CP XIII - El chantaje de David - Raumat
Publicado: 19 Abr 2018 15:48
El chantaje de David
David volvía a la oficina pensando en la sorpresa que se llevaría el jefe al verle regresar tan pronto. Y después de la sorpresa vendría el cabreo, cuando David le explicara el porqué de su rápida vuelta. No era el Sr. Madrazo una persona que aceptase de buen grado que se produjeran imprevistos en el negocio. Menos mal que en esta ocasión ninguna culpa podía achacarle a él. Que estaba ya hasta el gorro de aguantar broncas al menor error que cometía. El jefe le había ordenado recoger un paquete en el almacén y llevarlo con urgencia a un cliente. Sin embargo, en el almacén las cosas se habían complicado a última hora —una avería de esa máquina nueva que tanto había costado, le dijeron— y el pedido no estaba dispuesto. De modo que David, contento por el hecho de que los planes del jefe se hubiesen fastidiado aunque fuera sólo esta vez, retornaba al trabajo silbando distraído por la calle y haciendo cábalas sobre su actual empleo.
El caso es que no le quedaba más remedio por el momento que aguantar mecha en la oficina si quería seguir disponiendo del dinero necesario para pagar el alquiler del cutre piso donde vivía, el tabaco, las cervezas y pocos vicios más. A ver si con un poco de suerte le salía un trabajo mejor pagado y podía dar con la puerta en las narices al negrero ése que no le dejaba ni respirar.
Le extrañó ver la puerta de la oficina cerrada. Lo normal era que estando dos personas —el jefe y Carmen, la secretaria— se turnaran para ir a tomar fuera el café de media mañana. Tentado estuvo de dar la vuelta a la esquina e ir al bar a charlar un ratillo con Carmen fuera del deprimente ambiente de la oficina, pero pensó que quizás el jefe se habría decidido a acompañarla, así que sacó la llave y abrió la puerta. Estaba colgando su cazadora en el perchero cuando le pareció escuchar un ahogado suspiro.
Se quedó quieto unos segundos, en silencio, extrañado. Agudizó el oído. El suspiro se repitió. David miró la cerrada puerta del despacho del jefe y avanzó con sigilo hacia ella. Los sonidos fueron haciéndose menos difusos, los suspiros tornábanse en jadeos, los tonos graves pertenecían al Sr. Madrazo, los más agudos a Carmen… era obvio lo que ocurría en el despacho: estaban haciendo el amor.
¡Vaya par de golfos! En la propia oficina... echando un polvo. Ya podían haber buscado un lugar más discreto para ello. Claro que pensándolo bien, con la puerta del negocio cerrada, el único que podía entrar desde el exterior era él. Y él, ahora, no debería estar allí. Si la costosa máquina del almacén no se hubiera estropeado, él se encontraría en la otra punta de la ciudad cumpliendo el encargo recibido. Así que el jefe y Carmen no tenían de qué preocuparse. No corrían peligro de ser sorprendidos. Y habían decidido aprovechar su ausencia de la más grata manera posible: dándose un buen achuchón. ¡Qué caraduras! Los dos, casados ambos, poniendo los cuernos a sus respectivas parejas. Con lo serios y formalitos que parecían. Tan responsables, tan trabajadores, tan perfectos, ¿quién podía imaginarse una cosa así de ellos? ¡Qué sinvergüenzas!
Permaneció unos segundos escuchando tras la puerta. La cara que pondrían si alguien les sorprendiera con las manos en la masa. ¡Vaya patinazo! Anda que como se enterara Arturo, el marido de Carmen, se podía armar una buena. Arturo era un tiarrón de casi dos metros, con cara de pocos amigos y parco en palabras. Si llegara a saber que su mujer se acostaba con el jefe, la cabeza de éste no valdría ni un duro. Y la esposa del Sr. Madrazo también se llevaría un buen disgusto si supiera en qué ocupaba parte del tiempo su marido. No la conocía personalmente, pero seguro que no le haría ninguna gracia.
