CT II - Maleficium - Kassiopea
Publicado: 21 Oct 2017 20:28
Maleficium
La última mujer fue arrojada del carromato y arrastrada por el suelo. Ella ni siquiera se resistió, pues ya no le quedaban fuerzas ni esperanza. Solo cerró los ojos y se dejó arrastrar hasta el centro de la plaza. La multitud gritaba enloquecida a su alrededor, escupían y le arrojaban piedras. Algunos de ellos, sus vecinos, habían acudido a su casa en plena noche, en busca de algún remedio para un niño enfermo, o para ayudar en algún parto complicado. Y ni siquiera había pedido nunca nada a cambio, simplemente no podía dejar de ayudar a alguien que lo necesitara. Así se lo pagaban ahora, con piedras. Ya solo deseaba que todo terminara.
En el centro de la plaza había cuatro postes rodeados de leña. Tres mujeres ya estaban atadas y ahora le tocó el turno a la última, Lucía. «¡Brujas! ¡Brujas a la hoguera!», gritaba la muchedumbre, con los ojos inyectados en sangre y señalándolas con el dedo. El verdugo rasgó el vestido de Lucía para exponer sus pechos y la marca del diablo que habían encontrado en ellos. Junto al pezón izquierdo, la mujer tenía una mancha de nacimiento con la forma de una fresa.
—¡Hemos comprobado que estas cuatro mujeres tienen la marca del diablo! —exclamó el cazador de brujas, que ocupaba el lugar de honor a la derecha del alcalde. Momentos antes, el prohombre del pueblo le había entregado una bolsa con ocho monedas de oro, dos por cada una de las brujas desenmascaradas—. Pero ya podéis estar tranquilos, ahora el fuego devorará sus cuerpos ¡y el pueblo volverá a estar limpio!
La muchedumbre rugió, excitada, pues el verdugo ya acercaba una tea a la yesca. Esta prendió enseguida y la leña de debajo empezó a arder. Las mujeres amarradas lloraban y suplicaban piedad, excepto Lucía, que permanecía abstraída. Cuando las llamas lamieron sus pies desnudos, abriendo llagas en su carne, todas gritaron. El verdugo siguió avivando el fuego mientras el hedor nauseabundo de la carne quemada comenzaba a inundar la plaza y el público rugía. En ese instante, una de las desgraciadas, envuelta ya en llamas, aulló unas palabras en una lengua extraña.
La figura menuda y encorvada de un vagabundo apareció de repente en un callejón, aunque nadie reparó en él, ya que miraban fascinados la hoguera de la plaza.
—¡Malditos humanos! Con lo tranquilo que estaba yo y esta pecadora ha tenido que invocarme. ¡Como si a mí me importaran sus asuntos! —refunfuñó el hombrecillo—. En fin, ya que estoy aquí, vamos a divertirnos...
Hizo un ademán con la mano y el cuerpo abrasado de la bruja que lo había invocado se elevó en el aire. Se escucharon gritos de asombro entre la muchedumbre, que se convirtieron en gritos de terror cuando el engendro se arrojó sobre el público. Porque ya no era una mujer, más bien se parecía a las gárgolas que coronaban la iglesia. Sus extremidades se habían transformado en garras y su cabeza en la de un águila, con un pico poderoso y puntiagudo. Además, unas musculosas alas habían surgido de su espalda.
El engendro atravesó cuerpos con sus garras y arrancó cabezas con su pico. Se elevó y lanzó un rugido de satisfacción. Luego voló hasta la tarima y aterrizó justo sobre el alcalde, que intentaba escapar. Le partió la columna en dos, aunque el hombre siguió arrastrándose durante un momento.
Los ojos rojos del engendro observaron a la multitud que corría despavorida. Localizó al cazador de brujas y se arrojó sobre él, hundiendo las garras en su carne. Volvió a elevarse, sujetando todavía al hombre, y sobrevoló el centro de la plaza. Lo dejó caer en la hoguera, que ya había alcanzado una buena altura, y las llamas lo recibieron golosas con sus lenguas de fuego. Escuchar sus gritos fue música para sus oídos.
