CT II - Sobre luces y sombras - Meiko (1º Pop)
Publicado: 21 Oct 2017 20:29
SOBRE LUCES Y SOMBRAS
La sombra se arrastra sinuosa desdibujando el suelo alrededor de sus pasos. La veo retozar y mostrarme excitada su nueva elección. Es una joven morena, de frágil aspecto. Llevo un rato siguiéndola a cierta distancia. Me hipnotiza la marcada línea de sus mejillas, el reflejo de las farolas en su pelo azabache, la bruma de vaho que sale de su boca. No puedo evitar apretar el frío cuchillo contra el muslo bajo mi abrigo de paño, ansioso, calculando el momento en que me acercaré a ella.
La primera vez que vi a la sombra era apenas un pequeño punto oscuro en la pared. Abel había venido de visita y yo le hablaba de mi última novela. Mientras me quejaba de la dificultad para encontrar editores y lectores que sepan apreciar mi talento, noté que aquella mínima mota vibraba y palpitaba al son de mis palabras. Y caí bajo su hechizo, no podía apartar los ojos de su contorno. Cuando él empezó a hablar, el negro borrón se deslizó despacio fundiéndose con la silueta de la lámpara de pie.
— ¿Y qué esperabas Alejo? No sé cómo pudiste presentar esa basura de historia a editoriales serias. El argumento es malo, nunca fuiste de grandes ideas, y está claro que no sabes lo que es el terror.
La mancha oscura comenzó a extenderse y a crecer. Yo seguí mirándola en silencio, fascinado, obviando la indignación que sentía por las palabras de mi amigo.
— ¿Y los personajes? ¿A quién vas a espantar con un psicópata disfrazado de conejo de pascua? ¿No te parece grotesco el payaso trágico con hacha de leñador? Y los espectros de pálida luz fantasmal ya están muy vistos. ¡Esas cosas no asustan a nadie, hombre!
Sentí el impulso de contestarle furioso, pero me contuve expectante ante aquella negrura que empezaba a deshacerse en monstruosas formas a su espalda. Empecé a oír en mi cabeza lo que la nube negra en mi pared quería decirme y consideré seriamente sus palabras.
— ¿Por qué no pruebas con el género romántico? — dijo él finalmente sin percatarse de mi mudo diálogo con la mancha.
—Es más fácil matar que ligar— contesté mientras sonreía a la sombra tras él. Abel lo tomó a broma y soltó una risa un tanto forzada.
Yo nunca había matado a nadie. El asesinato era sólo una ficción de tardes jugando videojuegos o escribiendo historias, sólo un pensamiento ocioso y abstracto de sueños y noches de vigilia. Pero la oscuridad hablaba y un extraño vértigo brotaba de mis entrañas.
Cogí la lámpara de pie y lo golpeé en la cabeza tan rápido como pude una, dos, tres veces. La sombra giraba y crecía, se movía alegre y rápida dibujando espirales por toda la habitación. El mundo latía en un asombroso frenesí que llenaba mi mente, se fragmentaba, se derretía. Lo até tan fuerte como pude a una silla y lo amordacé. Busqué algún útil afilado en mi cocina y esperé entre trémulo y ávido que recobrara la consciencia.
—Qué pena que no tenga un hacha ni un disfraz de payaso, ¿verdad? Tendrás que conformarte sólo con mi cara y este cuchillo, a ver si soy capaz de asustarte —le dije divertido. No me gustaban sus críticas, siempre había deseado cortarlo en trozos muy pequeños.
Se revolvió feroz, sudando copiosamente, agitado, intentando decir algo bajo la mordaza. Realmente disfruté cada corte, cara herida, cada pequeña mutilación. Él intentaba gemir, soltarse, resistir el dolor. Le recuerdo tembloroso, impotente entre el impávido filo y mis manos. Lloraba, y sus ojos reflejaban un miedo brutal, un padecimiento intenso y deslumbrante. Cuando me cansé le clavé el arma en la carótida hasta que cesó de moverse y saqué mi viejo cuaderno para empezar a escribir. Sólo fue un pequeño relato, pero supe que estaba cerca de encontrar la inspiración para mi gran obra, aquella por la que se hablará de mí durante siglos y siglos.
