CPIV- Antes de que anochezca- Desierto (Finalista popular)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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Arwen_77
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CPIV- Antes de que anochezca- Desierto (Finalista popular)

Mensaje por Arwen_77 »

ANTES DE QUE ANOCHEZCA


–¿No vas a venir, Claudio?
Claudio Manzano, doctor en Medicina, especialista en Genética y Terapia Celular, apenas desvía sus ojos de los oculares del microscopio. Ni siquiera se da la vuelta, sino que mira a Sara reflejada sobre el cristal de la ventana que tiene enfrente.
–No, no puedo; aún no he terminado esto…
–Trabajas demasiado. Podrías relajarte un poco para variar y tomar unas cervezas con los amigos –dice ella haciendo el gesto de entrar en el laboratorio.
–No sois mis amigos, sois mis compañeros de trabajo –responde como hablando para sí, más con indiferencia que pretendiendo resultar rudo.
Sara se queda clavada a mitad de paso. El hielo en la voz de Claudio petrifica su marcha y su sonrisa que se torna en mueca ofendida, disgustada. Claudio se da cuenta demasiado tarde de su torpeza.
–Lo… lo siento, Sara, no pretendía… lo he dicho sin pensar.
–Déjalo, Claudio, en serio. No pasa nada. Nos vemos el lunes.
–Hasta el lunes, Sara. Te deseo un buen fin de semana.
–Sí, seguro…
Ella se va, turbada, y él hace un gesto como para impedirlo, para tratar de decir algo que arregle su metedura de pata. Al final desiste. Sabe que no tiene talento para ello y que posiblemente al intentarlo lo estropee todavía más.
Vuelve al trabajo, pero pronto se da cuenta de que su conversación le ha hecho perder la concentración. Ya no recuerda bien cuál de los cultivos es el que tiene sobre el porta. Su mente, arrebatada momentáneamente del foco que mueve toda su investigación, comienza a divagar de nuevo sin rumbo.
No sé si todo esto tiene sentido –piensa para sí–. ¿Quiénes somos de verdad? ¿Tenemos derecho a esto que veo posible, a esto que tengo tan cerca?
Frente a él, al otro lado del parque, se levanta orgulloso el skyline de Nueva York. Está anocheciendo y los brillos procedentes de los colosos de acero y cristal eclipsan cualquier otra imagen, iluminan la visión de los habitantes de la ciudad como una maravilla creada por el hombre para desafiar a las estrellas.
–Sí, ahí está –dice en voz alta–, dentro de nosotros. Tenemos la obligación de heredar el trono vacío de los dioses.
Con esa idea trata de volver al trabajo, pero la sonrisa congelada de Sara no le deja centrarse en lo que tiene que hacer. Y es viernes, maldita sea… otra semana terminando y mi trabajo congelado tan cerca de la meta.
Sigue intentándolo, Claudio, vamos. Te falta poco, y a este mundo no le sobra el tiempo, lo sabes… No. Imposible. He perdido el ritmo.
–¡Oh, por Dios… está bien!
Se levanta de su taburete y cuelga la bata en el perchero que hay tras la puerta de su laboratorio. Está distraído. Tiene, por primera vez desde hace muchos meses, otra cosa en la cabeza aparte de sus datos, sus cifras, sus ecuaciones. Inaudito en alguien con su fama de meticuloso, aquello que nunca se hubiese imaginado haciendo, sucede: se olvida de situar el interruptor de la cámara de cultivo celular en la posición rest. Cuando Claudio apaga la luz y abandona su lugar de trabajo, la bomba de gases de la cámara sigue emitiendo un zumbido leve, ligero, aumentando poco a poco la concentración de dióxido de carbono en su interior donde las placas de Petri mantienen en precario equilibrio la vida de las células en las que Claudio ha depositado todas sus obsesivas esperanzas.
Sale a la calle. Hace frío en aquella época del año por las avenidas de la Gran Manzana. La gente se dirige apresurada, escondiendo las barbillas bajo la línea de la bufanda, hacia la calidez que se desprende de la luz dorada de los bares y restaurantes que pueblan el Upper-East-Side de la ciudad, ese lugar donde todos han renunciado definitivamente al sueño de una vida hogareña.
Enciende un cigarro de forma mecánica y deja que el viento haga restallar los pliegues de su gabardina. No se cubre. Le gusta sentir el frío despejándole, limpiando su cuerpo y su mente de las fatigas del día pasado enredado en sus obsesiones frente al microscopio. Camina con decisión en dirección sur por la avenida Madison, sabe perfectamente dónde estarán sus compañeros. Desde que trabaja allí, todos los viernes se reúnen en la barra del Hanraty´s, un local mitad bar neoyorquino y mitad restaurante con aires europeos, poblado de pantallas planas que muestran los partidos de béisbol de la semana y regentado por un mejicano bajito y obeso que conoce los nombres de todos ellos. No podría ser de otra manera ya que debe la mayor parte de su caja a la sed de los trabajadores del centro médico contiguo cuyas batas blancas abarrotan el local añadiendo una nota aún más extravagante al ya de por sí ecléctico y mestizo escenario.
Saluda al barman con la naturalidad del cliente habitual pero no responde a su comentario de “cuánto tiempo sin verle, Claudio”, está haciendo un esfuerzo por entablar un contacto con sus compañeros que siente peligrar. No tiene ganas, ni tiempo, ni paciencia para mantener una conversación de barra sinsentido.
Cuando llega hasta la mesa que ocupan sus compañeros Sara le mira con sorpresa. Su cara no llega a mostrar si se siente satisfecha o no con su presencia allí, sólo una especie de curiosidad distante, la mirada de quien advierte algo que no esperaba pero que no llega a importarle lo suficiente como para alterar su ánimo.
Claudio se siente extrañamente contrariado al sentir aquella mirada sobre sí. Todavía no sabe si ha ido al bar por los reproches de su amiga o si de verdad tiene algún tipo de fe en recuperar la sociabilidad que hace tiempo perdió. Apenas se fija en las sonrisas francas del resto de presentes. Toma asiento junto a ellos ligeramente desorientado. Pide un whisky doble. Escocés.
–¡Hey, Claudio, qué bueno verle, brother!
Iván tiene ese acento latino tan “yanqui” de los costarricenses que se está extendiendo por toda la ciudad. Claudio imagina que fue destinado al mismo laboratorio que ellos por el idioma, porque los administradores pensaron que se integraría perfectamente en el que todos llaman ya el Spanish lab dada la cantidad de mentes de la vieja España que ficharon hacía un par de años, cuando la ciencia médica española sorprendía por su creatividad y su osadía. Piensa que se equivocaron de cabo a rabo, que Iván tiene mucho más en común con los estadounidenses que con ellos.
