CT II - El señor de las sombras - Onomatopeya (2º Jur)
Publicado: 23 Oct 2017 17:21
El señor de las sombras
Cuando miro al suelo, no veo sombras, sino demonios, que me acechan y me abrazan mientras duermo. Demonios sangrientos de desdichas, de odio y de pequeñas oportunidades para poder desatar sus más oscuras perversiones, porque no se alimentan de sangre, ni de fuego, y ni tan siquiera viven en el averno. Ellos toman cada pequeña gota de tus debilidades y la convierten en su fortaleza. Viven dentro de todo lo que existe, pero solo los puedes ver si eres capaz de interpretar correctamente esa oscuridad efímera que proyectamos sobre las paredes y suelos. Y entre todos ellos, entre todos esos diablos de penumbra, de infinita maldad, hay uno que los gobierna a todos, el Señor de las Sombras.
Whilshere Street era una calle tan abarrotada de transeúntes que, gracias a ello, se libró de ser considerada como un callejón inmundo, pero poco la diferenciaba. La delgadez de sus fachadas, los estrechos balcones a baja altura, los cubos de basura y los desperdicios por el suelo daban buena fe de que aquel lugar no tenía pinta de ser la mejor ruta para no caer en las garras de los criminales nocturnos; salvo que los que por allí deambulaban eran de por sí los peores delincuentes de la ciudad. Aquel era el lugar donde habitaban la mayor parte de los demonios de sombra. Aquel era mi hogar.
Rondaba por mi pequeño apartamento con vistas a la tan denostada calle, inquieto, dando vueltas por el pequeño salón. Los ruidos del exterior no podían ser aplacados por los gruesos ventanales de madera, y eso que aún no era la hora de máximo esplendor, que coincidía con el cambio de jornada. Un simple canto del cuco parecía manejar a las personas como marionetas, sacándolas de sus escondrijos y dejándolas pulular libres por la ciudad. Me senté sobre el viejo sofá, intentando calmar los nervios, pero parecieron trasladarse todos a mis piernas, que danzaban como si tuvieran voluntad propia. La lámpara de aceite tintineaba enérgica, al ritmo de mis extremidades. Intenté taparme las orejas. Aunque sabía que era en vano, nunca dejaba de intentarlo
—William, no te escondas. William, ven a jugar con nosotros —decían unas vocecillas agudas, vibrantes y chirriantes.
—El pequeño William no quiere salir a jugar —rieron.
Busqué entre el escaso mobiliario, girando la cabeza de forma espasmódica. La sombra de un candelabro, la de un viejo e inútil jarrón y algunos libros sueltos ordenados de pie. Una pequeña mancha de oscuridad se coló entre los barrotes de la librería.
—William, es la hora.
—¡Callaos! —grité mientras lanzaba un cojín contra el mueble.
—Eso no está bien, William. Solo queremos lo nuestro.
Otra pequeña sombra cruzó por encima de la librería, saltó y se columpió en la lámpara de aceite para acabar desapareciendo entre las cortinas.
—¡No os debo nada!
Me acurruqué posando los pies en el sofá y abrazándome las rodillas.
Una moneda rodó desde debajo del sofá.
—Tenemos más, William.
Miré el reluciente metal. No me gustaban aquellos destellos de bronce, pero, aunque mi mente la rechazara, mi estómago me decía que debía tomarla.
—¿Qué queréis? —grité de nuevo.
Se escucharon murmullos por toda la estancia, como si decenas de ratas se reunieran a trazar un plan. Pero las ratas de verdad ya hacía tiempo que habían huido de aquel antro.
—Un juguete de un niño —dijo uno.
—Una concha —añadió otro.
—La pata de palo de un pirata.
—Un orinal sucio.
—Un mechón de pelo de una jovencita rubia —dijo una de las voces.
—El mechón —fueron diciendo todos, sumándose progresivamente a la propuesta entre risas maquiavélicas.
—¿Un mechón? ¿Nada más? —les pregunté.
—Un mechón rubio.
—De una jovencita.
—¡Está bien! —grité para zanjar la conversación.
Me levanté y rebusqué entre los cajones, hasta dar con unas tijeras. Agarré mi abrigo y abandoné el apartamento. Bajé por las sucias escaleras, esquivando borrachos y prostitutas que se estaban trabajando a sus clientes. Sus forzados gemidos ayudaban a calmar la algarabía de fuera.
Abrir la puerta fue como cuando estas encerrado mucho tiempo en una habitación y notas el aire viciado, entonces abres una ventana, asomas la cabeza y respiras frescor del exterior. Sí, así fue, solo que al revés. Allí el vicio estaba en Whilshere Street. Choqué mi cuerpo contra decenas de transeúntes. Era inevitable no toparse con nadie. Quizá, aquel lugar era el único en el que poder chocarte con alguno de los peores criminales sin que te costara la vida.
