CV5 - El besugo - Noramu
Publicado: 11 Jul 2017 08:27
El besugo
Aquella fotografía sustraída del camarote del capitán era el único vestigio de una vida que pudo haber sido.
La pesca al curricán no es que fuera una forma de vida fácil pero le permitía vivir e incluso ayudar un poco a su madre que con la industrialización de la zona bastantes problemas tenía para mantener sus cabras y su pequeña producción casera de queso. La pobre mujer ahora debía acudir a los mercados artesanales que se realizaban un día por semana en los pueblos circundantes a Avilés. Para cierta molestia de los conductores y demás usuarios del autobús, cargaba sus cestas llenas de cabrales al hombro y recorría concienzudamente la zona, dejando una estela olorosa tras de sí.
Él bajaba cada madrugada a la dársena de San Agustín para subir a bordo del «Guaje». Junto a sus compañeros preparaba las carretas, cañas y señuelos. Antes de zarpar era fundamental que todo el material estuviera a punto pues luego se alejarían bastante de la costa para perseguir bonitos, atunes o peces espada y la precaria estabilidad de la embarcación dificultaba cualquier movimiento preciso. Si al cabo de unas horas no llenaban las cestas se acercarían de nuevo a las rompientes de las olas, fundamentalmente en pos de la tan codiciada lubina, pez muy desconfiado y con muchos recursos.
La fotografía mostraba a una joven sentada sobre las cestas de popa junto a las cajas en las que metían la pesca. El cabello rizado alborotado por la brisa, la sonrisa inocente salpicada por la sal y esos ojos más profundos que el propio mar, le hacían sentir el mecer de las olas, oler la marea y oír el graznido de las gaviotas. Cada noche la sacaba de la caja de cartón que tenía escondida bajo su camastro y la miraba largo rato. Imaginaba cómo podría ser su vida ahora si ella no hubiera desviado la mirada aquel día. ¿Por qué tuvo que elevar la vista por encima de su hombro y regalarle su sonrisa al capitán que la inmortalizaría con su cámara?
Imaginaba albas de pesca por el Litoral Cantábrico en embarcación pequeña, los dos solos, sorteando arrecifes y llenando cestas con oricios, congrios y centollos. Oía el sonido de las pujas a la baja en la Rula de Avilés por la mercancía recién desembarcada y se sumergía en aquella inigualable sinfonía de olores.
La rutina diaria que no sabía de fines de semana ni de festivos la soportaba pensando en la recompensa de sus ensoñaciones nocturnas. Quince años habían pasado desde el día en el que por fin ella fijó toda su atención en él. Esos segundos en los que se supo el único protagonista de su vida, la mirada suplicante fijada exclusivamente en él antes de que el mar la engullese definitivamente con su vestido celeste y esa mano tendida hacia él antes de desaparecer en un remolino de tela y marea, le hacían sentirse el centro del universo y le compensaban incluso el saber que dormiría con el reflejo de la luna a rayas sobre su lecho el resto de sus días.
Aquella fotografía sustraída del camarote del capitán era el único vestigio de una vida que pudo haber sido.
La pesca al curricán no es que fuera una forma de vida fácil pero le permitía vivir e incluso ayudar un poco a su madre que con la industrialización de la zona bastantes problemas tenía para mantener sus cabras y su pequeña producción casera de queso. La pobre mujer ahora debía acudir a los mercados artesanales que se realizaban un día por semana en los pueblos circundantes a Avilés. Para cierta molestia de los conductores y demás usuarios del autobús, cargaba sus cestas llenas de cabrales al hombro y recorría concienzudamente la zona, dejando una estela olorosa tras de sí.
Él bajaba cada madrugada a la dársena de San Agustín para subir a bordo del «Guaje». Junto a sus compañeros preparaba las carretas, cañas y señuelos. Antes de zarpar era fundamental que todo el material estuviera a punto pues luego se alejarían bastante de la costa para perseguir bonitos, atunes o peces espada y la precaria estabilidad de la embarcación dificultaba cualquier movimiento preciso. Si al cabo de unas horas no llenaban las cestas se acercarían de nuevo a las rompientes de las olas, fundamentalmente en pos de la tan codiciada lubina, pez muy desconfiado y con muchos recursos.
La fotografía mostraba a una joven sentada sobre las cestas de popa junto a las cajas en las que metían la pesca. El cabello rizado alborotado por la brisa, la sonrisa inocente salpicada por la sal y esos ojos más profundos que el propio mar, le hacían sentir el mecer de las olas, oler la marea y oír el graznido de las gaviotas. Cada noche la sacaba de la caja de cartón que tenía escondida bajo su camastro y la miraba largo rato. Imaginaba cómo podría ser su vida ahora si ella no hubiera desviado la mirada aquel día. ¿Por qué tuvo que elevar la vista por encima de su hombro y regalarle su sonrisa al capitán que la inmortalizaría con su cámara?
Imaginaba albas de pesca por el Litoral Cantábrico en embarcación pequeña, los dos solos, sorteando arrecifes y llenando cestas con oricios, congrios y centollos. Oía el sonido de las pujas a la baja en la Rula de Avilés por la mercancía recién desembarcada y se sumergía en aquella inigualable sinfonía de olores.
La rutina diaria que no sabía de fines de semana ni de festivos la soportaba pensando en la recompensa de sus ensoñaciones nocturnas. Quince años habían pasado desde el día en el que por fin ella fijó toda su atención en él. Esos segundos en los que se supo el único protagonista de su vida, la mirada suplicante fijada exclusivamente en él antes de que el mar la engullese definitivamente con su vestido celeste y esa mano tendida hacia él antes de desaparecer en un remolino de tela y marea, le hacían sentirse el centro del universo y le compensaban incluso el saber que dormiría con el reflejo de la luna a rayas sobre su lecho el resto de sus días.