Descubrió que la sangre era una droga. Y el ansia, imposible de saciar. El engendro siguió mutilando y destripando hasta que el hacha del verdugo se cruzó en su camino. Ensimismado en su festín sangriento, el ser no reparó en que aquel hombre se acercaba por detrás y, con un único hachazo, le rebanó el cuello. Una vez muerto, recuperó su forma humana.
Los supervivientes decidieron arrojar el cuerpo de la bruja a la pira, junto con todos los cadáveres, pues creían que el fuego destruiría cualquier vestigio de brujería.
Aquella hoguera ardió durante dos días. Los tejados del pueblo se cubrieron de hollín y el hedor de la carne quemada permaneció durante una semana, hasta que se desencadenó un repentino ventaval.
Sin embargo, nadie advirtió que, en el centro de la plaza, bajo la ceniza, una sustancia pútrida y pestilente impregnó la tierra y descendió hacia las profundidades. Era la esencia de todo el horror y la maldad de lo que allí había acontecido, que permanecería latente a lo largo de los siglos...
******
Cinco siglos después, aquel pueblo ya no existía. Se había convertido en un terreno boscoso situado a unos diez kilómetros de una gran ciudad. Sin embargo, había algunas masías por la zona que se solían alquilar para escapadas de fin de semana y turismo rural. Una de ellas se encontraba justamente donde tanto tiempo atrás hubo el centro de la plaza.
Un vehículo se detuvo ante la casa. Cinco jóvenes, dos chicas y tres chicos, bajaron del coche y empezaron a sacar bolsas del maletero. Lidia, que había llevado durante todo el viaje una gran calabaza sobre la falda, fue la primera que entró. La siguió Raúl, su novio, que dejó todos los enseres en medio del salón y se tumbó en el sofá. Miguel, Alba y Óscar entraron a continuación y subieron al piso de arriba para inspeccionar toda la casa.
Poco después, mientras Lidia estaba guardando las bebidas y la comida en la nevera, entró Alba en la cocina. Esta cogió una botella de agua y se tomó una pastilla.
—¿Estás bien? —preguntó Lidia—. Has estado muy callada durante todo el viaje.
—Sí, no te preocupes. Es solo que apenas he podido dormir esta noche.
—¡Qué rabia! Con la ilusión que te hacía este finde mientras lo planeábamos.
—Es que... No quería decir nada, porque pensaréis que soy rarita, pero he tenido un sueño muy raro. Y después ya no he podido pegar ojo.
—¡Oh! Otro de tus sueños extraños. Cuenta, cuenta...
—Pues... He visto esta casa. Pero, de repente, ha desaparecido. Luego, en el lugar de la casa, había la plaza de un pueblo y una gran hoguera en el centro. Cuatro mujeres estaban siendo quemadas, acusadas de brujería. Y una de ellas me ha mirado fijamente, como si... Como si me estuviera viendo.
—¡Por Dios! ¿Tú también estabas en la hoguera?
—No. Eso es lo más raro, que me miraba a pesar de la distancia... Ella sabía cosas mías, del mismo modo que yo percibía su historia. Se llamaba Lucía. Preparaba remedios y ungüentos aprovechando las propiedades de las plantas, pero no era una bruja. Sin embargo, unos vecinos la acusaron y vino un cazador de brujas. Ha sido terribe sentir su dolor y desesperanza... Y me ha dicho que no viniéramos, que este lugar está maldito.
—¡Joder, Alba! ¡Menudo horror y qué imaginación la tuya! Ya tienes material para uno de tus cuentos de terror.
En ese momento entró Raúl y se puso cariñoso con Lidia. Alba se sintió un poco incómoda y decidió dejarlos solos.