Aun así, tiene que reconocer que la vitalidad del joven le agrada.
–Hola, Iván. Sí, hacía bastante que no bajaba a la pinta del viernes.
–¿Y pues cómo van tus células? ¿Se reproducen por fin como querías? ¿Has logrado de una vez por todas que se hagan “inmortales”?
–Eh, eh, eh, chicos, por favor, aquí no –interrumpe Inés, el último fichaje del Spanish lab, una bióloga de Barcelona–, llevamos toda la semana encerrados hablando de medicina, daos un respiro, anda.
–Creo que estoy bastante cerca, Iván –contesta Claudio sin hacer caso del comentario de la bióloga–, digamos que van hacia donde yo quiero, pero su multiplicación todavía es limitada, no consigo expandirlas de forma indefinida.
–Ah, la inmortalidad, chicos, ¡qué bella utopía! –se suma Adrián a la conversación con su pedantería habitual, cansina, irritante, totalmente fuera de lugar entre aquellos a los que sabe que no va a impresionar con su cháchara–. Pero yo ya les tengo dicho desde el principio que creo que estamos dando palos de ciego y que no llegaremos a ningún lado. Hay barreras que ya no se pueden forzar más.
–¿Pero qué estás diciendo, Adrián? –salta Claudio, irritado por igual por el tono de su compañero como por la falta de sueño– ¿Acaso no crees en lo que hacemos?
–Creo en que me pagan todos los meses por participar en el juego de moda, eso es todo –contesta sin aparentar que la brusquedad de Claudio le moleste–. Y lo hacen bastante bien, todo sea dicho. Bendito país… cheers! –añade levantando su copa en un brindis cínico al que nadie se suma.
–No me jodas, tío –dice Iván–. No me puedo creer que pienses que todo lo que hacemos no tiene sentido.
–No, no, lo que digo es que no creo que nosotros, ni ningún otro, pueda conseguir lo que todos en el fondo estamos buscando aunque no nos atrevamos a reconocer.
–¿El qué?
–Puede que consigamos regenerar ciertos órganos, paliar algunas enfermedades, conseguir vivir una o dos décadas más de media… pero lo que a todos nosotros nos mueve, es el sueño de inmortalidad. Y ese sueño, es una mentira. No lo lograremos.
–Bueno, visto así…–parece darse por vencido el centroamericano.
–Hay otras formas, y siempre han estado allí. Unos escriben, otros pretenden hacer historia… yo, personalmente, pienso que la única vía hacia a la inmortalidad es la perdurabilidad de la especie.
–¡Oh, venga ya! ¿De verdad crees que nuestra especie va a durar eternamente? –interviene de nuevo Claudio con brusquedad.
–Sí, eso creo.
–Pues no estoy en absoluto de acuerdo. Y eso que sí creo que tienes razón en lo que decías sobre nuestros deseos ocultos. A mí no me da miedo reconocer que estoy buscando la fórmula de la inmortalidad, y lo hago precisamente porque creo que esa teoría tuya de la persistencia del género humano no es viable, sólo como individuos podremos aspirar a no morir. Nuestra especie está condenada.
–¿Pero qué dices? ¿No somos la especie dominante?
–¿Y qué? En realidad, sólo hay un par de opciones. A saber, una de dos: o nos extinguiremos como el resto de las especies cuando suceda un cambio climático o aparezca una enfermedad nueva, o nos masacraremos todos los unos a los otros.
–Bueno, bueno… ¿no estás dramatizando?
–Ni un pelo. Mira si no lo que sucede en palestina –dice al tiempo que hace un gesto al barman para que le sirva otro whisky.
–Joder cómo estás hoy, Claudio.
–Lo de la especie dominante es una chorrada, nuestra especie está condenada mientras siga existiendo el dinero, el miedo a la muerte, la avaricia… y mientras sigamos cambiando, evolucionando.
Está lanzado. Después de tantos meses aislado en su mutismo, encerrado en su pequeño laboratorio sin permitirse el contacto con el resto, ahora está dando rienda suelta a su necesidad de comunicarse.
–Bueno, habría una tercera opción, quizá, pero ésta es la más repugnante de todas: que evolucionemos hacia algo que nos resulte completamente irreconocible, monstruoso, como si ese cambio nos usurpase el único derecho que habíamos mantenido en las eras oscuras, como si el mismo Dios se riese de nosotros y de sí mismo… y de todos los gilipollas que nos dicen que estamos hechos a su imagen y semejanza.
Poco a poco, la conversación empieza a tomar cariz de pelea de gallos. Inés y Sara parecen inhibirse y dejan de participar para lanzarse entre ellas significativas y sarcásticas miradas. “Déjalos, son como niños”, parecen decirse la una a la otra.
Es Iván el que intenta poner un fin diplomático a la discusión.
–Pues yo creo que los dos pueden tener razón, y de una manera mucho más sencilla que todas estas vueltas y revueltas dialécticas que ustedes están dando: tanto de forma individual o como especie: la respuesta está en la descendencia.
–¿Vas a darle la razón a él? –se enfrenta Claudio– ¿Me estás diciendo que no podemos aspirar a la inmortalidad?
–No, no… te estoy diciendo que la inmortalidad está en los genes, que por mucho que avance la genética y la terapia celular, es en nuestra descendencia en la que tendremos que conformar nuestras esperanzas.
Una nota de alarma aparece en los ojos de Sara. Mira al americano abriendo mucho los párpados, reclamando su atención con urgencia, como diciendo “para, para ahora, no sigas por ahí”.
Demasiado tarde. Claudio pregunta.
–¿En los hijos, dices?
–Claro… –Iván parece darse cuenta ahora de su metedura de pata, pero ya es tarde para arreglarlo.
–¿Y qué puede esperar entonces quien no puede tenerlos? ¿O qué le queda a quien los ha perdido? ¿Qué le queda?
Tras las palabras de Claudio se impone un silencio gélido, tenso, entre todos. Ninguno se atreve a contestar a su pregunta. Ni siquiera se atreven a mirarle a los ojos.
–En fin… creo que no ha sido una buena idea… mejor me voy –se levanta y se dirige hacia la puerta sin mirar atrás.
–Claudio…
Él levanta una mano sin girarse. No quiere que sus amigos vean la expresión que ahora tiene en la cara. Apura su trago de camino a la puerta y deja el vaso vacío en la barra antes de salir de nuevo al frío de la calle.
–Iván, eres un imbécil.
–Lo… lo siento.

