CPXII - La puerta estaba cerrada - Tolomew Dewhust
Publicado: 14 Abr 2017 09:58
La puerta estaba cerrada
Caminaba dentro de un cristal, y ese cristal era su casa.
Porque moraba en el interior de una esfera translúcida y templada, como lo hace el caracol dentro de su palacio pequeño y cerrado. A veces se arrastraba muy cerca del suelo. Otras avanzaba erguido. En ocasiones se sometía a la inercia del movimiento involuntario en las pendientes más pronunciadas, dejándose llevar como lo haría un pez sin vida en el curso de un río, y su cuerpo revoleaba dentro de la esfera, encontrándose, entonces, sus extremidades, su rostro y su tronco con las paredes de su única habitación.
—Caballero —a un transeúnte que cruzaba frente a sí—… Caballero, ¿le importaría recoger ese pedazo de cartón que yace —señalando con la mano huesuda del escuálido brazo, el torso consumido y su cuerpo desnudo—, que duerme, suspira, titila, ¡que acecha…! en el borde de esa acera?
Recogió el hombre el despojo de cartulina y lo arrimó al rostro del sujeto que subsistía, enjaulado, en una bola de cristal. Al tiempo, complaciente, interrogaba si le quedaba algún otro deseo por satisfacer.
—No, a mí no… Acérquelo a su nariz, caballero, y, dígame, ¿a qué huele? Solo eso.
—A humedad, a brea. A podredumbre huele este pedazo de cartón.
Trisaba la alondra con la primera luz del alba y amanecía Gabriel dentro de su habitáculo curvo, acompañado de un poco de zumo y otro poco de pan —tal y como venía sucediendo, al menos, desde que tenía uso de razón. Los desechos que no cabían por las ranuras que ventilaban el recinto eran también retirados, cada madrugada, por las manos de un semejante suyo, carcelero y esquivo.
Cumplía el niño nueve años la madrugada en la que decidió aguardar a quien quiera que fuese la persona que lo alimentaba día tras día, con el único propósito de expresarle gratitud y cariño. En cuclillas, frente a un pintarrajo que había sido trazado sobre el cristal, pasó la noche en vela. Como recompensa, a la mañana siguiente no tuvo pan que roer ni zumo que echarse a la tripa... y aprendió la lección. Y desaparecieron las ganas de conocer y los «porqués».
Cuarenta años más tarde aún caminaba, encontraba todavía tierra sobre la que horadar. Por las avenidas, los peatones entrechocaban cual iones de oro para abrirle paso, de manera inconsciente aunque orquestada, a la burbuja en la que malvivía Gabriel. Y, si este preguntaba, ellos respondían, interactuaban sin reparo alguno con su igual, asentían, le auxiliaban, se ofrecían para cuanto Gabriel necesitase. Si requería de fornidas manos para remontar un escalón, sin dificultad las encontraba pronto entre quienes le rodeaban…
Lo que nunca nadie le preguntó es si acaso necesitaba un abrazo, por utópico que fuese el anhelo.
Solo una vez, una tan solo hasta entonces, un desconocido se había dirigido hacia él de manera espontánea. Tampoco en aquella ocasión pudo ponerle rostro al protagonista, pues, con el amanecer, con la alondra y el zumo, con el pan en la boca y su cuerpo desnudo, una escueta oración rubricada con letra minúscula y artística le había sorprendido, esculpida, en el reverso del cristal: «¿Acaso tú no mamaste?».
Con once años le confesó a una farola que le gustaría apuntarse a fútbol.
Mañanas enteras observando a sus semejantes correr, sin una pared de cristal que los distanciase. Mochilas a la espalda y una manzana en la mano. El sacapuntas, cartabón y compás, deberes en una carpeta. La niña del pelo ondulado y la falda verde, el bebé en brazos, el niño en brazos, un cachorro en brazos. Zapatos negros, calcetines. La sirena, un silbido de alarma, carreras... ¿Adónde iban? ¿Quién los borraba del suelo? Luego brotaban como epilobios, los escupían las paredes, asomaban por las puertas, bullían, crecían dentro de los vehículos... Niños, adultos, el chófer del bus que rodeaba la escuela.
