CP XI Ciclovía
Publicado: 17 Abr 2016 19:28
Ciclovía
Durante varios segundos se mantuvo casi inmóvil, procurando con enorme dificultad mantener su balance. La inclinación, que para los caminantes de la zona debía no suponer desafío alguno, le exigía realizar un considerable esfuerzo que le evitara caer de la bicicleta. “Un artista equilibrista…” recordó, mientras recorría despacio y cuesta arriba el último kilómetro de la ciclovía. Conforme avanzaba, comenzó a escuchar su propia respiración agitada, y sintió en ambas piernas la fatiga muscular que suele acompañar al trabajo físico extenuante. Finalmente distinguió el final del recorrido. Encontró ahí, a pocos metros de la ciclovía, una banca hecha de metales mal pintados de blanco sobre la que se desplomó exhausto.
La ciclovía empezaba a dibujarse, primero sinuosa y después recta, en algún lugar al norte. Después se dirigía en ascenso al oeste, hasta el sitio donde se encontraba la banca. Aquella era una zona poco transitada, quizás solitaria, desde donde se tenía una panorámica extensa de la ciudad. La ciclovía se hallaba apartada de la calle, de modo que era posible percibir un silencio por momentos penetrante y nostálgico. Desde la banca miró al horizonte del este, y ante él se perfiló la ciudad, salpicada infinitamente por las luces de los primeros faros de la noche. La ciudad le pareció tranquila y fría, y sin advertir con exactitud una razón la imaginó en una indescriptible decadencia.
Desde ahí, sentado en la banca de metales blancos, analizó con detalle a las personas que atravesaban de modo esporádico su campo de visión. Un hombre alto y en traje gris (de negocios, camino a casa tras un complicado y mal día en el trabajo), sobre la calle distante un automóvil color azul estacionado, y dos niñas en su asiento trasero (quienes discutían algún asunto que era banal e importante al mismo tiempo), un par de corredores de mediana edad (en evidente entrenamiento para el maratón que correrían en un unos cuantos días), una joven y bella mujer paseando a un pastor belga malinois (pensativa, resolviendo algún tipo de acertijo mental).
Así durante un rato, se dedicó a fabricar historias provisionales y acomodar escenas con los pequeños datos aislados que logró recabar de la gente observada en los linderos de la ciclovía. Supuso que, dada la improbable circunstancia de que intercambiase palabras con alguna de las personas analizadas, podría corroborar o refutar la impresión que había construido para sí y la sustituiría por otra más precisa y factible.
Minutos después de que la mujer joven y el perro cruzaran frente a él, y comenzaran a bajar por un sendero que acompañaba a la ciclovía, decidió que era momento de irse. Pensó en seguida que se volvería a encontrar metros abajo, por lo tanto, a la mujer y a su perro (y que la encontraría todavía resolviendo alguna especie de acertijo en su mente).
De pronto, mientras comenzaba a pedalear y se dirigía cuesta abajo sobre la ciclovía, se descubrió a sí mismo súbitamente atraído, de algún modo profundo e inexplicable, por aquella joven mujer. Anticipó que cuando la encontrara de nuevo camino abajo, disminuiría de manera deliberada su velocidad al pasar cerca de ella. Disminuiría su velocidad, no demasiado pero no muy poco, y escucharía otra vez su propia respiración agitada, una vez más sentiría en sus piernas la fatiga muscular de todo trabajo físico extenuante, y nervioso por alguna razón absurda evitaría mirarla y tan sólo cruzaría a su lado por aquella ciclovía solitaria, y sabía que tal vez ella interrumpiría sus pensamientos conflictivos para identificarlo como el hombre que estaba sentado en la banca de metales blancos algunos metros arriba, y que ahora pedaleaba cuesta abajo para perderse en algún lugar de aquella ciudad (aquella ciudad en una indescriptible decadencia), y no cruzarían palabra alguna, por lo que jamás sabría su nombre; él no corroboraría ni refutaría ninguna impresión fabricada antes, y se vería limitado a recordarla, tan solo a recordarla.
En un instante cruzó junto a ella. Creyó percibir que la mujer lo miraba, pero todo le pareció tan fugaz que en cuestión de segundos se encontró una vez más en soledad. Permitió que su bicicleta adquiriera suficiente velocidad, y se dedicó a sentir el viento frío impactando en su cara conforme descendía y la noche aparecía a un ritmo gradual. Se mantuvo pensando en la mujer, a pesar de sus esfuerzos insignificantes por evitarlo, y en cómo se alejaba de él (y no él de ella), en cómo se disipaba con el final del atardecer a sus espaldas, junto con la banca de metales blancos y aquel día ordinario en el que nada extraordinario había ocurrido.
