CP XI Castigo divino - Acliamanta
Publicado: 17 Abr 2016 19:27
CASTIGO DIVINO
A su regreso, doce años después, todo está igual. Sobre la mesa de noche, cubierta por una gruesa capa de polvo fino, la fotografía no parece haber perdido sus colores originales. La toma con cuidado, la sacude y se alegra de haberla dejado medio cubierta por el sobre. Apenas se ha desteñido un poco en una esquina, mucho menos de lo que cualquiera hubiera esperado.
Sacude el sillón, se sienta y la observa con detenimiento.
Sentada en la banca de un parque la muchacha está vestida con una camiseta roja sin mangas, pantalón negro y tenis negros con cordones rojos. Lleva una bufanda en tela estampada con flores negras sobre fondo blanco envolviéndole el cuello y una cartera grande, que parece de tela, de color negro. Una mano reposa encima de la pierna izquierda que cruza sobre la derecha y con la otra sostiene un helado, a medio consumir, recubierto con chocolate. Tiene la piel blanca, cabello castaño claro con reflejos dorados a la altura de los hombros, ojos claros, como verdes, es más bien delgada y no se ve muy alta, tal vez no alcance más de un metro con cincuenta y siete o máximo sesenta.
La sabía de memoria. En los días anteriores a la cita había pasado muchas horas mirándola con atención, grabando cada rasgo, con la ilusión de que, cuando la viera por primera vez, ella, y también él, sintieran que se conocían de toda la vida. En la cárcel no la tuvo a mano por las circunstancias de su detención y por la absoluta soledad con la que se movía en este mundo. Un par de veces vio una copia igual que la muerta llevaba consigo y que hacía parte del expediente pero esa, la suya, no la había vuelto a ver, hasta ahora, desde el día del arresto.
Casi sonrió al recordar que justo por los días en que recibió la nota estuvo pensando, aburrido, que hacía rato que en su vida no pasaba nada que lo sacudiera. Unos años antes un leve remezón con la notificación de su jubilación. Había completado veinticinco años como profesor y no lo cobijó el requisito de edad mínima recién entrado en vigencia por lo que, a sus cuarenta y nueve años, sin querer, un día cualquiera se encontró sin cosa distinta para hacer que dormir, fumar y leer.
Y mucho más atrás, aquel domingo cuando un conductor ebrio atropelló a su familia saliendo de misa de seis y dejó a su mamá y su hermana estampilladas contra el muro de la Iglesia de los Mártires mientras el padre, más ágil y con mejores reflejos, se estrellaba contra el pavimento, veinte metros más adelante, con la ventaja de sobrevivirlas apenas un poco más de tres horas.
Y eso sí que lo sacudió. Ese día, recién estrenados los diez y seis, se negó a ir con la familia a la iglesia y después de una agria discusión salió dando un portazo, se entretuvo en un cine y regresó al filo de la media noche para encontrarse con que, tal y como lo había pronosticado el padre unas horas antes, el Dios a quien él no había querido honrar, lo castigaba arrebatándole la familia y dejándolo solo en el mundo.
La carta también apareció un domingo. La metieron en el buzón y al final de la mañana, cuando salió a recoger el periódico, la encontró:
Hola papá, la persona que ves sentada en la banca soy yo, tu hija. Esta es una foto de ayer sábado. Tengo veinte años, me llamo Clara y mi mamá se llama Luisa.
Quiero que me conozcas.
Te espero el miércoles doce, a las diez, en el Parque Centenario. Estaré sentada en la misma banca al lado del reloj, vestida exactamente igual que en la fotografía.
Te quiere,
Clara
Tardó varios minutos en entender. Revisó el sobre para asegurarse del destinatario, leyó y releyó la nota, miró varias veces la fotografía y, nervioso, las dejó sobre la mesa de noche. Volvió sobre ellas un par de horas después, cuando pensó que al fin de cuentas no debía ser tan malo tener una hija y decidió dedicar los días que faltaban para la cita a prepararse para el encuentro.
-Tal vez Dios ya está satisfecho -se dijo.
Hizo memoria de las mujeres de su vida. Lina, Marcela, Gloria, Gladis… y la última, Inés, que lo dejó cuatro años y cinco meses atrás, por su renuencia a formalizar la relación. Luisa… Luisa… no recordó a ninguna mujer con ese nombre. ¿Gloria Luisa? ¿Luisa Marcela? Tal vez. No lo sabía y ya no importaba.
El miércoles se levantó temprano y antes de las ocho ya estaba listo para salir. No llevaría la fotografía, no hacía falta, la conocía de memoria. Iría caminando. El Parque Centenario está a menos de cuatro kilómetros de su casa y la caminata le ayudaría a abordar el encuentro con mayor tranquilidad.
Durante casi nueve horas estuvo ahí, sentado, esperando. Leyó y releyó el diario, distrajo el hambre con dos manzanas y no menos de ocho cigarrillos y cuando comenzó a oscurecer se levantó, dejó el periódico y la bolsa con el resto de las manzanas sobre la banca y cogió el camino de su casa.
