CT II - El pastor - Sinkim
Publicado: 23 Oct 2017 18:15
El pastor
Aovillado en el sofá del salón el ensimismado pastor miraba sin ver a través de una sucia ventana. La nívea luz de la mañana bañaba su cara contorsionada por el horror y arrancaba destellos del cañón de la escopeta que descansaba sobre su regazo. La terrible tormenta que llevaba asolando Huesca toda la semana por fin había cesado, y la inmaculada nieve cubría el Pico Maldito.
La cabaña del pastor se encontraba en mitad de la montaña y, exceptuando dos o tres alpinistas al año que se acercaban a saludarle de camino a la cumbre, su soledad era total. La compañía de Trunk, un mastín de cuatro años, y la de sus ovejas lanudas le era suficiente. Nunca había soportado a la gente y, con el paso de los años, su misantropía había ido a más. Por lo menos, le quedaba el consuelo de que aún no había llegado al nivel de Lucas, el ermitaño que vivía en una diminuta choza casi en lo más alto de la montaña.
En los diez años que llevaba siendo pastor solo había hablado con Lucas las cuatro veces que había aparecido en la puerta de su cabaña con una oveja perdida. Habían sido conversaciones muy cortas porque siempre rechazaba el café y los agradecimientos que Juan le ofrecía. Algo que, en su fuero interno, agradecía, el olor que desprendía siempre lo hacía retroceder asqueado. Aunque para la sensible nariz de Trunk, y Vack antes que él, era mucho peor y los pobres no dejaban de ladrar y de gruñir hasta que el hombre se alejaba de la cabaña.
La vida de Juan había transcurrido apaciblemente en la montaña con su soledad y sus escasos viajes a la ciudad para comprar suministros y vender la lana de las ovejas. Tras la muerte de su amada esposa, había decido venderlo todo. Dar un cambio radical a su vida, alejarse de la falsedad y las mentiras que le rodeaban y aprender a vivir solo con lo mínimo. De su esposa solo conservaba unas cuantas fotos y su alianza de boda que llevaba en el meñique de la mano izquierda, porque, aunque algo holgado, era el único dedo en el que podía ponérselo. Al principio, no había sido nada fácil, pero había perseverado, había aprendido todo lo necesario y, al final, había encontrado un equilibrio y una paz que no recordaba haber sentido nunca. De hecho, a veces hasta tenía la sensación de que el espíritu de su adorada Ana velaba por él y le sonreía desde el más allá. Por desgracia, todo eso había cambiado hacía unas pocas horas.
La tormenta de nieve estaba en su apogeo cuando los ladridos de Trunk le habían despertado del duermevela en que el fuerte viento le mantenía. Se extrañó porque era un perro acostumbrado a los truenos y relámpagos y al que era muy difícil asustar. Rápidamente, se levantó, se puso el abrigo y los zapatos, agarró una linterna y bajó al establo para descubrir qué sucedía, rezando porque la tormenta no hubiera roto alguna de las ventanas.
Debido a la ventisca las placas solares llevaban días inactivas y la única luz con la podía contar era la de las velas y la de una linterna. Las escaleras de piedra estaban algo desgatadas por el paso del tiempo, pero todavía aguantaban tan firmes como el día que se construyeron. A medio camino un lastimero gañido ascendió premonitorio congelando, aún más, la sangre del hombre. Bajó los últimos peldaños a la carrera y casi tropezó con el cuerpo de una oveja degollada; la sangre aún goteaba de su cuello y su boca jadeaba con los últimos estertores de la muerte.
Aún no se había recuperado de la impresión cuando un gemido le hizo girarse hacía una de las esquinas. La trémula luz de la linterna se posó sobre un exangüe Trunk que yacía en el suelo con tronco marcado por cuatro heridas producidas por un enorme zarpazo. En ese momento, Juan se dio cuenta de que un lobo había entrado en el establo. No era muy normal verlos, pero tampoco era algo infrecuente, durante los últimos años había visto algunos, pero siempre a distancia y sin que llegaran a amenazar a su rebaño. Por lo visto, el temporal había obligado a uno de ellos a buscar comida donde nunca antes se habían atrevido.
