CP XIII - Con pellizquito - Mister Sogad (Mención Jurado)
Publicado: 17 Abr 2018 10:34
CON PELLIZQUITO
Llega temprano y absorbe los olores de la cantina. Unos pocos clientes le sonríen y saludan. Fátima les devuelve el gesto mientras trata que sus casi diez años se olviden tensándose como una vara. Agarra la mochila con más fuerza y se pierde en el almacén.
Con un suspiro templa los nervios y comienza su andadura para desenterrar al duende. Al “duende chico” diría su abuela. Se sienta y se tapa la cara con las manos. Bucea en su interior, en esa oscuridad heredada de tanto escuchar historias que agrietan el corazón. Pero así es como hay que hacerlo, así es como lo han hecho las que la han precedido antes, mucho antes. Ya habrá tiempo de añadir sus propios tormentos. A veces le gustaría vivir desgracias, solo para poder dar más de sí sobre la madera, pero entonces sus sueños infantiles le devuelven al mundo de los juegos y alegrías. Ya llegaría, su madre siempre le ha dicho que no se dé prisa, que en eso no.
Le llega entonces el recuerdo de la historia de su bisabuela, su favorita, porque es la que duele con más fuerza. Con su mismo nombre y muy cerca de su edad, aquella mujer había sufrido la guerra. Llevar comida a familiares en la cárcel mientras oía caer las bombas seguida de cerca por gente de ojos grises y mirada enloquecida. Sabiéndose siempre al filo de quedar sola si al señorito del pueblo dejaba de antojársele su hermana tenía prendida de los labios una sonrisa para todo el que vistiera de manera decente. Y en cuanto la dejaban se esforzaba por mostrar su arte ya fuera en tarimas o en la carretera. Así había sobrevivido en el durante y en el después. Tiempo de paz con el pellejo agarrado a las costillas. Ya más mayor no pudo evitar el tener hijos sin aclararse de dónde venían. Unos cuantos se le ultimaron en los brazos, los demás extraían su amor y coraje sin descanso. Y el arte sobrevivía.
Fátima se dejó llevar por aquellos senderos un poco más hasta que su interior se pobló de telarañas. Entonces ya era tiempo de arreglarse, de vestirse para darlo todo. Se peinó con esmero la melena azabache para atraparla luego con un diminuto coletero. Se desnudó y se puso el vestido brillante, buscándole con ojo de águila cualquier pequeña arruga que estorbase. Collar, pendientes, un poco de color para mejillas y labios. Por último los tacones, lo más preciado. Repasó su superficie lustrosa con la yema de los dedos y se dejó seducir por las suelas desgastadas.
Al acabar se asoma al local, han pasado las horas sin darse cuenta y está a rebosar, hoy no habrá tiempo de ensayar. En el escenario puede ver a los suyos, ya está casi todo listo. Avanza entre las mesas con paso firme y mirada desafiante, en su pecho mantiene el calor de la congoja incubada antes.
***
Hoy las lágrimas le huelen a lavanda mientras la voz rota inunda el bar de su tío Paquito. Sobre las paredes encaladas repletas de recortes de periódico rebotan los graves tiznados de melancolía. Se prolonga entonces un silencio y los clientes gravitan por debajo de sus menudas pestañas. Ese. Ese es el momento en que deja libres a los diminutos seres que danzan en su cabeza para que le traigan dolores ajenos. El quejío ya galopa por sus entrañas cuando la pena la atrapa.
Y estalla, se tensa, pisotea con fuerza el tablao dejando que el suspiro colectivo se desboque entre las grietas de la madera. Su frente se perla, sus manos caracolean, cogiendo de arriba agarrando de abajo. El quiebro y requiebro refuerzan el revoloteo de sus lunares alimentando la tormenta. A su espalda el brioso punteo de las cuerdas la sigue de cerca.