Al otro lado de la puerta seguía la fiesta. El ritmo de suspiros y jadeos se aceleraba. Sin duda, Carmen y el jefe sí que podían presumir de disfrutar en el «trabajo». Y él, por el contrario, siempre de un lado para otro, puteado y cobrando una mierda de sueldo. Y el caso es que ahora David disponía de una información muy valiosa. Probablemente, aquel par de caraduras estarían dispuestos a dar el oro y el moro para que esa información nunca saliese a la luz. Su precaria situación en la oficina podía cambiar mucho si lograba sacar provecho del inesperado descubrimiento. ¿Y cuál sería la mejor forma de que ellos supieran que el chico de los recados conocía sus achuchones? Se lo diría a Carmen cualquier día, que ella ya se encargaría de comunicárselo al jefe inmediatamente. O quizá... no, eso no, sería demasiado... ¿y por qué no? No era mala idea: sorprenderles ahora, in fraganti, como sin querer, fingiendo un gran pesar por su «inoportunidad». Además, vería la cara que se les quedaba a ambos. Seguro que tardaría mucho tiempo en olvidarla. De modo que no lo pensó más. Dio dos golpes rápidos con los nudillos en la puerta del despacho y asomó la cabeza.
Carmen, semidesnuda sobre la mesa, lanzó un grito. El Sr. Madrazo, con el culo al aire, se giró violentamente fulminándole con mirada asesina.
—Perdón —musitó David aparentemente compungido, retirándose de inmediato y cerrando con presteza la puerta.
Haciendo esfuerzos por no soltar la carcajada David volvió a su mesa de trabajo. Todavía veía la cara de pavor de Carmen, el odio asesino en el rostro del Sr. Madrazo. ¡Vaya escenita la que acababan de contemplar sus ojos! Inolvidable.
Carmen apareció a los pocos minutos terminando de recomponer su ropa. Sin decir palabra, cogió unas cuantas facturas que tenía sobre la mesa y se sentó delante del ordenador. David bajó la vista de nuevo a su escritorio y reanudó con hastío su faena. No le importaba gran cosa lo que pensara Carmen. Debía estar furiosa por dentro. Si pudiera seguro que le asesinaría. Tampoco hasta ahora le había caído mal la chica. Siempre la había considerado una mujer demasiado formal. Pero mira, mira... retozando con el jefe. ¡Vaya pájara! De todas formas, tampoco era ella la persona de quien más provecho podía sacar. Era más importante la reacción del Sr. Madrazo.
El jefe seguía encerrado en el despacho. Estaría con un cabreo de mil demonios. Aunque el hecho de que no le hubiera llamado de inmediato era positivo. Estaría analizando racionalmente la situación para encontrar la mejor solución posible. Sin duda, el deseo del Sr. Madrazo sería ponerle de patitas en la calle para así perder de vista a tan incómodo empleado. Pero no podía hacerlo. Tenía que negociar con él, si no quería que esa información tan comprometedora que David tenía en su poder se difundiera. ¿Y a él qué más le daba que el jefe se tirase a la secretaria? Le importaba un carajo. Lo que sí le importaba era el birrioso sueldo que recibía, los frecuentes rapapolvos, el que se le tratara como un esclavo, el asqueroso cuchitril en el que vivía. Sí, todas esas cosas sí que le importaban. Y eso era lo que tenía que cambiar a partir de ahora.
Por fin, al cabo de casi media hora, David oyó cómo se abría la puerta del despacho. Escuchó tenso los firmes pasos del jefe que se acercaban. Cesaron los pasos y hubo unos instantes de silencio, como si el Sr. Madrazo todavía dudara.
—David, venga a mi despacho.
David se levantó sin prisa y siguió al jefe. Ya dentro del despacho, el Sr. Madrazo miró recto a los ojos de David.
—Recoja sus cosas y váyase, David. Está usted despedido.
David dio un respingo. Esto sí que no se lo esperaba. ¡Qué cabronazo! Creía que el Sr. Madrazo no se atrevería a despedirle por más que lo deseara. Pero si eso era una estupidez. El jefe no comprendía la importancia de la información que tenía David, el cómo podía utilizarla. Se quedó durante unos segundos inmóvil, helado, incapaz de articular palabra. Al fin, empezó a sentir cómo la rabia le subía por el cuerpo, arrebolándole el rostro.