Poco a poco, Juan se levantó y empezó a barrer el recinto con el haz de la linterna. Mientras lo deslizaba sobre las asustadas ovejas que se hacinaban una contra otra, se iba moviendo muy despacio con la espalda pegada a la pared tanteando, buscando sin mirar, lo que, sí mal no recordaba… Sí, ahí estaba, su mano se cerró sobre el mango de la horca que usaba para apilar la paja.
Con un arma en la mano sintió que la seguridad volvía y el entrenamiento de su pasado como agente de la Guardia Civil se impuso. La linterna se detuvo cuando un par de ojos amarillos reflejaron su luz. El lobo era inmenso, el pastor nunca había visto uno de ese tamaño, y completamente blanco, solo la sangre daba algo de color a su pelaje.
Al verse descubierto gruñó y comenzó a acercarse a su enemigo. Juan estaba preparado y, en vez de esperar, cargó contra él clavándole las púas de la horca en el cuello. Sorprendentemente, la bestia no retrocedió, sino que, con una fuerza impensable, se removió y le obligó a soltar el arma mientras perdía el equilibrio y caía al suelo. Unos cuantos movimientos bruscos más fueron suficientes para que la horca saliera despedida.
Sangrando abundantemente del cuello, el lobo se volvió hacía Juan que se quedó paralizado ante el odio que rezumaba de esos ojos dorados. Un gruñido fue el único aviso antes de que saltara con sus dientes buscando el cuello desprotegido del hombre. Por fortuna, ese momento fue suficiente para que, instintivamente, se protegiera levantando el brazo derecho, por lo que los afilados colmillos solo se cerraron sobre su antebrazo.
El grito de dolor resonó en todo el establo, pero la agonía también exacerbó al guerrero que llevaba dentro y, con su mano izquierda, intentó abrir la mandíbula del canido. Los afilados dientes desgarraron su mano y la sangre empezó a deslizarse por sus dedos, aun así, no se rindió, siguió presionando, tratando de forzar al lobo a soltarle.
De repente, sintió que la alianza de plata de Ana se liberaba de su dedo y resbalaba por la garganta del animal. Aullando de una forma escalofriante, la bestia soltó su presa y empezó a retorcerse de dolor en el suelo. Sus gemidos eran casi humanos y, por un instante, le hicieron titubear, pero no era momento para dudas. Se levantó, sujetándose el brazo herido, y, con ayuda de la linterna, encontró el hacha que usaba para cortar la leña. Con decisión, se acercó al lobo que continuaba retorciéndose de dolor, y cercenó su cabeza con un contundente y certero tajo.
La cabeza rodó dejando un rastro de sangre en el suelo de piedra y un tintineo metálico señaló el lugar donde el anillo cayó al suelo tras desprenderse de la garganta en la que se había quedado atascada.
Mientras se agachaba a recoger el anillo, pensando que ya había terminado todo, un movimiento llamó su atención. La cabeza y el cuerpo del cadáver estaban titilando y donde antes había un animal ahora se encontraba el cuerpo decapitado de Lucas, el ermitaño. Por mucho que supiera que era imposible no podía negar lo que veían sus ojos, había matado a un hombre lobo. Sus labios aún estaban manchados de sangre y sus ojos todavía mantenían el amarillo en sus iris.
Horas después, Juan seguía sentado en el sofá donde había caído tras limpiar y vendar sus heridas y las de Trunk que, por suerte, no eran tan graves como le habían parecido a primera vista. Limpiar el suelo, cerrar la ventana rota por la que había entrado el lobo y enterrar el cuerpo le había tenido entretenido unas cuantas horas y le había impedido pararse a reflexionar sobre todo lo que había sucedido. Pero ahora no había nada que bloqueara el caudal de pensamientos que desfilaban por su mente.
Estaba claro que Lucas era un hombre lobo y que le había mordido, por lo que, si las leyendas eran ciertas, durante la próxima luna llena el mismo se convertiría en uno. Además, a no ser que encontrara algún modo de evitarlo, Trunk y sus ovejas morirían. Juan no estaba seguro de si sería capaz de vivir sabiendo que durante varios días al mes se iba a convertir en una bestia sin control. Aunque aún tenía que confirmar ese último punto porque durante años Lucas había sido su vecino y nunca había provocado ningún problema. Es posible que, en cierta medida, el hombre pudiera controlar al lobo. La duda le carcomía por dentro mientras acariciaba el gatillo de la escopeta y pensaba en la única forma conocida de acabar con la maldición del hombre lobo. Afortunadamente, todavía le quedaba un mes para tener que tomar una decisión.