Ni siquiera tuve que deshacerme del cuerpo. La sombra oscureció su silueta y luego fue creciendo despegándose del suelo sin superficie en la que proyectarse, alzándose en relieve como un oscuro bulto palpitante y cubriéndolo por completo sin dejar nada de él. Luego volvió a encogerse y se movió hasta ser de nuevo un ínfimo punto negro en mi pared. Me sentí realizado, como si la vida empezara justo en ese momento.
Aún evocaba alucinado el olor de la sangre el día que vino Mara a verme. Parecía triste, balbuceaba algo de ir al hospital a visitar a un amigo enfermo. Yo no escuchaba, sólo quería acostarme con ella. Llevaba meses soñando con poseerla, sintiendo incluso dolor en su presencia, como si tuviera un puñal clavado en la boca del estómago. Entonces vi una mota de polvo sombría que descendía del techo al lado suyo. Creció y se oscureció hasta abarcar casi toda la estancia camuflándose tras muebles y lámparas. Y yo escuché la silenciosa elección en mi cabeza, dispuesto a obedecer, sintiendo que ella podría ser mi esperada musa.
El éxtasis fue increíblemente gozoso. El placer del amante y el del asesino se fundieron en mí y en el tiempo, en un único instante, mientras la sombra rasgaba todas las luces y colores fuera de sí, enloquecida, llenando la habitación de negruzcas formas.
Recuerdo con detalle su cara pálida, su cuello vestido con la marca de mis manos, la dejadez de su brazo inerte sobre las desgastadas sábanas, el mechón de pelo rozando su mejilla, sus ojos castaños mirando el vacío. Estaba terriblemente hermosa. Y había visto un pánico verdadero, delicioso y evocador pintado en su rostro. Abrí el cuaderno sentado junto a ella y escribí el esbozo de un relato poético bastante aterrador, pero no la brillante idea que esperaba para desarrollar mi obra cumbre. Le di un último beso en sus mortecinos labios y la sombra ascendió voluptuosa por sus piernas devorando su cuerpo.
Nadie me ha hecho preguntas sobre estas desapariciones, no ha habido consecuencias. Estoy convencido: soy intocable, tengo la bendición del propio cosmos. Aun así, he llegado a la conclusión de que es mejor matar a desconocidos, por si las estrellas se distraen un poco.
La sombra salió conmigo esta noche al acecho, juguetona. Eligió a la chica que ahora sigo, a la portadora de mi gran idea. Anhelo ver el miedo en sus pupilas, sentir su pulso acelerado, su voz ahogada con algún grito incipiente que me apresuraré a acallar. Me emociono pensándolo, anticipando el momento. Sí, morirá, pero a cambio será inmortalizada en la mejor novela de terror de todos los tiempos.
Avanzo esperando que llegue a un portal o a una travesía mal iluminada. Parpadeo, miro a otro lado, me distraigo unos segundos y, de repente, ya no la veo. La he perdido. Busco alrededor frenético, acelero el paso por las calles colindantes. No puede haber ido muy lejos. Y al doblar una esquina veo a una pareja que habla en un lóbrego callejón sin iluminación alguna. No puedo distinguir sus caras, apenas les roza un macilento rayo de luna. Escucho los sonidos pero sólo entiendo algunas palabras.
—Gracias por venir de nuevo— dice el hombre rodeando con sus brazos a la mujer.
¡Es Abel! Pero está muerto, yo lo maté, la sombra lo deshilachó absorbiéndolo en sus oscuras entrañas. Intento acercarme para ver los rostros, ¿por qué no puedo verlos, por qué la noche es tan fría y tan densa? No entiendo qué contesta ella, pero reconozco la voz de Mara y el fresco olor de su colonia que flota en el aire invernal. Ellos no se conocen, no pueden estar juntos. Pero qué digo, ¡están muertos! ¿Qué alucinación es esta, por qué me atormenta su recuerdo?
—Está bien sombra, te has divertido. Pero tu idea del terror no podrá conmigo, no escribirás tu historia a mi costa. Sí, lo he adivinado, me usas como posible protagonista, ¿no es así? Es lo mismo que hago yo, no puedes engañarme.
