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Ciudad es uno.
Sin uno la Ciudad no es posible,
como (tampoco) es posible
lo contrario.
Ciudad
que germinó con un espejo por alma
en el cubículo de carne materna,
dotada con el burbujeo de sus barrios,
sus puertos, balcones y estaciones;
sus burdeles y sus templos sagrados.
Hoteles de cien estrellas,
fonduchas de cien miserias
para sus gentes con sus trueques que giran
y giran
y giran todas en embriagadora trayectoria,
de la que algunas veces,
cuántas veces,
uno pretenderá huir,
pero nunca lo ha de lograr,
ni tampoco al contrario.
Ciudad nace, crece y se complica
y es laberinto.
Las calles son arterias que mueven sangre y alma,
las calles son venas que arrastran rojo rancio;
algunas son amplias, casi infinitas, luminosas,
y tan vivas al alba como al crepúsculo;
y a horas se derraman tras los horizontes
a duras penas presentidos.
Bajo el sol del mediodía
avenidas, jardines, plazas, fuentes
por donde uno es narciso fresco
y profundo beso solar,
pero esquinas de sospecha y
paredes húmedas o clandestinas;
rincones tan oscuros y soeces
como los instantes ácidos
que uno se oculta;
como los días de sótanos y penumbra
junto a los hedores del arrepentimiento
que uno no quiere reconocer,
aunque sean también uno
y al contrario.
Porque, como uno,
Ciudad siempre es virgen y es bella
y es vida y amor;
vive entre ensueños
de un posible día que será celeste.
Y es muerte y rencor:
vive entre pesadillas
de posibles horrores y penas
por el moho y la impotencia,
pues todo lo que por ella medra es parte de uno,
y al contrario.
(Ella es jazz
y uno origen)
En un recuerdo sin fondo
sólo queda un paisaje de tarde,
sólo queda un paisaje que se disuelve.
Y (todo) desaparecerá al mismo tiempo
porque ambos son ambos:
sin uno, la Ciudad no es posible,
ni tampoco al contrario.
LL.L.S.
Llançá/Tiana mayo 2017
(A J.L. en sus sesenta y tres nacimientos)
