CP XI La mujer del pelo rojo - Mariomc
Publicado: 17 Abr 2016 22:37
La mujer del pelo rojo
Las puertas de autobús se cerraron con su sonido neumático y poco a poco el vehículo fue cogiendo velocidad por la céntrica avenida. Un primer semáforo le hizo detenerse y Juan levantó la vista del móvil para mirar por la ventanilla. Decenas de personas iban de acá para allá como partículas en un fluido pero eso le daba igual. Suspiró y volvió a centrarse en el móvil.
El semáforo se puso en verde y con un sonido algo bronco el autobús reanudó su marcha. Juan pasaba fotos sin prestar demasiada atención ni a las fotos ni a la persona sentada a su lado que trataba de sacar algo de su mochila y le estaba dando con el codo.
—Disculpe —dijo cuando por fin pareció encontrar lo que buscaba pero Juan no abrió la boca. Una simple mueca fue bastante para hacer saber a aquella persona que no tenía importancia.
—Es que nunca sé donde dejo las llaves —continuó— y me estaba volviendo loco.
Juan le miró y asintió como muestra de buenos modales pero lo último que quería era hablar con un desconocido de cosas sin trascendencia. Sus ojos tristes buscaron de nuevo la ventana con rapidez zanjando la posibilidad de que surgiera una conversación banal.
—Vaya día más bueno —insistió aquel hombre pero Juan siguió mirando por la ventana sin hacer ningún caso.
El sol del inicio de la primavera calentaba levemente su rostro y la sensación le pareció agradable. Cerró los ojos y se dejó llevar. No quería oír a aquel pesado que se había sentado a su lado.
El autobús se detuvo lentamente. Otro semáforo. Juan abrió los ojos y, como un rayo, en una imagen fugaz, la vio otra vez. La muchacha se perdía con paso veloz entre la multitud de la acera y subía la calle con prisa. Era ella, sin duda. Juan sólo pudo ver su característico pelo rojizo y rizado ondear a lo lejos, pero esa forma de andar era tan peculiar que no tuvo dudas.
—Es ella —susurró para sí nervioso.
—¿Qué dice amigo?
—No soy tu amigo, déjame salir —exigió Juan con cierta brusquedad.
—Tranquilo amigo.
—Que no soy tu amigo pesado.
Todos los pasajeros les miraban. Los más mayores con gestos de desaprobación y los más jóvenes con una sonrisa en los labios.
—Vaya modales —dijo el hombre levantándose y dejando salir a Juan que sin ningún miramiento casi lo arrolla—. ¡Ten cuidado!
Juan le lanzó una mirada de odio profundo. Sus ojos tristes y cansados se volvieron por un segundo amenazadores y temibles. El hombre dio un pequeño paso atrás a pesar de que era mucho más alto y fuerte que Juan.
—¡Abra las puertas! —gritó Juan al conductor mientras las aporreaba con el puño como si esa fuera la forma de abrirlas sin accionar le mecanismo.
—Espere a la próxima parada —respondió de forma mecánica el conductor.
—¿Es que no lo entiende? ¡Voy a perderla! ¡Abra las malditas puertas!
—Siéntese y deje de molestar, haga el favor —dijo el conductor algo más serio mientras arrancaba de nuevo.
Juan trato de acercarse a la zona delantera del autobús. La gente se apartaba no sin antes mostrar desagrado a su comportamiento.
—Se lo suplico, necesito bajar —rogó Juan una vez llegó a la altura del conductor que le miró, perdiendo un segundo la vista de la calle, y negó con indiferencia.
Juan dio un puñetazo al lugar donde la gente deja las monedas para pagar el billete, que es a la vez la portezuela que separa al conductor de los viajeros y esta, con un chasquido metálico, se abrió golpeándole las piernas. El conductor, como si con él no fuera la cosa, alargó el brazo y la volvió a cerrar mientras con la otra mano giraba levemente el volante tomando una curva. Juan, fruto de la inercia, dio un traspiés y desde el fondo del autobús se oyó una pequeña carcajada.
