CN4 - Junto a la chimenea - Ororo
Publicado: 23 Dic 2015 12:12
JUNTO A LA CHIMENEA
«No se sabe exactamente cómo, un día, la mujer desapareció. Estaba ahí, donde todos la podían ver; ahí mismo, donde solía sentarse a cantar. De un zarpazo lento y no poco doloroso, algo negro con aroma a canela se la llevó. Quedaron reposando en el aire jirones de niebla negra y un humo opaco que languidecía para deshilacharse sobre la madera del suelo como polvo de carbón. El tiempo se detuvo, eso ya os lo imaginabais, y tres segundos transcurrieron de la forma más lenta imaginable. Serpientes de cascabel susurraron por la estancia.
»Tic, el inmenso reloj de pie bramó haciendo suyo por fin el territorio que tanto tiempo había estado reclamando. Cada día, cada hora, pretendiendo con insistencia su lugar en aquella morada sin varón. Tac, una mariposa azul sobrevoló la estancia como tantas otras veces, deteniéndose por un instante en la cuna de pino para, después, buscar un farol y huir de aquella cámara sin apenas luz. Tic, el último rayo de sol murió con el ocaso y la noche llegó despacio pero con su habitual paso firme. En silencio, como siempre, para no despertar a la criatura. Sentándose como la señora que es con su largo vestido negro de encaje y dejando caer las innumerables capas de su falda sobre la casona.
»No pregunteis por qué, no le deis más importancia. Es lo que debía suceder, es lo que suele suceder. Y así ocurrió. Algo tan natural como que, al entrar la noche, las sombras se arrastraran hacia el lugar. Al principio siendo sombras oblicuas, planas, temerosas de alzarse antes que la luna en el firmamento. Después, una vez en el cénit el astro de plata, las sombras se enderezan, cobran formas y caminan, canturrean e incluso discuten entre ellas. Es algo natural, habreis oído hablar de ello. Sin luna, no hay sombras. Sin sombras no hay identidad. Sin identidad, mejor morir.
»Y, así, en mitad de la alta noche, un ser formado por escamas marinas y labios de lapislázuli se despega de las sombras de un rincón de la pared y olfatea con los brazos caídos. Avanza despacio hasta ponerse en cuclillas y es entonces cuando señala con una de sus garras hacia un extremo de la habitación. En menos de un segundo, el ser está asomando sus curiosos ojos de tigre entre los barrotes de la cuna donde, tum-tum, el latido de un corazón le atrae. Un corazón pequeño, diminuto, casi de recién nacido, pero de una potencia inconmensurable. Tum-tum, el ente paralizado, hipnotizado, siente el calor. Un calor húmedo, blando; un calor que hiede a miel y a flores muertas y que se le adhiere por todo el cuerpo.
»No, de nada sirve asustarse, no mireis hacia otro lado, no cerreis los ojos. No hay escapatoria. Una vez, en esa sala, habitó una mujer; puede verlo en los ojos del niño. El engendro de la noche mira fijamente a esa criaturita tierna y rosada clavando sus ojos afilados en ella. Adivina en su iris grisáceo y húmedo un sinfín de historias, de pesadillas, de deseos. Cara a cara, el íncubo ve lo que el bebé muestra.
»Es un valle, sí…, un valle de la-lágrimas, un valle verde de lágrimas donde cada peque-pequeñi-pequeña, sí, pequeña colina esconde una tra-trampa —balbucea el monstruo—, un agujero sin-sin salida-sin. ¡No! No pises ahí —chilla de pronto—, ¡cuidado con ellos! Los labios azulados del ser de la noche comienzan a temblar. Su lengua se paraliza y cierra los ojos para no ver más allá. Él es un engendro, un ser de sombras nocturno y débil y, por eso, la verdadera oscuridad le asusta. Está acostumbrado a vagar por rincones de telarañas y a arrastrarse con sus hermanos por las sombras buscando alimento, cobijo o algo con lo que entretenerse. Ha morado en cementerios y ha mantenido conversaciones de lo más increíbles con los muertos. Ha reído con los cuervos, ha libado huesos jóvenes y ha carcajeado al ver descomponerse un esqueleto al caminar por el camposanto…, pero no recuerda algo así.
