaba como una enorme culebra que ascendiera rodeando todo el perímetro de la montaña. Pequeñas avalanchas de desechos vegetales sobre un espeso lecho de barro reptaban peligrosamente por todas partes dificultándonos el paso. La temperatura había bajado extrañamente dentro del coche y subí la calefacción. El panorama no era muy alentador, pero el neón que parpadeaba en la lejanía anunciaba que nuestro destino se encontraba cerca. Estábamos los dos sumidos en nuestras reflexiones cuando de súbito…
—«Ayuda… pronto… no tardéis…» la frase se deslizó en mis oídos con total claridad y me volví desconcertado hacia mi compañera. Gracia parecía tan sorprendida como yo.
—¡Hostias! ¡¿Pero qué dices?
—¡Dios santo, Mauro! ¡¿Lo has oído tú también?!
—¡Pues claro, y no me hace ni puta la gracia! ¿¿A qué viene eso?? ¿¿Qué pasa??
—Yo no he sido, Mauro –y miró hacia atrás alarmada.
No sé qué esperaba encontrar, la verdad. Allí detrás no había nada, así que suspiró aliviada centrando su atención en mí con cara de interrogación. Le devolví la mirada bastante acojonado, aquello no pintaba nada bien. Gracia me miraba horrorizada por lo que ella suponía estar viendo en ese momento.
—¡Apártate de mí! –gritó de repente alejándose de mí todo lo que pudo.
Después, me contó su espeluznante visión. Todo pasó como en un flash. Al parecer, no me veía a mí en aquel instante. Según me dijo —y agárrate que vienen curvas—, lo que estaba viendo era una mujer conduciendo en mi lugar y que su aspecto era horrible. Un profundo corte le había desfigurado el rostro, y la mandíbula asomaba entre jirones de piel arrancada. Según Gracia, sonreía.
—¡¡Gracia!! ¡¿Pero qué haces, loca?! –grité al ver que abría la puerta intentando huir.
Una violenta descarga de luz seguida de un potente estruendo sacudió de nuevo a nuestro pequeño transporte. Ahora avanzábamos con la puerta del copiloto abierta. Íbamos de mal en peor, vaya. Busqué un sitio seguro donde detener el coche y atender a mi histérica acompañante, gracias a Dios bien sujeta por el cinturón de seguridad. De repente y por un par de segundos, creí ver por el retrovisor a una mujer con una gabardina blanca haciendo aspavientos. ¡Lo que faltaba! Frené el coche de inmediato sorprendido por la visión e intenté cerrar la puerta del copiloto desde mi posición. Eso supuso otro episodio alucinante para ella cuando creyó que la muerte se le venía encima. Le di un bofetón para calmarla y por fin reaccionó. Lo siguiente fue contarle lo que me había parecido ver por el retrovisor. Le dije que tenía que ir para comprobarlo.
—¿Estás seguro? –comentó algo avergonzada por el ataque de histeria que acababa de sufrir–. Creo que esta noche se están viendo y escuchando cosas muy, muy raras. No, no creo que sea buena idea salir ahí fuera. Esto no tiene nada de normal –su respuesta no es que fuera muy tranquilizadora, todo hay que decirlo
—Mira, no sé si son figuraciones mías, y es que esta noche ya no sé muy bien que pensar, pero tengo que salir a comprobarlo. No podría vivir con eso.
Mantener el equilibrio fuera del vehículo era complicado. El viento y el agua me azotaban con muy mala leche y comencé a arrepentirme de haber salido del coche. No se veía ni un pimiento. Lo que encontré después de escalar el pequeño terraplén situado a espaldas del estrecho arcén de grava me dejó estupefacto. Un todoterreno estaba panza arriba desprendiendo un humo negro que no presagiaba nada bueno. Pequeños conatos de incendio danzaban aquí y allá. Las marcas de barro en la zona daban a entender que se acababa de producir una salida de vía en toda regla. ¡Una señora hostia, vaya! La mujer de la gabardina se encontraba en el interior del vehículo siniestrado proporcionando cuidados a un chico de unos veinticinco años que parecía malherido.
—¡Por favor, señor! –exclamó ella–. ¡Tenemos que llevarle al hospital cuanto antes! ¡Ha perdido mucha sangre! ¡Ayude a mi hijo, se lo ruego! ¡Tiene que salvarle!
La mujer salió del vehículo para facilitarme el acceso hasta el chico. No me sería fácil sacarlo porque el cinturón de seguridad que lo sujetaba parecía atascado. Busqué con la mirada a la mujer para que me ayudara, quizá tenía algún objeto cortante que me sirviera, cuando observé sorprendido como hacia un raro movimiento alejándose del todoterreno hasta que cayó al suelo. Parecía lamentarse amargamente por lo que estaba sucediendo. Tendría que volver después a por ella. No tardaría mucho, el coche estaba cerca.
—¡Señora! ¿Cómo se encuentra? –la encontré medio incorporada cuando regresé y con la mirada perdida– No se preocupe por su hijo, ya lo he subido al coche. Ahora le toca a usted. Por cierto, necesitaré que nos indique dónde se encuentra el hospital más cercano, porque no conozco la zona. Apóyese en mí, el coche está cerca –la mujer señaló con una mano hacia la carretera pero no habló. Yo asentí entendiendo que me indicaba la dirección hacia el hospital.