–¿Otra vez a estas horas, Claudio?
–He estado trabajando, cariño.
Claudio se sintió extraño utilizando aquella fórmula con su mujer. Imaginaba que el desliz habría sido debido al calor del whisky. Era curioso cómo la fuerza de la costumbre era capaz de hacerle expresar sensaciones y sentimientos que ya no sentía, como si la rutina fuese una especie de arqueólogo concienzudo capaz de desenterrar los tiempos felices con tan sólo una palabra rescatada del pasado.
De todos modos, Gloria no iba a permitir que apenas una muestra del calor que una vez los unió fuese ahora a solucionar sus problemas como si nada.
–Una de estas noches verás que no estoy en casa para esperarte y entonces ya será demasiado tarde, te lo advierto.
–Hace mucho tiempo que ya es demasiado tarde, Gloria. Y no me engaño. Trata de no hacerlo tú.
–Eres un cabrón.
–Mira…, me voy a la cama. No tengo humor para aguantar uno de tus números.
–¡Claudio! –grita de improviso Gloria en un estallido de emoción contenida durante meses–. ¿Es que no lo ves, idiota? ¡Me estoy ahogando! Me paso el día trabajando con la mente en otra parte, sin concentrarme en mis obligaciones tratando de encontrar la manera de acercarme a ti, de arreglar lo nuestro, y mientras tú te pasas la vida encerrado en ese laboratorio de mierda. Ya no te reconozco, Claudio, veo cómo te hundes y la impotencia que siento me quita la respiración, me ahoga como si esta casa se estuviese llenando poco a poco de humo.
Claudio, a pesar de haberse girado para atender a su mujer, tras sus palabras parece de repente estar pensando en otra cosa. Una idea le sobreviene bruscamente, imperativa, y sin contestar vuelve a ponerse la gabardina y abre la puerta de casa.
–No me lo puedo creer… ¿pero tú eres imbécil o qué? ¿Es que no me has oído? ¿Se puede saber a dónde demonios te vas ahora?
–Al laboratorio. Tengo que irme.
–Claudio, te lo advierto, si te vas…
No la escucha. Cierra la puerta sin atender a su amenaza, sin ver la expresión de impotencia, de absoluto desconsuelo, que la asalta terminando por hundir sus últimas esperanzas.