No me responde, pero se cierne sobre mí. Soy su siguiente elección. ¿Dónde están ahora las estrellas? Me alejo a toda prisa buscando el camino hacia las amplias y concurridas avenidas principales pero estoy perdido en un barrio desconocido. De repente todas las farolas se apagan alrededor y no brilla luz alguna en las ventanas de las casas. Fantástico, es el mejor momento para un apagón. Avanzo casi a tientas, sintiendo a la sombra que me sigue, que extiende su hálito helado por las aceras. Ahora ríe, ríe y crece llenando la tierra. No es que oiga su risa, es que la siento trémula entre mis venas, es que late con violencia en mi cabeza. Corro todo lo que puedo, quiero alejarme, huir, olvidar. Soy un hombre solo en la oscuridad, perdido en la negrura del universo primigenio desde siempre y para siempre.
Un luz intensa me paraliza al cruzar una calle, probablemente los faros de un coche que me deslumbran. Me siento protegido de lo oscuro por esa luminosidad, no quiero moverme. No sé si el coche frena o no, no sé si hay golpe, no siento nada. Sólo veo el brillo de los faros y, alrededor, una súbita niebla pesada y oscura. Pero sé que ahora hay varias personas junto a mí, cuatro, tal vez cinco. Oigo que hablan acelerados pero sólo descifro alguna palabra suelta. ¿Por qué no puedo entenderlos? No puedo moverme, no sé qué ocurre. Ellos parecen nerviosos, me tocan, manipulan objetos que no reconozco. Un sonido continuo, ascendente y molesto, acompasa sus gestos. Me pierdo en mí mismo y floto, caigo en un dulce aturdimiento donde no hay tinieblas ni miedos.
Abro los ojos y siento en la penumbra nocturna el roce de las sábanas. Sólo era un sueño, debí quedarme dormido. Pero hay alguien ahí, junto a la puerta del dormitorio. Miro despacio, tiemblo, ¡los veo! Quiero esconderme, quiero gritar. Ellos están en mi habitación, distingo sus caras y sus rasgos. Brillan, son albos entes de pura luz. Nada rompe su extrema blancura salvo el intenso bermellón de sus ojos. Rojo sobre blanco, blanco herido por rojo. Son sus fantasmas que vienen a atormentarme, a vengarse de lo que les hice.
—Por favor, no quise mataros, sólo era un pensamiento ocioso, una idea febril que se desbordó. Tenéis que perdonarme, nunca quise que fuese real. Sólo quería escribir…
No contestan, pero se van acercando a mí con paso lento, decidido. Intento levantarme pero no puedo, mis brazos y piernas no responden. Grito, busco a la sombra. No la veo pero la siento sobre mí, como si me tragara llenando mi piel de su opacidad. Entra otro espectro de roja mirada en el cuarto. Me pregunto qué van a hacer conmigo, qué puede pasarme. Y la reconozco, es la chica que he seguido esta noche, la musa perdida. No era un sueño. Pero… ¡no la he matado! ¿Por qué veo su espíritu?
— ¡Eh chica! No he sido yo, ¡no he sido yo! Sólo te seguí un rato. Me gustaba tu pelo negro meciendo el viento, me emocionaba la idea de tu aliento agitado rozando mi cara. Pero no era más que un juego, nunca quise hacerte daño.
No contesta, se vuelve hacia ellos con un suave movimiento. Son una tríada espeluznante, radiantes formas engastadas de esa luz blanca hiriente apenas quebrada por el rojo de sus miradas. De nuevo lucho por despertar mi cuerpo, mis músculos, moverme, huir. Pero estoy paralizado, el pánico me atrapa en esta postura y esta cama. Ojalá fuese invisible. Ojalá pudiese eludirlos y perderlos cual estrella fugaz cruzando el infinito.
—Lo siento mucho —dice la chica—. Era complicado que despertara del coma, el ictus le había provocado daños cerebrales irreversibles.
—Oh, fue horrible, tan joven, tan repentino… —llora él—. Hablábamos de su novela, sólo le noté algo distraído, confuso. Debí ser más comprensivo, más amable. Bromeó un poco y se desplomó sin que yo pudiera hacer nada, sin que supiera qué estaba pasando.
—No podías saberlo, no te culpes —le consuela Mara abrazándolo, rozando su pelo, acariciándole las manos.
— ¿Pero qué decís? Yo estoy bien. ¡Vosotros estáis muertos! Vosotros, los fantasmas temibles, blancos y espectrales ¿Y tú por qué la abrazas? Ella es mía, ¡es mía!