Juan bufó mientras tiraba de su cuerpo agarrando una barra amarilla que iba desde el suelo al techo.
—¿Qué más le da a usted? —insistió Juan que ya no veía a la muchacha por más que la buscaba a través de las enormes ventanas del autobús.
—Ahí delante está la parada y es donde pienso parar.
—Por favor… —suplicó Juan.
El conductor le indicó que se fuera hacia la puerta trasera con un gesto. Juan comprobó como todos los pasajeros le miraban y apretando los dientes para tragarse su propia vergüenza caminó en silencio hacia la puerta de atrás, en la que ya había varias personas esperando para bajar.
El autobús se detuvo y a Juan le pareció que las puertas se abrían más lentas que nunca. Empezó a empujar a las personas que estaban delante de él. Quería salir cuanto antes. Quería encontrarla. En su mente sólo se dibujaba ese pelo rojo y esa forma de andar. Era ella, sin duda.
—Ya está bien de hacer el imbécil —dijo un señor de bigote mientras empujaba a Juan hacia atrás.
Juan le cogió del brazo y tiró de él. El señor, algo mayor ya, se desequilibró dejando un hueco que Juan aprovechó para salir del autobús.
Empezó a correr calle abajo mientras oía como la gente del autobús le insultaba. Trató de orientarse mientras corría esquivando gente. La muchacha no podía andar muy lejos. Los viandantes le miraban un tanto extrañados pero con la indiferencia de aquellos que bastante tienen con sus vidas como para preocuparse por la de los demás.
A pesar de que Juan no era muy alto el desnivel de la calle le permitía ver a la gente mientras bajaba corriendo. Buscaba con ahínco esos rizos rojizos ondear al viento pero no los veía.
«¿Quizás haya ido por otra calle», pensó Juan y se detuvo.
De repente se percató de lo cansado que estaba y de que le costaba hasta respirar. Miró en todas direcciones tratando de recuperar el resuello y analizando todos los posibles caminos que la muchacha podría haber tomado desde el punto en el que la vio y según el sentido y dirección de su peculiar caminar.
La mente de Juan trataba de analizar todo a la mayor velocidad posible. Cuando una posibilidad le llevaba a un punto muerto se giraba en busca de otra ruta, de una alternativa. A medida que recuperaba el aliento se sentía más nervioso.
—La he perdido… —repetía lamentándose una y otra vez.
Empezó a caminar sin tener muy claro hacia dónde. Notaba como el corazón le palpitaba en el pecho. En sus oídos retumbaba cada latido y no le dejaba pensar con claridad.
—¿Se encuentra bien, joven?
Juan se sobresaltó al ver como una anciana se acercaba a él.
—Sí, sí, señora…
—No lo parece.
—No se preocupe, señora. Estoy bien —contestó de la forma más amable que pudo a la entrañable octogenaria.
La mujer siguió su camino. Juan la miró un instante, le recordó a alguien y su mente voló en busca de ese recuerdo. Y entonces, al fondo de la calle vio de nuevo el pelo rojizo salir de una tienda.
Juan abrió los ojos sorprendido y un torrente de ilusión y felicidad inundó las venas. Era ella. De nuevo. No había lugar a dudas.
—¡Espera! —gritó mientras echaba a correr para alcanzar a la muchacha.
La anciana se giró y vio como Juan corría hacia ella. Esperó pero cuando el muchacho estuvo a su altura este siguió corriendo calle abajo. La mujer hizo un pequeño mohín y continuó su lento caminar balbuceando alguna antigua letanía.
Juan corría y gritaba a la vez pero la muchacha no se daba por aludida. Seguía andando, ahora en sentido contrario a cuando Juan la descubrió desde el autobús.