Los chicos pasaron la tarde colgando algunas lucecitas y adornos de Halloween y las chicas se concentraron en la calabaza, vaciándola y recortando los ojos y la boca. Después, prepararon bocadillos y hornearon pizza. Tampoco faltaron los boniatos y las castañas asadas. Se instalaron en el salón con la comida, las cervezas e incluso corrieron los mojitos, dispuestos a pasar toda la noche viendo películas de terror.
Cuando Freddy Krueger se disponía a usar sus cuchillas, Raúl se incorporó para bajar al sótano, donde habían dejado algunas botellas de vino. Entonces, al acercarse al botellero que había en la pared, reparó en un líquido oscuro que rezumaba del muro de piedra.
—¿Qué mierda es esta? —se preguntó en voz alta, tocando la sustancia con las yemas de sus dedos. Era viscosa y estaba tibia, a pesar de que en el sótano hacía más frío. No obstante, decidió que sería cosa de la humedad y no dio más importancia al asunto.
Horas después, cansados ya con tanta película, Miguel, Lidia y Alba subieron a sus respectivas habitaciones, mientras que Raúl y Óscar se quedaron dormidos en el sofá.
Miguel se echó sobre la cama de inmediato, probablemente había bebido demasiado. Además, mezclar vino con cerveza nunca le sentaba bien, aunque siempre lo recordaba demasiado tarde... Apagó la luz de la mesita de noche y se le escapó un eructo. Se encontraba ya entre los brazos de Morfeo cuando oyó un ruido. Al cabo de un momento, otro. Eran crujidos. Volvió a abrir la luz y contempló el anticuado armario de roble, el ruido procedía de ahí dentro. Se preguntó si sería causa de la borrachera, pero mientras se sentaba en la cama volvió a oírlo. Esta vez parecía como si arañaran la puerta del armario. Desde el interior.
Se incorporó y dio vuelta a la llave que mantenía la puerta cerrada. «Será algún ratón que se ha quedado atrapado», pensaba. Abrió la puerta y solo vio unos ojos rojos que brillaban en la oscuridad. Los ojos eran demasiado grandes y estaban demasiado arriba. Por encima de los suyos. Con la mente nublada por el alcohol, ni siquiera llegó a reaccionar con un grito cuando una poderosa zarpa surgió del interior y lo arrastró hacia las tinieblas.
En el salón, Raúl despertó. La cabeza le latía y, sin saber por qué, se sentía muy inquieto. Fue a encender un cigarrillo y las manos le temblaron. Fue entonces cuando lo vio: tenía la mano y parte del antebrazo de color negro. ¡Aquella sustancia que había tocado en el sótano estaba invadiendo su cuerpo! Angustiado, corrió hasta el fregadero y comenzó a restregarse la piel. ¡No se iba! Probó con el otro estropajo, el de níquel, y rascó y rascó hasta que arrancó un jirón de piel.
Aquella mancha negra, en lugar de disminuir, aumentó, alcanzando el hombro, luego el cuello e incluso el rostro. En ese instante, Raúl se relajó. Bajó la manga del suéter, dejó los estropajos en su lugar y subió las escaleras, sin ni siquiera reparar en Óscar, que roncaba en el sofá.
Solo tenía un pensamiento en la cabeza: Lidia. «Seguro que esa zorra se ha follado a Miguel mientras yo dormía. ¡Claro!, por eso han querido ir a dormir tan pronto... ¡Se va a enterar esa puta!».
Abrió la puerta de la habitación donde Lidia ya hacía rato que dormía, encendió la luz y dio un puñetazo a la chica. Sintió el crujido de la nariz bajo sus nudillos y sonrió. Ella despertó, aturdida y dolorida, sin comprender nada.
—¿Te has vuelto loco? ¡Raúl!
—¡No vas a follarte a nadie más, puta!
Le dio otro puñetazo, pero ella logró esquivarlo, saltando de la cama. Lidia gritó, corriendo hacia la puerta, pero él arrojó la lámpara de la mesita y le dio en la cabeza. Los cabellos rubios de la chica se tiñeron de sangre y cayó al suelo sin sentido.
