CF 2 - Cuento de hadas tradicional - Verditia
Publicado: 16 Oct 2016 15:32
Cuento de hadas tradicional
Siguiendo el curso del riachuelo, que serpenteaba montaña arriba, Gonzalo y Enrique llegaron a sus fuentes de aguas cristalinas.
Aunque era un hermoso lugar –un ruidoso manantial de agua fresca que surgía de un pequeño risco como un grito de rebeldía para convertirse, una vez calmada, en un estanque horadado en la roca blanca que engalanaba el pequeño valle de tréboles- sólo los pastores de cabras y algunos osados cazadores se acercaban hasta aquella cumbre por lo dificultoso de su ascenso.
―¿Es aquí?
El resuello entrecortado de Enrique era casi inaudible por el potente caudal de agua.
―Aquí es ―confirmó Gonzalo.
El estallido de alegría de su amigo pareció aliviarle las penurias del viaje. Como si hubiese recuperado todas las fuerzas gastadas por la caminata, Enrique se fue corriendo hacia la fuente y bebió –más bien se empapó- de sus aguas frías.
Cuánto tiempo sin volver allí, pensó Gonzalo, rememorando sus años de pastorcillo. Ahora que era aprendiz de ebanista, un joven con maña de prometedor futuro, recordaba aquellos días de libertad con su rebaño de cabras como compañía y su flauta como único objeto que le recordaba que no pertenecía a la salvaje naturaleza de los bosques.
Cada roca estaba en su sitio. Cada árbol, cada familia de arbustos, cada trino de pájaro era igual que entonces. Todo igual, menos un enorme círculo de hierba chamuscada en el prado. Rozó con la yema de sus dedos una brizna negra, que se deshizo por el sutil contacto. Sin duda, algún cazador se había pasado con la fogata. Sin embargo, la vida surgía de aquellos restos de hoguera. Un perfecto círculo de setas rojas, como una corona gigante, delimitaba la verde hierba de la ceniza negra.
A su espalda, los gritos y risas de su amigo tras un chapuzón acallaron las chicharras.
―¡Esta agua reanima a un muerto!
El sol iba retirándose en su merecido descanso mientras los dos jóvenes disfrutaban del entorno. Un refrescante baño en aquel caluroso atardecer estival era un regalo para los sentidos.
Compartieron la bota de vino y repartieron el pan y el queso a la espera del anochecer.
―Desde aquí se verán perfectamente las lágrimas de San Lorenzo…
―Pero yo no quiero ver estrellas, Gonzalo ―la risilla pícara de su compañero de aventuras se fundió con el canto de los grillos― yo vengo a buscar esposa.
Gonzalo resopló molesto. ¿Por qué había accedido a tan tamaña tontería? Porque… ¿quién era más loco, aquél que busca hadas o aquél que accede a acompañar al loco a buscar hadas?
―¿Te das cuenta de que mi hermano Claudio podría haber mentido? ¿O que hubiese robado una pelleja de vino de la bodega y le hubiese sentado mal la siesta?
Enrique abrió su zurrón y sacó su red de pescar. La extendió y se acostó encima, a modo de jergón.
―¿Claudio le mentiría al padre Alfonso? Yo creo que no. Y la mitad de Villarcón tampoco lo cree.
En eso tenía razón. Claudio, al que Dios había otorgado el don de la inocencia perpetua, como llamaba su madre al hecho de que su hermano pequeño fuese bobo, jamás hubiese elaborado una mentira tan compleja.
Y también estaba el oro, claro. Aquellas pepitas de oro que llevaba en su puñito cerrado y que no quiso enseñarlas hasta que entró en casa, tal y como la Virgen le había ordenado.
“Una hermosa mujer de ojos como lagos y corona de plata. Su vestido resplandecía al igual que un espejo y me habló directamente al corazón. Me dijo que no temiera nada, que se quedaría con una de las cabras y, a cambio, me dio un puñado de centeno. “No lo abras hasta llegar a casa”, me dijo, “y a cambio por tu generosidad, si eres paciente, estos cereales te harán rico””.
Nadie hubiese creído al ingenuo de Claudio si no fuese por aquel oro, y el padre Alfonso tardó poco en hacer creer a todos sus feligreses que la mismísima Virgen había bendecido a su hermano menor. ¡Y cuántos colmaron de regalos al pequeño con la esperanza que les dijera la ubicación de su encontró! Pero el pequeño, ni mu.
Sólo él, defensor de su hermano ante los niños desalmados, paciente con sus balbuceos ininteligibles, amigo de juegos sencillos, había sido capaz de sonsacarle el lugar de la aparición. Pero maldito el momento en que lo compartió con Enrique.
