CV5 - El Vientre de Xalla - Zilum
Publicado: 11 Jul 2017 08:41
El Vientre de Xalla
Desterrada por su propia tribu y tras haber perdido a la única persona a la que había amado, la guerrera Rala Ken-Salus estaba decidida a tomar el navío que la llevaría hasta el Vientre de Xalla. Su tez grisácea, sus cabellos plateados y los rasgos exóticos propios de los kenyu la diferenciaban de cualquier humano y le impedían pasar desapercibida allí por donde vagaba.
Su pecado fue enamorarse de uno de ellos, un carpintero, y su condena que la lanza de uno de sus propios hermanos se lo arrebatara y el legado de un embarazo, el principal motivo de aquel viaje. ¿Qué sentido tenía que naciera? Sería un mestizo, quizás con su piel blanca como la de su padre, pero con los ojos morados y las orejas puntiagudas o por el contrario su tez sería grisácea y de facciones humanas. Sea como fuere le aguardaba desprecio por el resto de sus días. Rala conocía demasiado bien a los humanos, odian lo diferente. Unos porque lo temen; otros porque lo consideran indigno.
La guerrera se acarició la barriga y avanzó sin mirar atrás hasta subir por la rampa de madera. Había embarcado. En los escritos sagrados kenyu no se mencionaba a la diosa Xalla, sin embargo, aquel viaje sería su vía de escape, aunque tuviese que encomendar su suerte a las creencias de los humanos. Ya poco importaba.
El barco zarpó con más de doscientas personas a bordo entre pasajeros y tripulación. La guerrera rehusó una plaza en los camarotes, pues se negaba a compartir estancia con la raza que la vilipendiaba. Prefería permanecer en cubierta, arropada con una manta, durmiendo bajo las estrellas y reconfortada por la visión del mar infinito. Para Rala no había nada más bello y poderoso que aquellas indómitas aguas.
Transcurrida la primera semana, la kenyu solo se relacionaba con los humanos para reclamar su ración de comida. Luego regresaba a su rincón en cubierta. Por su parte, el resto de los viajeros ocupaban su tiempo bebiendo y fornicando. En aquel viaje estaban eximidos de todos los pecados.
—General Laurson —se presentó un hombre de faz arrugada y pelo cano. Sin más, se sentó justo al lado de Rala—. ¿A qué obedece su peregrinación, guerrera?
El general recibió como respuesta una mueca de desagrado.
—Le expondré mis razones, si no le inoportuna. Siendo un mozo, como es tradición en mi familia, me alisté en el ejército trecio. Años de sacrificio y disciplina me permitieron alcanzar el rango de general. Como supondrá por mi aspecto, mis tiempos de gloria han pasado y la única forma de seguir defendiendo mi patria como se merece es renaciendo. Así lo hizo mi padre, mi abuelo y ahora ha llegado mi momento.
—Es estúpido —murmuró la guerrera kenyu.
—¿Cómo dice?
—Entregar tu vida entera a un reino es estúpido. ¿No tienes familia?
—Mujer y cuatro hijos que seguirán mi ejemplo —respondió con orgullo.
—Deberían elegir por ellos mismos, humano. Lo sé, he sufrido la carga de tener un padre que quiso decidir por mí.
—¿Tu padre es lo que te ha llevado a un barco bendecido por la gracia de una diosa humana?
—Profesáis que al entrar en el Vientre de Xalla se celebrará un gran banquete y que cada comensal podrá conversar con vuestra diosa para implorar su gracia de cara a la nueva vida. —Laurson asintió—. Le pediré volver a nacer kenyu, le pediré no olvidar cómo fui desterrada ni los nombres de cada uno de los responsables.
Superado mes y medio desde la partida, tal y como habían vaticinado los profetas xallos, una sombra en el horizonte surgió cuando la primera luna llena del mes de julio se alzó con su fulgor reverberando sobre el océano y proyectándose en un río de plata. Allí, se dibujó el Vientre de Xalla.
Los humanos gritaron enfervorecidos al divisar la isla, mientras que Rala sintió su corazón retumbando como lo hacían los tambores de su tribu cuando le rendían culto al dios al que estaba traicionado.