—Tú eres el muerto —suena la voz de la sombra en mi mente más clara que nunca —. Así se ve a los vivos a través de la frontera de la existencia.
Pero… ¡yo estoy bendecido por las estrellas, destinado a ser recordado! Ya no siento miedo. Un enorme sentimiento de ira me sacude, me agita cual terremoto y puedo moverme de nuevo. Me levanto veloz y descubro que yo mismo soy una mancha informe y oscura. La sombra ha jugado con mi cordura y me ha abandonado. Ahora no puedo sentirla, no sé dónde ha ido. La busco sin fortuna entre los opacos pliegues de mi tenebrosa figura. Me pregunto bajo qué cielo está ahora, si se ha tornado claridad, si volverá algún día para atormentarme. Sólo ahora soy consciente de que no estoy en mi cama ni en mi cuarto sino en el de un hospital. Veo medio tapado con sábanas mi cuerpo inerte, mancillado por tenues jirones negruzcos.
Mi rabia aumenta, crece doliente al confirmar la sospecha: ellos viven y yo me pudro en la penumbra sin ver publicada mi gran obra, ¡y eso que ya sé con qué idea empezar! Después de escribir sobre las ánimas erradamente tanto tiempo, ¡quién pudiera ahora contar la verdad sobre luces y sombras!
Aún tengo mucho que descubrir de mi nueva existencia, de lo que puedo hacer. Me proyecto con la forma del cabecero sobre la pared. Ellos, ajenos a mi presencia, salen de la mano de la habitación enlazando su infame blanco luminoso bajo un intenso cruce de miradas carmesí.
Me lanzo al mundo tras la pareja fundiéndome con cada sombra que encuentro en el pasillo: la de la máquina de café, la de una camilla, la de sus propios cuerpos. Me odio, ¡no!, los odio por esto. Iré tras ellos, los seguiré toda su vida, me deleitaré retorciendo con mil horrores sus sueños. Seré una mancha negra en su pared, los mortificaré cada noche y sabrán lo que es el miedo. Salgo de la clínica al pálido día invernal engarzado en sus zapatos. Se abrazan bajo los álamos, y rubrico mi declaración de intenciones bloqueando el beso de Abel como sombra de rama desnuda sobre los labios de Mara.
La sombra se arrastra sinuosa desdibujando el suelo alrededor de sus pasos. La veo retozar y mostrarme excitada su nueva elección. Es una joven morena, de frágil aspecto. Llevo un rato siguiéndola a cierta distancia. Me hipnotiza la marcada línea de sus mejillas, el reflejo de las farolas en su pelo azabache, la bruma de vaho que sale de su boca. No puedo evitar apretar el frío cuchillo contra el muslo bajo mi abrigo de paño, ansioso, calculando el momento en que me acercaré a ella.
La primera vez que vi a la sombra era apenas un pequeño punto oscuro en la pared. Abel había venido de visita y yo le hablaba de mi última novela. Mientras me quejaba de la dificultad para encontrar editores y lectores que sepan apreciar mi talento, noté que aquella mínima mota vibraba y palpitaba al son de mis palabras. Y caí bajo su hechizo, no podía apartar los ojos de su contorno. Cuando él empezó a hablar, el negro borrón se deslizó despacio fundiéndose con la silueta de la lámpara de pie.
— ¿Y qué esperabas Alejo? No sé cómo pudiste presentar esa basura de historia a editoriales serias. El argumento es malo, nunca fuiste de grandes ideas, y está claro que no sabes lo que es el terror.
La mancha oscura comenzó a extenderse y a crecer. Yo seguí mirándola en silencio, fascinado, obviando la indignación que sentía por las palabras de mi amigo.
— ¿Y los personajes? ¿A quién vas a espantar con un psicópata disfrazado de conejo de pascua? ¿No te parece grotesco el payaso trágico con hacha de leñador? Y los espectros de pálida luz fantasmal ya están muy vistos. ¡Esas cosas no asustan a nadie, hombre!
Sentí el impulso de contestarle furioso, pero me contuve expectante ante aquella negrura que empezaba a deshacerse en monstruosas formas a su espalda. Empecé a oír en mi cabeza lo que la nube negra en mi pared quería decirme y consideré seriamente sus palabras.
— ¿Por qué no pruebas con el género romántico? — dijo él finalmente sin percatarse de mi mudo diálogo con la mancha.