Se dirige apresurado hacia el centro médico. Una imagen ha aparecido en su cabeza cargada de alarma. Es algo así como el rastro de un recuerdo, la luz de un piloto brillando en rojo en un rincón de su visión cuando cerraba la puerta de su laboratorio esa tarde. Tiene que comprobarlo aunque, si sus sospechas son ciertas, posiblemente todo deje de tener importancia.
Otras imágenes, de un pasado no tan remoto, acuden también a su encuentro. Éstas son las de siempre, las heridas abiertas, emponzoñadas, que no terminan de curar.
–Papa, ¿por qué yo no puedo salir a jugar al parque con los demás?
Cada vez que Lucía le hacía esa pregunta Claudio tenía que retirar la mirada para que su hija no viese las lágrimas de desconsuelo inundando sus ojos.
Había sido Gloria la que tomara aquella decisión. Decía que podía pasar por todo menos por ver cómo el resto de los niños se burlaba de su cabeza sin pelo.
Claudio no lo entendía. Para él, el resto del mundo había dejado de existir, nada le importaba, nada había excepto la muerte de esa pequeña persona que lo significaba todo para él. Simplemente era incapaz de aceptar el final de su vida; lo negaba como un niño que trata de conjurar los horrores que surgen de debajo de su cama por las noches cerrando los ojos con fuerza.
Cuando la pérdida llegó, irremediable, definitiva, ni siquiera su mujer pudo ofrecerle un rastro de consuelo. Gloria pudo sentirlo, ella no se rindió nunca, no quiso permitir que aquella muerte le robara a dos personas amadas. Fue ella la que le consiguió el trabajo en Nueva York.
En algún momento, cuando llegaron a aquella ciudad tras la muerte de Lucía, quizá llegó a creer que el bálsamo de aquella algarabía podría devolverle la esperanza en ellos dos. Pero ni ella misma ni el propio Claudio sabría ahora decir en qué momento renunciaron. No es fácil sobrevivir como pareja a un trauma como la pérdida de su única hija. Claudio se hundió en su trabajo como un buzo lo hiciera en aguas profundas. Toda su obsesión se centró entonces en encontrar esa fórmula que desde el principio de los tiempos habían buscado chamanes, brujos, alquimistas, príncipes y hombres de fe.
Estaba muy cerca. Y aquella certeza le urgía como si una voluntad superior le espolease con una fusta. Incluso imponiéndose a sus recuerdos y a sus pesadillas.
–Pero por el amor bendito, Claudio, ¿por qué le niegas a tu hija un entierro digno? ¿Por qué no permites que le hagamos un funeral?
–¿Se puede saber qué han hecho por nosotros todos esos curas?
–Que Dios te perdone, hijo…
–Dios no existe, madre, y es mejor que así sea, porque si lo hace, entonces es un hijo de la gran puta.
–No digas esas cosas, Claudio, por favor.
–Me largo de este país, me voy lo más lejos que pueda. No soporto el hedor de este sitio; es como si… como si todo oliese a ella. No a una Lucía riendo o jugando o mirando al sol, no… todo huele a su enfermedad, a su dolor, a su desamparo; a la absoluta impotencia con que gritaba “Papá” por las noches sin que yo pudiera hacer nada para consolarla.
La palabra cáncer tendría que estar prohibida en el vocabulario de los niños.