»El ser alza la vista y, en medio de la oscuridad de la sala, ve lo que el bebé le muestra. Ve figuras que se esfuman, voces sin alma que gritan, y nada. La nada más absoluta. Estertores y arcadas al sentir el miedo más intenso se apoderan de su deforme cuerpo pero, espera, la criatura ve una figura blanca al fondo. Es una figura de mujer, una figura voluptuosa y sensual. Entre la desolación de un vacío de vértigo, surge un cuerpo de formas redondeadas y blancas. Sus labios se calman, mu-mujer, mujer, bonita —sonríe levemente—, carne, calor, sí…, ahhh, dulce-sí —dirige su brazo hacia la silueta de la mujer—, a mí, a mí, ven-ven a mí, mujer. Es capaz de sentir la armonía y sensualidad que desprende.
»Os preguntareis, por supuesto, por qué a un ser degenerado y carroñero se le muestra la esencia del placer. Pero eso se escapa a nuestro conocimiento. Quizá para que esta historia llegara viva a nosotros. Quizá porque fue afortunado. Lo único que importa es que así sucedió y seguirá sucediendo una vez tras otra. La mujer original, la carne que dio a luz a ese bebé lleva a la máxima desesperación al engendro que, embelesado, cubre con la mirada la desnudez de la joven. Alarga un poco más el brazo y consigue casi, casi tocarla. Al borde de la locura y del desenfreno, cree que consigue llegar a su delicada piel blanca con su garra. Siente la caricia, el calor que emana la hembra y el olor que dispara sus sentidos. También cree que ha conseguido yacer a su lado, pero es un mero espectador. Las imágenes que presencia ganan vivacidad y la hermosa mujer, cuyos cabellos plateados caen sobre sus hombros y se deslizan sobre sus pechos, abre los labios. Unos labios púrpura carnosos y brillantes, mojados de saliva que dejan entrever unos dientes juguetones que esperan algo.
»Todos sabeis lo que esperan, es cierto. Quizá lo que no sepais es que ella comienza a acariciarse el cabello mientras el pequeño demonio la observa extasiado. Ajena a su presencia, mira hacia el cielo mientras sigue con los dedos los mechones ondulados hasta sus pechos. Llenos de vida, llenos de lujuria. Mientras con una mano busca el placer presionando sus pezones erizados, la otra baja por su vientre y desaparece entre las piernas. Las abre con ganas, ansiando calmar la palpitación que ha comenzado y que no puede controlar. Aunque no querais, tengo que hablaros del íncubo que, presa del delirio, ha comenzado a masturbarse violentamente a su lado. Ella no le ve y continúa su ritual lanzando gemidos al aire. Él la ve, y se vuelve loco, cuando en realidad está en mitad de la alcoba asomado a la visión que el bebé le está mostrando.
»Una corriente de aire caliente y pesado rompe el juego de la mujer, que abre los ojos para buscar de dónde sale ese aliento cálido pero amenazador que se cuela en su placer. A su espalda, un ser que es más que un ser, un hombre que es más que un hombre la llama. Está formado por músculos, piel, carne, formas perfectas y una sensualidad ineludible. Algunas ramas de árbol viejo emergen de su espalda formando una especie de escudo o de coraza. La figura, perfectamente formada, exhibe un miembro de proporciones formidables que alertan y al mismo tiempo atraen a la mujer. La mezcla del color blanco de la piel de ese hombre con el negro del deseo, con el rojo de la pasión…, de nuevo el negro, el blanco…, crea un juego que la hipnotiza hasta levantarse y acercarse a él sin ningún tipo de duda. ¿Qué hace el pequeño demonio?, os preguntareis. Seguir mirando mientras descansa entre una y otra eyaculación.