—Es más fácil matar que ligar— contesté mientras sonreía a la sombra tras él. Abel lo tomó a broma y soltó una risa un tanto forzada.
Yo nunca había matado a nadie. El asesinato era sólo una ficción de tardes jugando videojuegos o escribiendo historias, sólo un pensamiento ocioso y abstracto de sueños y noches de vigilia. Pero la oscuridad hablaba y un extraño vértigo brotaba de mis entrañas.
Cogí la lámpara de pie y lo golpeé en la cabeza tan rápido como pude una, dos, tres veces. La sombra giraba y crecía, se movía alegre y rápida dibujando espirales por toda la habitación. El mundo latía en un asombroso frenesí que llenaba mi mente, se fragmentaba, se derretía. Lo até tan fuerte como pude a una silla y lo amordacé. Busqué algún útil afilado en mi cocina y esperé entre trémulo y ávido que recobrara la consciencia.
—Qué pena que no tenga un hacha ni un disfraz de payaso, ¿verdad? Tendrás que conformarte sólo con mi cara y este cuchillo, a ver si soy capaz de asustarte —le dije divertido. No me gustaban sus críticas, siempre había deseado cortarlo en trozos muy pequeños.
Se revolvió feroz, sudando copiosamente, agitado, intentando decir algo bajo la mordaza. Realmente disfruté cada corte, cara herida, cada pequeña mutilación. Él intentaba gemir, soltarse, resistir el dolor. Le recuerdo tembloroso, impotente entre el impávido filo y mis manos. Lloraba, y sus ojos reflejaban un miedo brutal, un padecimiento intenso y deslumbrante. Cuando me cansé le clavé el arma en la carótida hasta que cesó de moverse y saqué mi viejo cuaderno para empezar a escribir. Sólo fue un pequeño relato, pero supe que estaba cerca de encontrar la inspiración para mi gran obra, aquella por la que se hablará de mí durante siglos y siglos.
Ni siquiera tuve que deshacerme del cuerpo. La sombra oscureció su silueta y luego fue creciendo despegándose del suelo sin superficie en la que proyectarse, alzándose en relieve como un oscuro bulto palpitante y cubriéndolo por completo sin dejar nada de él. Luego volvió a encogerse y se movió hasta ser de nuevo un ínfimo punto negro en mi pared. Me sentí realizado, como si la vida empezara justo en ese momento.
Aún evocaba alucinado el olor de la sangre el día que vino Mara a verme. Parecía triste, balbuceaba algo de ir al hospital a visitar a un amigo enfermo. Yo no escuchaba, sólo quería acostarme con ella. Llevaba meses soñando con poseerla, sintiendo incluso dolor en su presencia, como si tuviera un puñal clavado en la boca del estómago. Entonces vi una mota de polvo sombría que descendía del techo al lado suyo. Creció y se oscureció hasta abarcar casi toda la estancia camuflándose tras muebles y lámparas. Y yo escuché la silenciosa elección en mi cabeza, dispuesto a obedecer, sintiendo que ella podría ser mi esperada musa.
El éxtasis fue increíblemente gozoso. El placer del amante y el del asesino se fundieron en mí y en el tiempo, en un único instante, mientras la sombra rasgaba todas las luces y colores fuera de sí, enloquecida, llenando la habitación de negruzcas formas.
Recuerdo con detalle su cara pálida, su cuello vestido con la marca de mis manos, la dejadez de su brazo inerte sobre las desgastadas sábanas, el mechón de pelo rozando su mejilla, sus ojos castaños mirando el vacío. Estaba terriblemente hermosa. Y había visto un pánico verdadero, delicioso y evocador pintado en su rostro. Abrí el cuaderno sentado junto a ella y escribí el esbozo de un relato poético bastante aterrador, pero no la brillante idea que esperaba para desarrollar mi obra cumbre. Le di un último beso en sus mortecinos labios y la sombra ascendió voluptuosa por sus piernas devorando su cuerpo.
Nadie me ha hecho preguntas sobre estas desapariciones, no ha habido consecuencias. Estoy convencido: soy intocable, tengo la bendición del propio cosmos. Aun así, he llegado a la conclusión de que es mejor matar a desconocidos, por si las estrellas se distraen un poco.