Busqué, sin muchas esperanzas, una joven rubia de pelo largo, pero estaba seguro de que no habría ninguna en centenas de metros alrededor. Extrañamente, las mujeres rubias siempre suelen nacer en las familias adineradas y, lo que era peor, se solían recoger pronto. Así que aceleré mi paso para alcanzar la avenida, con la esperanza de toparme con alguna incauta joven que hubiera desafiado las órdenes de sus ricos padres para poder alargar la estancia con su amado unos pocos minutos más. La avenida estaba vacía.
Deambulé de tal manera que parecía un borracho buscando un último bar. Entonces la vi. Un carruaje tirado por un caballo negro de buena planta se detuvo. Una joven se bajó y pareció alargar su cabeza para despedirse de alguien del interior. El cochero azuzó al animal y se alejaron bajo el ruido de la madera sobre la piedra. Aceleré mi paso. La joven llevaba cubierta la cabeza, como si buscara el anonimato. Yo ya me conocía su forma de actuar. Sus amantes las traían a casa, pero se detenían unos metros antes para no llamar la atención. Tenía que darme prisa, pero ni siquiera conocía su color de pelo.
Avancé a grandes zancadas, casi corriendo. Tenía unos pocos segundos para aprovechar la oportunidad. La joven caminaba pegada a las fachadas. Giró en Royal Garden y se detuvo delante de una enorme puerta señorial. Estaba buscando sus llaves. Pausé mi ritmo para disimular y me alejé de las fachadas para no resultar sospechoso. Cuando estuve a su lado, me abalancé sobre ella, le tapé la boca y la arrastré al callejón de las basuras que había diez metros más adelante. Entonces saqué las tijeras.
—¡Rubia! —grité.
Cuando regresé al apartamento me sentí sucio, me sentí más prostituido que todas aquellas meretrices de las escaleras. Solté el mechón en el suelo, junto al sofá. Cinco monedas más salieron rodando de debajo.
—William es nuestro amigo.
—¿Era guapa la joven, William?
—¿Le viste las tetitas?
—Quizá, la violó o, quizá, la mató —rieron.
—¡Callaos! Ella está bien.
Aquellas monedas que obtenía de forma deshonesta me servían para tirar adelante en una ciudad sin contemplaciones para mandarte al rincón de la inmundicia humana. Allí, no es que no hubiera segundas oportunidades, es que no había ni primeras. Me costeaba un pequeño apartamento a buen precio, pues por su situación no estaba muy demandado. Compraba lo justo para alimentarme y casi nada de ropa. El alcohol, prohibido, el tabaco, vedado. En general, me había autoimpuesto ciertas abstenciones sobre lo no estrictamente necesario. El poco dinero que obtenía iba a parar a las monjas de San Bartolomé, una pequeña congregación que se encargaba de cuidar a los enfermos. Aquellas mujeres eran, probablemente, más malvadas que todos los delincuentes de Whilshere Street.
—¡Hola, Amanda! ¿Cómo te encuentras hoy?
Mi hermana se giró sobre el colchón en la habitación que compartía con otra centena de enfermos. Abrió los ojos costrosos y tardó en enfocarme.
—William, ¿eres tú?
—Sí, Amanda. Estoy aquí, contigo. —Le cogí la mano—. ¿Estás mejor?
—¿Dónde está mi Rosita?
—Amanda, Rosita era tu muñeca de niña, hace años que se perdió.
—Es una pena. Me encantaba esa muñeca.
—Lo sé, por eso te he comprado otra. —Le acerqué una muñeca de trapo barata que había comprado en un mercado de segunda mano—. ¿Cómo la llamaremos?
Hizo una pausa.
—Fantasía.
—Me gusta. ¿Por qué ese nombre?
—Porque cuando el dolor no me deje dormir, la abrazaré y me transportaré a un mundo de infinitos jardines, donde no existan las enfermedades.
—Señor Harris, tenemos que hablar —interrumpió la madre superiora.
—¡No vayas con el cuervo! —gritó mi hermana entre dolores.
Me alejé con la prelada unos metros, para que Amanda no nos pudiera escuchar.
—Señor Harris, su hermana está empeorando muy rápidamente. Aquí no podemos más que asearla, darle comida, bebida y poco más, pero, debido a su dolencia, requiere de atención continua. No puedo dedicarle tanto tiempo por esta cantidad de dinero.
—Lo comprendo. No se preocupe, intentaré conseguir algo más.
—No lo entiende, señor Harris. No creo que pueda conseguir el dinero suficiente para costear sus gastos. Probablemente, no le quede mucho de vida. Calculo que menos de un mes. Tiene que llevársela de aquí. No me gusta que los familiares de los otros enfermos vean morir a mis pacientes.
—¿No puede aguantarla un poco más?
—Imposible.
Ya conocía le verdadera vocación de aquella mujer. Rebusqué entre los bolsillos de mi chaqueta hasta dar con el dinero que había reservado para el alquiler.
—Tome, es todo lo que tengo. ¿Podrían cuidarla un mes más?
La madre superiora contó pausadamente todas las monedas, dos veces.