Avanzó por kilómetros hasta encontrarse en una zona más transitada de la ciudad, donde se perdía la pendiente y donde el ruido producido por los motores de automóviles y los establecimientos ocuparon el espacio a su alrededor. Desde algún bar cercano escuchó música de otra época. Notó cómo la noche, ya bien definida, se vio teñida de un color taciturno y sepia por la vieja luz de las farolas.
Lo que vio entonces lo desconcertó y le provocó una imperante necesidad de frenar por completo. No muy lejos, frente a él, se encontraba la joven y bella mujer, paseando apacible a un pastor belga malinois. Caminaba por el mismo sendero por el que la había visto kilómetros atrás, ahora en dirección opuesta. Aún quieto sobre su bicicleta, notó cómo se acercaba con misteriosa cadencia; el entorno nocturno la hacía lucir más enigmática. Parecía que el complicado acertijo mental por fin había sido resuelto, pues no exhibía el mismo rostro pensativo de antes.
Aquella simetría desprovista de lógica fue todo lo que necesitó para deducir que debía acercarse a la mujer. Comprendió que avanzaría otra vez, se acercaría en la medida justa y la miraría directamente, nervioso por alguna absurda razón pero en posesión simultánea de una certeza definitiva, intercambiarían su nombre y otras palabras sin importancia, ella lo identificaría como el hombre sentado en una banca en algún lugar remoto en otro tiempo y en otra ciudad y que ahora se había acercado; él descartaría su anterior impresión sobre el inexistente acertijo y descubriría lo que en realidad se encontraba escondido en su mente perpetuando aquel aparente rostro en conflicto, la encontraría bella y enigmática un número infinito de veces en ésa y en todas las ciclovías, en ésa y en todas las ciudades decadentes, seguirían el camino hasta perderse entre conversaciones y cafés y departamentos y sábanas; y al final entendería (o creería entender), que nunca fue dueño de una segunda oportunidad, que la vida y los años se le han estado escapando una y otra vez, de forma cíclica o tal vez asintótica, sin admitir dobles realidades ni la engañosa posibilidad de universos paralelos.
Durante varios segundos se mantuvo casi inmóvil, procurando con enorme dificultad mantener su balance. La inclinación, que para los caminantes de la zona debía no suponer desafío alguno, le exigía realizar un considerable esfuerzo que le evitara caer de la bicicleta. “Un artista equilibrista…” recordó, mientras recorría despacio y cuesta arriba el último kilómetro de la ciclovía. Conforme avanzaba, comenzó a escuchar su propia respiración agitada, y sintió en ambas piernas la fatiga muscular que suele acompañar al trabajo físico extenuante. Finalmente distinguió el final del recorrido. Encontró ahí, a pocos metros de la ciclovía, una banca hecha de metales mal pintados de blanco sobre la que se desplomó exhausto.
La ciclovía empezaba a dibujarse, primero sinuosa y después recta, en algún lugar al norte. Después se dirigía en ascenso al oeste, hasta el sitio donde se encontraba la banca. Aquella era una zona poco transitada, quizás solitaria, desde donde se tenía una panorámica extensa de la ciudad. La ciclovía se hallaba apartada de la calle, de modo que era posible percibir un silencio por momentos penetrante y nostálgico. Desde la banca miró al horizonte del este, y ante él se perfiló la ciudad, salpicada infinitamente por las luces de los primeros faros de la noche. La ciudad le pareció tranquila y fría, y sin advertir con exactitud una razón la imaginó en una indescriptible decadencia.
Desde ahí, sentado en la banca de metales blancos, analizó con detalle a las personas que atravesaban de modo esporádico su campo de visión. Un hombre alto y en traje gris (de negocios, camino a casa tras un complicado y mal día en el trabajo), sobre la calle distante un automóvil color azul estacionado, y dos niñas en su asiento trasero (quienes discutían algún asunto que era banal e importante al mismo tiempo), un par de corredores de mediana edad (en evidente entrenamiento para el maratón que correrían en un unos cuantos días), una joven y bella mujer paseando a un pastor belga malinois (pensativa, resolviendo algún tipo de acertijo mental).