Cuando el Vientre de Xalla se descubría como un gran volcán que emergía de las aguas, el capitán ordenó que los pasajeros fuesen subiendo a los botes. Rala abrazó su barriga, que había aumentado de forma considerable desde que zarparan, y se acercó cuidando de que nadie la golpeara. El general Laurson se ofreció a ayudarla y por una vez la guerrera dejó a un lado el orgullo y aceptó el ofrecimiento.
Se apearon de los botes a las orillas de aquella isla de tierra negra y, según bajaron, los humanos se adelantaron acelerando el paso. El volcán no era escarpado, por lo que se presentaba accesible incluso para una mujer en un estado de embarazo tan avanzado como el de la guerrera kenyu.
—Voy a regresar —le confesó el general—. Tienes razón, no puedo decidir por mis hijos. Deben saberlo.
—¿A qué esperas? Regresa.
—Tu bebé… —acertó a articular Laurson, emocionado—. También tiene derecho a decidir.
El semblante de Rala no acostumbraba revelar sus sentimientos, y tampoco lo hizo ante aquellas palabras. Sin embargo, su expresión se torció al sentir deslizarse humedad entre sus muslos. Sin pararse a pensar, presa del miedo, retomó el ascenso. Ya quedaba poco. El general la siguió hasta que juntos alcanzaron la cumbre. Frente a ellos las entrañas del Vientre de Xalla: un lago de lava sobre el que se precipitaban los humanos.
—Ya viene… —balbuceó la guerrera, que se recostó sobre la tierra volcánica.
—¡Esperad! —bramó Laurson dirigiéndose a los marineros.
Rala apretaba los dientes y clavaba las uñas en el terreno mientras empujaba. A su alrededor solo quedaba con vida el general, que no cesaba en transmitirle palabras de aliento, y los marineros que custodiaban el único bote que los esperaba.
El llanto del recién nacido proclamó la vida.
—¡Quiero ver sus ojos! —solicitó la guerrera con el rostro empapado en sudor. El general, exultante, se sentó a su vera y le mostró al bebé—. Son los de su padre.
Desterrada por su propia tribu y tras haber perdido a la única persona a la que había amado, la guerrera Rala Ken-Salus estaba decidida a tomar el navío que la llevaría hasta el Vientre de Xalla. Su tez grisácea, sus cabellos plateados y los rasgos exóticos propios de los kenyu la diferenciaban de cualquier humano y le impedían pasar desapercibida allí por donde vagaba.
Su pecado fue enamorarse de uno de ellos, un carpintero, y su condena que la lanza de uno de sus propios hermanos se lo arrebatara y el legado de un embarazo, el principal motivo de aquel viaje. ¿Qué sentido tenía que naciera? Sería un mestizo, quizás con su piel blanca como la de su padre, pero con los ojos morados y las orejas puntiagudas o por el contrario su tez sería grisácea y de facciones humanas. Sea como fuere le aguardaba desprecio por el resto de sus días. Rala conocía demasiado bien a los humanos, odian lo diferente. Unos porque lo temen; otros porque lo consideran indigno.
La guerrera se acarició la barriga y avanzó sin mirar atrás hasta subir por la rampa de madera. Había embarcado. En los escritos sagrados kenyu no se mencionaba a la diosa Xalla, sin embargo, aquel viaje sería su vía de escape, aunque tuviese que encomendar su suerte a las creencias de los humanos. Ya poco importaba.
El barco zarpó con más de doscientas personas a bordo entre pasajeros y tripulación. La guerrera rehusó una plaza en los camarotes, pues se negaba a compartir estancia con la raza que la vilipendiaba. Prefería permanecer en cubierta, arropada con una manta, durmiendo bajo las estrellas y reconfortada por la visión del mar infinito. Para Rala no había nada más bello y poderoso que aquellas indómitas aguas.
Transcurrida la primera semana, la kenyu solo se relacionaba con los humanos para reclamar su ración de comida. Luego regresaba a su rincón en cubierta. Por su parte, el resto de los viajeros ocupaban su tiempo bebiendo y fornicando. En aquel viaje estaban eximidos de todos los pecados.