—Un par de semanas —dijo—. Nada más.
Y se marchó.
Aquella noche la pasé pensando en cómo iba a pagar el apartamento. Necesitaba obtener algo más de dinero, pero el único modo que conocía implicaba jugar con el mal. Lo había intentado de aprendiz de diversas profesiones, pero cuando iba adquiriendo ciertas habilidades como para merecer un salario, el maestro me reemplazaba por otro aprendiz que no cobrara. Aun así, me fui a dormir, pues como me enseñó mi madre cuando niño, si llega la noche y tus problemas siguen ahí, no conviertas el cansancio en otro de ellos.
—William —susurró a mi oído un eco grave.
Sentía un frio alrededor de mi cuerpo, como si un aliento gélido me tocara. No quise mirar, porque ya conocía aquella sensación. Me giré, enrollándome en la manta.
Una figura de penumbra estaba sentada al borde de mi cama, abrazándome, reflejada en la pared. Unos cuernos retorcidos hacia atrás, una larga barba puntiaguda y una vestimenta con cuello pomposo le identificaban. Era el Señor de las Sombras.
Acercó su rostro al mío y asomó su larga y afilada lengua entre sus colmillos, deslizándola sobre mi rostro, haciéndome notar su saliva de escarcha.
—William, tengo algo para ti —me dijo al oído. Pude notar como vibraban mis orejas.
—Déjame. No quiero nada tuyo.
—El amo tiene un regalito, William —dijeron unas vocecillas desde debajo de la cama.
—Haz caso al amo, William.
—Quien no juega siempre pierde —rieron.
—¡Callad! —dijo el Señor de las Sombras.
Y todos parecieron esconderse o desaparecer al instante bajo la cama.
—Tengo algo para Amanda —me susurró.
Aquel nombre hizo que me incorporara contra una esquina del colchón.
—¿Qué?
—La cura de todos sus males.
—¿Y qué quieres a cambio?
—¿Querer? William, me ofendes. Yo no quiero nada. Salvo una compensación justa. Una vida por otra. Como ves, yo no gano nada con ello.
—¿Cuál es tu trato?
—La vida de tu hermana por la vida de la madre superiora.
—¡No puedes pedirme que mate a nadie!
—No matarás a nadie, sólo cambiarás el objetivo de una muerte segura.
—Esa vieja no merecer vivir, pero yo no soy el juez que marca los designios de la vida. ¿Amanda se curaría?
—Para siempre. Pero hay una pequeña condición. —Siempre la había—. No debes sentir placer en la muerte de la religiosa. Si una pequeña porción de ti se alegrara o disfrutara haciéndolo, se rompería el trato. Como ves, no es una condición complicada de cumplir para un hombre bueno.
—¿Y no hay nada más?
—No —dijo mientras aspiraba el olor de sus propias manos.
La madre superiora tenía una costumbre que ya había observado durante mis visitas semanales a Amanda. Tras marcharse los familiares, salía a los jardines del convento para contar a solas el dinero obtenido. Lo colocaba todo en sus manos y lo olía profundamente durante unos segundos, entonces lo contaba de nuevo.
Aquella noche, Amanda no se encontraba muy bien, apenas me habló, y lo poco que dijo fueron frases incoherentes. Creo que no me reconoció. Pero me alivió verla abrazada a Fantasía. La muñeca estaba descosida y sucia, pero a ella no le importó. Y viéndola a su lado, sabía que ahora el dolor era menor, pues se había trasladado a un mundo de recuerdos donde ella volvía a correr descalza por los jardines. Aguardé a su vera hasta que dieron las ocho de la tarde.
—¡Se acabó la visita! —gritó la superiora.
Y como un rebaño de ovejas, todos los familiares se agruparon y abandonaron la gran sala de forma ordenada. Infundía más temor que su propia religión.
—Mañana todo será un sueño —susurré a Amanda.
Me coloqué el último del grupo con la excusa de haberme olvidado el abrigo. Subimos las escaleras hasta el gran recibidor y salimos a los jardines. Mientras caminábamos hasta la cancela, hice un movimiento lateral y me oculté entre los arbustos.
Estuve agazapado durante cinco minutos, esperando a que todos se hubieran marchado y a que aquella despiadada mujer saliera a contar su tesoro. Y así ocurrió. La hermana abandonó el edificio, lejos de sus pupilas. Ella era la única que manejaba las finanzas. Comenzó a contar sus nuevas reliquias.
Rebusqué en mis bolsillos hasta dar con un cuchillo que había traído. No era una gran arma, pero es que yo no usaba cuchillos más que para pelar algunas pocas patatas. Estaba seguro de que necesitaría varias punzadas para quitarle la vida. Apreté fuertemente el mango mientras examinaba mi ser interior. Necesitaba estar seguro de que yo no quería aquella muerte, de que lo hacía por obligación. Pues el Señor de las Sombras no ofrece nada desinteresadamente. Me creí buena persona.
—William, ¿por qué dudas? —dijo aquella voz siniestra que no me abandonaba desde hacía años.
