CN4 - Versos para mi puta - Nínive
Publicado: 23 Dic 2015 12:22
Versos para mi puta
—Hazlo —me pidió mientras sus pupilas se clavaban en las mías—. ¡Libérame!
Su cuerpo desnudo se pegaba a mi piel. Abrió los muslos y, al hacerlo, se separaron también los labios húmedos que me esperaban. Podía sentir su vello rozar mi entrepierna y mi lumbar se tensó para poseerla. Para llevármela a la cama tan solo había necesitado un par de horas, unas copas y dos palabras: «te necesito».
Sentí cómo mi polla se deslizaba entre sus pliegues y cómo contraía sus músculos para no dejarme salir. Una y otra vez. Sus jadeos en mi oído, su nombre en mi garganta. Quise partirla en dos, meterme dentro de su carne, cubrirme con sus flujos, ensuciar su alma con los míos.
—Hazlo ahora. Sé que lo deseas. —Y lo deseaba. No podía imaginarme cómo lo sabía ella, pero así era. Luego comenzó a divagar mientras la follaba, pero no me importó demasiado lo que decía. Si hubiera sabido lo que vendría después, si me hubiera detenido en ese momento... Pero estaba demasiado ocupado apretando con la mano uno de sus pechos y tanteando con la otra debajo de la almohada. La oí declamar:
—Sin el dolor de contemplar cómo muere el rojo encendido y se torna sangre vieja de olvido. Sin la angustia de saber que el dorado perfecto de aquel batir de alas nunca volverá. El soplo del viento y la arena desgastada y el brillo sereno del agua que me estremece y me hace sollozar. El copo de nieve que se desliza y el tremular de mi carne mientras observo cómo se deshace y pienso, «detente, detente, es perfecto». Sin todo eso, libre, por fin.
Justo a punto de estallar y verter mi semen por su coño, le abrí la garganta con la hoja de mi navaja. Su sangre caliente me salpicó en la cara y en el pecho, se agolpó el éxtasis en la punta de la polla y me corrí de gozo. Ahí es cuando comenzó todo. Agotado, me dejé caer sobre su cuerpo aún tibio sin salir de ella. Lamí los últimos borbotones que emergían del corte en la yugular intentando saborear el hálito de vida que le quedara y su sabor me supo extraño. No era salado ni metálico. Era de una dulzura suprema, pero al punto se volvió amargo y me produjo náuseas.
Me puse de rodillas y saqué el miembro fláccido embebido en la mezcla de su sexo. Algo comenzó a inflamarse en mi interior. Desde mi boca que aún sabía a ella, ardió el camino que bajaba por mi garganta y estalló en el centro de mi pecho. Era el mismo infierno y el hielo azul de un casquete polar, era la inmensidad de una noche en el páramo y la vibración minúscula del flagelo de un protozoo. La contemplé y supe que algo iba mal en mí. Nunca me había pasado con las otras, nunca las había visto de esa manera. Me faltó el aliento.
«Como acordes de guitarra en contrapunto, tus curvas exangües se elevan y descienden tus valles hacia el hueco de mis manos. Un rayo de luz pálida platea tu piel y la convierte en eterna, prende mi mirada en el aura que te va envolviendo», pensé mientras acariciaba una vez más su cadera. Perfecta, por un instante. Y por un instante, encontré el todo en su cuerpo bañado por la luna. Y yo lo era todo a través de ella.
Jadeé. ¿Qué hacían todas esas malditas expresiones en mi cabeza? Quemaban…
El fuego abrasó cada una de mis venas hasta llegar a la yemas de mis dedos que estallaron en pedazos para dejarlo salir. Por la carne desquebrajada se escapaban aquellas extrañas palabras y con cada latido de mi pecho aumentaba su flujo. Me ahogaba en el torrente de versos. Intenté sacudir las manos para librarme de ellos, pero con las salpicaduras de la sangre —de la mía, de la suya— pequeñas serpientes de poesía surgían y se enroscaban en mis tobillos, sajando la piel para que no pudiera olvidarlas, cada vez más hundidas en mi carne. El dolor era terrible.
Sólo tenía una oportunidad de que me dejaran en paz y era dándoles la vida. Unté uno de mis dedos heridos con la sangre de su cuello hasta conseguir una mezcla espesa y plasmé aquellas malditas palabras en la pared amarillenta de la habitación de hotel.
«Versos para mi puta», lo titulé.