—General Laurson —se presentó un hombre de faz arrugada y pelo cano. Sin más, se sentó justo al lado de Rala—. ¿A qué obedece su peregrinación, guerrera?
El general recibió como respuesta una mueca de desagrado.
—Le expondré mis razones, si no le inoportuna. Siendo un mozo, como es tradición en mi familia, me alisté en el ejército trecio. Años de sacrificio y disciplina me permitieron alcanzar el rango de general. Como supondrá por mi aspecto, mis tiempos de gloria han pasado y la única forma de seguir defendiendo mi patria como se merece es renaciendo. Así lo hizo mi padre, mi abuelo y ahora ha llegado mi momento.
—Es estúpido —murmuró la guerrera kenyu.
—¿Cómo dice?
—Entregar tu vida entera a un reino es estúpido. ¿No tienes familia?
—Mujer y cuatro hijos que seguirán mi ejemplo —respondió con orgullo.
—Deberían elegir por ellos mismos, humano. Lo sé, he sufrido la carga de tener un padre que quiso decidir por mí.
—¿Tu padre es lo que te ha llevado a un barco bendecido por la gracia de una diosa humana?
—Profesáis que al entrar en el Vientre de Xalla se celebrará un gran banquete y que cada comensal podrá conversar con vuestra diosa para implorar su gracia de cara a la nueva vida. —Laurson asintió—. Le pediré volver a nacer kenyu, le pediré no olvidar cómo fui desterrada ni los nombres de cada uno de los responsables.
Superado mes y medio desde la partida, tal y como habían vaticinado los profetas xallos, una sombra en el horizonte surgió cuando la primera luna llena del mes de julio se alzó con su fulgor reverberando sobre el océano y proyectándose en un río de plata. Allí, se dibujó el Vientre de Xalla.
Los humanos gritaron enfervorecidos al divisar la isla, mientras que Rala sintió su corazón retumbando como lo hacían los tambores de su tribu cuando le rendían culto al dios al que estaba traicionado.
Cuando el Vientre de Xalla se descubría como un gran volcán que emergía de las aguas, el capitán ordenó que los pasajeros fuesen subiendo a los botes. Rala abrazó su barriga, que había aumentado de forma considerable desde que zarparan, y se acercó cuidando de que nadie la golpeara. El general Laurson se ofreció a ayudarla y por una vez la guerrera dejó a un lado el orgullo y aceptó el ofrecimiento.
Se apearon de los botes a las orillas de aquella isla de tierra negra y, según bajaron, los humanos se adelantaron acelerando el paso. El volcán no era escarpado, por lo que se presentaba accesible incluso para una mujer en un estado de embarazo tan avanzado como el de la guerrera kenyu.
—Voy a regresar —le confesó el general—. Tienes razón, no puedo decidir por mis hijos. Deben saberlo.
—¿A qué esperas? Regresa.
—Tu bebé… —acertó a articular Laurson, emocionado—. También tiene derecho a decidir.
El semblante de Rala no acostumbraba revelar sus sentimientos, y tampoco lo hizo ante aquellas palabras. Sin embargo, su expresión se torció al sentir deslizarse humedad entre sus muslos. Sin pararse a pensar, presa del miedo, retomó el ascenso. Ya quedaba poco. El general la siguió hasta que juntos alcanzaron la cumbre. Frente a ellos las entrañas del Vientre de Xalla: un lago de lava sobre el que se precipitaban los humanos.
—Ya viene… —balbuceó la guerrera, que se recostó sobre la tierra volcánica.
—¡Esperad! —bramó Laurson dirigiéndose a los marineros.
Rala apretaba los dientes y clavaba las uñas en el terreno mientras empujaba. A su alrededor solo quedaba con vida el general, que no cesaba en transmitirle palabras de aliento, y los marineros que custodiaban el único bote que los esperaba.
El llanto del recién nacido proclamó la vida.
—¡Quiero ver sus ojos! —solicitó la guerrera con el rostro empapado en sudor. El general, exultante, se sentó a su vera y le mostró al bebé—. Son los de su padre.