CP XI Coleccionistas - MomoEnSilencio
Publicado: 17 Abr 2016 21:26
Coleccionistas
Él coleccionaba cubos. Ella, mariposas voladoras. Comenzaron separando creencias en ese sencillo acto de definir actividades que no necesitan ser llevadas a cabo por más de una persona.
Para ello, Clara comenzó fabricando, prácticamente de la nada, sobre el tejado de su casa, una enorme semiesfera hecha de cristales de diferentes colores y tamaños unidos por hilos de plata. Bruno, por el contrario, decidió hacer realidad sus mentales apetitos en el húmedo sótano al que, antes de todo, habría que dotar de un ambiente seco que no cubriera de moho su obra, una vez terminada.
Ambos, sin darse cuenta, hicieron caso a sus ilimitadas mentes, y ninguno notó que el horizonte de éstas no se vislumbraba cercano.
Uno de aquellos primeros días, tras haberse levantado bien temprano, haber desayunado tortitas, él con queso y finas hierbas, ella cubiertas de dulce de leche y nata azucarada, se pusieron manos a la obra.
Clara subíó las escaleras corriendo, movida por la energía que otorgan los sueños que se saben cumplidos antes de existir. Se dirigió a la habitación azul, donde había ordenado cuidadosamente, uno por uno, cada uno de los materiales y herramientas que iba a utilizar: por un lado, sobre una sábana blanca, multitud de cristales reciclados que habían pertenecido a diferentes lugares, como colegios e iglesias, todos derruidos tras el terremoto ocurrido hacía ya quince años, ordenados por tamaños. En el extremo opuesto de la habitación, sobre una mesa de madera de pino, bovinas de hilos plateados de diferente grosor y longitud, tenazas, alicates, varias reglas y metros de tela, hojas de papel, lápices de colores y bolígrafos de tinta negra.
Su idea era unir las diferentes piezas, redes tejidas de no más de un metro de diámetro, hasta formar una cúpula bajo la que albergar mariposas de diversas subespecies que se sintieran en un lugar seguro donde brillar y hacer piruetas en el aire.
Bruno, tras acabar deprisa su café, bajó al sótano para asegurarse de que todas las superficies permanecían secas tras dos días de prueba sin haber apagado el deshumidificador. No solo no había rastro de olor a moho sino que un nuevo aroma embriagaba la estancia, como salido de la nada. Misteriosamente, parecía que el lugar hubiera estado albergando miles de rosas y, tras habérselas llevado de allí, hubieran dejado su vida tras de sí, en aquel oscuro espacio cerrado.
Había elegido estanterías blancas, de varios tamaños, que le servirían para colocar de manera ordenada y por categorías, cada uno de los cubos: metálicos, de cerámica y vidrio, grises o coloridos, cubos rotos, grandes y pequeños, defectuosos y perfectos, y en la estantería de mayor tamaño, la que ocuparía toda la pared del fondo, sus cubos preferidos, aquellos que por varios motivos merecían ocupar el primer puesto en el concurso imaginario que tenía lugar en su mente: cubos tan perfectos que sorprenderían a científicos y arquitectos.
El pequeño edificio, testigo de tanta actividad, constaba de una planta a la que se accedía desde la calle, tras atravesar un pequeño huerto. Debajo de ésta se encontraba el sótano de Bruno. Sobre la planta principal se extendían la soleada terraza de Clara y un pequeño cuarto, utilizado para guardar sus materiales de construcción.
Tras la primera semana, Clara ya había entrelazado cristales y metal, logrando así dejar preparadas quince piezas que serían montadas y unidas el denominado “Día de la cúpula de las mariposas” en su cuaderno de notas que tantas ideas, poemas y sueños nocturnos albergaba, todo contenido entre un globo aerostático dibujado en la portada, y una contraportada adornada por notas musicales sin orden ni concierto.
En el cuaderno de Bruno, tras varias páginas repletas de esquemas, fórmulas y números, aparecía el plano final de su proyecto, cuyo orden perfecto le hacía sentirse casi orgulloso de su trabajo. Casi. Siempre casi. Nunca orgulloso por completo.