A mi lado, reflejado en el parterre, su inconfundible figura se alzaba majestuosa.
—Porque siempre traes desdicha.
—Me ofendes de nuevo. Mis tratos son claros. Tú eres libre de aceptarlos. ¿Es qué acaso eres un psicópata capaz de disfrutar de una muerte? ¿Es qué no te importa la vida de tu hermana? Recuerda por qué está enferma, quién es el culpable. Hoy puedes enmendar tu error.
—¡Tú me engañaste!
La sombra me hizo un gesto de silencio, pues la madre superiora se había girado tras escuchar un ruido. Era ahora o nunca.
Escondí el arma en el abrigo y caminé decidido por su espalda, con paso firme. Aquellos pasos iban cargados de temor y nerviosismo; una pesada losa para un cobarde. La mujer me oyó y se giró. Me detuve.
—Señor Harris, ¿qué hace aquí todavía? ¿Se ha olvidado algo?
—La verdad es que sí.
—Pues me viene de maravilla que siga por aquí. No me dan los números, lo siento. Sé que le dije que aguantaría a su hermana dos semanas más, pero va a ser imposible. Si no le importa, vuelva mañana y llévesela. Unas pobres monjas no son nadie para ir en contra de la voluntad divina. —Miró al cielo nocturno con las manos elevadas.
Lo supe en aquel momento. Aquella mujer merecía morir de todos modos. Yo solo pensaba equilibrar la balanza de la justicia, que suele tender a inclinarse del lado de los deshonestos.
Saqué el cuchillo de nuevo y se lo clavé en la garganta. Un chorro de sangre salió despedido sobre mi rostro. Cayó de rodillas, agarrándose la herida. Intentaba gritar algo, pero sus palabras quedaban ahogadas entre borbotones. Pero no moría. Le asesté un par más de cuchilladas, esta vez en su pecho, con el único logro de aumentar la escabechina. La condenada seguía aferrándose a su existencia. Dudé de si mi acto era gozoso, pero lo creí más bien ecuánime. Así que elevé de nuevo el arma y le lancé varias estocadas por todo su cuerpo. De sus brazos flácidos ya colgaban jirones de carne; media nariz había sido rebanada; y perdió uno de sus dedos. Proseguí. Sus mejillas lucían cercenadas; un ojo vertía su fluido; y la toga enredada dejaba ver sus piernas peludas. Cerré los ojos y continué clavando el filo, hasta perder la cuenta.
El cuervo yacía muerto sobre el suelo y la sangre cubría plantíos, piedras, monedas y mi propio cuerpo. Había sido capaz de hacerlo.
Me dirigí hacia los arbustos, en búsqueda del Señor de las Sombras, que me esperaba como si estuviera tejido por el reflejo de la luna. Allí seguía su espectro, sonriendo con su barba de chivo y sus colmillos afilados. Le lancé el cuchillo desde lejos y eché a correr.
—¡William! ¿Dónde vas? —me gritó.
Pero yo le ignoré y atravesé el jardín hasta la entrada del convento. Empujé su enorme puerta y entré al recibidor. El aroma a cera derretida me golpeó el rostro. Bajé las escaleras de dos en dos hasta el sótano, mareado por el incienso. Aparté un par de monjas que intentaron frenarme, empujándolas en mi carrera. Hasta dar con la cama de Amanda.
—Lo siento —le dije llorando—. Yo no quise hacerte esto. Él me engañó. Yo solo quería dinero para comprar una casa grande como la que teníamos antaño.
Me recosté a su lado y le agarré la mano. Ambos nos abrazamos a Fantasía.
Y vi aquellos jardines a los que huía Amanda. La vi correr por la hierba de nuestra casa de niños, engalanada con un vestido blanco con bordados en los extremos. Reíamos y saltábamos, jugando como dos jovencitos que éramos. Nos balanceábamos en el columpio y escalábamos el gran árbol. La luz del atardecer se colaba por las tejas e iluminaba la fuente de carpas, convirtiendo el agua en plata. Nos recuerdo remojando allí los pies en verano. No sé cómo pudo torcerse todo aquello.
Mamá nos miraba desde la ventana de su habitación. Su belleza era como para ser musa de artistas. Siempre intentó que la muerte de papá no nos influyera, que la vida no cambiara para nosotros. Cuando salíamos al jardín, dejaba todo lo que estuviera haciendo y subía a su dormitorio, para observarnos con la ventana abierta. En aquella época sólo había primaveras. Y así seguimos durante dos años más, ajenos a la tragedia que nos deparaba el futuro.
Corría persiguiendo a Amanda en uno de esos juegos infantiles. Yo era más veloz por ser un año mayor, pero simulaba que no la alcanzaba, como hacen los padres. Estábamos girando la fuente cuando levanté la vista para sonreír a mamá. Me devolvió el saludo con la mano. Detrás de ella, una sombra se erguía en el interior de la habitación. Era grande, alta, con ropaje suntuoso, de cuernos retorcidos, perilla de chivo y sonrisa diabólica.