Con un golpe seco el silencio vuelve a alojarse entre las mesas repletas y las botellas desnudas de esencia. Todos los ojos se aferran a ella, reptando desde la puntera de charol a la apretada coleta. Su pecho bombea poco antes del giro que lanza a los hipnotizados su cola de tela. De espaldas levanta los brazos de modo que los codos parezcan ceñidos con los hilachos del titiritero mientras en su mente asoma el reflejo de un cuervo a punto de batir sus alas.
Comienza el vuelo con parsimonia, se va echando por encima la imaginaria sal que impregna sus manos. Con el simple movimiento de los dedos deja caer la mortaja. Entonces tuerce el cuello, a un lado y al otro, con golpes secos y bruscos. La capa salina se resquebraja. Cierra los puños al aire y los baja con fuerza. Da inicio al torbellino, gira que gira. Y entonces a su alrededor los colores informes se tornan en blanco, la luz se le pega al pecho y vuelve a tomar brío para continuar las cabriolas.
El negro da paso a la alegría tomando así la recta final de su baile. Alrededor todos vuelven a sanar y le lanzan olés y palmas. Con un último golpe la llama se apaga.
***
Todo ha acabado, atrás reverberan los ecos de la ovación mientras se derrumba en el almacén. Ha ido bien, se dice. Pero es tiempo de desprenderse del todo de las penurias que la han llevado en volandas. Tal vez sea el momento más difícil, por mucho que todos le digan que lo que hace bajo las luces es único. Sobre la madera ha dejado la altanería y el mirar desafiante, ahora quedan los hombros caídos y el rictus amargo. Todo está en la cabeza. Con suavidad pasa las manos por todo su cuerpo, las utiliza de manera que se desprende de una tela imaginaria; un traje doloroso que le viene grande. Es un ritual que pasa de madres a hijas. Es efectivo, al menos “de boquilla”. A pesar de su corta edad sospecha que las demás también debían llevarse un poquito al lecho, para dejarlo ir en una o dos pesadillas.
Aliviada por fin guarda con cuidado el traje y los tacones. Suelta la melena y se sienta en una de las mesas, que ya van quedando vacías, para beberse una cola y comer algo caliente. Después llegarán a recogerla y mañana ya habrá tiempo de enterarse para cuándo el próximo baile.
Llega temprano y absorbe los olores de la cantina. Unos pocos clientes le sonríen y saludan. Fátima les devuelve el gesto mientras trata que sus casi diez años se olviden tensándose como una vara. Agarra la mochila con más fuerza y se pierde en el almacén.
Con un suspiro templa los nervios y comienza su andadura para desenterrar al duende. Al “duende chico” diría su abuela. Se sienta y se tapa la cara con las manos. Bucea en su interior, en esa oscuridad heredada de tanto escuchar historias que agrietan el corazón. Pero así es como hay que hacerlo, así es como lo han hecho las que la han precedido antes, mucho antes. Ya habrá tiempo de añadir sus propios tormentos. A veces le gustaría vivir desgracias, solo para poder dar más de sí sobre la madera, pero entonces sus sueños infantiles le devuelven al mundo de los juegos y alegrías. Ya llegaría, su madre siempre le ha dicho que no se dé prisa, que en eso no.
Le llega entonces el recuerdo de la historia de su bisabuela, su favorita, porque es la que duele con más fuerza. Con su mismo nombre y muy cerca de su edad, aquella mujer había sufrido la guerra. Llevar comida a familiares en la cárcel mientras oía caer las bombas seguida de cerca por gente de ojos grises y mirada enloquecida. Sabiéndose siempre al filo de quedar sola si al señorito del pueblo dejaba de antojársele su hermana tenía prendida de los labios una sonrisa para todo el que vistiera de manera decente. Y en cuanto la dejaban se esforzaba por mostrar su arte ya fuera en tarimas o en la carretera. Así había sobrevivido en el durante y en el después. Tiempo de paz con el pellejo agarrado a las costillas. Ya más mayor no pudo evitar el tener hijos sin aclararse de dónde venían. Unos cuantos se le ultimaron en los brazos, los demás extraían su amor y coraje sin descanso. Y el arte sobrevivía.