Leí lo que había escrito, aquel instante en palabras convertido, y no hallé el recuerdo exacto que había querido inmortalizar. ¿Qué me había hecho esa bruja para que me doliera tanto que la sangre se volviera vieja y no tuviera ese brillo perfecto y fugaz, ese rojo de cielo abierto y de tormenta desatada? Arrodillado junto a ella, desnudo y temblando, busqué incansable las frases precisas que merecía. Y cada una de ellas era más hermosa que la anterior, pero cuando la leía de nuevo sobre la pared o el suelo o el cristal o el espejo, me parecían horribles.
No fui consciente de nada más hasta que sentí el «click» de las esposas cerrándose en torno a mis muñecas y aún así, no podía dejar de hundirme en el fango de la pérdida. ¡Qué dolor la posibilidad de olvidar!
Como polillas ávidas royendo mi alma incapaz, las palabras abrían canales a través de mis músculos y rompían tendones a su paso, queriendo salir por donde fuera. Lloraba lágrimas de tinta roja, me desangraba cada noche intentando dibujar la luz de la luna sobre las paredes de mi celda arañando el yeso con los dedos desnudos. Trozos de uñas y pulpa sanguinolenta formaban estúpidos versos que volvía a reescribir al día siguiente.
Cada hora de encierro maldecía a la ramera por haberme contagiado esta enfermedad que me estaba consumiendo.
Ella lo sabía, mi Beatriz y mi Perséfone, mi víctima y mi verdugo. Sabía que yo podría liberarla de su mal porque ella no podía poner fin a esa maldición que es tener alma de poeta, y también sabía que me poseería a mí y que, de ese modo, quedaría vengada.
Pero conocerlo no me vale. Y mientras me colocan las cinchas que sujetan mis muñecas y mis tobillos a la camilla, tan solo pienso en la palabra perfecta. En el rojo de mi tormento y en el polvo plateado que danza a mi alrededor, en cómo hormiguean las filas de letras por mi cerebro carcomido queriendo contar todo lo que pasa a mi alrededor, pero sin conseguirlo. Poemas nonatos, abominaciones, relatos muertos.
Pronto seré libre. ¿Quién será la próxima víctima de esta maldición? ¿Quién acogerá en sus venas y en sus entrañas el dolor y el placer de contemplar el mundo de esta manera? ¿Qué cuerpo será invadido, infestado, alimento de la musa? La aguja que se acerca a mi piel es hermosa.
Reluce, brilla, refulge, centellea...
—Hazlo —me pidió mientras sus pupilas se clavaban en las mías—. ¡Libérame!
Su cuerpo desnudo se pegaba a mi piel. Abrió los muslos y, al hacerlo, se separaron también los labios húmedos que me esperaban. Podía sentir su vello rozar mi entrepierna y mi lumbar se tensó para poseerla. Para llevármela a la cama tan solo había necesitado un par de horas, unas copas y dos palabras: «te necesito».
Sentí cómo mi polla se deslizaba entre sus pliegues y cómo contraía sus músculos para no dejarme salir. Una y otra vez. Sus jadeos en mi oído, su nombre en mi garganta. Quise partirla en dos, meterme dentro de su carne, cubrirme con sus flujos, ensuciar su alma con los míos.
—Hazlo ahora. Sé que lo deseas. —Y lo deseaba. No podía imaginarme cómo lo sabía ella, pero así era. Luego comenzó a divagar mientras la follaba, pero no me importó demasiado lo que decía. Si hubiera sabido lo que vendría después, si me hubiera detenido en ese momento... Pero estaba demasiado ocupado apretando con la mano uno de sus pechos y tanteando con la otra debajo de la almohada. La oí declamar:
—Sin el dolor de contemplar cómo muere el rojo encendido y se torna sangre vieja de olvido. Sin la angustia de saber que el dorado perfecto de aquel batir de alas nunca volverá. El soplo del viento y la arena desgastada y el brillo sereno del agua que me estremece y me hace sollozar. El copo de nieve que se desliza y el tremular de mi carne mientras observo cómo se deshace y pienso, «detente, detente, es perfecto». Sin todo eso, libre, por fin.
Justo a punto de estallar y verter mi semen por su coño, le abrí la garganta con la hoja de mi navaja. Su sangre caliente me salpicó en la cara y en el pecho, se agolpó el éxtasis en la punta de la polla y me corrí de gozo. Ahí es cuando comenzó todo. Agotado, me dejé caer sobre su cuerpo aún tibio sin salir de ella. Lamí los últimos borbotones que emergían del corte en la yugular intentando saborear el hálito de vida que le quedara y su sabor me supo extraño. No era salado ni metálico. Era de una dulzura suprema, pero al punto se volvió amargo y me produjo náuseas.