Todo eso era fútbol. Y también mediodía, la calle desierta y una telenovela desgajándose de la fachada. Los niños, algunos, no todos, se materializaban de nuevo. «¡Ese lleva un balón! Parece bueno. De cuero, de cuero blanco», «Vamos a darle patadas», «¡Más fuerte!», «Yo puedo darle más fuerte». «A ver quien lo embarca». Sudaban. Más de uno soltaba una lágrima. Y, en cascada, se sucedían el agua en la fuente o en la botella pequeña, pan con Nocilla, «¿Otra vez fruta?», la abuela con golosinas, «Mamá, me he caído», «Mamá, me han pegado», la arena en el suelo, sangre en la rodilla, tiritas, pañuelos, un chiquillo descalzo gritando «Por todos mis compañeros...».
E intentó —sin conseguirlo— inscribirse Gabriel en fútbol, acercándose a la persona que creía él que era quien manejaba el asunto. «¿Por qué sujeta esta señora tu mano?», le preguntó. «Es mi madre», respondió la cría estupefacta.
Aprendió a leer en su adolescencia. Sus primeros best sellers fueron «Se vende», «Se alquila» y «Se dan clases de guitarra», así como cuantos otros anuncios prendiesen de fachadas y ventanas. Para ello, interpeló hasta la saciedad a todo el que se le arrimara, para que le aclarase este o aquel otro término, si alguno le resultaba confuso.
—¡Señor! Perdone, ese trazo tan pequeño que separa las palabras, ¿tiene algún significado para usted?
—Es un signo ortográfico, joven. Lo denominamos coma, no me pregunte por qué. Entiéndalo como el palito de la tranquilidad. Lea, lea conmigo: «Se ofrece chica universitaria,» ahora nos detenemos un tanto, un parpadeo, medio suspiro, y continuamos con el enunciado «con experiencia en el cuidado de personas con necesidades especiales...».
Y buscó palabras en la corteza de los árboles. En los neumáticos. En el papel llovido que salpicaba el suelo, en las prendas de vestir, en las monedas pequeñas, en el aluminio, en la cal y en su sombra. Arriba en las nubes halló algún adverbio.
Reía, lloraba y reía una vez más, extasiado, completo, henchido, feliz… feliz como solo se sabe un loco cuando ya se piensa cuerdo, porque su universo se había llenado de colores al conocer la palabra escrita.
Y le visitaron la oración y el verso. Y supo del ritmo, la melodía…
Amarillo y negro, los colores que ese crío tenía en las manos. Bien pudiera ser su hijo. Se acercó despacio, como el que intenta sorprender a una paloma, y, sin mediar palabra, dibujó la caseta de un perro. Dentro se intuía un galgo. Había también un árbol, posiblemente un roble. A la izquierda, a la izquierda del roble, un papá con su colita frente a una muchacha preciosa… ¿Qué se estarían contando?
Fue la esfera una pizarra, e imaginaron, entre ambos, lo que los enamorados decían: «Él tiene hambre, se está comiendo una rama...», «… y ella ha venido corriendo, por eso ha perdido un zapato». «Parece triste, ya se marcha...», «Ella le quiere y sonríe, pero saben que no está bien y que no deben».
Comenzó a oscurecer y, con las manos pintadas de negro, le dijo adiós a Gabriel. «Tú puedes irte, yo me quedo».
Vinieron otra tarde más niños, algunos traían colores. Y le llenaron de castillos los cristales, de columpios, de enanitos… A veces se le acercaban y él se hacía el dormido. Cuando se iban, cuando descubría los garabatos, los bautizaba, les daba vida o inventaba canciones para ellos… «Hay una cuerda en el suelo para el que busca un camino / ven, que hay sitio en mi universo, a recorrerla conmigo...».
Dos décadas más tarde ascendería a capitán de navío.
Ocurrió en noviembre, mes lluvioso. Despertó de madrugada y se puso en pie. La esfera flotaba como hoja de arce, sobre un inmenso charco que se había formado junto a la muralla. Y, sus pasos, aquellos que otrora aprendiera solo —pequeños al principio, frente a nadie y ningún espejo, sin brazos delante que lo aguardasen...—, dejaron de ser timón para el balandro aquel en que se había convertido su celda.