Fátima se dejó llevar por aquellos senderos un poco más hasta que su interior se pobló de telarañas. Entonces ya era tiempo de arreglarse, de vestirse para darlo todo. Se peinó con esmero la melena azabache para atraparla luego con un diminuto coletero. Se desnudó y se puso el vestido brillante, buscándole con ojo de águila cualquier pequeña arruga que estorbase. Collar, pendientes, un poco de color para mejillas y labios. Por último los tacones, lo más preciado. Repasó su superficie lustrosa con la yema de los dedos y se dejó seducir por las suelas desgastadas.
Al acabar se asoma al local, han pasado las horas sin darse cuenta y está a rebosar, hoy no habrá tiempo de ensayar. En el escenario puede ver a los suyos, ya está casi todo listo. Avanza entre las mesas con paso firme y mirada desafiante, en su pecho mantiene el calor de la congoja incubada antes.
***
Hoy las lágrimas le huelen a lavanda mientras la voz rota inunda el bar de su tío Paquito. Sobre las paredes encaladas repletas de recortes de periódico rebotan los graves tiznados de melancolía. Se prolonga entonces un silencio y los clientes gravitan por debajo de sus menudas pestañas. Ese. Ese es el momento en que deja libres a los diminutos seres que danzan en su cabeza para que le traigan dolores ajenos. El quejío ya galopa por sus entrañas cuando la pena la atrapa.
Y estalla, se tensa, pisotea con fuerza el tablao dejando que el suspiro colectivo se desboque entre las grietas de la madera. Su frente se perla, sus manos caracolean, cogiendo de arriba agarrando de abajo. El quiebro y requiebro refuerzan el revoloteo de sus lunares alimentando la tormenta. A su espalda el brioso punteo de las cuerdas la sigue de cerca.
Con un golpe seco el silencio vuelve a alojarse entre las mesas repletas y las botellas desnudas de esencia. Todos los ojos se aferran a ella, reptando desde la puntera de charol a la apretada coleta. Su pecho bombea poco antes del giro que lanza a los hipnotizados su cola de tela. De espaldas levanta los brazos de modo que los codos parezcan ceñidos con los hilachos del titiritero mientras en su mente asoma el reflejo de un cuervo a punto de batir sus alas.
Comienza el vuelo con parsimonia, se va echando por encima la imaginaria sal que impregna sus manos. Con el simple movimiento de los dedos deja caer la mortaja. Entonces tuerce el cuello, a un lado y al otro, con golpes secos y bruscos. La capa salina se resquebraja. Cierra los puños al aire y los baja con fuerza. Da inicio al torbellino, gira que gira. Y entonces a su alrededor los colores informes se tornan en blanco, la luz se le pega al pecho y vuelve a tomar brío para continuar las cabriolas.
El negro da paso a la alegría tomando así la recta final de su baile. Alrededor todos vuelven a sanar y le lanzan olés y palmas. Con un último golpe la llama se apaga.
***
Todo ha acabado, atrás reverberan los ecos de la ovación mientras se derrumba en el almacén. Ha ido bien, se dice. Pero es tiempo de desprenderse del todo de las penurias que la han llevado en volandas. Tal vez sea el momento más difícil, por mucho que todos le digan que lo que hace bajo las luces es único. Sobre la madera ha dejado la altanería y el mirar desafiante, ahora quedan los hombros caídos y el rictus amargo. Todo está en la cabeza. Con suavidad pasa las manos por todo su cuerpo, las utiliza de manera que se desprende de una tela imaginaria; un traje doloroso que le viene grande. Es un ritual que pasa de madres a hijas. Es efectivo, al menos “de boquilla”. A pesar de su corta edad sospecha que las demás también debían llevarse un poquito al lecho, para dejarlo ir en una o dos pesadillas.
Aliviada por fin guarda con cuidado el traje y los tacones. Suelta la melena y se sienta en una de las mesas, que ya van quedando vacías, para beberse una cola y comer algo caliente. Después llegarán a recogerla y mañana ya habrá tiempo de enterarse para cuándo el próximo baile.