Desde por la mañana, se notaba que gran parte de los habitantes de Barcelona habían dejado el camino (las calles) libre a los independentistas. En Balmes, los ángeles de l'infern de Puigdemont, unos moteros con estelada y bandera de la UE, bajaban la calle con el niño de la mano y la samarreta ¡la samarreta! fluorescente de la Asamblea de Cataluña sobre la piel. «Esa vale 20 euros pero por 10 yo te doy tres. Y por tres euros más, una estelada», animaba un vendedor ambulante con acento marroquí. La samarreta ilegal era de algodón lijoso... Sin embargo, el uniforme oficial también incluía una mochilita en la que se podía guardar todo el kit nacionalista (bandera, panfleto, abanico con consigna). Hasta la botellita de agua.
Aunque la mitad de la ciudad había aprovechado el día para huir o quedarse en casa porque aquello (la Diada) no iba con ellos. Había algo halógeno en la alegría programada. Desde el viernes, la Asamblea se jactaba de sus 400.000 voluntarios para la manifestación. Y ahí estaban. Pero faltaba la espontaneidad local, salvo algunos guiris que creían que de Sanfermines iba el asunto.
En la terraza del Palacio Pignatelli de la Puerta del Ángel, Lita y Fina se preparaban para ir a la manifestación. Una se quejaba a la otra de que la tercera de las amigas las había dejado tiradas para irse a comer con unos botiflers (¡traidores!). Y en eso se arrancaron con el «In-inde-independència!» Había que preguntar. Lita era bastante más indepe que Fina. «Yo es que no perdono a los Borbones que asesinaran a nuestros antepasados y prohibiesen la lengua». Y a partir de ahí seguía la retahíla de los tópicos: desde la proverbial corrupción de los españoles («es que lo nuestro era la operación Cataluña») hasta el ens roba. Para ser justos habría que reconocer que en este caso era difícil de saber si era más fuerte la posverdad o el licor de hierbas. De nada valía argumentar. «Pero que quede claro que nosotros queremos a todos los españoles y que somos pacíficos». No lo dirían por la pobre que despellejaban por irse a comer con los botiflers.
En la manifestación se percibía mucho menos paisanaje que otros años. [Así lo han ratificado los diferentes organismos]. Al menos esa era la sensación porque se podía caminar tranquilamente por las calles aledañas. La relativa falta de entusiasmo se notaba en que había aficionados que lucían camisetas de otras temporadas. La terminología deportiva es la adecuada, ya que la serigrafía de las samarretas de 2017 conmemoraba las Diadas como si fueran los títulos del Barça.
Extracto articulo Bullanga y 'buenrollismo' de Emilia Landaluce
Dios mio que ignorancia veo aqui. Caspa a toneladas oye, esto se esta convirtiendo en una extraña mezcla entre Carmen de mairena y Carmele merchante.
Pero bueno yo les perdono a todas estas gente. Pero no a los politicos que hay detras.
Uno imagina fácilmente a Heinrich Himmler tratando de «sinvergüenza» a Otto Wels en la sesión parlamentaria de marzo de 1933, que abrió las puertas del poder absoluto a Adolf Hitler. Es más peregrino fantasear que el dirigente de las SS hubiera tenido la ocurrencia de tratar al socialdemócrata de «fascista». Hubiera sido un hilarante mundo al revés. Otto Wels fue depurado y murió en el exilio. A Himmler, sólo el suicidio lo salvó de la pena de muerte por sus crímenes contra la humanidad. Por aquel tiempo, las palabras significaban algo. Todavía.
Ana Gabriel llamó en su día «sinvergüenza» -y alguna cosa peor sonante- al diputado Coscubiela. Va en su estilo. Pero que una «nacional(ista)-socialista» interpele como «facha» a un político forjado en el socialdemócrata PSUC de los años setenta, tiene valor de síntoma. Síntoma de esa corrupción mayor de la España actual que es la corrupción del lenguaje. Las palabras han dejado de significar nada regulable. Y no parecen servir ya más que para vehicular odio y exabrupto. En política, sobre todo; pero no sólo en ella. Más que palabras, rebuznos.
Rechacemos ese bestial fascismo cotidiano. Y meditemos lo que decimos. El triunfo de un golpe de Estado se está jugando. Su primera fase, la jurídico-institucional, se completó en la doble votación que ha postulado para Cataluña una «constitución» alternativa. La segunda fase, la abre la agitación de hoy en las calles de Barcelona. Conviene definir a sus actores. Para lo cual, poco aportan las grandes metáforas de «izquierda» y «derecha», que siguen dividiendo a quienes, en España, están -estamos- moralmente obligados a resistir.
El golpe se sustenta sobre dos soportes: PdeCat y CUP. La vieja Convergencia habla la lengua de un rancio reaccionarismo basado en corrupción y robo. CUP es la versión paradójica hoy del discurso totalitario puro y duro: amalgama tesis patrióticas, transparentemente hitlerianas, con flamígeros discursos insurreccionales a mitad de camino entre José Stalin y Cristina Kirchner. Pero ninguna incompatibilidad separa a Puigdemont y Ana Gabriel. Porque ningún factor de racionalidad guía sus actos. No hay razón que pueda cantar las excelencias de la ruina colectiva. Entre los hijos de Pujol y las criaturas de Gabriel, el lazo es más primario: el que ellos sueñan ser el de sangre, destino y tierra; y que es sólo el de las emociones, cuyo nombre en política es delirio.
Quienes quieran hacer frente a esa alucinación a dúo, deben operar a la inversa. Ni una pasión, ni un afecto. Sólo racionalidad política. Frente a una sedición como la que ya ha comenzado, ni PSOE, ni C’s, ni PP, pueden hacer esgrima de salón ni finta retórica. «Izquierda» y «derecha» no significan ya nada, cuando lo que está en juego es la destrucción de la nación, la voladura de ese sujeto constituyente en función del cual derecha e izquierda existen. Sólo un gran pacto de Estado puede salvar a España. Para quienes lo impidan, la historia reservará páginas crueles.
Gabriel Albiac
En su notable El roble de Goethe en Buchenwald, escribe José Luis Gómez Toré: “El nazismo proyecta la imagen de un pueblo que puede, y debe, esculpirse como un bloque de piedra. No importa lo dolorosos que puedan ser los martillazos del escultor”. Ya se oyen incluso en Barcelona. Desde que el machaque viene de Gerona a Forcadell se le ha puesto cara de Arias Navarro. Algo debe de estar agonizando.
Felix de Azua