CP XIII - Dufort - Onomatopeya
Publicado: 19 Abr 2018 15:47
Dufort
La noche aún no había llegado a la pequeña localidad de Domancy, al pie de los Alpes; aunque la oscuridad ya la invadía desde hacía demasiadas horas, quizá días; pues la penumbra no es exclusivamente un fenómeno astronómico. Entre velas y candiles, el joven, y recientemente retornado a su localidad natal, juez Dufort intentaba enfocar con claridad las páginas depositadas sobre su escritorio entre la luz vibrante de las velas. El viento arreciaba fuerte esa tarde y su agudo silbido debería haber podido abrirse paso entre los callejones vacíos, pero ese día no hubo oportunidad de romper el silencio, porque jamás lo hubo. Todo vecino capaz de caminar se amontonaba a las puertas del juzgado; bramando injurias y alzando sus horcas y antorchas a modo de la espada de Temis. La balanza quedaba pues en las manos del recién egresado.
La puerta del despacho sonó y se abrió a continuación.
—Juez Dufort, la situación se está volviendo incontrolable. El pueblo clama por justicia junto al portón—advirtió el alcalde Tasse.
—Las hogueras nunca ardieron por justicia, sino por venganza. Y mi fin no es más que el de velar por un proceso justo.
—El caso es más que evidente. ¿Quién más sino él puede haber cometido tal horrible crimen?
—Esa respuesta debe trasladársela a la guardia. Yo sólo intento dilucidar si hay pruebas concluyentes contra este acusado en particular.
—Pues dese prisa, porque el pueblo no esperará mucho más.
—Eso intento, amigo Tasse. Eso intento.
La aparición hacía dos semanas del cuerpo desmembrado de uno de los vecinos había alentado una preocupación y sentimiento de inseguridad creciente que tornó en presiones a la guardia para dar con el culpable. Y no fue hasta la noche anterior, cuando por fin hallaron culpable. Escondido entre arbustos, con ropas raídas y malolientes, cuerpo deforme y porte ciclópeo encontraron a un vagabundo que merodeaba una de las granjas de la región. Nadie más sospechoso que aquel medio humano medio monstruo para explicar tal horripilación, digna de su propia naturaleza.
La noticia no tardó en correr entre todos los habitantes, que hicieron acopio de piedras a la espera de su paso hacia comisaría. Y no fue hasta que realmente lo vieron con sus propios ojos cuando decidieron que una desagradable bienvenida no era suficiente para aquel demonio. Entonces las piedras se volvieron hachas, y hoces, y palos, y fuego, que todo lo purifica. Pero aquella rabia descontrolada fue cortada en seco por un joven licenciado de ideas tan utópicas como las de una justicia «justa».
Aquella noche se le hizo lenta; no lenta como cualquier noche de invierno en un pueblo a pie de una montaña, sino lenta como velar el cadáver de tu ser más querido. La guardia reunió pruebas contra el vagabundo de más de dos metros: patatas amontonadas en su guarida, sin duda robadas en palabras del comisario; y unas botas pertenecientes al fallecido, prueba irrefutable. No había lugar para la duda.
Dufort abandonó su sala incapaz de encontrar las evidencias que clamaban las voces; así que bajó a los calabozos. Allí pudo verle en persona: tirado en el camastro, con los pies sobresaliéndole desde las rodillas.
—¿Eres culpable? —le preguntó sin más preámbulos.
—Todos lo somos. Culpable de nacer contra mi voluntad, del mismo modo que todos lo hacemos. Culpable de vagar por la vida buscando mi lugar, como intuyo que tú mismo lo buscas. Culpable de estar hecho de carne que se pudre.
—¿Mataste a Bernard?
—¿Qué importa mi respuesta cuando mi aspecto habla por mí?
—Tenías sus zapatos.
—Podría habérmelos dado él.
—¿Y por qué haría tal cosa?
—Por piedad.
—Y la comida, ¿de dónde la sacaste?
—La cogí de algunos huertos. Pero no es delito de horca robar unos pocos tubérculos para comer.
—No hay persona capaz de desmembrar así un cuerpo en todo el país.
El vagabundo se levantó y se acercó a los barrotes. Dufort se sintió intimidado mientras le miraba hacia arriba. Su rostro estaba lleno de cicatrices y de una barba irregular que crecía por zonas. Sus ojos vidriosos no carecían de ese brillo que nos muestra el alma, sino que más bien mostraba más de un único reflejo.
—Si buscas una bestia, yo soy la bestia.
—Busco al culpable.
—Entonces tendrás que buscar dentro de ti, entre el lógico temor humano y la incorruptibilidad de los necios que se afanan en no prosperar.