La víspera de aquel día tan importante para ambos, ni la mujer de ojos claros ni el hombre de cabellos rubios podían conciliar el sueño. Una mezcla de plantas relajantes cuidadosamente elegidas y recogidas en el huerto, preparadas en infusión, reposaban en una taza sostenida por las femeninas manos. En el cuarto de baño, una cascada de agua muy caliente llovía con insistencia sobre el cuerpo masculino, cuyos músculos iban relajándose, pero no lo suficiente.
No entendían por qué ninguna de estas soluciones había surtido el más mínimo efecto, pero Morfeo parecía haberse olvidado de pasar por su habitación para darles las buenas noches.
Espero que las mariposas se sientan a gusto. Creo que les gustará el lugar. Además, he elegido las flores y plantas adecuadas para ellas...
Seguro que sí. Creo que las estanterías encajarán en cada uno de los lugares que elegí para colocarlas...
Bueno, si no es así, siempre podrás cambiarlas de sitio
No es tan fácil, Clara. ¡Tienen que encajar al milímetro! Si he cometido algún fallo, tendré que comenzar desde el principio. Lo he repasado varias veces, pero aún así...
Si, seguro que lo hiciste bien. Lo tuyo son los cálculos, los números. Y si no, podrías calcularlo de nuevo. En cambio yo no puedo saber si ellas estarán cómodas allí arriba, tanto como para quedarse a vivir. Estoy tan nerviosa...
Esos bichos se adaptan a cualquier cosa. Hay miles de especies; a alguna le gustará el lugar, ¿no? No es tan difícil, Clara. En cambio, colocarlo todo en orden y comprobar que una vez hecho tienes que empezar de nuevo, es como haber estado perdiendo el tiempo.
Bueno, estamos hablando de seres vivos que pueden incluso morir si su hábitat no es el adecuado. No creo que sea lo mismo que recolocar estanterías y cubos
La muerte forma parte de la vida pero mi tiempo es oro ,y si tengo que hacerlo todo desde el principio, habría perdido días de mi cómputo total de existencia, ¿no crees?
Eso es bastante egoísta por tu parte – dijo Clara sentándose de un salto sobre el colchón.
¿Egoísta? Es terrible comprobar que has estado dedicando tiempo a algo improductivo – replicó Bruno al tiempo que se levantaba de la cama y la miraba con el poder de la verticalidad.
Ya empezamos... Nadie te pide que seas productivo. ¡La vida no está para ser productivo, ni para controlarlo todo! La vida es disfrutar y fluir, no vivir controlando resultados.- Clara, ya frente a él, al otro lado de la cama, movía los brazos al tiempo que hablaba en un tono algo más alto.
Como siempre, no me entiendes.
Tú tampoco me entiendes a mí.
En pijama de rayas y zapatillas, Bruno bajó las escaleras, pisando fuerte cada escalón. Al abrir la puerta del sótano, se vió sorprendido por ese nuevo aroma penetrante a flores. No sé de dónde ha podido salir, no lo entiendo, - rompía el silencio su voz, mientras cogía su cuaderno de apuntes, y lo abría por la última página – si aquí nunca hemos tenido rosas plantadas, ni puestas a secar, ni nada parecido.
Descalza sobre el frío suelo de la terraza, Clara admiraba la vasta red de estrellas, planetas y agujeros negros que conformaban el universo. Se preguntaba quién había podido crear algo con una perfección tal que cada elemento conociera su misión y su auténtica forma de existencia, de manera que las dudas no tuvieran cabida en su desarrollo.
Decidieron que, ya que sus mentes no creían necesario descansar, sus cuerpos aguantarían, e iniciaron, ella arriba y él abajo, sus respectivas obras aquella noche.
Se olvidaron el uno del otro. Se centraron en metales, cuadernos, cristales y fórmulas matemáticas.