—¡Soy yo! —gritó Juan repitiendo una y otra vez esa frase tan manida y tan carente de sentido porque uno sólo puede ser yo—. ¡Espera!
Juan iba cada vez más rápido pero tenía la sensación de que la distancia entre los dos no disminuía sino que aumentaba. Por más que trataba de llamar su atención la muchacha seguía caminando ensimismada, como si el mundo le fuera ajeno.
Juan aceleró y ahora sí la tenía al alcance de su mano. Jadeando por el esfuerzo la cogió del brazo para llamar su atención.
—Espera, soy yo —dijo Juan mientras la muchacha se giraba.
La mirada de desconcierto de la muchacha sorprendió a Juan y en su mente el pelo rojizo y rizado se tornó en un tono más vulgar, de un cobrizo sin ningún detalle y con menos rizos.
La muchacha se soltó bruscamente de la mano de Juan, que aún la tenía cogida por el brazo y dio un paso para a atrás. El desconcierto se transformó en pánico.
La muchacha ya no andaba como ella. Ya no tenía ese color de pelo característico, incluso era mucho más alta y su cuerpo nada tenía que ver.
—No puede ser —farfulló Juan.
La muchacha se iba alejando bajo la mirada pasiva de los viandantes.
—Soy yo, Juan… y tú eres mi…
La muchacha negó titubeante. No conocía de nada a aquel muchacho que la estaba acosando. Y nadie hacía nada. Juan se acercó.
—¡Socorro! -gritó la muchacha asustada.
Y Juan de repente recordó. El pelo rojo y rizado a su lado, el coche boca abajo y la sangre goteando ya inerte de la cabeza de su amada. Las lágrimas brotaron y la realidad que trataba de borrar de su mente volvía a florecer con sus espinas una vez más.
La muchacha echó a correr y Juan la observó mientras lloraba de nuevo la perdida de ella, la única. Mientras volvía a sentir ese dolor intenso en lo más hondo de su alma, ese dolor que trataba de evitar olvidando. Que trataba de evitar buscando a aquella que ya nunca jamás volvería a encontrar.
Las puertas de autobús se cerraron con su sonido neumático y poco a poco el vehículo fue cogiendo velocidad por la céntrica avenida. Un primer semáforo le hizo detenerse y Juan levantó la vista del móvil para mirar por la ventanilla. Decenas de personas iban de acá para allá como partículas en un fluido pero eso le daba igual. Suspiró y volvió a centrarse en el móvil.
El semáforo se puso en verde y con un sonido algo bronco el autobús reanudó su marcha. Juan pasaba fotos sin prestar demasiada atención ni a las fotos ni a la persona sentada a su lado que trataba de sacar algo de su mochila y le estaba dando con el codo.
—Disculpe —dijo cuando por fin pareció encontrar lo que buscaba pero Juan no abrió la boca. Una simple mueca fue bastante para hacer saber a aquella persona que no tenía importancia.
—Es que nunca sé donde dejo las llaves —continuó— y me estaba volviendo loco.
Juan le miró y asintió como muestra de buenos modales pero lo último que quería era hablar con un desconocido de cosas sin trascendencia. Sus ojos tristes buscaron de nuevo la ventana con rapidez zanjando la posibilidad de que surgiera una conversación banal.
—Vaya día más bueno —insistió aquel hombre pero Juan siguió mirando por la ventana sin hacer ningún caso.
El sol del inicio de la primavera calentaba levemente su rostro y la sensación le pareció agradable. Cerró los ojos y se dejó llevar. No quería oír a aquel pesado que se había sentado a su lado.
El autobús se detuvo lentamente. Otro semáforo. Juan abrió los ojos y, como un rayo, en una imagen fugaz, la vio otra vez. La muchacha se perdía con paso veloz entre la multitud de la acera y subía la calle con prisa. Era ella, sin duda. Juan sólo pudo ver su característico pelo rojizo y rizado ondear a lo lejos, pero esa forma de andar era tan peculiar que no tuvo dudas.