»Lo que sucede a continuación es la naturaleza en sí misma, es la búsqueda del placer más puro. Es calmar un ansia y una inquietud con la entrega carnal más absoluta. Todo deja de existir, se crea un vacío alrededor de los amantes que comienza a asustar al engendro de las sombras. Ahí está el vacío de nuevo, rodeando a los amantes que, furiosos, frotan sus cuerpos sin piedad y sin dejar un ápice sin probar, sin morder, sin arañar. La mujer se arquea en un espasmo sobrenatural todavía unida al hombre. Todo comienza a detenerse. A apagarse. El súcubo es ahora consciente de que es un mero espectador, de que se le está mostrando algo que él ha estado considerando como real y, consciente en ese momento de la situación, da un paso atrás.
»La unión se ha completado, se ha forjado un destino y, desde el primer momento, la mujer sentirá en su interior crecer una nueva vida. A partir de ahí, irá muriendo. Desde ese mismo momento se alimentará por él, vivirá por él y morirá por él. No os echéis las manos a la cabeza, ¿qué esperabais? Una vida se paga con otra. Pero, tranquilos. Al principio no se dará ni cuenta. Simplemente, esta hermosa mujer de tez de alabastro, comenzará a ampliar su campo de visión y ya no contemplará solamente lo que a ella le interesa, lo que a ella le complace. A las pocas semanas, unos apéndices con ojos brotarán de su frente para discernir con más claridad qué sí y qué no.
»Ja, ja, ja…, no la llaméis monstruo, no seais crueles. Sólo quiere lo mejor para su bebé y renunciará a su belleza, a su mirada seductora y su sensualidad. El deseo continuará en ella, pero el vientre hinchado no le dejará ver un pubis anhelante de caricias. Todos los sentidos se intensificarán y pabellones auditivos y fosas nasales cubrirán su rostro y parte de su cuello. Dejará de lado los caprichos, nimiedades, fantochadas, ¡madurará!, hasta el día en que se rompa en dos y culmine su obra de autodestrucción.
»Nacerá rosado, feo, gritón y le entrarán ganas de engullirlo de un solo bocado. Cuando lo coja entre sus brazos por primera vez y lo amamante, comprobará que su cuerpo va emborronándose, como si fuera transparente. Está desapareciendo. Ya no podrá moverse del lecho y del lado de su bebé. No podrá atusarse el pelo mientras se mira en el espejo y decir: lo importante soy yo. El bebé bollito, bola de nata, cuchi-cuchi mamá te querrá siempre, irá creciendo con ganas y precipitación. Desbordantes carnes rosadas harán las delicias de los parientes y amigos de la mujer, que la olvidarán en una esquina llena de telarañas hasta que nadie, nadie, la recuerde.
»Un sol brillante en el centro, un niño Jesús más siendo adorado, mientras la que fue titánica y mujer yace en un rincón oscuro lleno de excrementos. Ya no reconoce a nadie, ya no sabe ni quién es ella misma sin él, sin el bebé, que sonríe inocentemente mientras mueve los bracitos y las piernecitas en el aire. Se convertirá en una sombra pegada a la pared, su piel se cubrirá de escamas y se le amoratarán los labios. La transformación la llevará a ser un ente más del mundo de la noche y las sombras, uno más de los seres solitarios y taciturnos que ansían desear y ser deseados pero que no conocen más que el olvido. Íncubos deformes aullando en la noche».