Así durante un rato, se dedicó a fabricar historias provisionales y acomodar escenas con los pequeños datos aislados que logró recabar de la gente observada en los linderos de la ciclovía. Supuso que, dada la improbable circunstancia de que intercambiase palabras con alguna de las personas analizadas, podría corroborar o refutar la impresión que había construido para sí y la sustituiría por otra más precisa y factible.
Minutos después de que la mujer joven y el perro cruzaran frente a él, y comenzaran a bajar por un sendero que acompañaba a la ciclovía, decidió que era momento de irse. Pensó en seguida que se volvería a encontrar metros abajo, por lo tanto, a la mujer y a su perro (y que la encontraría todavía resolviendo alguna especie de acertijo en su mente).
De pronto, mientras comenzaba a pedalear y se dirigía cuesta abajo sobre la ciclovía, se descubrió a sí mismo súbitamente atraído, de algún modo profundo e inexplicable, por aquella joven mujer. Anticipó que cuando la encontrara de nuevo camino abajo, disminuiría de manera deliberada su velocidad al pasar cerca de ella. Disminuiría su velocidad, no demasiado pero no muy poco, y escucharía otra vez su propia respiración agitada, una vez más sentiría en sus piernas la fatiga muscular de todo trabajo físico extenuante, y nervioso por alguna razón absurda evitaría mirarla y tan sólo cruzaría a su lado por aquella ciclovía solitaria, y sabía que tal vez ella interrumpiría sus pensamientos conflictivos para identificarlo como el hombre que estaba sentado en la banca de metales blancos algunos metros arriba, y que ahora pedaleaba cuesta abajo para perderse en algún lugar de aquella ciudad (aquella ciudad en una indescriptible decadencia), y no cruzarían palabra alguna, por lo que jamás sabría su nombre; él no corroboraría ni refutaría ninguna impresión fabricada antes, y se vería limitado a recordarla, tan solo a recordarla.
En un instante cruzó junto a ella. Creyó percibir que la mujer lo miraba, pero todo le pareció tan fugaz que en cuestión de segundos se encontró una vez más en soledad. Permitió que su bicicleta adquiriera suficiente velocidad, y se dedicó a sentir el viento frío impactando en su cara conforme descendía y la noche aparecía a un ritmo gradual. Se mantuvo pensando en la mujer, a pesar de sus esfuerzos insignificantes por evitarlo, y en cómo se alejaba de él (y no él de ella), en cómo se disipaba con el final del atardecer a sus espaldas, junto con la banca de metales blancos y aquel día ordinario en el que nada extraordinario había ocurrido.
Avanzó por kilómetros hasta encontrarse en una zona más transitada de la ciudad, donde se perdía la pendiente y donde el ruido producido por los motores de automóviles y los establecimientos ocuparon el espacio a su alrededor. Desde algún bar cercano escuchó música de otra época. Notó cómo la noche, ya bien definida, se vio teñida de un color taciturno y sepia por la vieja luz de las farolas.
Lo que vio entonces lo desconcertó y le provocó una imperante necesidad de frenar por completo. No muy lejos, frente a él, se encontraba la joven y bella mujer, paseando apacible a un pastor belga malinois. Caminaba por el mismo sendero por el que la había visto kilómetros atrás, ahora en dirección opuesta. Aún quieto sobre su bicicleta, notó cómo se acercaba con misteriosa cadencia; el entorno nocturno la hacía lucir más enigmática. Parecía que el complicado acertijo mental por fin había sido resuelto, pues no exhibía el mismo rostro pensativo de antes.
Aquella simetría desprovista de lógica fue todo lo que necesitó para deducir que debía acercarse a la mujer. Comprendió que avanzaría otra vez, se acercaría en la medida justa y la miraría directamente, nervioso por alguna absurda razón pero en posesión simultánea de una certeza definitiva, intercambiarían su nombre y otras palabras sin importancia, ella lo identificaría como el hombre sentado en una banca en algún lugar remoto en otro tiempo y en otra ciudad y que ahora se había acercado; él descartaría su anterior impresión sobre el inexistente acertijo y descubriría lo que en realidad se encontraba escondido en su mente perpetuando aquel aparente rostro en conflicto, la encontraría bella y enigmática un número infinito de veces en ésa y en todas las ciclovías, en ésa y en todas las ciudades decadentes, seguirían el camino hasta perderse entre conversaciones y cafés y departamentos y sábanas; y al final entendería (o creería entender), que nunca fue dueño de una segunda oportunidad, que la vida y los años se le han estado escapando una y otra vez, de forma cíclica o tal vez asintótica, sin admitir dobles realidades ni la engañosa posibilidad de universos paralelos.