Entra en el laboratorio como una exhalación. El miedo a perder aquello por lo que tanto ha luchado durante los últimos años le espolea como si con esa pérdida lo único que le quedase entonces fuera el dolor puro, sin amortiguar, el dolor sordo, eterno.
–No puedo perderlo, por favor, no, tenéis que permitirme llegar hasta el final, tengo que terminarlo, tengo que encontrar la clave antes de que todo se hunda definitivamente en la tiniebla, antes de que anochezca para todos nosotros.
Entra en su familiar sancta sanctorum sudando profusamente. Ahí está: la cámara de cultivo y una luz parpadeando roja, ominosa, señalando una concentración de CO2 completamente disparatada.
Ahoga una maldición mientras extrae las placas temiendo lo peor, temiendo que el trabajo de los últimos dos años se haya ido al garete por culpa de una distracción.
Cuando pone la primera muestra bajo la luz confocal del microscopio, no puede creer lo que está viendo. Al principio piensa que sus preocupaciones y el alcohol le están gastando una broma pesada. Pero no: ahí están. La catástrofe no ha sucedido, sino todo lo contrario. Sus cultivos han crecido en ausencia de oxígeno como nunca hubiese imaginado. Las células se han diferenciado hacia todas los tipos de tejidos, creciendo de forma armónica, precisa e… indefinida. A pesar de los sucesivos pases, cultivos y recultivos, se muestran lozanas, jóvenes, brillantes, sin el menor rastro de desgaste o apoptosis. Son células nuevas y perfectas, capaces de sustituir cualquier tejido enfermo, de rejuvenecer la más gastada de las pieles o el más cirrótico de los hígados.
Admira su descubrimiento en un silencio casi religioso. Un sentimiento de veneración, de cercanía con lo sublime, le impide moverse. Muy despacio y con manos temblorosas, anota los datos en su libreta, vuelve a dejar sus muestras en la cámara y escribe un escueto e-mail al director del instituto: “Prepare everything, I got it”.
Vuelve a casa caminando sin sentir el viento ni el frío, como flotando. Abre la puerta y encuentra el vestíbulo sombrío y desierto. Gloria se ha ido. No le importa.
Entonces, mientras camina hacia el dormitorio, las sombras parecen cambiar de lugar; parecen crecer y retorcerse como tratando de abarcar cada centímetro de pared y una sensación de vértigo se apodera de él. Se asusta. Va hasta el salón, enciende todas las luces y se sirve un whisky, pero las bombillas brillan tenues, como cercadas por una sombra espesa, palpable. Un zumbido en los oídos le levanta repentinamente un terrible dolor de cabeza. Se lleva una mano a la oreja mientras, con un grito ahogado de espanto, el zumbido empieza a tomar forma en su interior. Al principio como un susurro informe, para transformarse rápidamente en una voz clara, grave, dolorosamente presente; una voz que llena cada uno de los rincones de su interior reclamando su atención sin remedio.
–Hola, Claudio, tú aún no lo sabes, pero me estabas buscando.
El vaso de whisky se estrella contra el parqué y se rompe en miles de esquirlas de cristal brillante.
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:101: El trono maldito - Antonio Piñero y José Luis Corral