Dufort echó una última mirada al preso. Desde luego tenía todas las cartas para ser condenado.
—Puedes ser condenado a muerte.
—No la temo, pues ya estuve muerto.
La algarabía exterior se volvió incontrolable, hasta tal punto que los guardias que protegían el paso a los calabozos y el juzgado tuvieron que retirarse hacia el interior del edificio, dejando el portón a merced de empujones y puñetazos. No tardaría en caer.
—¡Por Dios, Dufort! —exclamó el alcalde Tasse cuando el juez regresó a su despacho—.Van a linchar al monstruo. Oremos porque no nos linchen también a nosotros. ¡Dicte ya su sentencia!
—¡No puedo! No hay indicios concluyentes.
—¡Tenía las botas del muerto!
—Pero ese hombre, por grande y fuerte que parezca, carece de garras y colmillos como para haber provocado esos desgarros en el cuerpo.
—¿Y qué importa eso? Por mí como si lo hizo un oso. Pero ese ser inmundo no merece la vida. Al menos no tanto como para ver la nuestra propia expuesta.
—Quizás tengas razón.
La conversación se vio interrumpida por el ruido de la puerta cayendo. Cuatro guardias intentaban sujetar a la multitud en el recibidor del palacio de justicia. El alcalde se acercó a intentar apaciguar a sus vecinos.
—Tranquilizaos. Dufort dictará sentencia en breve.
—Muchas horas lleva ya para condenar lo evidente —gritaron.
Los guardias resultaron apartados por la fuerza y se vieron impotentes ante el empuje del grupo.
—¡Está en los calabozos! —gritó un acobardado Tasse para contentarlos.
Pero la multitud calló de repente. El joven abogado estaba allí, plantado ante los que le apremiaban.
—Necesito más tiempo.
—¡Mentira! Ha habido tiempo de sobra.
—La justicia verdadera no atiende a premuras.
—¡Muerte! ¡Muerte al monstruo!
Y las hoces y palos se alzaron; las antorchas blandieron; y los puños se impusieron. La horda se volvió incontrolable. Zarandearon al alcalde y le tiraron al suelo. Dufort comenzó a verse rebotado entre los cuerpos, incapaz de orientarse, como golpeado por olas en el mar; hasta terminar junto a la puerta de los calabozos. Aprovechó la fortuna para entrar y atrancarla desde dentro. Los golpes no tardaron en intentar arrancarla de cuajo.
—¡Arriba! —gritó al preso—. Tienes que huir.
—Pero no ha habido juicio alguno.
—La justicia no va de demostrar quién es inocente, sino de quién es culpable. ¡Corre! ¡Aléjate de este pueblo y no regreses jamás!—dijo señalándole una pequeña ventana en aquel semisótano.
La puerta cedió.
El enorme vagabundo, ante la muchedumbre acercándose, se encaramó sin dificultad, se giró y dijo:
—En esta corta vida he sido rechazado continuamente, incluso por mi padre y creador. Sólo Bernard y tú habéis creído en mí.
La multitud llegó a la altura del juez, envolviéndole, e intentando alcanzar al monstruo antes de que escapara. Pero aquella pequeña ventana estaba demasiado alta para poder encaramarse sin más; lo que le otorgó el tiempo justo para alejarse. Aquel ser grande, fuerte y torpe, hecho de retazos, pero de un único corazón, corrió por los callejones, para continuar por los cultivos cercanos y perderse en el bosque. Aún tendría que dejar atrás la rabia acumulada, los hierros forjados para otros fines y el odio que siempre le recibía allá dónde fuera; pero el deseo de reencontrarse con su padre era más grande que cualquier inconveniente.
—Ginebra —susurraba para él—. Padre, nos veremos en Ginebra.
El juez Dufort se vio rodeado por decenas de sus convecinos, aún cargados con la peor de las armas: la sed de venganza. Él lo supo al instante. El pueblo quería horca, quería soga y sangre derramada; preferían un ajusticiado antes que un culpable. A su cabeza llegaron recuerdos de cuando su padre laceraba a latigazos al servicio, bajo la única acusación de ser el eslabón más débil a mano cuando las cosas no le salían bien en sus negocios. Entonces, una simple leche derramada o incluso una arruga en la cama eran suficiente motivo para redimirse de sus propios pecados a través de penitencia ajena. Y fue justo el día en el que vio a su querida nodriza con el torso desnudo y la sangre resbalando por sus pechos colganderos de haber amamantado hijos y críos ajenos por igual cuando decidió que sólo un culpable puede pagar por un crimen. Y ahora aquella inquebrantable moral forjada a través de los años le convertiría en lo que siempre trató de evitar: la expiación.