***
La lluvia arreciaba afuera, pero la verdadera tormenta se desataba en su interior. Cada estruendo hacía temblar las paredes de la habitación, pero el dulce niño dormía ajeno al festival de luces y sombras, de lamentos y aullidos. Pero no dormía plácidamente. Ingenuo, qué más quisieras. Dormía entre fiebres, sudores, espasmos y quejidos. Dormía sin dormir, como sintiéndose culpable de algo que pudo no suceder. Pero esto es el comienzo de otra historia…
«No se sabe exactamente cómo, un día, la mujer desapareció. Estaba ahí, donde todos la podían ver; ahí mismo, donde solía sentarse a cantar. De un zarpazo lento y no poco doloroso, algo negro con aroma a canela se la llevó. Quedaron reposando en el aire jirones de niebla negra y un humo opaco que languidecía para deshilacharse sobre la madera del suelo como polvo de carbón. El tiempo se detuvo, eso ya os lo imaginabais, y tres segundos transcurrieron de la forma más lenta imaginable. Serpientes de cascabel susurraron por la estancia.
»Tic, el inmenso reloj de pie bramó haciendo suyo por fin el territorio que tanto tiempo había estado reclamando. Cada día, cada hora, pretendiendo con insistencia su lugar en aquella morada sin varón. Tac, una mariposa azul sobrevoló la estancia como tantas otras veces, deteniéndose por un instante en la cuna de pino para, después, buscar un farol y huir de aquella cámara sin apenas luz. Tic, el último rayo de sol murió con el ocaso y la noche llegó despacio pero con su habitual paso firme. En silencio, como siempre, para no despertar a la criatura. Sentándose como la señora que es con su largo vestido negro de encaje y dejando caer las innumerables capas de su falda sobre la casona.
»No pregunteis por qué, no le deis más importancia. Es lo que debía suceder, es lo que suele suceder. Y así ocurrió. Algo tan natural como que, al entrar la noche, las sombras se arrastraran hacia el lugar. Al principio siendo sombras oblicuas, planas, temerosas de alzarse antes que la luna en el firmamento. Después, una vez en el cénit el astro de plata, las sombras se enderezan, cobran formas y caminan, canturrean e incluso discuten entre ellas. Es algo natural, habreis oído hablar de ello. Sin luna, no hay sombras. Sin sombras no hay identidad. Sin identidad, mejor morir.
»Y, así, en mitad de la alta noche, un ser formado por escamas marinas y labios de lapislázuli se despega de las sombras de un rincón de la pared y olfatea con los brazos caídos. Avanza despacio hasta ponerse en cuclillas y es entonces cuando señala con una de sus garras hacia un extremo de la habitación. En menos de un segundo, el ser está asomando sus curiosos ojos de tigre entre los barrotes de la cuna donde, tum-tum, el latido de un corazón le atrae. Un corazón pequeño, diminuto, casi de recién nacido, pero de una potencia inconmensurable. Tum-tum, el ente paralizado, hipnotizado, siente el calor. Un calor húmedo, blando; un calor que hiede a miel y a flores muertas y que se le adhiere por todo el cuerpo.
»No, de nada sirve asustarse, no mireis hacia otro lado, no cerreis los ojos. No hay escapatoria. Una vez, en esa sala, habitó una mujer; puede verlo en los ojos del niño. El engendro de la noche mira fijamente a esa criaturita tierna y rosada clavando sus ojos afilados en ella. Adivina en su iris grisáceo y húmedo un sinfín de historias, de pesadillas, de deseos. Cara a cara, el íncubo ve lo que el bebé muestra.
»Es un valle, sí…, un valle de la-lágrimas, un valle verde de lágrimas donde cada peque-pequeñi-pequeña, sí, pequeña colina esconde una tra-trampa —balbucea el monstruo—, un agujero sin-sin salida-sin. ¡No! No pises ahí —chilla de pronto—, ¡cuidado con ellos! Los labios azulados del ser de la noche comienzan a temblar. Su lengua se paraliza y cierra los ojos para no ver más allá. Él es un engendro, un ser de sombras nocturno y débil y, por eso, la verdadera oscuridad le asusta. Está acostumbrado a vagar por rincones de telarañas y a arrastrarse con sus hermanos por las sombras buscando alimento, cobijo o algo con lo que entretenerse. Ha morado en cementerios y ha mantenido conversaciones de lo más increíbles con los muertos. Ha reído con los cuervos, ha libado huesos jóvenes y ha carcajeado al ver descomponerse un esqueleto al caminar por el camposanto…, pero no recuerda algo así.
