CN6 - El bosque del llanto - Megan
Publicado: 29 Dic 2017 21:49
El bosque del llanto
Creció en lo más profundo de un bosque de sauces. Jugaba entre ellos y en las bellísimas matas de lavandas, rodeado por su embriagadora fragancia.
Al terminar el día, adoraba deslizarse por las piedras y descansar tras la cascada de agua fresca que llegaba del norte serpenteando por los ríos que nutrían de vida al bosque. Allí había una pequeña cueva que lo acogía cada noche. Acurrucado miraba el cielo deslumbrado por la belleza de las estrellas que brillaban cual gotas de lluvia atravesadas por los primeros rayos de sol tras la tormenta. Las noches en que la luna asomaba y se manifestaba en toda su gloria él se sentía bendecido, como si el astro lo cobijara y protegiera con su pura y blanca luz.
El bosque era un verdadero oasis para todos los viajeros que pasaban por allí, se refrescaban en las cristalinas aguas del lago y se amparaban a la sombra y la brisa de los sauces para luego seguir su camino.
Él no recordaba otra cosa que el bosque, tenía unos diez años y era especial en todos los sentidos, de facciones delicadas, hermosos ojos castaños y cabello largo. Emitía ruidos cuasi onomatopéyicos como sus semejantes, los habitantes del bosque. De esa forma lograba entenderse con todos los animales, desde las sublimes golondrinas viajeras, hasta los animales más grandes y peligrosos. Su contacto era vida, las flores eran más rosas y su perfume era más intenso cuando él las acariciaba, los sauces crecían altos y firmes cuando los abrazaba y los cachorros siempre sobrevivían cuando jugaba con ellos.
Así creció y formó parte del bosque disfrutando tanto de sus dones como los sauces o los lobos.
Siendo aún pequeño, descubrió que, en las noches en que la luna mostraba todo su esplendor, una mujer se acercaba al lago, se inclinaba y lloraba lastimosamente. Luego extraía una daga de entre sus ropas, se cortaba la mano y dejaba que la sangre fluyera hacia el agua. Él podía ver su rostro bañado en lágrimas y, tumbado en su lecho tras la cascada, escuchaba los sonidos que decía sin llegar a entenderlos.
Después de eso, la mujer se vendaba la mano y salía rápidamente del bosque.
Una vez, después que ella se fuera raudamente, él se aventuró a llegar al lugar donde había estado y observar la sangre que aún mancillaba la pureza del lago pero sin llegar a comprender su significado.
Así fue su vida, tranquila y feliz a su manera. Los años fueron pasando y el niño se convirtió en un hombre, la cascada y su lago se volvieron más caudalosos por las grandes lluvias en el nacimiento de los ríos que los alimentaban y la mujer se había transformado en una anciana.
Lo que no había cambiado era su ritual de la luna llena, aunque ya no podía inclinarse, su llanto era el mismo y la filosa daga seguía hiriendo con fuerza la mano para que la sangre cayera en las prístinas aguas del lago.
Una noche, el joven salió de su lecho tras la cascada y refugiándose en unos sauces, se aventuró a acercarse a la mujer. No podía entender lo que decía, pero desde niño siempre escuchaba los mismos sonidos: —Te doy mi sangre a cambio de ver una vez más a mi hijo a quien dejé aquí por temor y vergüenza. Te lo suplico, te doy mi sangre y si es necesario mi propia vida a cambio de verlo una vez más, por favor.
El joven la miraba con extrañeza, no sabía nada de tristezas ni de dolores, pero su corazón le decía que la mujer necesitaba algo que se hallaba en el bosque, aunque no supiera qué era.
Por eso una noche decidió presentarse ante ella e intentar descubrir qué le ocurría. Se acercó, estiró la mano y la tocó suavemente. La anciana se volvió y sus ojos se abrieron grandes y brillantes como la luna que les observaba desde el cielo. Sus piernas le fallaron y cayó de rodillas mientras balbuceaba entre sollozos:
—Gracias por dejarme verlo otra vez, gracias luna maravillosa, gracias agua bendita.