La noche aún no había llegado a la pequeña localidad de Domancy, al pie de los Alpes; aunque la oscuridad ya la invadía desde hacía demasiadas horas, quizá días; pues la penumbra no es exclusivamente un fenómeno astronómico. Entre velas y candiles, el joven, y recientemente retornado a su localidad natal, juez Dufort intentaba enfocar con claridad las páginas depositadas sobre su escritorio entre la luz vibrante de las velas. El viento arreciaba fuerte esa tarde y su agudo silbido debería haber podido abrirse paso entre los callejones vacíos, pero ese día no hubo oportunidad de romper el silencio, porque jamás lo hubo. Todo vecino capaz de caminar se amontonaba a las puertas del juzgado; bramando injurias y alzando sus horcas y antorchas a modo de la espada de Temis. La balanza quedaba pues en las manos del recién egresado.
La puerta del despacho sonó y se abrió a continuación.
—Juez Dufort, la situación se está volviendo incontrolable. El pueblo clama por justicia junto al portón—advirtió el alcalde Tasse.
—Las hogueras nunca ardieron por justicia, sino por venganza. Y mi fin no es más que el de velar por un proceso justo.
—El caso es más que evidente. ¿Quién más sino él puede haber cometido tal horrible crimen?
—Esa respuesta debe trasladársela a la guardia. Yo sólo intento dilucidar si hay pruebas concluyentes contra este acusado en particular.
—Pues dese prisa, porque el pueblo no esperará mucho más.
—Eso intento, amigo Tasse. Eso intento.
La aparición hacía dos semanas del cuerpo desmembrado de uno de los vecinos había alentado una preocupación y sentimiento de inseguridad creciente que tornó en presiones a la guardia para dar con el culpable. Y no fue hasta la noche anterior, cuando por fin hallaron culpable. Escondido entre arbustos, con ropas raídas y malolientes, cuerpo deforme y porte ciclópeo encontraron a un vagabundo que merodeaba una de las granjas de la región. Nadie más sospechoso que aquel medio humano medio monstruo para explicar tal horripilación, digna de su propia naturaleza.
La noticia no tardó en correr entre todos los habitantes, que hicieron acopio de piedras a la espera de su paso hacia comisaría. Y no fue hasta que realmente lo vieron con sus propios ojos cuando decidieron que una desagradable bienvenida no era suficiente para aquel demonio. Entonces las piedras se volvieron hachas, y hoces, y palos, y fuego, que todo lo purifica. Pero aquella rabia descontrolada fue cortada en seco por un joven licenciado de ideas tan utópicas como las de una justicia «justa».
Aquella noche se le hizo lenta; no lenta como cualquier noche de invierno en un pueblo a pie de una montaña, sino lenta como velar el cadáver de tu ser más querido. La guardia reunió pruebas contra el vagabundo de más de dos metros: patatas amontonadas en su guarida, sin duda robadas en palabras del comisario; y unas botas pertenecientes al fallecido, prueba irrefutable. No había lugar para la duda.
Dufort abandonó su sala incapaz de encontrar las evidencias que clamaban las voces; así que bajó a los calabozos. Allí pudo verle en persona: tirado en el camastro, con los pies sobresaliéndole desde las rodillas.
—¿Eres culpable? —le preguntó sin más preámbulos.
—Todos lo somos. Culpable de nacer contra mi voluntad, del mismo modo que todos lo hacemos. Culpable de vagar por la vida buscando mi lugar, como intuyo que tú mismo lo buscas. Culpable de estar hecho de carne que se pudre.
—¿Mataste a Bernard?
—¿Qué importa mi respuesta cuando mi aspecto habla por mí?
—Tenías sus zapatos.
—Podría habérmelos dado él.
—¿Y por qué haría tal cosa?
—Por piedad.
—Y la comida, ¿de dónde la sacaste?
—La cogí de algunos huertos. Pero no es delito de horca robar unos pocos tubérculos para comer.
—No hay persona capaz de desmembrar así un cuerpo en todo el país.
El vagabundo se levantó y se acercó a los barrotes. Dufort se sintió intimidado mientras le miraba hacia arriba. Su rostro estaba lleno de cicatrices y de una barba irregular que crecía por zonas. Sus ojos vidriosos no carecían de ese brillo que nos muestra el alma, sino que más bien mostraba más de un único reflejo.
—Si buscas una bestia, yo soy la bestia.
—Busco al culpable.
—Entonces tendrás que buscar dentro de ti, entre el lógico temor humano y la incorruptibilidad de los necios que se afanan en no prosperar.