“No quiero oro, ni quiero bendición alguna de la Virgen”, la euforia de su amigo era contagiosa como una mala enfermedad, “porque lo que vio tu hermano sólo puede ser un hada. ¡Un hada, Gonzalo!”. Recordaba el brillo picaresco de sus ojos por la posibilidad de una aventura inigualable. “Una bella y espectacular esposa para un futuro notario como yo”.
La noche era clara; el destello de la luna proyectaba sombras danzarinas por el rabillo de los ojos y, aunque conocía bien aquel lugar, se sobresaltó. No tenía ningún deseo de encontrarse con hadas, duendes o elfos, por mucho oro que ofreciesen o por muy hermosas que fuesen sus mujeres. Aquellos encuentros, si realmente fuesen ciertos, tenían un final trágico e inesperado.
―¿Tendrá el cabello del color del trigo, o será tan negro como una noche de invierno?
El susurro cálido de su amigo temblaba de emoción y Gonzalo le dio un codazo para que se apartara de su lado. Hacía demasiado calor aquella noche de agosto para acurrucarse como cachorros de gato.
―Cállate y déjame disfrutar de las estrellas ―refunfuñó Gonzalo.
Las lágrimas de San Lorenzo caían como una cascada de luz en la inmensa oscuridad. Algunas eran apenas suspiros, otras descendían veloces pintando de plata el techo del mundo, e incluso esa que en aquellos instantes se movía, parecía tener prisa en llegar a posarse en la tierra sólida.
Gonzalo dio un salto. El instinto de que aquello no era normal se había adueñado de su voluntad humana. No, aquella estrella se hacía más grande y más luminosa y más lenta y más rebelde. Porque aquella estrella se estaba acercando al prado donde ellos se encontraban.
Acurrucados tras unas rocas, los dos jóvenes observaron –maravillado uno, aterrado el otro- que aquella burbuja reluciente se posaba con suavidad junto al estanque. El olor de hierba quemada apenas duró un instante, el que tardó aquella esfera en abrirse como un huevo mágico y dejar que su contenido se desparramase por aquellos lares.
Gonzalo tuvo que apartar la mirada por miedo a que los ojos se le quemasen, tanta luz brotó de aquella estrella errante. A través de los dedos se atrevió a mirar, pues el miedo y la curiosidad luchaban con la misma intensidad en su alma. Casi etéreas, dos pequeñas y gráciles criaturas fueron dibujándose a trasluz; sombras relucientes de una noche de verano, espejismos producidos por la juventud, ensoñaciones de dos locos… todo eso eran aquellas dos imágenes que poco a poco se volvían más nítidas.
―¿Son dos niños? ―Murmuró Gonzalo sin poder apartar la vista de aquel espectáculo.
―No… uno de ellos parece una joven menuda ―Enrique sonrió triunfante, agarrando fuerte su red― mi futura esposa.
¿Futura esposa aquello? La piel de la nuca se le erizó al imaginarse aquel ser abrazando con aquellos brazos huesudos y larguiruchos a su amigo de infancia.
―¿Has visto qué cabello plateado, qué ropas dignas de una reina?
―Yo lo único que veo es un penacho de hilos en un casco y un extraño ropaje que asemeja una armadura demasiado blanda como para ser útil.
―¿Y sus ojos? Qué razón tiene Claudio, amigo mío, ¡son lagos, hermosos lagos perennes de las montañas! ―Enrique seguía embelesado― ¡Cuán suave debe ser su piel de luna!
―¿Pero qué dices? Son unos ojos enormes y siniestros, negros como pozos sin fondo. Y su piel… parece enfermiza, cenicienta como la de un muerto.
―¡Mira! Son hadas lavanderas ―señaló con entusiasmo― lavan sus ropas de plata en el agua pura del estanque.
¿Acaso aquellos duendes siniestros habían nublado la razón de su amigo? Nada de lo que le describía se asemejaba a lo que él mismo observaba. Más que hadas, aquello eran duendes de cabeza enorme y cuerpo decrépito envueltos en extrañas vestimentas metálicas y cascos. Si Enrique le describía los suntuosos velos que lavaban, él veía unos enormes sacos donde guardaban el agua del estanque. Si Enrique escuchaba los cantos más dulces que los trinos de las alondras, él oía chasquidos distorsionados y voces que podían provenir del mismísimo Averno.
―Si tomo uno de sus vestidos, deberá casarse conmigo ―resuelto a seguir con su absurdo plan hasta el final, Enrique se levantó decidido― ella no tendrá más remedio que amarme.