»El ser alza la vista y, en medio de la oscuridad de la sala, ve lo que el bebé le muestra. Ve figuras que se esfuman, voces sin alma que gritan, y nada. La nada más absoluta. Estertores y arcadas al sentir el miedo más intenso se apoderan de su deforme cuerpo pero, espera, la criatura ve una figura blanca al fondo. Es una figura de mujer, una figura voluptuosa y sensual. Entre la desolación de un vacío de vértigo, surge un cuerpo de formas redondeadas y blancas. Sus labios se calman, mu-mujer, mujer, bonita —sonríe levemente—, carne, calor, sí…, ahhh, dulce-sí —dirige su brazo hacia la silueta de la mujer—, a mí, a mí, ven-ven a mí, mujer. Es capaz de sentir la armonía y sensualidad que desprende.
»Os preguntareis, por supuesto, por qué a un ser degenerado y carroñero se le muestra la esencia del placer. Pero eso se escapa a nuestro conocimiento. Quizá para que esta historia llegara viva a nosotros. Quizá porque fue afortunado. Lo único que importa es que así sucedió y seguirá sucediendo una vez tras otra. La mujer original, la carne que dio a luz a ese bebé lleva a la máxima desesperación al engendro que, embelesado, cubre con la mirada la desnudez de la joven. Alarga un poco más el brazo y consigue casi, casi tocarla. Al borde de la locura y del desenfreno, cree que consigue llegar a su delicada piel blanca con su garra. Siente la caricia, el calor que emana la hembra y el olor que dispara sus sentidos. También cree que ha conseguido yacer a su lado, pero es un mero espectador. Las imágenes que presencia ganan vivacidad y la hermosa mujer, cuyos cabellos plateados caen sobre sus hombros y se deslizan sobre sus pechos, abre los labios. Unos labios púrpura carnosos y brillantes, mojados de saliva que dejan entrever unos dientes juguetones que esperan algo.
»Todos sabeis lo que esperan, es cierto. Quizá lo que no sepais es que ella comienza a acariciarse el cabello mientras el pequeño demonio la observa extasiado. Ajena a su presencia, mira hacia el cielo mientras sigue con los dedos los mechones ondulados hasta sus pechos. Llenos de vida, llenos de lujuria. Mientras con una mano busca el placer presionando sus pezones erizados, la otra baja por su vientre y desaparece entre las piernas. Las abre con ganas, ansiando calmar la palpitación que ha comenzado y que no puede controlar. Aunque no querais, tengo que hablaros del íncubo que, presa del delirio, ha comenzado a masturbarse violentamente a su lado. Ella no le ve y continúa su ritual lanzando gemidos al aire. Él la ve, y se vuelve loco, cuando en realidad está en mitad de la alcoba asomado a la visión que el bebé le está mostrando.
»Una corriente de aire caliente y pesado rompe el juego de la mujer, que abre los ojos para buscar de dónde sale ese aliento cálido pero amenazador que se cuela en su placer. A su espalda, un ser que es más que un ser, un hombre que es más que un hombre la llama. Está formado por músculos, piel, carne, formas perfectas y una sensualidad ineludible. Algunas ramas de árbol viejo emergen de su espalda formando una especie de escudo o de coraza. La figura, perfectamente formada, exhibe un miembro de proporciones formidables que alertan y al mismo tiempo atraen a la mujer. La mezcla del color blanco de la piel de ese hombre con el negro del deseo, con el rojo de la pasión…, de nuevo el negro, el blanco…, crea un juego que la hipnotiza hasta levantarse y acercarse a él sin ningún tipo de duda. ¿Qué hace el pequeño demonio?, os preguntareis. Seguir mirando mientras descansa entre una y otra eyaculación.