Cuando miro al suelo, no veo sombras, sino demonios, que me acechan y me abrazan mientras duermo. Demonios sangrientos de desdichas, de odio y de pequeñas oportunidades para poder desatar sus más oscuras perversiones, porque no se alimentan de sangre, ni de fuego, y ni tan siquiera viven en el averno. Ellos toman cada pequeña gota de tus debilidades y la convierten en su fortaleza. Viven dentro de todo lo que existe, pero solo los puedes ver si eres capaz de interpretar correctamente esa oscuridad efímera que proyectamos sobre las paredes y suelos. Y entre todos ellos, entre todos esos diablos de penumbra, de infinita maldad, hay uno que los gobierna a todos, el Señor de las Sombras.
Whilshere Street era una calle tan abarrotada de transeúntes que, gracias a ello, se libró de ser considerada como un callejón inmundo, pero poco la diferenciaba. La delgadez de sus fachadas, los estrechos balcones a baja altura, los cubos de basura y los desperdicios por el suelo daban buena fe de que aquel lugar no tenía pinta de ser la mejor ruta para no caer en las garras de los criminales nocturnos; salvo que los que por allí deambulaban eran de por sí los peores delincuentes de la ciudad. Aquel era el lugar donde habitaban la mayor parte de los demonios de sombra. Aquel era mi hogar.
Rondaba por mi pequeño apartamento con vistas a la tan denostada calle, inquieto, dando vueltas por el pequeño salón. Los ruidos del exterior no podían ser aplacados por los gruesos ventanales de madera, y eso que aún no era la hora de máximo esplendor, que coincidía con el cambio de jornada. Un simple canto del cuco parecía manejar a las personas como marionetas, sacándolas de sus escondrijos y dejándolas pulular libres por la ciudad. Me senté sobre el viejo sofá, intentando calmar los nervios, pero parecieron trasladarse todos a mis piernas, que danzaban como si tuvieran voluntad propia. La lámpara de aceite tintineaba enérgica, al ritmo de mis extremidades. Intenté taparme las orejas. Aunque sabía que era en vano, nunca dejaba de intentarlo
—William, no te escondas. William, ven a jugar con nosotros —decían unas vocecillas agudas, vibrantes y chirriantes.
—El pequeño William no quiere salir a jugar —rieron.
Busqué entre el escaso mobiliario, girando la cabeza de forma espasmódica. La sombra de un candelabro, la de un viejo e inútil jarrón y algunos libros sueltos ordenados de pie. Una pequeña mancha de oscuridad se coló entre los barrotes de la librería.
—William, es la hora.
—¡Callaos! —grité mientras lanzaba un cojín contra el mueble.
—Eso no está bien, William. Solo queremos lo nuestro.
Otra pequeña sombra cruzó por encima de la librería, saltó y se columpió en la lámpara de aceite para acabar desapareciendo entre las cortinas.
—¡No os debo nada!
Me acurruqué posando los pies en el sofá y abrazándome las rodillas.
Una moneda rodó desde debajo del sofá.
—Tenemos más, William.
Miré el reluciente metal. No me gustaban aquellos destellos de bronce, pero, aunque mi mente la rechazara, mi estómago me decía que debía tomarla.
—¿Qué queréis? —grité de nuevo.
Se escucharon murmullos por toda la estancia, como si decenas de ratas se reunieran a trazar un plan. Pero las ratas de verdad ya hacía tiempo que habían huido de aquel antro.
—Un juguete de un niño —dijo uno.
—Una concha —añadió otro.
—La pata de palo de un pirata.
—Un orinal sucio.
—Un mechón de pelo de una jovencita rubia —dijo una de las voces.
—El mechón —fueron diciendo todos, sumándose progresivamente a la propuesta entre risas maquiavélicas.
—¿Un mechón? ¿Nada más? —les pregunté.
—Un mechón rubio.
—De una jovencita.
—¡Está bien! —grité para zanjar la conversación.
Me levanté y rebusqué entre los cajones, hasta dar con unas tijeras. Agarré mi abrigo y abandoné el apartamento. Bajé por las sucias escaleras, esquivando borrachos y prostitutas que se estaban trabajando a sus clientes. Sus forzados gemidos ayudaban a calmar la algarabía de fuera.
Abrir la puerta fue como cuando estas encerrado mucho tiempo en una habitación y notas el aire viciado, entonces abres una ventana, asomas la cabeza y respiras frescor del exterior. Sí, así fue, solo que al revés. Allí el vicio estaba en Whilshere Street. Choqué mi cuerpo contra decenas de transeúntes. Era inevitable no toparse con nadie. Quizá, aquel lugar era el único en el que poder chocarte con alguno de los peores criminales sin que te costara la vida.