―¡Pero qué haces, loco!
Sin darle tiempo a impedir que su amigo saliera del escondite, Gonzalo vio aterrorizado cómo aquellos seres que no debían pertenecer a este mundo se vieron sorprendidos por la imprevista visita. Uno de ellos alzó lo que creyó que sería su varita mágica, y una potente luz emergió de ella. Al momento, el cuerpo de Enrique quedó expuesto de tal forma a la luz que Gonzalo lo pudo ver perfectamente como si se encontrase a pleno sol.
―¡Amada mía, he venido hasta aquí para encontrarte! ―Enrique abrió los brazos y avanzó hacia los dos duendes grises, hechizado por un enamoramiento brujo― te ofrezco una vida de lujos en la ciudad y la reputación de un apellido añejo, y te juro amor eterno ―se arrodilló a los pies de los sorprendidos seres― desde que te he visto, sé que no podré vivir sin ti.
Sus bocas pequeñas sonrieron. ¿Eran pequeños dientes afilados aquello que asomaba por aquellos labios demasiado finos como para llamarse boca? Gonzalo quiso luchar contra su miedo, no entendía por qué lo que él veía difería tanto a lo que su amigo debía estar viendo. Pero atenazado por el terror, sólo podía contemplar el extraño suceso sin atreverse a intervenir.
―Si tanto me deseas, te ofrezco venir a mi mundo, contemplar mis tesoros y saciar tu curiosidad ―aquella voz irreal resonó en la cabeza de Gonzalo como una demencia contenida― si haces todo lo que yo te ordene, volveremos aquí y prometo ser tu esposa. Si te niegas, me olvidarás ahora mismo y jamás volverás a verme.
―¡Oh, amada mía, acepto!
―Así sea nuestro trato.
Y aquel ser señaló a Enrique de nuevo con su varita. El cuerpo del joven cayó desplomado, dormido, o quizá muerto, y levitó por encima de la hierba, de las piedras, del estanque, hasta perderse en la cegadora luz de la esfera que habían usado aquellos duendes para transportarse. Tras él, los duendes penetraron en la luz y la estrella errante, aquella enorme lágrima de San Lorenzo, alzó el vuelo a tal velocidad que se convirtió en una estrella más de aquel cielo plagado de diamantes, dejando a Gonzalo sumido en la más terrible de las incertidumbres.
Siguiendo el curso del riachuelo, que serpenteaba montaña arriba, Gonzalo y Enrique llegaron a sus fuentes de aguas cristalinas.
Aunque era un hermoso lugar –un ruidoso manantial de agua fresca que surgía de un pequeño risco como un grito de rebeldía para convertirse, una vez calmada, en un estanque horadado en la roca blanca que engalanaba el pequeño valle de tréboles- sólo los pastores de cabras y algunos osados cazadores se acercaban hasta aquella cumbre por lo dificultoso de su ascenso.
―¿Es aquí?
El resuello entrecortado de Enrique era casi inaudible por el potente caudal de agua.
―Aquí es ―confirmó Gonzalo.
El estallido de alegría de su amigo pareció aliviarle las penurias del viaje. Como si hubiese recuperado todas las fuerzas gastadas por la caminata, Enrique se fue corriendo hacia la fuente y bebió –más bien se empapó- de sus aguas frías.
Cuánto tiempo sin volver allí, pensó Gonzalo, rememorando sus años de pastorcillo. Ahora que era aprendiz de ebanista, un joven con maña de prometedor futuro, recordaba aquellos días de libertad con su rebaño de cabras como compañía y su flauta como único objeto que le recordaba que no pertenecía a la salvaje naturaleza de los bosques.
Cada roca estaba en su sitio. Cada árbol, cada familia de arbustos, cada trino de pájaro era igual que entonces. Todo igual, menos un enorme círculo de hierba chamuscada en el prado. Rozó con la yema de sus dedos una brizna negra, que se deshizo por el sutil contacto. Sin duda, algún cazador se había pasado con la fogata. Sin embargo, la vida surgía de aquellos restos de hoguera. Un perfecto círculo de setas rojas, como una corona gigante, delimitaba la verde hierba de la ceniza negra.
A su espalda, los gritos y risas de su amigo tras un chapuzón acallaron las chicharras.
―¡Esta agua reanima a un muerto!
El sol iba retirándose en su merecido descanso mientras los dos jóvenes disfrutaban del entorno. Un refrescante baño en aquel caluroso atardecer estival era un regalo para los sentidos.
Compartieron la bota de vino y repartieron el pan y el queso a la espera del anochecer.