—Al marido de Carmen no le va a gustar nada lo que he visto —amenazó.
El Sr. Madrazo agarró con fuerza un brazo de David y le arrastró hacia la puerta.
—He dicho que se largue. Y lo más rápido que pueda. Ya le llamaremos para que pase a recoger su liquidación —prosiguió con desprecio.
David metió en una bolsa los pocos objetos de su propiedad que tenía en la oficina y sin decir nada a Carmen, que permanecía rígida y muda como una estatua, se dirigió hacia la salida.
—¡Mierda! —exclamó, dando un violento portazo.
Se iba a enterar el jefe. Si pensaba salir de rositas de este feo asunto, estaba muy equivocado. A su mujer no le iba a gustar nada saber que se la estaba pegando con la secretaria. Mucha fachada, mucha formalidad, mucha imagen de hombre serio y respetable, y después ¿qué?... Un cabronazo. Eso es lo que era. Y el marido de Carmen, ¿cómo reaccionaría al saberlo? Se pondría hecho una furia, sin duda. No tardaría más de quince minutos en cuanto se enterara en plantarse delante del Sr. Madrazo y partirle la cara. Probablemente le atizaría también un par de guantazos a Carmen. Merecidos los tenía, desde luego. Tan culpable era ella como el cabrón del jefe.
Aquella misma tarde David llamó al teléfono de casa del Sr. Madrazo. A esa hora seguro que él estaría en la oficina, trabajando. Bueno, eso de trabajando... quizás estaría dándose otro revolcón con la secretaria.
—Sí, dígame —contestó una voz femenina.
—La señora de Madrazo, por favor...
—Soy yo. Dígame.
—Verá, señora. Soy David, un empleado de la oficina de su marido. Quería decirle una cosa. Su marido se la está pegando con Carmen, la secretaria.
Sonó una risa nerviosa al otro lado del hilo.
—Pues vaya novedad, hijo, vaya novedad. ¡Anda y que te den por ahí, imbécil!
Y colgó.
David se quedó con una estúpida mueca de incredulidad en el rostro.
—¡Mierda! —no pudo contener la exclamación.
La mujer del jefe estaba al corriente de que éste se acostaba con la secretaria. Y no parecía que le afectara demasiado. ¡Qué falta de escrúpulos! Ya se la estaba imaginando. Seguro que era una de esas señoronas cubiertas de pieles, bien cargadita de joyas, la Visa siempre en el bolso para comprar un par de cosillas en esta boutique y otro par más en la de enfrente. ¿Que mientras su marido se la está pegando? Pues que le aproveche. Ella, con que no le falten sus pieles, sus joyas, sus caprichitos aquí y allá, ¿qué más le da? Seguro que se lo montaba ella también con algún jovencito cuando le venía en gana.
David paseó pensativo por su apartamento. Se había esfumado su primera posibilidad de venganza. Había perdido el primer asalto, pero todavía le quedaba su opción a priori más fuerte: Arturo. El brutote no podía fallarle.
Al día siguiente de ser despedido, David decidió dar una vuelta por el barrio donde residía Carmen. No estaba muy lejos de donde él vivía. Conocía la finca, ya que no hacía mucho tiempo Carmen le había acercado hasta allí una mañana al salir de la oficina. Lo que no sabía era el piso, aunque le fue fácil averiguarlo recorriendo con su mirada los nombres que figuraban en el portero automático. Seguía dándole vueltas a la cabeza acerca de cómo y cuándo dar la desagradable noticia a Arturo. Probablemente fuera mejor decírselo sin que Carmen estuviera presente. Así se evitaba la vergüenza de chivarse teniendo delante a su antigua compañera; evitaba también el riesgo de que ella se las apañara para convencer a Arturo de que todo era una asquerosa mentira y encendiera los ánimos del gigantón en su contra, estando demasiado cerca de él. Quizá fuera mejor darle la noticia por teléfono, no fuera que a Arturo le diera un repente y la pagara con quien tuviese más a mano. Bueno, ya lo pensaría con tranquilidad. No había prisa. Podía demorarse un par de días en hacer estallar la tormenta.