Y un día, pasadas varias semanas, cuando tras varios intentos ella tuvo que asimilar que no podía colocar la última pieza de la esfera, la más alta, la que cerraría el semicírculo, porque caía una y otra vez, y él se dió por vencido al haber recalculado parámetros lógicos, sumas, restas y fórmulas aparentemente seguras, y haber presenciado que en cada colocación aparecía un nuevo error que impedía encajar cada una de las partes, ambos buscaron refugio en un paréntesis de café. Para él, una taza alta, de color naranja, café con leche, y una pizca de canela; para ella, vasito de cristal transparente, café solo.
La última pieza no encaja. No puedo cerrar la cúpula
He desmontado once veces las estanterías; no encajan.
Ambos se miraron, se sorprendieron. ¿Tanto tiempo había pasado? La barba de él, la melena aún más larga y despeinada de ella. Los dedos, manchados, agrietados. Ojeras de impaciencia y decepción. Todo aparecía en blanco y negro.
El sonido de una silla que se mueve ligeramente. Un pie descalzo que inicia un paso hacia delante. El roce de la tela, la calidez de unos dedos en la mejilla que, por arte de magia, transforman palidez en matices rosados. Manos antiguas entrelazadas renovando sensaciones.
Alrededor, el paisaje cambia. Ya no es una cocina con muebles de madera y desayunos atropellados. Dos almas que vuelven a ver se observan dentro de una esfera de cristal y destellos metálicos, soprendidos por pinceladas de colores que vuelan deprisa, por delante, por encima, cerca y lejos, que entran y salen de miles de cubos en una coreografía espontánea; cubos perfectos suspendidos en el aire, flotando, luminosos, atravesados por los coloridos insectos alados que juegan con ellos.
Fuera, las paredes se derrumban sin hacer ruido. Cada teja se desintegra antes de poder romperse contra el suelo; los ladrillos que sostenían el lugar, desaparecen elevándose hacia el cielo azul que comienza a vislumbrarse entre las grietas y los grandes agujeros de lo que era un techo liso y uniforme.
Labios que se dibujan mutuamente, ojos que se descubren permaneciendo cerrados.
Él coleccionaba cubos. Ella, mariposas voladoras. Comenzaron separando creencias en ese sencillo acto de definir actividades que no necesitan ser llevadas a cabo por más de una persona.
Para ello, Clara comenzó fabricando, prácticamente de la nada, sobre el tejado de su casa, una enorme semiesfera hecha de cristales de diferentes colores y tamaños unidos por hilos de plata. Bruno, por el contrario, decidió hacer realidad sus mentales apetitos en el húmedo sótano al que, antes de todo, habría que dotar de un ambiente seco que no cubriera de moho su obra, una vez terminada.
Ambos, sin darse cuenta, hicieron caso a sus ilimitadas mentes, y ninguno notó que el horizonte de éstas no se vislumbraba cercano.
Uno de aquellos primeros días, tras haberse levantado bien temprano, haber desayunado tortitas, él con queso y finas hierbas, ella cubiertas de dulce de leche y nata azucarada, se pusieron manos a la obra.
Clara subíó las escaleras corriendo, movida por la energía que otorgan los sueños que se saben cumplidos antes de existir. Se dirigió a la habitación azul, donde había ordenado cuidadosamente, uno por uno, cada uno de los materiales y herramientas que iba a utilizar: por un lado, sobre una sábana blanca, multitud de cristales reciclados que habían pertenecido a diferentes lugares, como colegios e iglesias, todos derruidos tras el terremoto ocurrido hacía ya quince años, ordenados por tamaños. En el extremo opuesto de la habitación, sobre una mesa de madera de pino, bovinas de hilos plateados de diferente grosor y longitud, tenazas, alicates, varias reglas y metros de tela, hojas de papel, lápices de colores y bolígrafos de tinta negra.
Su idea era unir las diferentes piezas, redes tejidas de no más de un metro de diámetro, hasta formar una cúpula bajo la que albergar mariposas de diversas subespecies que se sintieran en un lugar seguro donde brillar y hacer piruetas en el aire.