―Desde aquí se verán perfectamente las lágrimas de San Lorenzo…
―Pero yo no quiero ver estrellas, Gonzalo ―la risilla pícara de su compañero de aventuras se fundió con el canto de los grillos― yo vengo a buscar esposa.
Gonzalo resopló molesto. ¿Por qué había accedido a tan tamaña tontería? Porque… ¿quién era más loco, aquél que busca hadas o aquél que accede a acompañar al loco a buscar hadas?
―¿Te das cuenta de que mi hermano Claudio podría haber mentido? ¿O que hubiese robado una pelleja de vino de la bodega y le hubiese sentado mal la siesta?
Enrique abrió su zurrón y sacó su red de pescar. La extendió y se acostó encima, a modo de jergón.
―¿Claudio le mentiría al padre Alfonso? Yo creo que no. Y la mitad de Villarcón tampoco lo cree.
En eso tenía razón. Claudio, al que Dios había otorgado el don de la inocencia perpetua, como llamaba su madre al hecho de que su hermano pequeño fuese bobo, jamás hubiese elaborado una mentira tan compleja.
Y también estaba el oro, claro. Aquellas pepitas de oro que llevaba en su puñito cerrado y que no quiso enseñarlas hasta que entró en casa, tal y como la Virgen le había ordenado.
“Una hermosa mujer de ojos como lagos y corona de plata. Su vestido resplandecía al igual que un espejo y me habló directamente al corazón. Me dijo que no temiera nada, que se quedaría con una de las cabras y, a cambio, me dio un puñado de centeno. “No lo abras hasta llegar a casa”, me dijo, “y a cambio por tu generosidad, si eres paciente, estos cereales te harán rico””.
Nadie hubiese creído al ingenuo de Claudio si no fuese por aquel oro, y el padre Alfonso tardó poco en hacer creer a todos sus feligreses que la mismísima Virgen había bendecido a su hermano menor. ¡Y cuántos colmaron de regalos al pequeño con la esperanza que les dijera la ubicación de su encontró! Pero el pequeño, ni mu.
Sólo él, defensor de su hermano ante los niños desalmados, paciente con sus balbuceos ininteligibles, amigo de juegos sencillos, había sido capaz de sonsacarle el lugar de la aparición. Pero maldito el momento en que lo compartió con Enrique.
“No quiero oro, ni quiero bendición alguna de la Virgen”, la euforia de su amigo era contagiosa como una mala enfermedad, “porque lo que vio tu hermano sólo puede ser un hada. ¡Un hada, Gonzalo!”. Recordaba el brillo picaresco de sus ojos por la posibilidad de una aventura inigualable. “Una bella y espectacular esposa para un futuro notario como yo”.
La noche era clara; el destello de la luna proyectaba sombras danzarinas por el rabillo de los ojos y, aunque conocía bien aquel lugar, se sobresaltó. No tenía ningún deseo de encontrarse con hadas, duendes o elfos, por mucho oro que ofreciesen o por muy hermosas que fuesen sus mujeres. Aquellos encuentros, si realmente fuesen ciertos, tenían un final trágico e inesperado.
―¿Tendrá el cabello del color del trigo, o será tan negro como una noche de invierno?
El susurro cálido de su amigo temblaba de emoción y Gonzalo le dio un codazo para que se apartara de su lado. Hacía demasiado calor aquella noche de agosto para acurrucarse como cachorros de gato.
―Cállate y déjame disfrutar de las estrellas ―refunfuñó Gonzalo.
Las lágrimas de San Lorenzo caían como una cascada de luz en la inmensa oscuridad. Algunas eran apenas suspiros, otras descendían veloces pintando de plata el techo del mundo, e incluso esa que en aquellos instantes se movía, parecía tener prisa en llegar a posarse en la tierra sólida.
Gonzalo dio un salto. El instinto de que aquello no era normal se había adueñado de su voluntad humana. No, aquella estrella se hacía más grande y más luminosa y más lenta y más rebelde. Porque aquella estrella se estaba acercando al prado donde ellos se encontraban.
Acurrucados tras unas rocas, los dos jóvenes observaron –maravillado uno, aterrado el otro- que aquella burbuja reluciente se posaba con suavidad junto al estanque. El olor de hierba quemada apenas duró un instante, el que tardó aquella esfera en abrirse como un huevo mágico y dejar que su contenido se desparramase por aquellos lares.