Los gritos de Lidia despertaron a Alba, que salió en camisón al pasillo. En ese instante vio que salía Raúl de la habitación de enfrente, manchado de sangre, y vislumbró el cuerpo maltrecho de Lidia en el suelo.
—¿Qué ha pasado? ¡Lidia!
—Tú lo sabías, ¿verdad? —espetó Raúl, acercándose a ella con los ojos inyectados en sangre—. Siempre cuchicheáis a mi espalda.
—¡No sé de qué hablas! ¿Qué le has hecho?
—¡Calla, embustera!
Raúl cerró sus manos alrededor de la garganta de Alba y apretó con todas sus fuerzas. La chica intentó luchar, pero le faltaba el aire y empezó a marearse. Sin embargo, cuando creía que los pulmones le iban a estallar, sintió que las manos de Raúl cedían y, al fin, consiguió respirar. El agresor cayó al suelo y Alba reparó entonces en Óscar, que llevaba un bate de béisbol.
—Se ha vuelto loco —balbuceó la chica, con la garganta dolorida—. También ha atacado a Lidia.
Se acercaron hasta el cuerpo de Lidia, que estaba sobre un gran charco de sangre. Óscar le buscó el pulso y no se lo encontró.
—Creo que está... muerta —dijo el chico—. El cabrón le ha abierto la cabeza.
Alba empezó a llorar, arrodillada junto al cuerpo de su amiga. Mientras tanto, Óscar abrió la puerta de la habitación de Miguel, para contarle lo que había ocurrido, pero ahí no había nadie. Solo vio la cama un poco revuelta y la puerta del armario abierta.
—Qué raro, Miguel no está.
—Tal vez esté abajo...
Ambos bajaron las escaleras, apoyándose el uno en el otro. Alba pensaba en el sueño que había tenido, en lo que le advirtió Lucía. Tendría que haberle hecho caso.
—Hay que llamar a la polic...
Óscar no terminó de pronunciar la palabra al ver lo que había en el salón. Alba gritó.
La calabaza que habían dejado sobre la mesa del salón, ahora tenía patas. Ocho patas negras, como si se tratara de una araña. Además, tenía dientes. Dientes blancos y puntiagudos. Y sus cuencas ya no estaban vacías, en su interior había ojos.
La araña saltó de la mesa con agilidad y corrió hacia Óscar, mordiéndole una pierna. El chico intentó golpear aquella cosa con el bate de béisbol, pero era muy rápida. La criatura le mordió en la otra pierna, arrancándole un trozo de carne, y Óscar cayó de rodillas, aullando de dolor.
Entonces, la araña saltó sobre Alba. A causa del impacto, ella cayó sobre la alfombra y sintió a su alrededor las patas peludas de aquel diabólico engendro. Los dientes ensangrentados se acercaron a su rostro y la chica percibió su aliento infernal. Pensó que iban a morir todos y, una vez más, se acordó de Lucía.
Fue en ese instante cuando una luz blanca y azul apareció de la nada en medio del salón y, poco a poco, se materializó el cuerpo de una mujer. Lucía. Ella había sido la única alma inocente que murió cinco siglos atrás en aquella plaza. Formaba parte, desde un principio, de aquel horror que había permanecido latente a lo largo del tiempo, y también era la única que, desde entonces, podía luchar contra aquella maldad. Estaba condenada a hacerlo durante toda la eternidad.
Lucía, rodeada de un aura de luz, golpeó a la criatura y esta soltó de inmediato el cuerpo de la chica. Alba contempló el fantasma fascinada.
—Gracias —le dijo.
Luego se acercó a Óscar y le ayudó a levantarse mientras demonio y fantasma peleaban rodando por el suelo.
Los dos supervivientes subieron al coche y se alejaron a toda velocidad.
De entre los árboles surgió un vagabundo de figura menuda y encorvada.
—Bueno, parece que esta vez la partida ha terminado en tablas. Ya estoy deseando ver qué ocurrirá en la próxima...