Busqué, sin muchas esperanzas, una joven rubia de pelo largo, pero estaba seguro de que no habría ninguna en centenas de metros alrededor. Extrañamente, las mujeres rubias siempre suelen nacer en las familias adineradas y, lo que era peor, se solían recoger pronto. Así que aceleré mi paso para alcanzar la avenida, con la esperanza de toparme con alguna incauta joven que hubiera desafiado las órdenes de sus ricos padres para poder alargar la estancia con su amado unos pocos minutos más. La avenida estaba vacía.
Deambulé de tal manera que parecía un borracho buscando un último bar. Entonces la vi. Un carruaje tirado por un caballo negro de buena planta se detuvo. Una joven se bajó y pareció alargar su cabeza para despedirse de alguien del interior. El cochero azuzó al animal y se alejaron bajo el ruido de la madera sobre la piedra. Aceleré mi paso. La joven llevaba cubierta la cabeza, como si buscara el anonimato. Yo ya me conocía su forma de actuar. Sus amantes las traían a casa, pero se detenían unos metros antes para no llamar la atención. Tenía que darme prisa, pero ni siquiera conocía su color de pelo.
Avancé a grandes zancadas, casi corriendo. Tenía unos pocos segundos para aprovechar la oportunidad. La joven caminaba pegada a las fachadas. Giró en Royal Garden y se detuvo delante de una enorme puerta señorial. Estaba buscando sus llaves. Pausé mi ritmo para disimular y me alejé de las fachadas para no resultar sospechoso. Cuando estuve a su lado, me abalancé sobre ella, le tapé la boca y la arrastré al callejón de las basuras que había diez metros más adelante. Entonces saqué las tijeras.
—¡Rubia! —grité.
Cuando regresé al apartamento me sentí sucio, me sentí más prostituido que todas aquellas meretrices de las escaleras. Solté el mechón en el suelo, junto al sofá. Cinco monedas más salieron rodando de debajo.
—William es nuestro amigo.
—¿Era guapa la joven, William?
—¿Le viste las tetitas?
—Quizá, la violó o, quizá, la mató —rieron.
—¡Callaos! Ella está bien.
Aquellas monedas que obtenía de forma deshonesta me servían para tirar adelante en una ciudad sin contemplaciones para mandarte al rincón de la inmundicia humana. Allí, no es que no hubiera segundas oportunidades, es que no había ni primeras. Me costeaba un pequeño apartamento a buen precio, pues por su situación no estaba muy demandado. Compraba lo justo para alimentarme y casi nada de ropa. El alcohol, prohibido, el tabaco, vedado. En general, me había autoimpuesto ciertas abstenciones sobre lo no estrictamente necesario. El poco dinero que obtenía iba a parar a las monjas de San Bartolomé, una pequeña congregación que se encargaba de cuidar a los enfermos. Aquellas mujeres eran, probablemente, más malvadas que todos los delincuentes de Whilshere Street.
—¡Hola, Amanda! ¿Cómo te encuentras hoy?
Mi hermana se giró sobre el colchón en la habitación que compartía con otra centena de enfermos. Abrió los ojos costrosos y tardó en enfocarme.
—William, ¿eres tú?
—Sí, Amanda. Estoy aquí, contigo. —Le cogí la mano—. ¿Estás mejor?
—¿Dónde está mi Rosita?
—Amanda, Rosita era tu muñeca de niña, hace años que se perdió.
—Es una pena. Me encantaba esa muñeca.
—Lo sé, por eso te he comprado otra. —Le acerqué una muñeca de trapo barata que había comprado en un mercado de segunda mano—. ¿Cómo la llamaremos?
Hizo una pausa.
—Fantasía.
—Me gusta. ¿Por qué ese nombre?
—Porque cuando el dolor no me deje dormir, la abrazaré y me transportaré a un mundo de infinitos jardines, donde no existan las enfermedades.
—Señor Harris, tenemos que hablar —interrumpió la madre superiora.
—¡No vayas con el cuervo! —gritó mi hermana entre dolores.
Me alejé con la prelada unos metros, para que Amanda no nos pudiera escuchar.
—Señor Harris, su hermana está empeorando muy rápidamente. Aquí no podemos más que asearla, darle comida, bebida y poco más, pero, debido a su dolencia, requiere de atención continua. No puedo dedicarle tanto tiempo por esta cantidad de dinero.
—Lo comprendo. No se preocupe, intentaré conseguir algo más.
—No lo entiende, señor Harris. No creo que pueda conseguir el dinero suficiente para costear sus gastos. Probablemente, no le quede mucho de vida. Calculo que menos de un mes. Tiene que llevársela de aquí. No me gusta que los familiares de los otros enfermos vean morir a mis pacientes.
—¿No puede aguantarla un poco más?
—Imposible.
Ya conocía le verdadera vocación de aquella mujer. Rebusqué entre los bolsillos de mi chaqueta hasta dar con el dinero que había reservado para el alquiler.
—Tome, es todo lo que tengo. ¿Podrían cuidarla un mes más?
La madre superiora contó pausadamente todas las monedas, dos veces.
—Un par de semanas —dijo—. Nada más.
Y se marchó.