La sombra salió conmigo esta noche al acecho, juguetona. Eligió a la chica que ahora sigo, a la portadora de mi gran idea. Anhelo ver el miedo en sus pupilas, sentir su pulso acelerado, su voz ahogada con algún grito incipiente que me apresuraré a acallar. Me emociono pensándolo, anticipando el momento. Sí, morirá, pero a cambio será inmortalizada en la mejor novela de terror de todos los tiempos.
Avanzo esperando que llegue a un portal o a una travesía mal iluminada. Parpadeo, miro a otro lado, me distraigo unos segundos y, de repente, ya no la veo. La he perdido. Busco alrededor frenético, acelero el paso por las calles colindantes. No puede haber ido muy lejos. Y al doblar una esquina veo a una pareja que habla en un lóbrego callejón sin iluminación alguna. No puedo distinguir sus caras, apenas les roza un macilento rayo de luna. Escucho los sonidos pero sólo entiendo algunas palabras.
—Gracias por venir de nuevo— dice el hombre rodeando con sus brazos a la mujer.
¡Es Abel! Pero está muerto, yo lo maté, la sombra lo deshilachó absorbiéndolo en sus oscuras entrañas. Intento acercarme para ver los rostros, ¿por qué no puedo verlos, por qué la noche es tan fría y tan densa? No entiendo qué contesta ella, pero reconozco la voz de Mara y el fresco olor de su colonia que flota en el aire invernal. Ellos no se conocen, no pueden estar juntos. Pero qué digo, ¡están muertos! ¿Qué alucinación es esta, por qué me atormenta su recuerdo?
—Está bien sombra, te has divertido. Pero tu idea del terror no podrá conmigo, no escribirás tu historia a mi costa. Sí, lo he adivinado, me usas como posible protagonista, ¿no es así? Es lo mismo que hago yo, no puedes engañarme.
No me responde, pero se cierne sobre mí. Soy su siguiente elección. ¿Dónde están ahora las estrellas? Me alejo a toda prisa buscando el camino hacia las amplias y concurridas avenidas principales pero estoy perdido en un barrio desconocido. De repente todas las farolas se apagan alrededor y no brilla luz alguna en las ventanas de las casas. Fantástico, es el mejor momento para un apagón. Avanzo casi a tientas, sintiendo a la sombra que me sigue, que extiende su hálito helado por las aceras. Ahora ríe, ríe y crece llenando la tierra. No es que oiga su risa, es que la siento trémula entre mis venas, es que late con violencia en mi cabeza. Corro todo lo que puedo, quiero alejarme, huir, olvidar. Soy un hombre solo en la oscuridad, perdido en la negrura del universo primigenio desde siempre y para siempre.
Un luz intensa me paraliza al cruzar una calle, probablemente los faros de un coche que me deslumbran. Me siento protegido de lo oscuro por esa luminosidad, no quiero moverme. No sé si el coche frena o no, no sé si hay golpe, no siento nada. Sólo veo el brillo de los faros y, alrededor, una súbita niebla pesada y oscura. Pero sé que ahora hay varias personas junto a mí, cuatro, tal vez cinco. Oigo que hablan acelerados pero sólo descifro alguna palabra suelta. ¿Por qué no puedo entenderlos? No puedo moverme, no sé qué ocurre. Ellos parecen nerviosos, me tocan, manipulan objetos que no reconozco. Un sonido continuo, ascendente y molesto, acompasa sus gestos. Me pierdo en mí mismo y floto, caigo en un dulce aturdimiento donde no hay tinieblas ni miedos.
Abro los ojos y siento en la penumbra nocturna el roce de las sábanas. Sólo era un sueño, debí quedarme dormido. Pero hay alguien ahí, junto a la puerta del dormitorio. Miro despacio, tiemblo, ¡los veo! Quiero esconderme, quiero gritar. Ellos están en mi habitación, distingo sus caras y sus rasgos. Brillan, son albos entes de pura luz. Nada rompe su extrema blancura salvo el intenso bermellón de sus ojos. Rojo sobre blanco, blanco herido por rojo. Son sus fantasmas que vienen a atormentarme, a vengarse de lo que les hice.