—Es ella —susurró para sí nervioso.
—¿Qué dice amigo?
—No soy tu amigo, déjame salir —exigió Juan con cierta brusquedad.
—Tranquilo amigo.
—Que no soy tu amigo pesado.
Todos los pasajeros les miraban. Los más mayores con gestos de desaprobación y los más jóvenes con una sonrisa en los labios.
—Vaya modales —dijo el hombre levantándose y dejando salir a Juan que sin ningún miramiento casi lo arrolla—. ¡Ten cuidado!
Juan le lanzó una mirada de odio profundo. Sus ojos tristes y cansados se volvieron por un segundo amenazadores y temibles. El hombre dio un pequeño paso atrás a pesar de que era mucho más alto y fuerte que Juan.
—¡Abra las puertas! —gritó Juan al conductor mientras las aporreaba con el puño como si esa fuera la forma de abrirlas sin accionar le mecanismo.
—Espere a la próxima parada —respondió de forma mecánica el conductor.
—¿Es que no lo entiende? ¡Voy a perderla! ¡Abra las malditas puertas!
—Siéntese y deje de molestar, haga el favor —dijo el conductor algo más serio mientras arrancaba de nuevo.
Juan trato de acercarse a la zona delantera del autobús. La gente se apartaba no sin antes mostrar desagrado a su comportamiento.
—Se lo suplico, necesito bajar —rogó Juan una vez llegó a la altura del conductor que le miró, perdiendo un segundo la vista de la calle, y negó con indiferencia.
Juan dio un puñetazo al lugar donde la gente deja las monedas para pagar el billete, que es a la vez la portezuela que separa al conductor de los viajeros y esta, con un chasquido metálico, se abrió golpeándole las piernas. El conductor, como si con él no fuera la cosa, alargó el brazo y la volvió a cerrar mientras con la otra mano giraba levemente el volante tomando una curva. Juan, fruto de la inercia, dio un traspiés y desde el fondo del autobús se oyó una pequeña carcajada.
Juan bufó mientras tiraba de su cuerpo agarrando una barra amarilla que iba desde el suelo al techo.
—¿Qué más le da a usted? —insistió Juan que ya no veía a la muchacha por más que la buscaba a través de las enormes ventanas del autobús.
—Ahí delante está la parada y es donde pienso parar.
—Por favor… —suplicó Juan.
El conductor le indicó que se fuera hacia la puerta trasera con un gesto. Juan comprobó como todos los pasajeros le miraban y apretando los dientes para tragarse su propia vergüenza caminó en silencio hacia la puerta de atrás, en la que ya había varias personas esperando para bajar.
El autobús se detuvo y a Juan le pareció que las puertas se abrían más lentas que nunca. Empezó a empujar a las personas que estaban delante de él. Quería salir cuanto antes. Quería encontrarla. En su mente sólo se dibujaba ese pelo rojo y esa forma de andar. Era ella, sin duda.
—Ya está bien de hacer el imbécil —dijo un señor de bigote mientras empujaba a Juan hacia atrás.
Juan le cogió del brazo y tiró de él. El señor, algo mayor ya, se desequilibró dejando un hueco que Juan aprovechó para salir del autobús.
Empezó a correr calle abajo mientras oía como la gente del autobús le insultaba. Trató de orientarse mientras corría esquivando gente. La muchacha no podía andar muy lejos. Los viandantes le miraban un tanto extrañados pero con la indiferencia de aquellos que bastante tienen con sus vidas como para preocuparse por la de los demás.
A pesar de que Juan no era muy alto el desnivel de la calle le permitía ver a la gente mientras bajaba corriendo. Buscaba con ahínco esos rizos rojizos ondear al viento pero no los veía.
«¿Quizás haya ido por otra calle», pensó Juan y se detuvo.