La última mujer fue arrojada del carromato y arrastrada por el suelo. Ella ni siquiera se resistió, pues ya no le quedaban fuerzas ni esperanza. Solo cerró los ojos y se dejó arrastrar hasta el centro de la plaza. La multitud gritaba enloquecida a su alrededor, escupían y le arrojaban piedras. Algunos de ellos, sus vecinos, habían acudido a su casa en plena noche, en busca de algún remedio para un niño enfermo, o para ayudar en algún parto complicado. Y ni siquiera había pedido nunca nada a cambio, simplemente no podía dejar de ayudar a alguien que lo necesitara. Así se lo pagaban ahora, con piedras. Ya solo deseaba que todo terminara.
En el centro de la plaza había cuatro postes rodeados de leña. Tres mujeres ya estaban atadas y ahora le tocó el turno a la última, Lucía. «¡Brujas! ¡Brujas a la hoguera!», gritaba la muchedumbre, con los ojos inyectados en sangre y señalándolas con el dedo. El verdugo rasgó el vestido de Lucía para exponer sus pechos y la marca del diablo que habían encontrado en ellos. Junto al pezón izquierdo, la mujer tenía una mancha de nacimiento con la forma de una fresa.
—¡Hemos comprobado que estas cuatro mujeres tienen la marca del diablo! —exclamó el cazador de brujas, que ocupaba el lugar de honor a la derecha del alcalde. Momentos antes, el prohombre del pueblo le había entregado una bolsa con ocho monedas de oro, dos por cada una de las brujas desenmascaradas—. Pero ya podéis estar tranquilos, ahora el fuego devorará sus cuerpos ¡y el pueblo volverá a estar limpio!
La muchedumbre rugió, excitada, pues el verdugo ya acercaba una tea a la yesca. Esta prendió enseguida y la leña de debajo empezó a arder. Las mujeres amarradas lloraban y suplicaban piedad, excepto Lucía, que permanecía abstraída. Cuando las llamas lamieron sus pies desnudos, abriendo llagas en su carne, todas gritaron. El verdugo siguió avivando el fuego mientras el hedor nauseabundo de la carne quemada comenzaba a inundar la plaza y el público rugía. En ese instante, una de las desgraciadas, envuelta ya en llamas, aulló unas palabras en una lengua extraña.
La figura menuda y encorvada de un vagabundo apareció de repente en un callejón, aunque nadie reparó en él, ya que miraban fascinados la hoguera de la plaza.
—¡Malditos humanos! Con lo tranquilo que estaba yo y esta pecadora ha tenido que invocarme. ¡Como si a mí me importaran sus asuntos! —refunfuñó el hombrecillo—. En fin, ya que estoy aquí, vamos a divertirnos...
Hizo un ademán con la mano y el cuerpo abrasado de la bruja que lo había invocado se elevó en el aire. Se escucharon gritos de asombro entre la muchedumbre, que se convirtieron en gritos de terror cuando el engendro se arrojó sobre el público. Porque ya no era una mujer, más bien se parecía a las gárgolas que coronaban la iglesia. Sus extremidades se habían transformado en garras y su cabeza en la de un águila, con un pico poderoso y puntiagudo. Además, unas musculosas alas habían surgido de su espalda.
El engendro atravesó cuerpos con sus garras y arrancó cabezas con su pico. Se elevó y lanzó un rugido de satisfacción. Luego voló hasta la tarima y aterrizó justo sobre el alcalde, que intentaba escapar. Le partió la columna en dos, aunque el hombre siguió arrastrándose durante un momento.
Los ojos rojos del engendro observaron a la multitud que corría despavorida. Localizó al cazador de brujas y se arrojó sobre él, hundiendo las garras en su carne. Volvió a elevarse, sujetando todavía al hombre, y sobrevoló el centro de la plaza. Lo dejó caer en la hoguera, que ya había alcanzado una buena altura, y las llamas lo recibieron golosas con sus lenguas de fuego. Escuchar sus gritos fue música para sus oídos.