»Lo que sucede a continuación es la naturaleza en sí misma, es la búsqueda del placer más puro. Es calmar un ansia y una inquietud con la entrega carnal más absoluta. Todo deja de existir, se crea un vacío alrededor de los amantes que comienza a asustar al engendro de las sombras. Ahí está el vacío de nuevo, rodeando a los amantes que, furiosos, frotan sus cuerpos sin piedad y sin dejar un ápice sin probar, sin morder, sin arañar. La mujer se arquea en un espasmo sobrenatural todavía unida al hombre. Todo comienza a detenerse. A apagarse. El súcubo es ahora consciente de que es un mero espectador, de que se le está mostrando algo que él ha estado considerando como real y, consciente en ese momento de la situación, da un paso atrás.
»La unión se ha completado, se ha forjado un destino y, desde el primer momento, la mujer sentirá en su interior crecer una nueva vida. A partir de ahí, irá muriendo. Desde ese mismo momento se alimentará por él, vivirá por él y morirá por él. No os echéis las manos a la cabeza, ¿qué esperabais? Una vida se paga con otra. Pero, tranquilos. Al principio no se dará ni cuenta. Simplemente, esta hermosa mujer de tez de alabastro, comenzará a ampliar su campo de visión y ya no contemplará solamente lo que a ella le interesa, lo que a ella le complace. A las pocas semanas, unos apéndices con ojos brotarán de su frente para discernir con más claridad qué sí y qué no.
»Ja, ja, ja…, no la llaméis monstruo, no seais crueles. Sólo quiere lo mejor para su bebé y renunciará a su belleza, a su mirada seductora y su sensualidad. El deseo continuará en ella, pero el vientre hinchado no le dejará ver un pubis anhelante de caricias. Todos los sentidos se intensificarán y pabellones auditivos y fosas nasales cubrirán su rostro y parte de su cuello. Dejará de lado los caprichos, nimiedades, fantochadas, ¡madurará!, hasta el día en que se rompa en dos y culmine su obra de autodestrucción.
»Nacerá rosado, feo, gritón y le entrarán ganas de engullirlo de un solo bocado. Cuando lo coja entre sus brazos por primera vez y lo amamante, comprobará que su cuerpo va emborronándose, como si fuera transparente. Está desapareciendo. Ya no podrá moverse del lecho y del lado de su bebé. No podrá atusarse el pelo mientras se mira en el espejo y decir: lo importante soy yo. El bebé bollito, bola de nata, cuchi-cuchi mamá te querrá siempre, irá creciendo con ganas y precipitación. Desbordantes carnes rosadas harán las delicias de los parientes y amigos de la mujer, que la olvidarán en una esquina llena de telarañas hasta que nadie, nadie, la recuerde.
»Un sol brillante en el centro, un niño Jesús más siendo adorado, mientras la que fue titánica y mujer yace en un rincón oscuro lleno de excrementos. Ya no reconoce a nadie, ya no sabe ni quién es ella misma sin él, sin el bebé, que sonríe inocentemente mientras mueve los bracitos y las piernecitas en el aire. Se convertirá en una sombra pegada a la pared, su piel se cubrirá de escamas y se le amoratarán los labios. La transformación la llevará a ser un ente más del mundo de la noche y las sombras, uno más de los seres solitarios y taciturnos que ansían desear y ser deseados pero que no conocen más que el olvido. Íncubos deformes aullando en la noche».
***
La lluvia arreciaba afuera, pero la verdadera tormenta se desataba en su interior. Cada estruendo hacía temblar las paredes de la habitación, pero el dulce niño dormía ajeno al festival de luces y sombras, de lamentos y aullidos. Pero no dormía plácidamente. Ingenuo, qué más quisieras. Dormía entre fiebres, sudores, espasmos y quejidos. Dormía sin dormir, como sintiéndose culpable de algo que pudo no suceder. Pero esto es el comienzo de otra historia…