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Minea
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Minea »

Este me ha gustado mucho también, es triste y me transmite cierta melancolía, y el final no me lo esperaba.
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ciro
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por ciro »

Uno de los relatos mas solidos, aunque entiendo mal el final. Lo tendré que volver a leer, cuando descanse un poco de tanto empacho.
La forma segura de ser infeliz es buscar permanentemente la felicidad
Atali
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Atali »

El usuario se ha dado de baja porque cree que los moderadores de este foro carecen de respeto.
Última edición por Atali el 18 Abr 2010 11:39, editado 1 vez en total.
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Robert Jordan
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Robert Jordan »

De lo mejor que he leído hasta ahora desde luego. Y el final me encantó, si se supone que es lo que yo creo.

Enhorabuena... y gracias.
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Oj0 Poderoso
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Oj0 Poderoso »

La historia inspira mucha melancolía, te hace sentir el dolor del prota... aunque el final, si se supone que, no me acaba de convencer... puede que tampoco lo haya entendido ^^.

Me a gustado la forma de narrarlo: sencillo y con una buena combinación narración-diálogo.
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Cronopio77
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Cronopio77 »

Me parece un relato bien construido. El personaje principal, Claudio, está muy bien llevado; según avanza el relato, el lector va descubriendo poco a poco por qué se comporta como se comporta, que es, supongo, lo que pretendía el autor. La ambientación es buena. El lenguaje también lo es, sobre todo porque está utilizado como herramienta para construir y ambientar la trama, que es, en mi opinión, lo que debe hacerse en un relato y en una novela. El final, abierto en parte (el lector ha de imaginar qué es lo que le ocurre a Claudio), me parece muy bueno.