Eso era todo. Se lo dijo a la policía en la madrugada del jueves cuando lo retuvieron a la salida del bar, a dos cuadras de su vivienda y lo repitió a los defensores de oficio que lo visitaron las dos o tres veces que, en doce años, algún juez recién nombrado retomó su caso. No conocía a la muchacha, sabía cómo estaba vestida por la fotografía que le envió, no está seguro de su nombre, no sabe nada más sobre ella, no sabe quién la estranguló ni por qué le cortaron las manos, no sabe cómo ni en qué momento embutieron su cuerpo acurrucado en la caneca verde al lado de la banca donde él estuvo sentado, y no sabe por qué está metido en este rollo.
Lo dijo muchas veces pero no sirvió de nada. Cada tanto parecia que alguien retomaría el caso y cada tanto y un par de meses más la carpeta encontraba acomodo en la gaveta de algún mueble desvencijado sin que alguno, siquiera uno, se hubiera interesado en agregarle la carta con la fotografía o en reactivar el caso.
-Realmente Dios sabe castigar -pensaba.
Y lamentaba la torpeza de que hizo gala cuando, creyéndolo innecesario, se negó a contratar un defensor de los muchos que le ofrecieron sus servicios al comienzo de su reclusión.
-Lo que no ocurrió no puede probarse -se decía.
Cuando por fin comprendió que necesitaba un abogado ya no hizo falta. Al igual que la hija y su arresto, la libertad también llegó como caída del cielo. Sin juicio. Sin sentencia. Sin saber cómo, logró colarse en la lista de los quince que fueron bendecidos con el perdón presidencial y la libertad inmediata por decreto, con motivo de la visita del Santo Padre.
Pero ahora ya no sabe qué pensar. Justo ahora cuando está empezando a creer que su Dios también sabe perdonar, le da por repasarlo todo y se percata de ese detalle…
En esta, la suya, la imagen no es igual a la de la foto que la muerta cargaba consigo. Esa, la que forma parte del expediente, deja ver, bajo las mangas del pantalón, unos calcetines rojos y ahora, repasándola, descubre que en la suya Clara no usa calcetines, ella lleva los zapatos sobre los pies desnudos. Se ve la piel… es de un tono beige, un poco más oscura que la de su rostro. Y el informe del forense dice que la muerta tenía, tatuados, cubriendo la cara superior de los pies desde la punta de los dedos y hasta mitad de la pantorrilla, un par de calcetines rojos.
Se recuesta y cierra los ojos.
-Mañana es miércoles –piensa- y sonríe.
A su regreso, doce años después, todo está igual. Sobre la mesa de noche, cubierta por una gruesa capa de polvo fino, la fotografía no parece haber perdido sus colores originales. La toma con cuidado, la sacude y se alegra de haberla dejado medio cubierta por el sobre. Apenas se ha desteñido un poco en una esquina, mucho menos de lo que cualquiera hubiera esperado.
Sacude el sillón, se sienta y la observa con detenimiento.
Sentada en la banca de un parque la muchacha está vestida con una camiseta roja sin mangas, pantalón negro y tenis negros con cordones rojos. Lleva una bufanda en tela estampada con flores negras sobre fondo blanco envolviéndole el cuello y una cartera grande, que parece de tela, de color negro. Una mano reposa encima de la pierna izquierda que cruza sobre la derecha y con la otra sostiene un helado, a medio consumir, recubierto con chocolate. Tiene la piel blanca, cabello castaño claro con reflejos dorados a la altura de los hombros, ojos claros, como verdes, es más bien delgada y no se ve muy alta, tal vez no alcance más de un metro con cincuenta y siete o máximo sesenta.
La sabía de memoria. En los días anteriores a la cita había pasado muchas horas mirándola con atención, grabando cada rasgo, con la ilusión de que, cuando la viera por primera vez, ella, y también él, sintieran que se conocían de toda la vida. En la cárcel no la tuvo a mano por las circunstancias de su detención y por la absoluta soledad con la que se movía en este mundo. Un par de veces vio una copia igual que la muerta llevaba consigo y que hacía parte del expediente pero esa, la suya, no la había vuelto a ver, hasta ahora, desde el día del arresto.
Casi sonrió al recordar que justo por los días en que recibió la nota estuvo pensando, aburrido, que hacía rato que en su vida no pasaba nada que lo sacudiera. Unos años antes un leve remezón con la notificación de su jubilación. Había completado veinticinco años como profesor y no lo cobijó el requisito de edad mínima recién entrado en vigencia por lo que, a sus cuarenta y nueve años, sin querer, un día cualquiera se encontró sin cosa distinta para hacer que dormir, fumar y leer.
Y mucho más atrás, aquel domingo cuando un conductor ebrio atropelló a su familia saliendo de misa de seis y dejó a su mamá y su hermana estampilladas contra el muro de la Iglesia de los Mártires mientras el padre, más ágil y con mejores reflejos, se estrellaba contra el pavimento, veinte metros más adelante, con la ventaja de sobrevivirlas apenas un poco más de tres horas.