Inspiró con brío, alzó la diestra e invocó a la Suerte. Tentó a los mares. Navegó. Navegó por las calles, ahora océanos miles, a bordo de una piedra ostionera, sin agua salada en la cara ni madera estanca en el suelo, con diez cañones por banda y los poetas del agua en sus labios.
Se aferró a su mástil y murió Parténope.
Pero tampoco esa noche se fracturó el cristal. Ni el viento ni las olas, que le hicieron embestir con crudeza contra los soportales, lograron hacer mella en la jaula de Gabriel.
Y supo por fin que nunca saldría.
«¡Que llueva y que llueva lo que quiera llover!». Porque no quería abandonar nunca su prisión de reflejos, ¿quién desearía tal cosa, sabiendo que es siempre más seguro vivir preso de una cadena, que no romperla y verse libre?
Y en una cama de vidrio vio llegar a su invierno. Apenas cumplía medio siglo.
Se acercó al cristal, y fue, su vaho, el único paisaje. Sonaban los tres violines de Pachelbel sobre los compases del contrabajo. Gabriel acarició su vieja jaula y escribió dentro de ella: El Jardín Botánico es…, Y una madre te sujeta la mano —comenzaba el primer violín con la segunda variación, y el segundo con la primera—. El patio de mi casa no es particular, Mira a ese niño, va desnudo... ¡Un, dos, tres, el escondite inglés! —arrancaba el primero con la tercera, el segundo violín con la segunda variación, y el tercero con la primera—. Aquí tengo mi silla y mi cama, y tú has perdido un zapato. ¿Acaso nunca mamaste?
Le aguardó despierto, pero no vino. El día se le hizo un mundo. La noche le sorprendió fatigado, y la veló con una rodilla en el suelo. Tres, cuatro días sin dormir, sin el pan, sin el zumo…
«Sea como tú dispongas… Muramos juntos, distantes. Yo de hambre, y tú de pena».
Lo encontraron sentado, casi parecía dormido… El rostro, sereno, sobre el cristal, junto a un garabato, el de una caseta de perro. Dentro se intuía un galgo. Había también un árbol, posiblemente un roble. A la izquierda, a la izquierda del roble, un papá con su colita frente a una muchacha preciosa… ¿Qué silencios no se estarían contando?
Caminaba dentro de un cristal, y ese cristal era su casa.
Porque moraba en el interior de una esfera translúcida y templada, como lo hace el caracol dentro de su palacio pequeño y cerrado. A veces se arrastraba muy cerca del suelo. Otras avanzaba erguido. En ocasiones se sometía a la inercia del movimiento involuntario en las pendientes más pronunciadas, dejándose llevar como lo haría un pez sin vida en el curso de un río, y su cuerpo revoleaba dentro de la esfera, encontrándose, entonces, sus extremidades, su rostro y su tronco con las paredes de su única habitación.
—Caballero —a un transeúnte que cruzaba frente a sí—… Caballero, ¿le importaría recoger ese pedazo de cartón que yace —señalando con la mano huesuda del escuálido brazo, el torso consumido y su cuerpo desnudo—, que duerme, suspira, titila, ¡que acecha…! en el borde de esa acera?
Recogió el hombre el despojo de cartulina y lo arrimó al rostro del sujeto que subsistía, enjaulado, en una bola de cristal. Al tiempo, complaciente, interrogaba si le quedaba algún otro deseo por satisfacer.
—No, a mí no… Acérquelo a su nariz, caballero, y, dígame, ¿a qué huele? Solo eso.
—A humedad, a brea. A podredumbre huele este pedazo de cartón.
Trisaba la alondra con la primera luz del alba y amanecía Gabriel dentro de su habitáculo curvo, acompañado de un poco de zumo y otro poco de pan —tal y como venía sucediendo, al menos, desde que tenía uso de razón. Los desechos que no cabían por las ranuras que ventilaban el recinto eran también retirados, cada madrugada, por las manos de un semejante suyo, carcelero y esquivo.
Cumplía el niño nueve años la madrugada en la que decidió aguardar a quien quiera que fuese la persona que lo alimentaba día tras día, con el único propósito de expresarle gratitud y cariño. En cuclillas, frente a un pintarrajo que había sido trazado sobre el cristal, pasó la noche en vela. Como recompensa, a la mañana siguiente no tuvo pan que roer ni zumo que echarse a la tripa... y aprendió la lección. Y desaparecieron las ganas de conocer y los «porqués».