—Por favor, no quise mataros, sólo era un pensamiento ocioso, una idea febril que se desbordó. Tenéis que perdonarme, nunca quise que fuese real. Sólo quería escribir…
No contestan, pero se van acercando a mí con paso lento, decidido. Intento levantarme pero no puedo, mis brazos y piernas no responden. Grito, busco a la sombra. No la veo pero la siento sobre mí, como si me tragara llenando mi piel de su opacidad. Entra otro espectro de roja mirada en el cuarto. Me pregunto qué van a hacer conmigo, qué puede pasarme. Y la reconozco, es la chica que he seguido esta noche, la musa perdida. No era un sueño. Pero… ¡no la he matado! ¿Por qué veo su espíritu?
— ¡Eh chica! No he sido yo, ¡no he sido yo! Sólo te seguí un rato. Me gustaba tu pelo negro meciendo el viento, me emocionaba la idea de tu aliento agitado rozando mi cara. Pero no era más que un juego, nunca quise hacerte daño.
No contesta, se vuelve hacia ellos con un suave movimiento. Son una tríada espeluznante, radiantes formas engastadas de esa luz blanca hiriente apenas quebrada por el rojo de sus miradas. De nuevo lucho por despertar mi cuerpo, mis músculos, moverme, huir. Pero estoy paralizado, el pánico me atrapa en esta postura y esta cama. Ojalá fuese invisible. Ojalá pudiese eludirlos y perderlos cual estrella fugaz cruzando el infinito.
—Lo siento mucho —dice la chica—. Era complicado que despertara del coma, el ictus le había provocado daños cerebrales irreversibles.
—Oh, fue horrible, tan joven, tan repentino… —llora él—. Hablábamos de su novela, sólo le noté algo distraído, confuso. Debí ser más comprensivo, más amable. Bromeó un poco y se desplomó sin que yo pudiera hacer nada, sin que supiera qué estaba pasando.
—No podías saberlo, no te culpes —le consuela Mara abrazándolo, rozando su pelo, acariciándole las manos.
— ¿Pero qué decís? Yo estoy bien. ¡Vosotros estáis muertos! Vosotros, los fantasmas temibles, blancos y espectrales ¿Y tú por qué la abrazas? Ella es mía, ¡es mía!
—Tú eres el muerto —suena la voz de la sombra en mi mente más clara que nunca —. Así se ve a los vivos a través de la frontera de la existencia.
Pero… ¡yo estoy bendecido por las estrellas, destinado a ser recordado! Ya no siento miedo. Un enorme sentimiento de ira me sacude, me agita cual terremoto y puedo moverme de nuevo. Me levanto veloz y descubro que yo mismo soy una mancha informe y oscura. La sombra ha jugado con mi cordura y me ha abandonado. Ahora no puedo sentirla, no sé dónde ha ido. La busco sin fortuna entre los opacos pliegues de mi tenebrosa figura. Me pregunto bajo qué cielo está ahora, si se ha tornado claridad, si volverá algún día para atormentarme. Sólo ahora soy consciente de que no estoy en mi cama ni en mi cuarto sino en el de un hospital. Veo medio tapado con sábanas mi cuerpo inerte, mancillado por tenues jirones negruzcos.
Mi rabia aumenta, crece doliente al confirmar la sospecha: ellos viven y yo me pudro en la penumbra sin ver publicada mi gran obra, ¡y eso que ya sé con qué idea empezar! Después de escribir sobre las ánimas erradamente tanto tiempo, ¡quién pudiera ahora contar la verdad sobre luces y sombras!
Aún tengo mucho que descubrir de mi nueva existencia, de lo que puedo hacer. Me proyecto con la forma del cabecero sobre la pared. Ellos, ajenos a mi presencia, salen de la mano de la habitación enlazando su infame blanco luminoso bajo un intenso cruce de miradas carmesí.
Me lanzo al mundo tras la pareja fundiéndome con cada sombra que encuentro en el pasillo: la de la máquina de café, la de una camilla, la de sus propios cuerpos. Me odio, ¡no!, los odio por esto. Iré tras ellos, los seguiré toda su vida, me deleitaré retorciendo con mil horrores sus sueños. Seré una mancha negra en su pared, los mortificaré cada noche y sabrán lo que es el miedo. Salgo de la clínica al pálido día invernal engarzado en sus zapatos. Se abrazan bajo los álamos, y rubrico mi declaración de intenciones bloqueando el beso de Abel como sombra de rama desnuda sobre los labios de Mara.