Aovillado en el sofá del salón el ensimismado pastor miraba sin ver a través de una sucia ventana. La nívea luz de la mañana bañaba su cara contorsionada por el horror y arrancaba destellos del cañón de la escopeta que descansaba sobre su regazo. La terrible tormenta que llevaba asolando Huesca toda la semana por fin había cesado, y la inmaculada nieve cubría el Pico Maldito.
La cabaña del pastor se encontraba en mitad de la montaña y, exceptuando dos o tres alpinistas al año que se acercaban a saludarle de camino a la cumbre, su soledad era total. La compañía de Trunk, un mastín de cuatro años, y la de sus ovejas lanudas le era suficiente. Nunca había soportado a la gente y, con el paso de los años, su misantropía había ido a más. Por lo menos, le quedaba el consuelo de que aún no había llegado al nivel de Lucas, el ermitaño que vivía en una diminuta choza casi en lo más alto de la montaña.
En los diez años que llevaba siendo pastor solo había hablado con Lucas las cuatro veces que había aparecido en la puerta de su cabaña con una oveja perdida. Habían sido conversaciones muy cortas porque siempre rechazaba el café y los agradecimientos que Juan le ofrecía. Algo que, en su fuero interno, agradecía, el olor que desprendía siempre lo hacía retroceder asqueado. Aunque para la sensible nariz de Trunk, y Vack antes que él, era mucho peor y los pobres no dejaban de ladrar y de gruñir hasta que el hombre se alejaba de la cabaña.
La vida de Juan había transcurrido apaciblemente en la montaña con su soledad y sus escasos viajes a la ciudad para comprar suministros y vender la lana de las ovejas. Tras la muerte de su amada esposa, había decido venderlo todo. Dar un cambio radical a su vida, alejarse de la falsedad y las mentiras que le rodeaban y aprender a vivir solo con lo mínimo. De su esposa solo conservaba unas cuantas fotos y su alianza de boda que llevaba en el meñique de la mano izquierda, porque, aunque algo holgado, era el único dedo en el que podía ponérselo. Al principio, no había sido nada fácil, pero había perseverado, había aprendido todo lo necesario y, al final, había encontrado un equilibrio y una paz que no recordaba haber sentido nunca. De hecho, a veces hasta tenía la sensación de que el espíritu de su adorada Ana velaba por él y le sonreía desde el más allá. Por desgracia, todo eso había cambiado hacía unas pocas horas.
La tormenta de nieve estaba en su apogeo cuando los ladridos de Trunk le habían despertado del duermevela en que el fuerte viento le mantenía. Se extrañó porque era un perro acostumbrado a los truenos y relámpagos y al que era muy difícil asustar. Rápidamente, se levantó, se puso el abrigo y los zapatos, agarró una linterna y bajó al establo para descubrir qué sucedía, rezando porque la tormenta no hubiera roto alguna de las ventanas.
Debido a la ventisca las placas solares llevaban días inactivas y la única luz con la podía contar era la de las velas y la de una linterna. Las escaleras de piedra estaban algo desgatadas por el paso del tiempo, pero todavía aguantaban tan firmes como el día que se construyeron. A medio camino un lastimero gañido ascendió premonitorio congelando, aún más, la sangre del hombre. Bajó los últimos peldaños a la carrera y casi tropezó con el cuerpo de una oveja degollada; la sangre aún goteaba de su cuello y su boca jadeaba con los últimos estertores de la muerte.
Aún no se había recuperado de la impresión cuando un gemido le hizo girarse hacía una de las esquinas. La trémula luz de la linterna se posó sobre un exangüe Trunk que yacía en el suelo con tronco marcado por cuatro heridas producidas por un enorme zarpazo. En ese momento, Juan se dio cuenta de que un lobo había entrado en el establo. No era muy normal verlos, pero tampoco era algo infrecuente, durante los últimos años había visto algunos, pero siempre a distancia y sin que llegaran a amenazar a su rebaño. Por lo visto, el temporal había obligado a uno de ellos a buscar comida donde nunca antes se habían atrevido.
Poco a poco, Juan se levantó y empezó a barrer el recinto con el haz de la linterna. Mientras lo deslizaba sobre las asustadas ovejas que se hacinaban una contra otra, se iba moviendo muy despacio con la espalda pegada a la pared tanteando, buscando sin mirar, lo que, sí mal no recordaba… Sí, ahí estaba, su mano se cerró sobre el mango de la horca que usaba para apilar la paja.