Dufort echó una última mirada al preso. Desde luego tenía todas las cartas para ser condenado.
—Puedes ser condenado a muerte.
—No la temo, pues ya estuve muerto.
La algarabía exterior se volvió incontrolable, hasta tal punto que los guardias que protegían el paso a los calabozos y el juzgado tuvieron que retirarse hacia el interior del edificio, dejando el portón a merced de empujones y puñetazos. No tardaría en caer.
—¡Por Dios, Dufort! —exclamó el alcalde Tasse cuando el juez regresó a su despacho—.Van a linchar al monstruo. Oremos porque no nos linchen también a nosotros. ¡Dicte ya su sentencia!
—¡No puedo! No hay indicios concluyentes.
—¡Tenía las botas del muerto!
—Pero ese hombre, por grande y fuerte que parezca, carece de garras y colmillos como para haber provocado esos desgarros en el cuerpo.
—¿Y qué importa eso? Por mí como si lo hizo un oso. Pero ese ser inmundo no merece la vida. Al menos no tanto como para ver la nuestra propia expuesta.
—Quizás tengas razón.
La conversación se vio interrumpida por el ruido de la puerta cayendo. Cuatro guardias intentaban sujetar a la multitud en el recibidor del palacio de justicia. El alcalde se acercó a intentar apaciguar a sus vecinos.
—Tranquilizaos. Dufort dictará sentencia en breve.
—Muchas horas lleva ya para condenar lo evidente —gritaron.
Los guardias resultaron apartados por la fuerza y se vieron impotentes ante el empuje del grupo.
—¡Está en los calabozos! —gritó un acobardado Tasse para contentarlos.
Pero la multitud calló de repente. El joven abogado estaba allí, plantado ante los que le apremiaban.
—Necesito más tiempo.
—¡Mentira! Ha habido tiempo de sobra.
—La justicia verdadera no atiende a premuras.
—¡Muerte! ¡Muerte al monstruo!
Y las hoces y palos se alzaron; las antorchas blandieron; y los puños se impusieron. La horda se volvió incontrolable. Zarandearon al alcalde y le tiraron al suelo. Dufort comenzó a verse rebotado entre los cuerpos, incapaz de orientarse, como golpeado por olas en el mar; hasta terminar junto a la puerta de los calabozos. Aprovechó la fortuna para entrar y atrancarla desde dentro. Los golpes no tardaron en intentar arrancarla de cuajo.
—¡Arriba! —gritó al preso—. Tienes que huir.
—Pero no ha habido juicio alguno.
—La justicia no va de demostrar quién es inocente, sino de quién es culpable. ¡Corre! ¡Aléjate de este pueblo y no regreses jamás!—dijo señalándole una pequeña ventana en aquel semisótano.
La puerta cedió.
El enorme vagabundo, ante la muchedumbre acercándose, se encaramó sin dificultad, se giró y dijo:
—En esta corta vida he sido rechazado continuamente, incluso por mi padre y creador. Sólo Bernard y tú habéis creído en mí.
La multitud llegó a la altura del juez, envolviéndole, e intentando alcanzar al monstruo antes de que escapara. Pero aquella pequeña ventana estaba demasiado alta para poder encaramarse sin más; lo que le otorgó el tiempo justo para alejarse. Aquel ser grande, fuerte y torpe, hecho de retazos, pero de un único corazón, corrió por los callejones, para continuar por los cultivos cercanos y perderse en el bosque. Aún tendría que dejar atrás la rabia acumulada, los hierros forjados para otros fines y el odio que siempre le recibía allá dónde fuera; pero el deseo de reencontrarse con su padre era más grande que cualquier inconveniente.
—Ginebra —susurraba para él—. Padre, nos veremos en Ginebra.
El juez Dufort se vio rodeado por decenas de sus convecinos, aún cargados con la peor de las armas: la sed de venganza. Él lo supo al instante. El pueblo quería horca, quería soga y sangre derramada; preferían un ajusticiado antes que un culpable. A su cabeza llegaron recuerdos de cuando su padre laceraba a latigazos al servicio, bajo la única acusación de ser el eslabón más débil a mano cuando las cosas no le salían bien en sus negocios. Entonces, una simple leche derramada o incluso una arruga en la cama eran suficiente motivo para redimirse de sus propios pecados a través de penitencia ajena. Y fue justo el día en el que vio a su querida nodriza con el torso desnudo y la sangre resbalando por sus pechos colganderos de haber amamantado hijos y críos ajenos por igual cuando decidió que sólo un culpable puede pagar por un crimen. Y ahora aquella inquebrantable moral forjada a través de los años le convertiría en lo que siempre trató de evitar: la expiación.