Descubrió que la sangre era una droga. Y el ansia, imposible de saciar. El engendro siguió mutilando y destripando hasta que el hacha del verdugo se cruzó en su camino. Ensimismado en su festín sangriento, el ser no reparó en que aquel hombre se acercaba por detrás y, con un único hachazo, le rebanó el cuello. Una vez muerto, recuperó su forma humana.
Los supervivientes decidieron arrojar el cuerpo de la bruja a la pira, junto con todos los cadáveres, pues creían que el fuego destruiría cualquier vestigio de brujería.
Aquella hoguera ardió durante dos días. Los tejados del pueblo se cubrieron de hollín y el hedor de la carne quemada permaneció durante una semana, hasta que se desencadenó un repentino ventaval.
Sin embargo, nadie advirtió que, en el centro de la plaza, bajo la ceniza, una sustancia pútrida y pestilente impregnó la tierra y descendió hacia las profundidades. Era la esencia de todo el horror y la maldad de lo que allí había acontecido, que permanecería latente a lo largo de los siglos...
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Cinco siglos después, aquel pueblo ya no existía. Se había convertido en un terreno boscoso situado a unos diez kilómetros de una gran ciudad. Sin embargo, había algunas masías por la zona que se solían alquilar para escapadas de fin de semana y turismo rural. Una de ellas se encontraba justamente donde tanto tiempo atrás hubo el centro de la plaza.
Un vehículo se detuvo ante la casa. Cinco jóvenes, dos chicas y tres chicos, bajaron del coche y empezaron a sacar bolsas del maletero. Lidia, que había llevado durante todo el viaje una gran calabaza sobre la falda, fue la primera que entró. La siguió Raúl, su novio, que dejó todos los enseres en medio del salón y se tumbó en el sofá. Miguel, Alba y Óscar entraron a continuación y subieron al piso de arriba para inspeccionar toda la casa.
Poco después, mientras Lidia estaba guardando las bebidas y la comida en la nevera, entró Alba en la cocina. Esta cogió una botella de agua y se tomó una pastilla.
—¿Estás bien? —preguntó Lidia—. Has estado muy callada durante todo el viaje.
—Sí, no te preocupes. Es solo que apenas he podido dormir esta noche.
—¡Qué rabia! Con la ilusión que te hacía este finde mientras lo planeábamos.
—Es que... No quería decir nada, porque pensaréis que soy rarita, pero he tenido un sueño muy raro. Y después ya no he podido pegar ojo.
—¡Oh! Otro de tus sueños extraños. Cuenta, cuenta...
—Pues... He visto esta casa. Pero, de repente, ha desaparecido. Luego, en el lugar de la casa, había la plaza de un pueblo y una gran hoguera en el centro. Cuatro mujeres estaban siendo quemadas, acusadas de brujería. Y una de ellas me ha mirado fijamente, como si... Como si me estuviera viendo.
—¡Por Dios! ¿Tú también estabas en la hoguera?
—No. Eso es lo más raro, que me miraba a pesar de la distancia... Ella sabía cosas mías, del mismo modo que yo percibía su historia. Se llamaba Lucía. Preparaba remedios y ungüentos aprovechando las propiedades de las plantas, pero no era una bruja. Sin embargo, unos vecinos la acusaron y vino un cazador de brujas. Ha sido terribe sentir su dolor y desesperanza... Y me ha dicho que no viniéramos, que este lugar está maldito.
—¡Joder, Alba! ¡Menudo horror y qué imaginación la tuya! Ya tienes material para uno de tus cuentos de terror.
En ese momento entró Raúl y se puso cariñoso con Lidia. Alba se sintió un poco incómoda y decidió dejarlos solos.