Iba ya a volverse y continuar callejeando cuando sintió una mano apoyarse sobre su hombro derecho. Se volvió sobresaltado. Era Arturo.
—Vaya, vaya, David... ¿Qué haces por aquí? ¿No estás trabajando?
—No, no estoy trabajando —contestó David, no del todo repuesto de la sorpresa—. Ya no trabajo allí... me despidieron.
El rostro de Arturo no reflejó la menor emoción. Como si le importara un pepino.
—Bueno, ¿y qué haces por aquí?, ¿no vendrías a hablar conmigo?
David dudó unos instantes. Al fin y al cabo, ¿para qué andarse con monsergas? Cuanto antes hiciera lo que tenía que hacer, mejor. Este podía ser un momento tan apropiado como cualquier otro para poner al corriente al marido de Carmen.
—Pues sí, Arturo. Quería hablar contigo —respondió al fin—. Es un poco fuerte lo que tengo que decirte. Se trata de Carmen. Te pone los cuernos con el jefe.
Apenas si atisbó David el puño cerrado de Arturo que se le hundió en la boca del estómago. Se dobló sobre sí mismo, intentando desesperadamente encontrar aire. Incapaz de levantar la cabeza, vio como la rodilla del gigantón se dirigía recta a su frente. Salió despedido hacia atrás por la violencia del golpe y quedó tendido sobre las baldosas de la calle, mirando con ojos temerosos y confusos a Arturo, que se aproximaba despacio.
—¡Pero qué gilipollas eres! —dijo el gigantón con una sonrisa en la boca— ¿Y pensabas que yo no lo sabía? Pues claro que lo sabía, hombre. De hecho fue idea mía. ¿De dónde te crees que sale el dinero que nos cuesta este piso? ¿De dónde piensas que han salido los dos coches? ¡Vamos, lárgate de aquí! Y como te vuelva a ver cerca de Carmen o de mí, te rajo.
David, desde el suelo, contempló como Arturo pasaba por encima de él y desaparecía en el portal de su casa. Se levantó a duras penas y dio unos pasos tambaleantes. Sintió deseos de gritar «¡Mierda!», pero ni siquiera tuvo fuerzas para hacerlo.
David volvía a la oficina pensando en la sorpresa que se llevaría el jefe al verle regresar tan pronto. Y después de la sorpresa vendría el cabreo, cuando David le explicara el porqué de su rápida vuelta. No era el Sr. Madrazo una persona que aceptase de buen grado que se produjeran imprevistos en el negocio. Menos mal que en esta ocasión ninguna culpa podía achacarle a él. Que estaba ya hasta el gorro de aguantar broncas al menor error que cometía. El jefe le había ordenado recoger un paquete en el almacén y llevarlo con urgencia a un cliente. Sin embargo, en el almacén las cosas se habían complicado a última hora —una avería de esa máquina nueva que tanto había costado, le dijeron— y el pedido no estaba dispuesto. De modo que David, contento por el hecho de que los planes del jefe se hubiesen fastidiado aunque fuera sólo esta vez, retornaba al trabajo silbando distraído por la calle y haciendo cábalas sobre su actual empleo.
El caso es que no le quedaba más remedio por el momento que aguantar mecha en la oficina si quería seguir disponiendo del dinero necesario para pagar el alquiler del cutre piso donde vivía, el tabaco, las cervezas y pocos vicios más. A ver si con un poco de suerte le salía un trabajo mejor pagado y podía dar con la puerta en las narices al negrero ése que no le dejaba ni respirar.
Le extrañó ver la puerta de la oficina cerrada. Lo normal era que estando dos personas —el jefe y Carmen, la secretaria— se turnaran para ir a tomar fuera el café de media mañana. Tentado estuvo de dar la vuelta a la esquina e ir al bar a charlar un ratillo con Carmen fuera del deprimente ambiente de la oficina, pero pensó que quizás el jefe se habría decidido a acompañarla, así que sacó la llave y abrió la puerta. Estaba colgando su cazadora en el perchero cuando le pareció escuchar un ahogado suspiro.