Me puse de rodillas y saqué el miembro fláccido embebido en la mezcla de su sexo. Algo comenzó a inflamarse en mi interior. Desde mi boca que aún sabía a ella, ardió el camino que bajaba por mi garganta y estalló en el centro de mi pecho. Era el mismo infierno y el hielo azul de un casquete polar, era la inmensidad de una noche en el páramo y la vibración minúscula del flagelo de un protozoo. La contemplé y supe que algo iba mal en mí. Nunca me había pasado con las otras, nunca las había visto de esa manera. Me faltó el aliento.
«Como acordes de guitarra en contrapunto, tus curvas exangües se elevan y descienden tus valles hacia el hueco de mis manos. Un rayo de luz pálida platea tu piel y la convierte en eterna, prende mi mirada en el aura que te va envolviendo», pensé mientras acariciaba una vez más su cadera. Perfecta, por un instante. Y por un instante, encontré el todo en su cuerpo bañado por la luna. Y yo lo era todo a través de ella.
Jadeé. ¿Qué hacían todas esas malditas expresiones en mi cabeza? Quemaban…
El fuego abrasó cada una de mis venas hasta llegar a la yemas de mis dedos que estallaron en pedazos para dejarlo salir. Por la carne desquebrajada se escapaban aquellas extrañas palabras y con cada latido de mi pecho aumentaba su flujo. Me ahogaba en el torrente de versos. Intenté sacudir las manos para librarme de ellos, pero con las salpicaduras de la sangre —de la mía, de la suya— pequeñas serpientes de poesía surgían y se enroscaban en mis tobillos, sajando la piel para que no pudiera olvidarlas, cada vez más hundidas en mi carne. El dolor era terrible.
Sólo tenía una oportunidad de que me dejaran en paz y era dándoles la vida. Unté uno de mis dedos heridos con la sangre de su cuello hasta conseguir una mezcla espesa y plasmé aquellas malditas palabras en la pared amarillenta de la habitación de hotel.
«Versos para mi puta», lo titulé.
Leí lo que había escrito, aquel instante en palabras convertido, y no hallé el recuerdo exacto que había querido inmortalizar. ¿Qué me había hecho esa bruja para que me doliera tanto que la sangre se volviera vieja y no tuviera ese brillo perfecto y fugaz, ese rojo de cielo abierto y de tormenta desatada? Arrodillado junto a ella, desnudo y temblando, busqué incansable las frases precisas que merecía. Y cada una de ellas era más hermosa que la anterior, pero cuando la leía de nuevo sobre la pared o el suelo o el cristal o el espejo, me parecían horribles.
No fui consciente de nada más hasta que sentí el «click» de las esposas cerrándose en torno a mis muñecas y aún así, no podía dejar de hundirme en el fango de la pérdida. ¡Qué dolor la posibilidad de olvidar!
Como polillas ávidas royendo mi alma incapaz, las palabras abrían canales a través de mis músculos y rompían tendones a su paso, queriendo salir por donde fuera. Lloraba lágrimas de tinta roja, me desangraba cada noche intentando dibujar la luz de la luna sobre las paredes de mi celda arañando el yeso con los dedos desnudos. Trozos de uñas y pulpa sanguinolenta formaban estúpidos versos que volvía a reescribir al día siguiente.
Cada hora de encierro maldecía a la ramera por haberme contagiado esta enfermedad que me estaba consumiendo.
Ella lo sabía, mi Beatriz y mi Perséfone, mi víctima y mi verdugo. Sabía que yo podría liberarla de su mal porque ella no podía poner fin a esa maldición que es tener alma de poeta, y también sabía que me poseería a mí y que, de ese modo, quedaría vengada.
Pero conocerlo no me vale. Y mientras me colocan las cinchas que sujetan mis muñecas y mis tobillos a la camilla, tan solo pienso en la palabra perfecta. En el rojo de mi tormento y en el polvo plateado que danza a mi alrededor, en cómo hormiguean las filas de letras por mi cerebro carcomido queriendo contar todo lo que pasa a mi alrededor, pero sin conseguirlo. Poemas nonatos, abominaciones, relatos muertos.
Pronto seré libre. ¿Quién será la próxima víctima de esta maldición? ¿Quién acogerá en sus venas y en sus entrañas el dolor y el placer de contemplar el mundo de esta manera? ¿Qué cuerpo será invadido, infestado, alimento de la musa? La aguja que se acerca a mi piel es hermosa.
Reluce, brilla, refulge, centellea...