Los chicos pasaron la tarde colgando algunas lucecitas y adornos de Halloween y las chicas se concentraron en la calabaza, vaciándola y recortando los ojos y la boca. Después, prepararon bocadillos y hornearon pizza. Tampoco faltaron los boniatos y las castañas asadas. Se instalaron en el salón con la comida, las cervezas e incluso corrieron los mojitos, dispuestos a pasar toda la noche viendo películas de terror.
Cuando Freddy Krueger se disponía a usar sus cuchillas, Raúl se incorporó para bajar al sótano, donde habían dejado algunas botellas de vino. Entonces, al acercarse al botellero que había en la pared, reparó en un líquido oscuro que rezumaba del muro de piedra.
—¿Qué mierda es esta? —se preguntó en voz alta, tocando la sustancia con las yemas de sus dedos. Era viscosa y estaba tibia, a pesar de que en el sótano hacía más frío. No obstante, decidió que sería cosa de la humedad y no dio más importancia al asunto.
Horas después, cansados ya con tanta película, Miguel, Lidia y Alba subieron a sus respectivas habitaciones, mientras que Raúl y Óscar se quedaron dormidos en el sofá.
Miguel se echó sobre la cama de inmediato, probablemente había bebido demasiado. Además, mezclar vino con cerveza nunca le sentaba bien, aunque siempre lo recordaba demasiado tarde... Apagó la luz de la mesita de noche y se le escapó un eructo. Se encontraba ya entre los brazos de Morfeo cuando oyó un ruido. Al cabo de un momento, otro. Eran crujidos. Volvió a abrir la luz y contempló el anticuado armario de roble, el ruido procedía de ahí dentro. Se preguntó si sería causa de la borrachera, pero mientras se sentaba en la cama volvió a oírlo. Esta vez parecía como si arañaran la puerta del armario. Desde el interior.
Se incorporó y dio vuelta a la llave que mantenía la puerta cerrada. «Será algún ratón que se ha quedado atrapado», pensaba. Abrió la puerta y solo vio unos ojos rojos que brillaban en la oscuridad. Los ojos eran demasiado grandes y estaban demasiado arriba. Por encima de los suyos. Con la mente nublada por el alcohol, ni siquiera llegó a reaccionar con un grito cuando una poderosa zarpa surgió del interior y lo arrastró hacia las tinieblas.
En el salón, Raúl despertó. La cabeza le latía y, sin saber por qué, se sentía muy inquieto. Fue a encender un cigarrillo y las manos le temblaron. Fue entonces cuando lo vio: tenía la mano y parte del antebrazo de color negro. ¡Aquella sustancia que había tocado en el sótano estaba invadiendo su cuerpo! Angustiado, corrió hasta el fregadero y comenzó a restregarse la piel. ¡No se iba! Probó con el otro estropajo, el de níquel, y rascó y rascó hasta que arrancó un jirón de piel.
Aquella mancha negra, en lugar de disminuir, aumentó, alcanzando el hombro, luego el cuello e incluso el rostro. En ese instante, Raúl se relajó. Bajó la manga del suéter, dejó los estropajos en su lugar y subió las escaleras, sin ni siquiera reparar en Óscar, que roncaba en el sofá.
Solo tenía un pensamiento en la cabeza: Lidia. «Seguro que esa zorra se ha follado a Miguel mientras yo dormía. ¡Claro!, por eso han querido ir a dormir tan pronto... ¡Se va a enterar esa puta!».
Abrió la puerta de la habitación donde Lidia ya hacía rato que dormía, encendió la luz y dio un puñetazo a la chica. Sintió el crujido de la nariz bajo sus nudillos y sonrió. Ella despertó, aturdida y dolorida, sin comprender nada.
—¿Te has vuelto loco? ¡Raúl!
—¡No vas a follarte a nadie más, puta!
Le dio otro puñetazo, pero ella logró esquivarlo, saltando de la cama. Lidia gritó, corriendo hacia la puerta, pero él arrojó la lámpara de la mesita y le dio en la cabeza. Los cabellos rubios de la chica se tiñeron de sangre y cayó al suelo sin sentido.