Se quedó quieto unos segundos, en silencio, extrañado. Agudizó el oído. El suspiro se repitió. David miró la cerrada puerta del despacho del jefe y avanzó con sigilo hacia ella. Los sonidos fueron haciéndose menos difusos, los suspiros tornábanse en jadeos, los tonos graves pertenecían al Sr. Madrazo, los más agudos a Carmen… era obvio lo que ocurría en el despacho: estaban haciendo el amor.
¡Vaya par de golfos! En la propia oficina... echando un polvo. Ya podían haber buscado un lugar más discreto para ello. Claro que pensándolo bien, con la puerta del negocio cerrada, el único que podía entrar desde el exterior era él. Y él, ahora, no debería estar allí. Si la costosa máquina del almacén no se hubiera estropeado, él se encontraría en la otra punta de la ciudad cumpliendo el encargo recibido. Así que el jefe y Carmen no tenían de qué preocuparse. No corrían peligro de ser sorprendidos. Y habían decidido aprovechar su ausencia de la más grata manera posible: dándose un buen achuchón. ¡Qué caraduras! Los dos, casados ambos, poniendo los cuernos a sus respectivas parejas. Con lo serios y formalitos que parecían. Tan responsables, tan trabajadores, tan perfectos, ¿quién podía imaginarse una cosa así de ellos? ¡Qué sinvergüenzas!
Permaneció unos segundos escuchando tras la puerta. La cara que pondrían si alguien les sorprendiera con las manos en la masa. ¡Vaya patinazo! Anda que como se enterara Arturo, el marido de Carmen, se podía armar una buena. Arturo era un tiarrón de casi dos metros, con cara de pocos amigos y parco en palabras. Si llegara a saber que su mujer se acostaba con el jefe, la cabeza de éste no valdría ni un duro. Y la esposa del Sr. Madrazo también se llevaría un buen disgusto si supiera en qué ocupaba parte del tiempo su marido. No la conocía personalmente, pero seguro que no le haría ninguna gracia.
Al otro lado de la puerta seguía la fiesta. El ritmo de suspiros y jadeos se aceleraba. Sin duda, Carmen y el jefe sí que podían presumir de disfrutar en el «trabajo». Y él, por el contrario, siempre de un lado para otro, puteado y cobrando una mierda de sueldo. Y el caso es que ahora David disponía de una información muy valiosa. Probablemente, aquel par de caraduras estarían dispuestos a dar el oro y el moro para que esa información nunca saliese a la luz. Su precaria situación en la oficina podía cambiar mucho si lograba sacar provecho del inesperado descubrimiento. ¿Y cuál sería la mejor forma de que ellos supieran que el chico de los recados conocía sus achuchones? Se lo diría a Carmen cualquier día, que ella ya se encargaría de comunicárselo al jefe inmediatamente. O quizá... no, eso no, sería demasiado... ¿y por qué no? No era mala idea: sorprenderles ahora, in fraganti, como sin querer, fingiendo un gran pesar por su «inoportunidad». Además, vería la cara que se les quedaba a ambos. Seguro que tardaría mucho tiempo en olvidarla. De modo que no lo pensó más. Dio dos golpes rápidos con los nudillos en la puerta del despacho y asomó la cabeza.
Carmen, semidesnuda sobre la mesa, lanzó un grito. El Sr. Madrazo, con el culo al aire, se giró violentamente fulminándole con mirada asesina.
—Perdón —musitó David aparentemente compungido, retirándose de inmediato y cerrando con presteza la puerta.
Haciendo esfuerzos por no soltar la carcajada David volvió a su mesa de trabajo. Todavía veía la cara de pavor de Carmen, el odio asesino en el rostro del Sr. Madrazo. ¡Vaya escenita la que acababan de contemplar sus ojos! Inolvidable.
Carmen apareció a los pocos minutos terminando de recomponer su ropa. Sin decir palabra, cogió unas cuantas facturas que tenía sobre la mesa y se sentó delante del ordenador. David bajó la vista de nuevo a su escritorio y reanudó con hastío su faena. No le importaba gran cosa lo que pensara Carmen. Debía estar furiosa por dentro. Si pudiera seguro que le asesinaría. Tampoco hasta ahora le había caído mal la chica. Siempre la había considerado una mujer demasiado formal. Pero mira, mira... retozando con el jefe. ¡Vaya pájara! De todas formas, tampoco era ella la persona de quien más provecho podía sacar. Era más importante la reacción del Sr. Madrazo.