Bruno, tras acabar deprisa su café, bajó al sótano para asegurarse de que todas las superficies permanecían secas tras dos días de prueba sin haber apagado el deshumidificador. No solo no había rastro de olor a moho sino que un nuevo aroma embriagaba la estancia, como salido de la nada. Misteriosamente, parecía que el lugar hubiera estado albergando miles de rosas y, tras habérselas llevado de allí, hubieran dejado su vida tras de sí, en aquel oscuro espacio cerrado.
Había elegido estanterías blancas, de varios tamaños, que le servirían para colocar de manera ordenada y por categorías, cada uno de los cubos: metálicos, de cerámica y vidrio, grises o coloridos, cubos rotos, grandes y pequeños, defectuosos y perfectos, y en la estantería de mayor tamaño, la que ocuparía toda la pared del fondo, sus cubos preferidos, aquellos que por varios motivos merecían ocupar el primer puesto en el concurso imaginario que tenía lugar en su mente: cubos tan perfectos que sorprenderían a científicos y arquitectos.
El pequeño edificio, testigo de tanta actividad, constaba de una planta a la que se accedía desde la calle, tras atravesar un pequeño huerto. Debajo de ésta se encontraba el sótano de Bruno. Sobre la planta principal se extendían la soleada terraza de Clara y un pequeño cuarto, utilizado para guardar sus materiales de construcción.
Tras la primera semana, Clara ya había entrelazado cristales y metal, logrando así dejar preparadas quince piezas que serían montadas y unidas el denominado “Día de la cúpula de las mariposas” en su cuaderno de notas que tantas ideas, poemas y sueños nocturnos albergaba, todo contenido entre un globo aerostático dibujado en la portada, y una contraportada adornada por notas musicales sin orden ni concierto.
En el cuaderno de Bruno, tras varias páginas repletas de esquemas, fórmulas y números, aparecía el plano final de su proyecto, cuyo orden perfecto le hacía sentirse casi orgulloso de su trabajo. Casi. Siempre casi. Nunca orgulloso por completo.
La víspera de aquel día tan importante para ambos, ni la mujer de ojos claros ni el hombre de cabellos rubios podían conciliar el sueño. Una mezcla de plantas relajantes cuidadosamente elegidas y recogidas en el huerto, preparadas en infusión, reposaban en una taza sostenida por las femeninas manos. En el cuarto de baño, una cascada de agua muy caliente llovía con insistencia sobre el cuerpo masculino, cuyos músculos iban relajándose, pero no lo suficiente.
No entendían por qué ninguna de estas soluciones había surtido el más mínimo efecto, pero Morfeo parecía haberse olvidado de pasar por su habitación para darles las buenas noches.
Espero que las mariposas se sientan a gusto. Creo que les gustará el lugar. Además, he elegido las flores y plantas adecuadas para ellas...
Seguro que sí. Creo que las estanterías encajarán en cada uno de los lugares que elegí para colocarlas...
Bueno, si no es así, siempre podrás cambiarlas de sitio
No es tan fácil, Clara. ¡Tienen que encajar al milímetro! Si he cometido algún fallo, tendré que comenzar desde el principio. Lo he repasado varias veces, pero aún así...
Si, seguro que lo hiciste bien. Lo tuyo son los cálculos, los números. Y si no, podrías calcularlo de nuevo. En cambio yo no puedo saber si ellas estarán cómodas allí arriba, tanto como para quedarse a vivir. Estoy tan nerviosa...
Esos bichos se adaptan a cualquier cosa. Hay miles de especies; a alguna le gustará el lugar, ¿no? No es tan difícil, Clara. En cambio, colocarlo todo en orden y comprobar que una vez hecho tienes que empezar de nuevo, es como haber estado perdiendo el tiempo.
Bueno, estamos hablando de seres vivos que pueden incluso morir si su hábitat no es el adecuado. No creo que sea lo mismo que recolocar estanterías y cubos
La muerte forma parte de la vida pero mi tiempo es oro ,y si tengo que hacerlo todo desde el principio, habría perdido días de mi cómputo total de existencia, ¿no crees?