Los gritos de Lidia despertaron a Alba, que salió en camisón al pasillo. En ese instante vio que salía Raúl de la habitación de enfrente, manchado de sangre, y vislumbró el cuerpo maltrecho de Lidia en el suelo.
—¿Qué ha pasado? ¡Lidia!
—Tú lo sabías, ¿verdad? —espetó Raúl, acercándose a ella con los ojos inyectados en sangre—. Siempre cuchicheáis a mi espalda.
—¡No sé de qué hablas! ¿Qué le has hecho?
—¡Calla, embustera!
Raúl cerró sus manos alrededor de la garganta de Alba y apretó con todas sus fuerzas. La chica intentó luchar, pero le faltaba el aire y empezó a marearse. Sin embargo, cuando creía que los pulmones le iban a estallar, sintió que las manos de Raúl cedían y, al fin, consiguió respirar. El agresor cayó al suelo y Alba reparó entonces en Óscar, que llevaba un bate de béisbol.
—Se ha vuelto loco —balbuceó la chica, con la garganta dolorida—. También ha atacado a Lidia.
Se acercaron hasta el cuerpo de Lidia, que estaba sobre un gran charco de sangre. Óscar le buscó el pulso y no se lo encontró.
—Creo que está... muerta —dijo el chico—. El cabrón le ha abierto la cabeza.
Alba empezó a llorar, arrodillada junto al cuerpo de su amiga. Mientras tanto, Óscar abrió la puerta de la habitación de Miguel, para contarle lo que había ocurrido, pero ahí no había nadie. Solo vio la cama un poco revuelta y la puerta del armario abierta.
—Qué raro, Miguel no está.
—Tal vez esté abajo...
Ambos bajaron las escaleras, apoyándose el uno en el otro. Alba pensaba en el sueño que había tenido, en lo que le advirtió Lucía. Tendría que haberle hecho caso.
—Hay que llamar a la polic...
Óscar no terminó de pronunciar la palabra al ver lo que había en el salón. Alba gritó.
La calabaza que habían dejado sobre la mesa del salón, ahora tenía patas. Ocho patas negras, como si se tratara de una araña. Además, tenía dientes. Dientes blancos y puntiagudos. Y sus cuencas ya no estaban vacías, en su interior había ojos.
La araña saltó de la mesa con agilidad y corrió hacia Óscar, mordiéndole una pierna. El chico intentó golpear aquella cosa con el bate de béisbol, pero era muy rápida. La criatura le mordió en la otra pierna, arrancándole un trozo de carne, y Óscar cayó de rodillas, aullando de dolor.
Entonces, la araña saltó sobre Alba. A causa del impacto, ella cayó sobre la alfombra y sintió a su alrededor las patas peludas de aquel diabólico engendro. Los dientes ensangrentados se acercaron a su rostro y la chica percibió su aliento infernal. Pensó que iban a morir todos y, una vez más, se acordó de Lucía.
Fue en ese instante cuando una luz blanca y azul apareció de la nada en medio del salón y, poco a poco, se materializó el cuerpo de una mujer. Lucía. Ella había sido la única alma inocente que murió cinco siglos atrás en aquella plaza. Formaba parte, desde un principio, de aquel horror que había permanecido latente a lo largo del tiempo, y también era la única que, desde entonces, podía luchar contra aquella maldad. Estaba condenada a hacerlo durante toda la eternidad.
Lucía, rodeada de un aura de luz, golpeó a la criatura y esta soltó de inmediato el cuerpo de la chica. Alba contempló el fantasma fascinada.
—Gracias —le dijo.
Luego se acercó a Óscar y le ayudó a levantarse mientras demonio y fantasma peleaban rodando por el suelo.
Los dos supervivientes subieron al coche y se alejaron a toda velocidad.
De entre los árboles surgió un vagabundo de figura menuda y encorvada.
—Bueno, parece que esta vez la partida ha terminado en tablas. Ya estoy deseando ver qué ocurrirá en la próxima...