Después se levantó y lo abrazó con toda la ternura del mundo, lo miró a los ojos y le susurró: —Hijo mío no quise hacerlo, pero cometí un pecado muy grave hace más de veinte años y tuve que dejarte, desde entonces solo pienso en ti.
—Soy feliz, porque te veo bien, sano y salvo aquí en este lugar donde no hay maldad por eso fue que te dejé, en este bosque bendito, para que la naturaleza cuidara de ti y así fue.
—Ahora voy a cumplir mi promesa para ser perdonada hijo querido, ahora estaré siempre contigo.
Tras decir estas palabras, besó ambas mejillas del joven, le entregó la daga y se arrojó al lago para desaparecer entre las oscuras aguas de la noche.
El joven sintió que una lágrima le corría por su mejilla y se dio cuenta de que eso era lo que le pasaba a la mujer desde que la conoció, se trataba de un sentimiento que nunca tuvo hasta ese día. Era la tristeza y entendió que la mujer, la había sentido por él.
Entonces, después de mirar las aguas que ya no se agitaban, se volvió a ver al oso y al lobo, sus amigos de toda la vida y, con la cara bañada en lágrimas, repitió el ritual que tantos años había visto hacer a la mujer y se adentró en el lago.
Ambos animales gimieron de dolor, un dolor tan grande que todo el bosque lloró como si hubieran perdido a un hijo. Sin su presencia el bosque perdió su magia, las flores su brillo y los sauces dejaron de alzarse y desde entonces permanecieron inclinados llorando su ausencia.
Desde ese día, los habitantes de la cercana aldea no entraban más al bosque del llanto, como lo llamaron, porque se decía que poseía poderes para hacerlos caer en tal melancolía que los llevaría al final de sus vidas, tal como le sucedió a la anciana que tras años de tristeza, dejó su vida allí.
Creció en lo más profundo de un bosque de sauces. Jugaba entre ellos y en las bellísimas matas de lavandas, rodeado por su embriagadora fragancia.
Al terminar el día, adoraba deslizarse por las piedras y descansar tras la cascada de agua fresca que llegaba del norte serpenteando por los ríos que nutrían de vida al bosque. Allí había una pequeña cueva que lo acogía cada noche. Acurrucado miraba el cielo deslumbrado por la belleza de las estrellas que brillaban cual gotas de lluvia atravesadas por los primeros rayos de sol tras la tormenta. Las noches en que la luna asomaba y se manifestaba en toda su gloria él se sentía bendecido, como si el astro lo cobijara y protegiera con su pura y blanca luz.
El bosque era un verdadero oasis para todos los viajeros que pasaban por allí, se refrescaban en las cristalinas aguas del lago y se amparaban a la sombra y la brisa de los sauces para luego seguir su camino.
Él no recordaba otra cosa que el bosque, tenía unos diez años y era especial en todos los sentidos, de facciones delicadas, hermosos ojos castaños y cabello largo. Emitía ruidos cuasi onomatopéyicos como sus semejantes, los habitantes del bosque. De esa forma lograba entenderse con todos los animales, desde las sublimes golondrinas viajeras, hasta los animales más grandes y peligrosos. Su contacto era vida, las flores eran más rosas y su perfume era más intenso cuando él las acariciaba, los sauces crecían altos y firmes cuando los abrazaba y los cachorros siempre sobrevivían cuando jugaba con ellos.
Así creció y formó parte del bosque disfrutando tanto de sus dones como los sauces o los lobos.
Siendo aún pequeño, descubrió que, en las noches en que la luna mostraba todo su esplendor, una mujer se acercaba al lago, se inclinaba y lloraba lastimosamente. Luego extraía una daga de entre sus ropas, se cortaba la mano y dejaba que la sangre fluyera hacia el agua. Él podía ver su rostro bañado en lágrimas y, tumbado en su lecho tras la cascada, escuchaba los sonidos que decía sin llegar a entenderlos.