Eso es bastante egoísta por tu parte – dijo Clara sentándose de un salto sobre el colchón.
¿Egoísta? Es terrible comprobar que has estado dedicando tiempo a algo improductivo – replicó Bruno al tiempo que se levantaba de la cama y la miraba con el poder de la verticalidad.
Ya empezamos... Nadie te pide que seas productivo. ¡La vida no está para ser productivo, ni para controlarlo todo! La vida es disfrutar y fluir, no vivir controlando resultados.- Clara, ya frente a él, al otro lado de la cama, movía los brazos al tiempo que hablaba en un tono algo más alto.
Como siempre, no me entiendes.
Tú tampoco me entiendes a mí.
En pijama de rayas y zapatillas, Bruno bajó las escaleras, pisando fuerte cada escalón. Al abrir la puerta del sótano, se vió sorprendido por ese nuevo aroma penetrante a flores. No sé de dónde ha podido salir, no lo entiendo, - rompía el silencio su voz, mientras cogía su cuaderno de apuntes, y lo abría por la última página – si aquí nunca hemos tenido rosas plantadas, ni puestas a secar, ni nada parecido.
Descalza sobre el frío suelo de la terraza, Clara admiraba la vasta red de estrellas, planetas y agujeros negros que conformaban el universo. Se preguntaba quién había podido crear algo con una perfección tal que cada elemento conociera su misión y su auténtica forma de existencia, de manera que las dudas no tuvieran cabida en su desarrollo.
Decidieron que, ya que sus mentes no creían necesario descansar, sus cuerpos aguantarían, e iniciaron, ella arriba y él abajo, sus respectivas obras aquella noche.
Se olvidaron el uno del otro. Se centraron en metales, cuadernos, cristales y fórmulas matemáticas.
Y un día, pasadas varias semanas, cuando tras varios intentos ella tuvo que asimilar que no podía colocar la última pieza de la esfera, la más alta, la que cerraría el semicírculo, porque caía una y otra vez, y él se dió por vencido al haber recalculado parámetros lógicos, sumas, restas y fórmulas aparentemente seguras, y haber presenciado que en cada colocación aparecía un nuevo error que impedía encajar cada una de las partes, ambos buscaron refugio en un paréntesis de café. Para él, una taza alta, de color naranja, café con leche, y una pizca de canela; para ella, vasito de cristal transparente, café solo.
La última pieza no encaja. No puedo cerrar la cúpula
He desmontado once veces las estanterías; no encajan.
Ambos se miraron, se sorprendieron. ¿Tanto tiempo había pasado? La barba de él, la melena aún más larga y despeinada de ella. Los dedos, manchados, agrietados. Ojeras de impaciencia y decepción. Todo aparecía en blanco y negro.
El sonido de una silla que se mueve ligeramente. Un pie descalzo que inicia un paso hacia delante. El roce de la tela, la calidez de unos dedos en la mejilla que, por arte de magia, transforman palidez en matices rosados. Manos antiguas entrelazadas renovando sensaciones.
Alrededor, el paisaje cambia. Ya no es una cocina con muebles de madera y desayunos atropellados. Dos almas que vuelven a ver se observan dentro de una esfera de cristal y destellos metálicos, soprendidos por pinceladas de colores que vuelan deprisa, por delante, por encima, cerca y lejos, que entran y salen de miles de cubos en una coreografía espontánea; cubos perfectos suspendidos en el aire, flotando, luminosos, atravesados por los coloridos insectos alados que juegan con ellos.
Fuera, las paredes se derrumban sin hacer ruido. Cada teja se desintegra antes de poder romperse contra el suelo; los ladrillos que sostenían el lugar, desaparecen elevándose hacia el cielo azul que comienza a vislumbrarse entre las grietas y los grandes agujeros de lo que era un techo liso y uniforme.
Labios que se dibujan mutuamente, ojos que se descubren permaneciendo cerrados.