Aquella noche la pasé pensando en cómo iba a pagar el apartamento. Necesitaba obtener algo más de dinero, pero el único modo que conocía implicaba jugar con el mal. Lo había intentado de aprendiz de diversas profesiones, pero cuando iba adquiriendo ciertas habilidades como para merecer un salario, el maestro me reemplazaba por otro aprendiz que no cobrara. Aun así, me fui a dormir, pues como me enseñó mi madre cuando niño, si llega la noche y tus problemas siguen ahí, no conviertas el cansancio en otro de ellos.
—William —susurró a mi oído un eco grave.
Sentía un frio alrededor de mi cuerpo, como si un aliento gélido me tocara. No quise mirar, porque ya conocía aquella sensación. Me giré, enrollándome en la manta.
Una figura de penumbra estaba sentada al borde de mi cama, abrazándome, reflejada en la pared. Unos cuernos retorcidos hacia atrás, una larga barba puntiaguda y una vestimenta con cuello pomposo le identificaban. Era el Señor de las Sombras.
Acercó su rostro al mío y asomó su larga y afilada lengua entre sus colmillos, deslizándola sobre mi rostro, haciéndome notar su saliva de escarcha.
—William, tengo algo para ti —me dijo al oído. Pude notar como vibraban mis orejas.
—Déjame. No quiero nada tuyo.
—El amo tiene un regalito, William —dijeron unas vocecillas desde debajo de la cama.
—Haz caso al amo, William.
—Quien no juega siempre pierde —rieron.
—¡Callad! —dijo el Señor de las Sombras.
Y todos parecieron esconderse o desaparecer al instante bajo la cama.
—Tengo algo para Amanda —me susurró.
Aquel nombre hizo que me incorporara contra una esquina del colchón.
—¿Qué?
—La cura de todos sus males.
—¿Y qué quieres a cambio?
—¿Querer? William, me ofendes. Yo no quiero nada. Salvo una compensación justa. Una vida por otra. Como ves, yo no gano nada con ello.
—¿Cuál es tu trato?
—La vida de tu hermana por la vida de la madre superiora.
—¡No puedes pedirme que mate a nadie!
—No matarás a nadie, sólo cambiarás el objetivo de una muerte segura.
—Esa vieja no merecer vivir, pero yo no soy el juez que marca los designios de la vida. ¿Amanda se curaría?
—Para siempre. Pero hay una pequeña condición. —Siempre la había—. No debes sentir placer en la muerte de la religiosa. Si una pequeña porción de ti se alegrara o disfrutara haciéndolo, se rompería el trato. Como ves, no es una condición complicada de cumplir para un hombre bueno.
—¿Y no hay nada más?
—No —dijo mientras aspiraba el olor de sus propias manos.
La madre superiora tenía una costumbre que ya había observado durante mis visitas semanales a Amanda. Tras marcharse los familiares, salía a los jardines del convento para contar a solas el dinero obtenido. Lo colocaba todo en sus manos y lo olía profundamente durante unos segundos, entonces lo contaba de nuevo.
Aquella noche, Amanda no se encontraba muy bien, apenas me habló, y lo poco que dijo fueron frases incoherentes. Creo que no me reconoció. Pero me alivió verla abrazada a Fantasía. La muñeca estaba descosida y sucia, pero a ella no le importó. Y viéndola a su lado, sabía que ahora el dolor era menor, pues se había trasladado a un mundo de recuerdos donde ella volvía a correr descalza por los jardines. Aguardé a su vera hasta que dieron las ocho de la tarde.
—¡Se acabó la visita! —gritó la superiora.
Y como un rebaño de ovejas, todos los familiares se agruparon y abandonaron la gran sala de forma ordenada. Infundía más temor que su propia religión.
—Mañana todo será un sueño —susurré a Amanda.
Me coloqué el último del grupo con la excusa de haberme olvidado el abrigo. Subimos las escaleras hasta el gran recibidor y salimos a los jardines. Mientras caminábamos hasta la cancela, hice un movimiento lateral y me oculté entre los arbustos.
Estuve agazapado durante cinco minutos, esperando a que todos se hubieran marchado y a que aquella despiadada mujer saliera a contar su tesoro. Y así ocurrió. La hermana abandonó el edificio, lejos de sus pupilas. Ella era la única que manejaba las finanzas. Comenzó a contar sus nuevas reliquias.
Rebusqué en mis bolsillos hasta dar con un cuchillo que había traído. No era una gran arma, pero es que yo no usaba cuchillos más que para pelar algunas pocas patatas. Estaba seguro de que necesitaría varias punzadas para quitarle la vida. Apreté fuertemente el mango mientras examinaba mi ser interior. Necesitaba estar seguro de que yo no quería aquella muerte, de que lo hacía por obligación. Pues el Señor de las Sombras no ofrece nada desinteresadamente. Me creí buena persona.
—William, ¿por qué dudas? —dijo aquella voz siniestra que no me abandonaba desde hacía años.