Cuarenta años más tarde aún caminaba, encontraba todavía tierra sobre la que horadar. Por las avenidas, los peatones entrechocaban cual iones de oro para abrirle paso, de manera inconsciente aunque orquestada, a la burbuja en la que malvivía Gabriel. Y, si este preguntaba, ellos respondían, interactuaban sin reparo alguno con su igual, asentían, le auxiliaban, se ofrecían para cuanto Gabriel necesitase. Si requería de fornidas manos para remontar un escalón, sin dificultad las encontraba pronto entre quienes le rodeaban…
Lo que nunca nadie le preguntó es si acaso necesitaba un abrazo, por utópico que fuese el anhelo.
Solo una vez, una tan solo hasta entonces, un desconocido se había dirigido hacia él de manera espontánea. Tampoco en aquella ocasión pudo ponerle rostro al protagonista, pues, con el amanecer, con la alondra y el zumo, con el pan en la boca y su cuerpo desnudo, una escueta oración rubricada con letra minúscula y artística le había sorprendido, esculpida, en el reverso del cristal: «¿Acaso tú no mamaste?».
Con once años le confesó a una farola que le gustaría apuntarse a fútbol.
Mañanas enteras observando a sus semejantes correr, sin una pared de cristal que los distanciase. Mochilas a la espalda y una manzana en la mano. El sacapuntas, cartabón y compás, deberes en una carpeta. La niña del pelo ondulado y la falda verde, el bebé en brazos, el niño en brazos, un cachorro en brazos. Zapatos negros, calcetines. La sirena, un silbido de alarma, carreras... ¿Adónde iban? ¿Quién los borraba del suelo? Luego brotaban como epilobios, los escupían las paredes, asomaban por las puertas, bullían, crecían dentro de los vehículos... Niños, adultos, el chófer del bus que rodeaba la escuela.
Todo eso era fútbol. Y también mediodía, la calle desierta y una telenovela desgajándose de la fachada. Los niños, algunos, no todos, se materializaban de nuevo. «¡Ese lleva un balón! Parece bueno. De cuero, de cuero blanco», «Vamos a darle patadas», «¡Más fuerte!», «Yo puedo darle más fuerte». «A ver quien lo embarca». Sudaban. Más de uno soltaba una lágrima. Y, en cascada, se sucedían el agua en la fuente o en la botella pequeña, pan con Nocilla, «¿Otra vez fruta?», la abuela con golosinas, «Mamá, me he caído», «Mamá, me han pegado», la arena en el suelo, sangre en la rodilla, tiritas, pañuelos, un chiquillo descalzo gritando «Por todos mis compañeros...».
E intentó —sin conseguirlo— inscribirse Gabriel en fútbol, acercándose a la persona que creía él que era quien manejaba el asunto. «¿Por qué sujeta esta señora tu mano?», le preguntó. «Es mi madre», respondió la cría estupefacta.
Aprendió a leer en su adolescencia. Sus primeros best sellers fueron «Se vende», «Se alquila» y «Se dan clases de guitarra», así como cuantos otros anuncios prendiesen de fachadas y ventanas. Para ello, interpeló hasta la saciedad a todo el que se le arrimara, para que le aclarase este o aquel otro término, si alguno le resultaba confuso.
—¡Señor! Perdone, ese trazo tan pequeño que separa las palabras, ¿tiene algún significado para usted?
—Es un signo ortográfico, joven. Lo denominamos coma, no me pregunte por qué. Entiéndalo como el palito de la tranquilidad. Lea, lea conmigo: «Se ofrece chica universitaria,» ahora nos detenemos un tanto, un parpadeo, medio suspiro, y continuamos con el enunciado «con experiencia en el cuidado de personas con necesidades especiales...».
Y buscó palabras en la corteza de los árboles. En los neumáticos. En el papel llovido que salpicaba el suelo, en las prendas de vestir, en las monedas pequeñas, en el aluminio, en la cal y en su sombra. Arriba en las nubes halló algún adverbio.
Reía, lloraba y reía una vez más, extasiado, completo, henchido, feliz… feliz como solo se sabe un loco cuando ya se piensa cuerdo, porque su universo se había llenado de colores al conocer la palabra escrita.
