CPXII - Marcel´s Salon - Sinkim
Publicado: 14 Abr 2017 10:27
Marcel´s Salon
No podía escapar, sentía sus ojos persiguiéndole allá dónde fuera, y eso que estaban encerradas y que no tenían ojos.
Desde que entraron en su vida todo había ido cuesta abajo, tenía que haber hecho caso a los rumores que se escuchaban, pero no, él era el Gran Marcel, él no creía en maldiciones, todo eso eran simples supersticiones producto de la imaginación desbordante de la gente crédula e ignorante.
Pero la realidad se estaba imponiendo poco a poco, cuando las tocaba se veía obligado a hacer cosas que no deseaba, cosas terribles que le torturaban durante todo el día y llenaban sus sueños de horribles pesadillas. Y aún peor, su reputación se estaba viendo irremisiblemente dañada, en su trabajo el boca a boca lo era todo.
Los murmullos habían empezado a circular entre sus clientas y su disminución era una verdad que ya no podía pasar por alto. Su clientela era la élite, lo mejor de lo mejor, lo más granado de la sociedad que se peleaba por tener hora con él. Hacía años que las reservas tenían que solicitarse con más de un mes de antelación. Sin embargo, un rápido vistazo fue suficiente para torturarse con la visión de los asientos desocupados que parecían burlarse de él, de su engreimiento y prepotencia al creerse por encima de todo y de todos.
La subasta clandestina celebrada en el sótano de un bar en la zona china de la ciudad había sido demasiado tentadora. Siempre había perseguido los objetos antiguos relacionados con su profesión y cuanto más misteriosa y extraña fuera la historia que escondían mejor que mejor. Así que cuando aparecieron supo que tenían que ser suyas. ¿Cuántas veces puede uno encontrar un auténtico objeto perteneciente al mismísimo Sweeney Todd?
Sobre un cojín de seda, rojo sangre, las tijeras relucían como si fueran nuevas, nadie hubiera dicho que llevaban más de dos siglos sobre la faz de la Tierra. Marcel incluso hubiera podido jurar que oía como le llamaban susurrando su nombre. El dinero no era un problema, la vanidad de las mujeres le había hecho inmensamente rico y, aunque hubo varios pujadores, al final, fueron suyas. Aunque estaba empezando a descubrir quién poseía a quién en realidad.
Ahora entendía por lo que había pasado Todd y lo que le había llevado a matar a tantos hombres, cuando las tijeras llamaban Marcel no podía hacer nada más que obedecer, su voz taladraba su cabeza y sus órdenes resultaban imposibles de resistir. Por mucho que lo intentara sus manos siempre acababan abriendo el cajón y sus dedos se posaban amorosos sobre ellas. Aunque las odiara con toda su alma, cuando hablaban su cuerpo respondía y sus dedos ejecutaban todos sus dictados.
Cuando fue consciente de lo que sucedía Marcel intentó deshacerse de ellas, las arrojó al triturador de basura, a la chimenea, las dejó tiradas en la calle, las arrojó al río, se las regaló a un mendigo, pero siempre volvían a aparecer, impolutas, en el cajón donde ahora descansaban.
Afortunadamente para él, parecía que solo despertaban ante un tipo muy concreto de persona, eso había permitido que aún disfrutara de parte de su clientela habitual, pero sabía que, de seguir así, estaría inevitablemente abocado a la ruina.
De repente, la puerta se abrió e, inmediatamente, la voz empezó a sonar dentro de su cabeza:
—¡Corta, corta, corta!
El vocabulario de las tijeras era muy limitado pero la fuerza de sus palabras calaba hasta el alma y se apoderaba de su cuerpo. Sin darse cuenta sus pies le habían llevado hasta el cajón y su mano sostenía ya su funesto destino.
Cuando vio quién había entrado supo que todo había terminado. Rachel, la mujer del alcalde, se dirigía directamente hacia él. Su larga melena rubia le había hecho ganar el título de Miss Arkansas y, poco después, se había casado con el que más tarde llegaría a ser el alcalde. Todo el mundo en la ciudad la adoraba y la admiraba y, ahora, él iba a terminar con esa belleza.
—¡Marcel, querido, cuanto tiempo sin verte! Siento no haber podido venir antes pero he estado de viaje y…
Claudia seguía hablando pero Marcel ya no la escuchaba, le daba igual lo que estaba parloteando, lo único que importaba era que cada palabra que decía le acercaba más y más a las fatídicas palabras que sellarían su futuro.