El jefe seguía encerrado en el despacho. Estaría con un cabreo de mil demonios. Aunque el hecho de que no le hubiera llamado de inmediato era positivo. Estaría analizando racionalmente la situación para encontrar la mejor solución posible. Sin duda, el deseo del Sr. Madrazo sería ponerle de patitas en la calle para así perder de vista a tan incómodo empleado. Pero no podía hacerlo. Tenía que negociar con él, si no quería que esa información tan comprometedora que David tenía en su poder se difundiera. ¿Y a él qué más le daba que el jefe se tirase a la secretaria? Le importaba un carajo. Lo que sí le importaba era el birrioso sueldo que recibía, los frecuentes rapapolvos, el que se le tratara como un esclavo, el asqueroso cuchitril en el que vivía. Sí, todas esas cosas sí que le importaban. Y eso era lo que tenía que cambiar a partir de ahora.
Por fin, al cabo de casi media hora, David oyó cómo se abría la puerta del despacho. Escuchó tenso los firmes pasos del jefe que se acercaban. Cesaron los pasos y hubo unos instantes de silencio, como si el Sr. Madrazo todavía dudara.
—David, venga a mi despacho.
David se levantó sin prisa y siguió al jefe. Ya dentro del despacho, el Sr. Madrazo miró recto a los ojos de David.
—Recoja sus cosas y váyase, David. Está usted despedido.
David dio un respingo. Esto sí que no se lo esperaba. ¡Qué cabronazo! Creía que el Sr. Madrazo no se atrevería a despedirle por más que lo deseara. Pero si eso era una estupidez. El jefe no comprendía la importancia de la información que tenía David, el cómo podía utilizarla. Se quedó durante unos segundos inmóvil, helado, incapaz de articular palabra. Al fin, empezó a sentir cómo la rabia le subía por el cuerpo, arrebolándole el rostro.
—Al marido de Carmen no le va a gustar nada lo que he visto —amenazó.
El Sr. Madrazo agarró con fuerza un brazo de David y le arrastró hacia la puerta.
—He dicho que se largue. Y lo más rápido que pueda. Ya le llamaremos para que pase a recoger su liquidación —prosiguió con desprecio.
David metió en una bolsa los pocos objetos de su propiedad que tenía en la oficina y sin decir nada a Carmen, que permanecía rígida y muda como una estatua, se dirigió hacia la salida.
—¡Mierda! —exclamó, dando un violento portazo.
Se iba a enterar el jefe. Si pensaba salir de rositas de este feo asunto, estaba muy equivocado. A su mujer no le iba a gustar nada saber que se la estaba pegando con la secretaria. Mucha fachada, mucha formalidad, mucha imagen de hombre serio y respetable, y después ¿qué?... Un cabronazo. Eso es lo que era. Y el marido de Carmen, ¿cómo reaccionaría al saberlo? Se pondría hecho una furia, sin duda. No tardaría más de quince minutos en cuanto se enterara en plantarse delante del Sr. Madrazo y partirle la cara. Probablemente le atizaría también un par de guantazos a Carmen. Merecidos los tenía, desde luego. Tan culpable era ella como el cabrón del jefe.
Aquella misma tarde David llamó al teléfono de casa del Sr. Madrazo. A esa hora seguro que él estaría en la oficina, trabajando. Bueno, eso de trabajando... quizás estaría dándose otro revolcón con la secretaria.
—Sí, dígame —contestó una voz femenina.
—La señora de Madrazo, por favor...
—Soy yo. Dígame.
—Verá, señora. Soy David, un empleado de la oficina de su marido. Quería decirle una cosa. Su marido se la está pegando con Carmen, la secretaria.
Sonó una risa nerviosa al otro lado del hilo.
—Pues vaya novedad, hijo, vaya novedad. ¡Anda y que te den por ahí, imbécil!
Y colgó.
David se quedó con una estúpida mueca de incredulidad en el rostro.
—¡Mierda! —no pudo contener la exclamación.