Gonzalo tuvo que apartar la mirada por miedo a que los ojos se le quemasen, tanta luz brotó de aquella estrella errante. A través de los dedos se atrevió a mirar, pues el miedo y la curiosidad luchaban con la misma intensidad en su alma. Casi etéreas, dos pequeñas y gráciles criaturas fueron dibujándose a trasluz; sombras relucientes de una noche de verano, espejismos producidos por la juventud, ensoñaciones de dos locos… todo eso eran aquellas dos imágenes que poco a poco se volvían más nítidas.
―¿Son dos niños? ―Murmuró Gonzalo sin poder apartar la vista de aquel espectáculo.
―No… uno de ellos parece una joven menuda ―Enrique sonrió triunfante, agarrando fuerte su red― mi futura esposa.
¿Futura esposa aquello? La piel de la nuca se le erizó al imaginarse aquel ser abrazando con aquellos brazos huesudos y larguiruchos a su amigo de infancia.
―¿Has visto qué cabello plateado, qué ropas dignas de una reina?
―Yo lo único que veo es un penacho de hilos en un casco y un extraño ropaje que asemeja una armadura demasiado blanda como para ser útil.
―¿Y sus ojos? Qué razón tiene Claudio, amigo mío, ¡son lagos, hermosos lagos perennes de las montañas! ―Enrique seguía embelesado― ¡Cuán suave debe ser su piel de luna!
―¿Pero qué dices? Son unos ojos enormes y siniestros, negros como pozos sin fondo. Y su piel… parece enfermiza, cenicienta como la de un muerto.
―¡Mira! Son hadas lavanderas ―señaló con entusiasmo― lavan sus ropas de plata en el agua pura del estanque.
¿Acaso aquellos duendes siniestros habían nublado la razón de su amigo? Nada de lo que le describía se asemejaba a lo que él mismo observaba. Más que hadas, aquello eran duendes de cabeza enorme y cuerpo decrépito envueltos en extrañas vestimentas metálicas y cascos. Si Enrique le describía los suntuosos velos que lavaban, él veía unos enormes sacos donde guardaban el agua del estanque. Si Enrique escuchaba los cantos más dulces que los trinos de las alondras, él oía chasquidos distorsionados y voces que podían provenir del mismísimo Averno.
―Si tomo uno de sus vestidos, deberá casarse conmigo ―resuelto a seguir con su absurdo plan hasta el final, Enrique se levantó decidido― ella no tendrá más remedio que amarme.
―¡Pero qué haces, loco!
Sin darle tiempo a impedir que su amigo saliera del escondite, Gonzalo vio aterrorizado cómo aquellos seres que no debían pertenecer a este mundo se vieron sorprendidos por la imprevista visita. Uno de ellos alzó lo que creyó que sería su varita mágica, y una potente luz emergió de ella. Al momento, el cuerpo de Enrique quedó expuesto de tal forma a la luz que Gonzalo lo pudo ver perfectamente como si se encontrase a pleno sol.
―¡Amada mía, he venido hasta aquí para encontrarte! ―Enrique abrió los brazos y avanzó hacia los dos duendes grises, hechizado por un enamoramiento brujo― te ofrezco una vida de lujos en la ciudad y la reputación de un apellido añejo, y te juro amor eterno ―se arrodilló a los pies de los sorprendidos seres― desde que te he visto, sé que no podré vivir sin ti.
Sus bocas pequeñas sonrieron. ¿Eran pequeños dientes afilados aquello que asomaba por aquellos labios demasiado finos como para llamarse boca? Gonzalo quiso luchar contra su miedo, no entendía por qué lo que él veía difería tanto a lo que su amigo debía estar viendo. Pero atenazado por el terror, sólo podía contemplar el extraño suceso sin atreverse a intervenir.
―Si tanto me deseas, te ofrezco venir a mi mundo, contemplar mis tesoros y saciar tu curiosidad ―aquella voz irreal resonó en la cabeza de Gonzalo como una demencia contenida― si haces todo lo que yo te ordene, volveremos aquí y prometo ser tu esposa. Si te niegas, me olvidarás ahora mismo y jamás volverás a verme.
―¡Oh, amada mía, acepto!
―Así sea nuestro trato.
Y aquel ser señaló a Enrique de nuevo con su varita. El cuerpo del joven cayó desplomado, dormido, o quizá muerto, y levitó por encima de la hierba, de las piedras, del estanque, hasta perderse en la cegadora luz de la esfera que habían usado aquellos duendes para transportarse. Tras él, los duendes penetraron en la luz y la estrella errante, aquella enorme lágrima de San Lorenzo, alzó el vuelo a tal velocidad que se convirtió en una estrella más de aquel cielo plagado de diamantes, dejando a Gonzalo sumido en la más terrible de las incertidumbres.