Y eso sí que lo sacudió. Ese día, recién estrenados los diez y seis, se negó a ir con la familia a la iglesia y después de una agria discusión salió dando un portazo, se entretuvo en un cine y regresó al filo de la media noche para encontrarse con que, tal y como lo había pronosticado el padre unas horas antes, el Dios a quien él no había querido honrar, lo castigaba arrebatándole la familia y dejándolo solo en el mundo.
La carta también apareció un domingo. La metieron en el buzón y al final de la mañana, cuando salió a recoger el periódico, la encontró:
Hola papá, la persona que ves sentada en la banca soy yo, tu hija. Esta es una foto de ayer sábado. Tengo veinte años, me llamo Clara y mi mamá se llama Luisa.
Quiero que me conozcas.
Te espero el miércoles doce, a las diez, en el Parque Centenario. Estaré sentada en la misma banca al lado del reloj, vestida exactamente igual que en la fotografía.
Te quiere,
Clara
Tardó varios minutos en entender. Revisó el sobre para asegurarse del destinatario, leyó y releyó la nota, miró varias veces la fotografía y, nervioso, las dejó sobre la mesa de noche. Volvió sobre ellas un par de horas después, cuando pensó que al fin de cuentas no debía ser tan malo tener una hija y decidió dedicar los días que faltaban para la cita a prepararse para el encuentro.
-Tal vez Dios ya está satisfecho -se dijo.
Hizo memoria de las mujeres de su vida. Lina, Marcela, Gloria, Gladis… y la última, Inés, que lo dejó cuatro años y cinco meses atrás, por su renuencia a formalizar la relación. Luisa… Luisa… no recordó a ninguna mujer con ese nombre. ¿Gloria Luisa? ¿Luisa Marcela? Tal vez. No lo sabía y ya no importaba.
El miércoles se levantó temprano y antes de las ocho ya estaba listo para salir. No llevaría la fotografía, no hacía falta, la conocía de memoria. Iría caminando. El Parque Centenario está a menos de cuatro kilómetros de su casa y la caminata le ayudaría a abordar el encuentro con mayor tranquilidad.
Durante casi nueve horas estuvo ahí, sentado, esperando. Leyó y releyó el diario, distrajo el hambre con dos manzanas y no menos de ocho cigarrillos y cuando comenzó a oscurecer se levantó, dejó el periódico y la bolsa con el resto de las manzanas sobre la banca y cogió el camino de su casa.
Eso era todo. Se lo dijo a la policía en la madrugada del jueves cuando lo retuvieron a la salida del bar, a dos cuadras de su vivienda y lo repitió a los defensores de oficio que lo visitaron las dos o tres veces que, en doce años, algún juez recién nombrado retomó su caso. No conocía a la muchacha, sabía cómo estaba vestida por la fotografía que le envió, no está seguro de su nombre, no sabe nada más sobre ella, no sabe quién la estranguló ni por qué le cortaron las manos, no sabe cómo ni en qué momento embutieron su cuerpo acurrucado en la caneca verde al lado de la banca donde él estuvo sentado, y no sabe por qué está metido en este rollo.
Lo dijo muchas veces pero no sirvió de nada. Cada tanto parecia que alguien retomaría el caso y cada tanto y un par de meses más la carpeta encontraba acomodo en la gaveta de algún mueble desvencijado sin que alguno, siquiera uno, se hubiera interesado en agregarle la carta con la fotografía o en reactivar el caso.
-Realmente Dios sabe castigar -pensaba.
Y lamentaba la torpeza de que hizo gala cuando, creyéndolo innecesario, se negó a contratar un defensor de los muchos que le ofrecieron sus servicios al comienzo de su reclusión.
-Lo que no ocurrió no puede probarse -se decía.
Cuando por fin comprendió que necesitaba un abogado ya no hizo falta. Al igual que la hija y su arresto, la libertad también llegó como caída del cielo. Sin juicio. Sin sentencia. Sin saber cómo, logró colarse en la lista de los quince que fueron bendecidos con el perdón presidencial y la libertad inmediata por decreto, con motivo de la visita del Santo Padre.
Pero ahora ya no sabe qué pensar. Justo ahora cuando está empezando a creer que su Dios también sabe perdonar, le da por repasarlo todo y se percata de ese detalle…
En esta, la suya, la imagen no es igual a la de la foto que la muerta cargaba consigo. Esa, la que forma parte del expediente, deja ver, bajo las mangas del pantalón, unos calcetines rojos y ahora, repasándola, descubre que en la suya Clara no usa calcetines, ella lleva los zapatos sobre los pies desnudos. Se ve la piel… es de un tono beige, un poco más oscura que la de su rostro. Y el informe del forense dice que la muerta tenía, tatuados, cubriendo la cara superior de los pies desde la punta de los dedos y hasta mitad de la pantorrilla, un par de calcetines rojos.
Se recuesta y cierra los ojos.
-Mañana es miércoles –piensa- y sonríe.