La mujer del jefe estaba al corriente de que éste se acostaba con la secretaria. Y no parecía que le afectara demasiado. ¡Qué falta de escrúpulos! Ya se la estaba imaginando. Seguro que era una de esas señoronas cubiertas de pieles, bien cargadita de joyas, la Visa siempre en el bolso para comprar un par de cosillas en esta boutique y otro par más en la de enfrente. ¿Que mientras su marido se la está pegando? Pues que le aproveche. Ella, con que no le falten sus pieles, sus joyas, sus caprichitos aquí y allá, ¿qué más le da? Seguro que se lo montaba ella también con algún jovencito cuando le venía en gana.
David paseó pensativo por su apartamento. Se había esfumado su primera posibilidad de venganza. Había perdido el primer asalto, pero todavía le quedaba su opción a priori más fuerte: Arturo. El brutote no podía fallarle.
Al día siguiente de ser despedido, David decidió dar una vuelta por el barrio donde residía Carmen. No estaba muy lejos de donde él vivía. Conocía la finca, ya que no hacía mucho tiempo Carmen le había acercado hasta allí una mañana al salir de la oficina. Lo que no sabía era el piso, aunque le fue fácil averiguarlo recorriendo con su mirada los nombres que figuraban en el portero automático. Seguía dándole vueltas a la cabeza acerca de cómo y cuándo dar la desagradable noticia a Arturo. Probablemente fuera mejor decírselo sin que Carmen estuviera presente. Así se evitaba la vergüenza de chivarse teniendo delante a su antigua compañera; evitaba también el riesgo de que ella se las apañara para convencer a Arturo de que todo era una asquerosa mentira y encendiera los ánimos del gigantón en su contra, estando demasiado cerca de él. Quizá fuera mejor darle la noticia por teléfono, no fuera que a Arturo le diera un repente y la pagara con quien tuviese más a mano. Bueno, ya lo pensaría con tranquilidad. No había prisa. Podía demorarse un par de días en hacer estallar la tormenta.
Iba ya a volverse y continuar callejeando cuando sintió una mano apoyarse sobre su hombro derecho. Se volvió sobresaltado. Era Arturo.
—Vaya, vaya, David... ¿Qué haces por aquí? ¿No estás trabajando?
—No, no estoy trabajando —contestó David, no del todo repuesto de la sorpresa—. Ya no trabajo allí... me despidieron.
El rostro de Arturo no reflejó la menor emoción. Como si le importara un pepino.
—Bueno, ¿y qué haces por aquí?, ¿no vendrías a hablar conmigo?
David dudó unos instantes. Al fin y al cabo, ¿para qué andarse con monsergas? Cuanto antes hiciera lo que tenía que hacer, mejor. Este podía ser un momento tan apropiado como cualquier otro para poner al corriente al marido de Carmen.
—Pues sí, Arturo. Quería hablar contigo —respondió al fin—. Es un poco fuerte lo que tengo que decirte. Se trata de Carmen. Te pone los cuernos con el jefe.
Apenas si atisbó David el puño cerrado de Arturo que se le hundió en la boca del estómago. Se dobló sobre sí mismo, intentando desesperadamente encontrar aire. Incapaz de levantar la cabeza, vio como la rodilla del gigantón se dirigía recta a su frente. Salió despedido hacia atrás por la violencia del golpe y quedó tendido sobre las baldosas de la calle, mirando con ojos temerosos y confusos a Arturo, que se aproximaba despacio.
—¡Pero qué gilipollas eres! —dijo el gigantón con una sonrisa en la boca— ¿Y pensabas que yo no lo sabía? Pues claro que lo sabía, hombre. De hecho fue idea mía. ¿De dónde te crees que sale el dinero que nos cuesta este piso? ¿De dónde piensas que han salido los dos coches? ¡Vamos, lárgate de aquí! Y como te vuelva a ver cerca de Carmen o de mí, te rajo.
David, desde el suelo, contempló como Arturo pasaba por encima de él y desaparecía en el portal de su casa. Se levantó a duras penas y dio unos pasos tambaleantes. Sintió deseos de gritar «¡Mierda!», pero ni siquiera tuvo fuerzas para hacerlo.