Y le visitaron la oración y el verso. Y supo del ritmo, la melodía…
Amarillo y negro, los colores que ese crío tenía en las manos. Bien pudiera ser su hijo. Se acercó despacio, como el que intenta sorprender a una paloma, y, sin mediar palabra, dibujó la caseta de un perro. Dentro se intuía un galgo. Había también un árbol, posiblemente un roble. A la izquierda, a la izquierda del roble, un papá con su colita frente a una muchacha preciosa… ¿Qué se estarían contando?
Fue la esfera una pizarra, e imaginaron, entre ambos, lo que los enamorados decían: «Él tiene hambre, se está comiendo una rama...», «… y ella ha venido corriendo, por eso ha perdido un zapato». «Parece triste, ya se marcha...», «Ella le quiere y sonríe, pero saben que no está bien y que no deben».
Comenzó a oscurecer y, con las manos pintadas de negro, le dijo adiós a Gabriel. «Tú puedes irte, yo me quedo».
Vinieron otra tarde más niños, algunos traían colores. Y le llenaron de castillos los cristales, de columpios, de enanitos… A veces se le acercaban y él se hacía el dormido. Cuando se iban, cuando descubría los garabatos, los bautizaba, les daba vida o inventaba canciones para ellos… «Hay una cuerda en el suelo para el que busca un camino / ven, que hay sitio en mi universo, a recorrerla conmigo...».
Dos décadas más tarde ascendería a capitán de navío.
Ocurrió en noviembre, mes lluvioso. Despertó de madrugada y se puso en pie. La esfera flotaba como hoja de arce, sobre un inmenso charco que se había formado junto a la muralla. Y, sus pasos, aquellos que otrora aprendiera solo —pequeños al principio, frente a nadie y ningún espejo, sin brazos delante que lo aguardasen...—, dejaron de ser timón para el balandro aquel en que se había convertido su celda.
Inspiró con brío, alzó la diestra e invocó a la Suerte. Tentó a los mares. Navegó. Navegó por las calles, ahora océanos miles, a bordo de una piedra ostionera, sin agua salada en la cara ni madera estanca en el suelo, con diez cañones por banda y los poetas del agua en sus labios.
Se aferró a su mástil y murió Parténope.
Pero tampoco esa noche se fracturó el cristal. Ni el viento ni las olas, que le hicieron embestir con crudeza contra los soportales, lograron hacer mella en la jaula de Gabriel.
Y supo por fin que nunca saldría.
«¡Que llueva y que llueva lo que quiera llover!». Porque no quería abandonar nunca su prisión de reflejos, ¿quién desearía tal cosa, sabiendo que es siempre más seguro vivir preso de una cadena, que no romperla y verse libre?
Y en una cama de vidrio vio llegar a su invierno. Apenas cumplía medio siglo.
Se acercó al cristal, y fue, su vaho, el único paisaje. Sonaban los tres violines de Pachelbel sobre los compases del contrabajo. Gabriel acarició su vieja jaula y escribió dentro de ella: El Jardín Botánico es…, Y una madre te sujeta la mano —comenzaba el primer violín con la segunda variación, y el segundo con la primera—. El patio de mi casa no es particular, Mira a ese niño, va desnudo... ¡Un, dos, tres, el escondite inglés! —arrancaba el primero con la tercera, el segundo violín con la segunda variación, y el tercero con la primera—. Aquí tengo mi silla y mi cama, y tú has perdido un zapato. ¿Acaso nunca mamaste?
Le aguardó despierto, pero no vino. El día se le hizo un mundo. La noche le sorprendió fatigado, y la veló con una rodilla en el suelo. Tres, cuatro días sin dormir, sin el pan, sin el zumo…
«Sea como tú dispongas… Muramos juntos, distantes. Yo de hambre, y tú de pena».
Lo encontraron sentado, casi parecía dormido… El rostro, sereno, sobre el cristal, junto a un garabato, el de una caseta de perro. Dentro se intuía un galgo. Había también un árbol, posiblemente un roble. A la izquierda, a la izquierda del roble, un papá con su colita frente a una muchacha preciosa… ¿Qué silencios no se estarían contando?