De repente se percató de lo cansado que estaba y de que le costaba hasta respirar. Miró en todas direcciones tratando de recuperar el resuello y analizando todos los posibles caminos que la muchacha podría haber tomado desde el punto en el que la vio y según el sentido y dirección de su peculiar caminar.
La mente de Juan trataba de analizar todo a la mayor velocidad posible. Cuando una posibilidad le llevaba a un punto muerto se giraba en busca de otra ruta, de una alternativa. A medida que recuperaba el aliento se sentía más nervioso.
—La he perdido… —repetía lamentándose una y otra vez.
Empezó a caminar sin tener muy claro hacia dónde. Notaba como el corazón le palpitaba en el pecho. En sus oídos retumbaba cada latido y no le dejaba pensar con claridad.
—¿Se encuentra bien, joven?
Juan se sobresaltó al ver como una anciana se acercaba a él.
—Sí, sí, señora…
—No lo parece.
—No se preocupe, señora. Estoy bien —contestó de la forma más amable que pudo a la entrañable octogenaria.
La mujer siguió su camino. Juan la miró un instante, le recordó a alguien y su mente voló en busca de ese recuerdo. Y entonces, al fondo de la calle vio de nuevo el pelo rojizo salir de una tienda.
Juan abrió los ojos sorprendido y un torrente de ilusión y felicidad inundó las venas. Era ella. De nuevo. No había lugar a dudas.
—¡Espera! —gritó mientras echaba a correr para alcanzar a la muchacha.
La anciana se giró y vio como Juan corría hacia ella. Esperó pero cuando el muchacho estuvo a su altura este siguió corriendo calle abajo. La mujer hizo un pequeño mohín y continuó su lento caminar balbuceando alguna antigua letanía.
Juan corría y gritaba a la vez pero la muchacha no se daba por aludida. Seguía andando, ahora en sentido contrario a cuando Juan la descubrió desde el autobús.
—¡Soy yo! —gritó Juan repitiendo una y otra vez esa frase tan manida y tan carente de sentido porque uno sólo puede ser yo—. ¡Espera!
Juan iba cada vez más rápido pero tenía la sensación de que la distancia entre los dos no disminuía sino que aumentaba. Por más que trataba de llamar su atención la muchacha seguía caminando ensimismada, como si el mundo le fuera ajeno.
Juan aceleró y ahora sí la tenía al alcance de su mano. Jadeando por el esfuerzo la cogió del brazo para llamar su atención.
—Espera, soy yo —dijo Juan mientras la muchacha se giraba.
La mirada de desconcierto de la muchacha sorprendió a Juan y en su mente el pelo rojizo y rizado se tornó en un tono más vulgar, de un cobrizo sin ningún detalle y con menos rizos.
La muchacha se soltó bruscamente de la mano de Juan, que aún la tenía cogida por el brazo y dio un paso para a atrás. El desconcierto se transformó en pánico.
La muchacha ya no andaba como ella. Ya no tenía ese color de pelo característico, incluso era mucho más alta y su cuerpo nada tenía que ver.
—No puede ser —farfulló Juan.
La muchacha se iba alejando bajo la mirada pasiva de los viandantes.
—Soy yo, Juan… y tú eres mi…
La muchacha negó titubeante. No conocía de nada a aquel muchacho que la estaba acosando. Y nadie hacía nada. Juan se acercó.
—¡Socorro! -gritó la muchacha asustada.
Y Juan de repente recordó. El pelo rojo y rizado a su lado, el coche boca abajo y la sangre goteando ya inerte de la cabeza de su amada. Las lágrimas brotaron y la realidad que trataba de borrar de su mente volvía a florecer con sus espinas una vez más.
La muchacha echó a correr y Juan la observó mientras lloraba de nuevo la perdida de ella, la única. Mientras volvía a sentir ese dolor intenso en lo más hondo de su alma, ese dolor que trataba de evitar olvidando. Que trataba de evitar buscando a aquella que ya nunca jamás volvería a encontrar.