A mi lado, reflejado en el parterre, su inconfundible figura se alzaba majestuosa.
—Porque siempre traes desdicha.
—Me ofendes de nuevo. Mis tratos son claros. Tú eres libre de aceptarlos. ¿Es qué acaso eres un psicópata capaz de disfrutar de una muerte? ¿Es qué no te importa la vida de tu hermana? Recuerda por qué está enferma, quién es el culpable. Hoy puedes enmendar tu error.
—¡Tú me engañaste!
La sombra me hizo un gesto de silencio, pues la madre superiora se había girado tras escuchar un ruido. Era ahora o nunca.
Escondí el arma en el abrigo y caminé decidido por su espalda, con paso firme. Aquellos pasos iban cargados de temor y nerviosismo; una pesada losa para un cobarde. La mujer me oyó y se giró. Me detuve.
—Señor Harris, ¿qué hace aquí todavía? ¿Se ha olvidado algo?
—La verdad es que sí.
—Pues me viene de maravilla que siga por aquí. No me dan los números, lo siento. Sé que le dije que aguantaría a su hermana dos semanas más, pero va a ser imposible. Si no le importa, vuelva mañana y llévesela. Unas pobres monjas no son nadie para ir en contra de la voluntad divina. —Miró al cielo nocturno con las manos elevadas.
Lo supe en aquel momento. Aquella mujer merecía morir de todos modos. Yo solo pensaba equilibrar la balanza de la justicia, que suele tender a inclinarse del lado de los deshonestos.
Saqué el cuchillo de nuevo y se lo clavé en la garganta. Un chorro de sangre salió despedido sobre mi rostro. Cayó de rodillas, agarrándose la herida. Intentaba gritar algo, pero sus palabras quedaban ahogadas entre borbotones. Pero no moría. Le asesté un par más de cuchilladas, esta vez en su pecho, con el único logro de aumentar la escabechina. La condenada seguía aferrándose a su existencia. Dudé de si mi acto era gozoso, pero lo creí más bien ecuánime. Así que elevé de nuevo el arma y le lancé varias estocadas por todo su cuerpo. De sus brazos flácidos ya colgaban jirones de carne; media nariz había sido rebanada; y perdió uno de sus dedos. Proseguí. Sus mejillas lucían cercenadas; un ojo vertía su fluido; y la toga enredada dejaba ver sus piernas peludas. Cerré los ojos y continué clavando el filo, hasta perder la cuenta.
El cuervo yacía muerto sobre el suelo y la sangre cubría plantíos, piedras, monedas y mi propio cuerpo. Había sido capaz de hacerlo.
Me dirigí hacia los arbustos, en búsqueda del Señor de las Sombras, que me esperaba como si estuviera tejido por el reflejo de la luna. Allí seguía su espectro, sonriendo con su barba de chivo y sus colmillos afilados. Le lancé el cuchillo desde lejos y eché a correr.
—¡William! ¿Dónde vas? —me gritó.
Pero yo le ignoré y atravesé el jardín hasta la entrada del convento. Empujé su enorme puerta y entré al recibidor. El aroma a cera derretida me golpeó el rostro. Bajé las escaleras de dos en dos hasta el sótano, mareado por el incienso. Aparté un par de monjas que intentaron frenarme, empujándolas en mi carrera. Hasta dar con la cama de Amanda.
—Lo siento —le dije llorando—. Yo no quise hacerte esto. Él me engañó. Yo solo quería dinero para comprar una casa grande como la que teníamos antaño.
Me recosté a su lado y le agarré la mano. Ambos nos abrazamos a Fantasía.
Y vi aquellos jardines a los que huía Amanda. La vi correr por la hierba de nuestra casa de niños, engalanada con un vestido blanco con bordados en los extremos. Reíamos y saltábamos, jugando como dos jovencitos que éramos. Nos balanceábamos en el columpio y escalábamos el gran árbol. La luz del atardecer se colaba por las tejas e iluminaba la fuente de carpas, convirtiendo el agua en plata. Nos recuerdo remojando allí los pies en verano. No sé cómo pudo torcerse todo aquello.
Mamá nos miraba desde la ventana de su habitación. Su belleza era como para ser musa de artistas. Siempre intentó que la muerte de papá no nos influyera, que la vida no cambiara para nosotros. Cuando salíamos al jardín, dejaba todo lo que estuviera haciendo y subía a su dormitorio, para observarnos con la ventana abierta. En aquella época sólo había primaveras. Y así seguimos durante dos años más, ajenos a la tragedia que nos deparaba el futuro.
Corría persiguiendo a Amanda en uno de esos juegos infantiles. Yo era más veloz por ser un año mayor, pero simulaba que no la alcanzaba, como hacen los padres. Estábamos girando la fuente cuando levanté la vista para sonreír a mamá. Me devolvió el saludo con la mano. Detrás de ella, una sombra se erguía en el interior de la habitación. Era grande, alta, con ropaje suntuoso, de cuernos retorcidos, perilla de chivo y sonrisa diabólica.