Después de eso, la mujer se vendaba la mano y salía rápidamente del bosque.
Una vez, después que ella se fuera raudamente, él se aventuró a llegar al lugar donde había estado y observar la sangre que aún mancillaba la pureza del lago pero sin llegar a comprender su significado.
Así fue su vida, tranquila y feliz a su manera. Los años fueron pasando y el niño se convirtió en un hombre, la cascada y su lago se volvieron más caudalosos por las grandes lluvias en el nacimiento de los ríos que los alimentaban y la mujer se había transformado en una anciana.
Lo que no había cambiado era su ritual de la luna llena, aunque ya no podía inclinarse, su llanto era el mismo y la filosa daga seguía hiriendo con fuerza la mano para que la sangre cayera en las prístinas aguas del lago.
Una noche, el joven salió de su lecho tras la cascada y refugiándose en unos sauces, se aventuró a acercarse a la mujer. No podía entender lo que decía, pero desde niño siempre escuchaba los mismos sonidos: —Te doy mi sangre a cambio de ver una vez más a mi hijo a quien dejé aquí por temor y vergüenza. Te lo suplico, te doy mi sangre y si es necesario mi propia vida a cambio de verlo una vez más, por favor.
El joven la miraba con extrañeza, no sabía nada de tristezas ni de dolores, pero su corazón le decía que la mujer necesitaba algo que se hallaba en el bosque, aunque no supiera qué era.
Por eso una noche decidió presentarse ante ella e intentar descubrir qué le ocurría. Se acercó, estiró la mano y la tocó suavemente. La anciana se volvió y sus ojos se abrieron grandes y brillantes como la luna que les observaba desde el cielo. Sus piernas le fallaron y cayó de rodillas mientras balbuceaba entre sollozos:
—Gracias por dejarme verlo otra vez, gracias luna maravillosa, gracias agua bendita.
Después se levantó y lo abrazó con toda la ternura del mundo, lo miró a los ojos y le susurró: —Hijo mío no quise hacerlo, pero cometí un pecado muy grave hace más de veinte años y tuve que dejarte, desde entonces solo pienso en ti.
—Soy feliz, porque te veo bien, sano y salvo aquí en este lugar donde no hay maldad por eso fue que te dejé, en este bosque bendito, para que la naturaleza cuidara de ti y así fue.
—Ahora voy a cumplir mi promesa para ser perdonada hijo querido, ahora estaré siempre contigo.
Tras decir estas palabras, besó ambas mejillas del joven, le entregó la daga y se arrojó al lago para desaparecer entre las oscuras aguas de la noche.
El joven sintió que una lágrima le corría por su mejilla y se dio cuenta de que eso era lo que le pasaba a la mujer desde que la conoció, se trataba de un sentimiento que nunca tuvo hasta ese día. Era la tristeza y entendió que la mujer, la había sentido por él.
Entonces, después de mirar las aguas que ya no se agitaban, se volvió a ver al oso y al lobo, sus amigos de toda la vida y, con la cara bañada en lágrimas, repitió el ritual que tantos años había visto hacer a la mujer y se adentró en el lago.
Ambos animales gimieron de dolor, un dolor tan grande que todo el bosque lloró como si hubieran perdido a un hijo. Sin su presencia el bosque perdió su magia, las flores su brillo y los sauces dejaron de alzarse y desde entonces permanecieron inclinados llorando su ausencia.
Desde ese día, los habitantes de la cercana aldea no entraban más al bosque del llanto, como lo llamaron, porque se decía que poseía poderes para hacerlos caer en tal melancolía que los llevaría al final de sus vidas, tal como le sucedió a la anciana que tras años de tristeza, dejó su vida allí.