Entramos con el utilitario en la zona de urgencias del hospital como alma que lleva el diablo. Un equipo de enfermeros se hizo cargo de la situación inmediatamente y un celador me llevó rápidamente a una habitación relativamente iluminada donde me ayudaron a quitarme la ropa mojada. Estaba agotado. De repente me di cuenta de que no había notado la ausencia de Gracia. Recordaba haberla visto por última vez al lado de la mujer de la gabardina en la entrada de urgencias.
—¡Tac, tac! –alguien pedía permiso para entrar, noticias al fin.
—Sí… adelante –respondí poniéndome en pie e intentando recomponer mi ridícula vestimenta.
La puerta se abrió para dar paso a un médico ataviado con su preceptiva bata blanca.
—Venancio. Con permiso.
—Me llamo Mauro, doctor –dije intentando mostrar cooperación.
—¡Disculpe, doctor, tenía que acudir a los lavabos! ¿Qué puedo hacer por usted? –un enfermero gordito extrañamente ataviado llegó algo agitado por el pasillo
—No se preocupe, no hace falta que corra. Solo venía a echar un vistazo –dijo el doctor de forma bastante descortés y obviándome por completo–. Parece imposible…
—«¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing!».
El timbre del teléfono me sacó del profundo ensueño en que me encontraba.
—Sí, Gracia, dime. Muy temprano llamas, tía «friki». –su nombre parpadeaba en el dial.
—Hola, Mauro, buenos días. Tú tan simpático como siempre. No me gusta que me llames así, «borrachuzo». Sé lo de tu fiesta de chicos y estarás hecho un despojo. ¿Me equivoco?
—En fin, ¿qué pasa? Se supone que hacemos puente, ¿no?
—Pues sí, pero no.
—¡Ah, vaya, muy aguda! ¿Qué tal si me lo aclaras?
—La agencia ha conseguido el «contrato» por fin. Jorge acaba de decírmelo. Ya sabes, el asunto de la venta del hotel. El caso es que quieren que vayamos este mismo fin de semana para cerrar la operación. Por cierto, quiero contarte una anécdota algo tenebrosa al respecto de una leyenda sobre ese lugar, pero baja y te lo explico mientras tomamos un café si te parece bien.
Yo me quedé de una pieza cual figurita de porcelana. Vamos, que en ese momento me rompo si me tocan.
—¿Te refieres al hotel de Báratro? ¡Qué casualidad, coño! Espera, que voy.
Salí del portal con el cuerpo todavía revuelto y busqué a Gracia. Allí estaba con su ceñido jersey de cuello alto y un busto imposible de obviar. Se apoyaba de miedo lado sobre un pequeño utilitario de color rojo saludando con la mano. El puñetero cochecito parecía igual que el de la pesadilla. Comenzaba a preocuparme de verdad.
—¿Y ese simulacro de coche? ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha dado Jorge. Es de alquiler. Ya sabes, para el viaje.
—¿Viaje? No creo que yo haga hoy ningún viaje.
—Pero ¿qué dices? Es trabajo, así que no me toques las narices. Vamos a sacar esta operación adelante, que no te quepa duda. –la voz de Gracia cambiaba de volumen de forma rara. La resaca me estaba dando una buena paliza– Mi futuro y el tuyo están en juego –cosa con la que yo estaba totalmente de acuerdo, aunque mi futuro laboral no era precisamente el que me preocupaba– Por otra parte, y ahora viene lo interesante –continuó poniendo ojos achinados–, Jorge me ha contado por qué ha sido tan complicado encontrar a un comprador. Parece que todo el mundo piensa por allí que la carretera de acceso a Báratro está maldita. Ya sabes, una leyenda urbana de esas.
—Escúchame, Gracia, primero te cuento algo que me preocupa y, después, tú decides. ¿Vale? –hizo un bonito mohín y me animó a continuar–. Pues bien, no me vas a creer, pero resulta…
De repente todo comenzó a tornarse oscuro. Gracia, el coche, la calle... todo iba desapareciendo poco a poco como si nunca hubiera existido. Únicamente oía un pequeño zumbido repetitivo en mi cabeza una y otra vez, y cada vez más débil.
El silencio reinante en la sala de cuidados intensivos solo era alterado por el monitor que controlaba los latidos del sujeto hospitalizado. Estos sonaban paulatinamente más espaciados a medida que pasaba el tiempo. Mauro llevaba varios días en estado de coma inducido con quemaduras horribles por todo el cuerpo. Curiosamente, sus pupilas se movían de forma nerviosa bajo los párpados. Quizá soñaba –adujo un doctor– El monitor siguió reduciendo su frecuencia de pitidos hasta que, por fin, quedó completamente mudo.
—Siempre lamentaré que pararais a ayudarnos –comentó en voz baja la mujer de la gabardina; Gracia se encontraba a su lado, ambas situadas detrás del cristal que separaba la unidad de cuidados intensivos del resto del mundo.
—Usted no es responsable de nada. Lamento su pena, aunque sé que eso no la aliviará en absoluto –respondió sumida en la tristeza más absoluta –de alguna forma, se sentía culpable de lo sucedido al haber forzado a Mauro para que fuera con ella; no encontraba consuelo–. El todoterreno explotó de forma repentina –continuó con lágrimas en los ojos–. Nada se pudo hacer por él, por ninguno... Esa carretera… esa carretera realmente está…
FIN