En resumen, me ha gustado.
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Aprendiz de Meiga
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Aprendiz de Meiga »

Me gusta como está contada la historia. Te introduce muy bien en esa gran conversación en el bar y el personaje está muy bien descrito. Un poco triste el pasado que arrastraba, pero es un buen motivo para esa búsqueda tan incesante.
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Ángel_caído
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Ángel_caído »

pues me encanta, me he metido de lleno en la historia...la única pega es que no entiendo el final, lo siento :roll: , si no para mi sería perfecto.
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Nieves
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Nieves »

Este relato me ha llegado al alma. Admirable cómo en tan pocas páginas habla de tantos sentimientos. El final me ha gustado, Claudio tra perder a su hija se lanza a una búsqueda de la inmortalidad, que parece ha encontrado aunque ello le lleva a aislarse del resto del mundo. Ahora ¿qué le queda? ¿qué es lo estaba buscando aparte de ese remedio?
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Emperatriz_Infantil
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Emperatriz_Infantil »

Me ha gustado muchisimo, la historia es muy buena, está contada de forma sencilla que te atrapa, y hace que quieras saber mucho más de los personajes, además que va desvelando poco a poco su pasado, su sufrimiento...

El final, como muchos decis, me deja un poco a cuadros... no acabo de entenderlo, aunque quizas eso es lo que pretende el autor/a... que nosotros imaginemos lo que más nos guste al final. Y por eso ya me gusta más :mrgreen:

¡Felicidades al autor/a!

Kisses
Leyendo :101: Malibú Renace, Taylor Jenkins Reid
Leyendo 2 :101: Maldiciones de Segunda Mano, Drew Hayes

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Ororo
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Ororo »

A mí también me ha gustado mucho. Entra en mi selección de "ganadores".
Me ha gustado cómo está contado, la introducción de diálogos, los detalles de miradas, gestos y pensamientos...
Nos expone en boca de los compañeros de Claudio las diferentes teorías sobre la inmortalidad y la perpetuidad de la especie. Interesante.
También nos deja saber el porqué de su búsqueda. ESte dato podría haber quedado oculto a la imaginación de cada uno. Está bien que lo dé.
Lo mejor, que se acaba conociendo a Claudio: su relación con sus compañeros, su pasado, su obsesión, su matrimonio...
El final demasiado abierto. Al principio pensé que era dios que se le presentaba después de haberle llamado hijo de puta (os imagináis? :cunao: ), pero luego he pensado que era la muerte (¿por aspirar CO2?)
Enhorabuena!
:402:
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takeo
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por takeo »

Empieza en tercera persona, luego pasa a primera persona, después hay un dialogo ¿entre el narrador y el personaje?, ¿con su conciencia?, ¿quién le anima?
¿El Sky line se puede ver desde el mismo Manhattan?
¿Qué buscaba Claudio y qué encontró?
El relato está bien, me gusta.
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El Ekilibrio
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por El Ekilibrio »

Es una historia fantástica.
Estoy convencido que una pluma joven se esconde detrás de él...
Sinceramente, para mí, el mejor.
(Y ahora ya lo puedo decir que me los he leido todos)

Felicidades al autor/a
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Emma
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Re: CPIV- ANTES DE QUE ANOCHEZCA

Mensaje por Emma »

Aún estoy dudando :meditando: ¿ha encontrado a dios, se le aparece el fantasma de su hija o ha cogido un pedo del quince? No me ha quedado del todo claro :lol:
Formalmente muy bien escrito aunque el lenguaje técnico científico me pierde un poco. Y en algunos pasajes he conseguido conectar con el protagonista. Me ha gustado.
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