—Tranquilo, hoy no voy a darte mucho trabajo, solo quiero que me cortes un poco las puntas.
No podía escapar, sentía sus ojos persiguiéndole allá dónde fuera, y eso que estaban encerradas y que no tenían ojos.
Desde que entraron en su vida todo había ido cuesta abajo, tenía que haber hecho caso a los rumores que se escuchaban, pero no, él era el Gran Marcel, él no creía en maldiciones, todo eso eran simples supersticiones producto de la imaginación desbordante de la gente crédula e ignorante.
Pero la realidad se estaba imponiendo poco a poco, cuando las tocaba se veía obligado a hacer cosas que no deseaba, cosas terribles que le torturaban durante todo el día y llenaban sus sueños de horribles pesadillas. Y aún peor, su reputación se estaba viendo irremisiblemente dañada, en su trabajo el boca a boca lo era todo.
Los murmullos habían empezado a circular entre sus clientas y su disminución era una verdad que ya no podía pasar por alto. Su clientela era la élite, lo mejor de lo mejor, lo más granado de la sociedad que se peleaba por tener hora con él. Hacía años que las reservas tenían que solicitarse con más de un mes de antelación. Sin embargo, un rápido vistazo fue suficiente para torturarse con la visión de los asientos desocupados que parecían burlarse de él, de su engreimiento y prepotencia al creerse por encima de todo y de todos.
La subasta clandestina celebrada en el sótano de un bar en la zona china de la ciudad había sido demasiado tentadora. Siempre había perseguido los objetos antiguos relacionados con su profesión y cuanto más misteriosa y extraña fuera la historia que escondían mejor que mejor. Así que cuando aparecieron supo que tenían que ser suyas. ¿Cuántas veces puede uno encontrar un auténtico objeto perteneciente al mismísimo Sweeney Todd?
Sobre un cojín de seda, rojo sangre, las tijeras relucían como si fueran nuevas, nadie hubiera dicho que llevaban más de dos siglos sobre la faz de la Tierra. Marcel incluso hubiera podido jurar que oía como le llamaban susurrando su nombre. El dinero no era un problema, la vanidad de las mujeres le había hecho inmensamente rico y, aunque hubo varios pujadores, al final, fueron suyas. Aunque estaba empezando a descubrir quién poseía a quién en realidad.
Ahora entendía por lo que había pasado Todd y lo que le había llevado a matar a tantos hombres, cuando las tijeras llamaban Marcel no podía hacer nada más que obedecer, su voz taladraba su cabeza y sus órdenes resultaban imposibles de resistir. Por mucho que lo intentara sus manos siempre acababan abriendo el cajón y sus dedos se posaban amorosos sobre ellas. Aunque las odiara con toda su alma, cuando hablaban su cuerpo respondía y sus dedos ejecutaban todos sus dictados.
Cuando fue consciente de lo que sucedía Marcel intentó deshacerse de ellas, las arrojó al triturador de basura, a la chimenea, las dejó tiradas en la calle, las arrojó al río, se las regaló a un mendigo, pero siempre volvían a aparecer, impolutas, en el cajón donde ahora descansaban.
Afortunadamente para él, parecía que solo despertaban ante un tipo muy concreto de persona, eso había permitido que aún disfrutara de parte de su clientela habitual, pero sabía que, de seguir así, estaría inevitablemente abocado a la ruina.
De repente, la puerta se abrió e, inmediatamente, la voz empezó a sonar dentro de su cabeza:
—¡Corta, corta, corta!
El vocabulario de las tijeras era muy limitado pero la fuerza de sus palabras calaba hasta el alma y se apoderaba de su cuerpo. Sin darse cuenta sus pies le habían llevado hasta el cajón y su mano sostenía ya su funesto destino.
Cuando vio quién había entrado supo que todo había terminado. Rachel, la mujer del alcalde, se dirigía directamente hacia él. Su larga melena rubia le había hecho ganar el título de Miss Arkansas y, poco después, se había casado con el que más tarde llegaría a ser el alcalde. Todo el mundo en la ciudad la adoraba y la admiraba y, ahora, él iba a terminar con esa belleza.
—¡Marcel, querido, cuanto tiempo sin verte! Siento no haber podido venir antes pero he estado de viaje y…
Claudia seguía hablando pero Marcel ya no la escuchaba, le daba igual lo que estaba parloteando, lo único que importaba era que cada palabra que decía le acercaba más y más a las fatídicas palabras que sellarían su futuro.
—Tranquilo, hoy no voy a darte mucho trabajo, solo quiero que me cortes un poco las puntas.