Con un arma en la mano sintió que la seguridad volvía y el entrenamiento de su pasado como agente de la Guardia Civil se impuso. La linterna se detuvo cuando un par de ojos amarillos reflejaron su luz. El lobo era inmenso, el pastor nunca había visto uno de ese tamaño, y completamente blanco, solo la sangre daba algo de color a su pelaje.
Al verse descubierto gruñó y comenzó a acercarse a su enemigo. Juan estaba preparado y, en vez de esperar, cargó contra él clavándole las púas de la horca en el cuello. Sorprendentemente, la bestia no retrocedió, sino que, con una fuerza impensable, se removió y le obligó a soltar el arma mientras perdía el equilibrio y caía al suelo. Unos cuantos movimientos bruscos más fueron suficientes para que la horca saliera despedida.
Sangrando abundantemente del cuello, el lobo se volvió hacía Juan que se quedó paralizado ante el odio que rezumaba de esos ojos dorados. Un gruñido fue el único aviso antes de que saltara con sus dientes buscando el cuello desprotegido del hombre. Por fortuna, ese momento fue suficiente para que, instintivamente, se protegiera levantando el brazo derecho, por lo que los afilados colmillos solo se cerraron sobre su antebrazo.
El grito de dolor resonó en todo el establo, pero la agonía también exacerbó al guerrero que llevaba dentro y, con su mano izquierda, intentó abrir la mandíbula del canido. Los afilados dientes desgarraron su mano y la sangre empezó a deslizarse por sus dedos, aun así, no se rindió, siguió presionando, tratando de forzar al lobo a soltarle.
De repente, sintió que la alianza de plata de Ana se liberaba de su dedo y resbalaba por la garganta del animal. Aullando de una forma escalofriante, la bestia soltó su presa y empezó a retorcerse de dolor en el suelo. Sus gemidos eran casi humanos y, por un instante, le hicieron titubear, pero no era momento para dudas. Se levantó, sujetándose el brazo herido, y, con ayuda de la linterna, encontró el hacha que usaba para cortar la leña. Con decisión, se acercó al lobo que continuaba retorciéndose de dolor, y cercenó su cabeza con un contundente y certero tajo.
La cabeza rodó dejando un rastro de sangre en el suelo de piedra y un tintineo metálico señaló el lugar donde el anillo cayó al suelo tras desprenderse de la garganta en la que se había quedado atascada.
Mientras se agachaba a recoger el anillo, pensando que ya había terminado todo, un movimiento llamó su atención. La cabeza y el cuerpo del cadáver estaban titilando y donde antes había un animal ahora se encontraba el cuerpo decapitado de Lucas, el ermitaño. Por mucho que supiera que era imposible no podía negar lo que veían sus ojos, había matado a un hombre lobo. Sus labios aún estaban manchados de sangre y sus ojos todavía mantenían el amarillo en sus iris.
Horas después, Juan seguía sentado en el sofá donde había caído tras limpiar y vendar sus heridas y las de Trunk que, por suerte, no eran tan graves como le habían parecido a primera vista. Limpiar el suelo, cerrar la ventana rota por la que había entrado el lobo y enterrar el cuerpo le había tenido entretenido unas cuantas horas y le había impedido pararse a reflexionar sobre todo lo que había sucedido. Pero ahora no había nada que bloqueara el caudal de pensamientos que desfilaban por su mente.
Estaba claro que Lucas era un hombre lobo y que le había mordido, por lo que, si las leyendas eran ciertas, durante la próxima luna llena el mismo se convertiría en uno. Además, a no ser que encontrara algún modo de evitarlo, Trunk y sus ovejas morirían. Juan no estaba seguro de si sería capaz de vivir sabiendo que durante varios días al mes se iba a convertir en una bestia sin control. Aunque aún tenía que confirmar ese último punto porque durante años Lucas había sido su vecino y nunca había provocado ningún problema. Es posible que, en cierta medida, el hombre pudiera controlar al lobo. La duda le carcomía por dentro mientras acariciaba el gatillo de la escopeta y pensaba en la única forma conocida de acabar con la maldición del hombre lobo. Afortunadamente, todavía le quedaba un mes para tener que tomar una decisión.