I Negra:Mariposas negras -Joserc (Gan. Jurado y Popular)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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julia
La mamma
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I Negra:Mariposas negras -Joserc (Gan. Jurado y Popular)

Mensaje por julia »

«El sabor del acero es muy agradable. Me agrada el regusto metálico que te deja en el fondo de la garganta». Diego de Castro, teniente del Glorioso Ejército Rebelde, dejaba volar el pensamiento mientras apoyaba el cañón de su querida Luger P08 en el paladar.
«Sería tan fácil que casi da miedo. Un poco más y adiós al sufrimiento, adiós al insomnio, adiós a las mariposas». Su dedo apretaba ligeramente el gatillo y podía notar cómo se tensaban los muelles dentro del arma. Era tentador; un poco más de presión y todo dejaría de importar. Se preguntaba si sentiría dolor. ¿Sería como un fogonazo y luego la oscuridad? ¿O un túnel oscuro, como decían los veteranos que habían visto la muerte de cerca en Marruecos?
«Esta pistola maravillosa… qué increíblemente eficaces estos alemanes fabricando armas… pistolas que siempre funcionan, pistolas que hasta saben bien… ». Se dio cuenta que estaba desvariando pero no le importaba lo más mínimo. Oyó entonces a alguien corriendo por la calle y miró hacia la puerta cerrada. El sonido de los pasos se acercaba. Volviendo a la cordura se sacó la pistola de la boca, la limpió con cuidado y la guardó en la cartuchera.
Le tenía un cariño especial a su Luger. Se la había regalado un oficial alemán a raíz de una de las múltiples entrevistas que había tenido El Caudillo con varios generales alemanes. Siempre había asistido como si fuera un consejero más, sin embargo su verdadera misión era la de protección del Generalísimo. Durante aquella visita uno de los germanos no le había quitado la vista de encima hasta que, una vez terminada la entrevista, se acercó y se presentó como Responsable de Seguridad de las SS. Cruzaron los saludos de rigor y el alemán, en un castellano impecable, le transmitió, como quien no quiere la cosa, que tenía conocimiento de quién era y lo que hacía realmente, así cómo la más profunda admiración por la profesionalidad con la que llevaba a cabo su misión. Tras la primera sorpresa todo aquello le sonó a peloteo puro y duro, pero como siempre había sabido moverse por los caminos de la diplomacia asintió con agradecimiento y devolvió el cumplido. Unos días después recibió un paquete en su casa de parte de aquel oficial. Dentro iba la pistola, nueva y perfectamente engrasada. Lo primero que hizo fue mostrársela a Eloisa, su mujer, que le sonrió orgullosa y le susurró al oído: «mi maridito es capaz de todo». El recuerdo le hizo sentir una punzada en el corazón. «Eloísa, mi amor, te fuiste…». Pensamientos tristes, como mariposas de alas negras, pasaron revoloteando delante de sus ojos.
Un golpeteo en la puerta y una voz angustiada le trajeron de nuevo a la realidad.
– Mi Teniente, ¿da Usted su permiso?
– Adelante Sargento Cánovas.
La puerta se abrió y un veterano con barba de una semana entró manchando el suelo de barro.
– Mi Teniente, hemos encontrado un muerto que debe Usted ver.
– Hay cadáveres por todos lados, Sargento. Estamos en guerra por si no se ha dado cuenta.
– Es el Capitán Aldana, mi Teniente.
Diego cerró los ojos con fuerza y dejó caer la cabeza ligeramente.
– Lo siento, mi Teniente. Todos estamos perdiendo amigos en esta guerra… pero hay que estar orgullosos porque se dejan la vida para salvar España del comunismo y todos aquellos que…
El Sargento continuó hablando pero Diego ya no le escuchaba perdido en su desesperación.
– Está bien, vamos allá –dijo interrumpiendo la perorata.
Se levantó, se puso el abrigo y salió a la calle acompañando al soldado. El día era gris y una llovizna constante había convertido el suelo en un barrizal. Avanzaron cruzando varias calles y después de doblar una esquina pudieron ver un grupo formado por los soldados de su Compañía que miraban al fondo de un callejón. Se volvieron de repente al oírle llegar y pudo leer en su rostro cómo se apiadaban de él mientras se apartaban a un lado para dejarle pasar. Avanzó unos pasos y pudo ver un cuerpo tendido boca abajo. Tenía la cara totalmente pegada al suelo con la nariz aplastada contra el suelo empedrado. No había duda, se trataba de Carlos Aldana, su amigo.
Se habían conocido muchos años atrás en la Academia de Zaragoza y desde el primer día que ocuparon literas contiguas se hicieron amigos íntimos. Sus caracteres, que muchos tildaron de totalmente opuestos, se complementaban perfectamente. Diego era tranquilo y prudente, Carlos impulsivo y temerario. Cuando las dudas hacían vacilar al primero el segundo utilizaba su empuje y le hacía decidirse. Cuando el segundo iba a cometer alguna de las muchas locuras que se le ocurrían, el primero le frenaba con su sentido racional. Juntos se emborracharon por primera vez, perdieron la virginidad con la misma puta, pelearon a mano descubierta en tabernas y bares, aprendieron a moverse en el siempre difícil mundo del ejército y la política y, por supuesto, mataron en el frente.
Diego se agachó junto al cadáver de su amigo y le dio la vuelta con cuidado. Observó su cara maltratada. Estaba totalmente golpeada, con moratones y cortes por todos lados. No había ni un solo trozo de piel sana. Bajó la vista hacia las muñecas y las manos totalmente deformadas. A la altura de las rodillas podía verse cómo el pantalón estaba tirante como si debajo hubiera un melón. Le habían golpeado en las articulaciones hasta que se habían hinchado de forma desproporcionada. Hundió la cabeza entre los hombros y alargó una mano que puso sobre el corazón de su amigo. Pareció que rezaba durante unos instantes así que todos los que le rodeaban guardaron un silencio respetuoso.
Cuando pasó lo que parecía una eternidad una voz grave surgió de la figura inclinada.
– Sargento, llame a todas las puertas del barrio. Quiero a todos los que vivan en un radio de cinco calles presentes en la plaza dentro de diez minutos. El culpable pagará por esto. Vamos, ¿a qué espera? –las últimas palabras salieron en un grito.
De repente toda la compañía se puso en movimiento. Se distribuyeron por las calles cercanas y empezaron a aporrear puertas y a sacar gente a rastras de sus casas. Se había corrido la voz de que había un muerto, posiblemente un oficial, entre los soldados que habían llegado el día anterior y todos los habitantes del pequeño pueblo intentaban no resistirse lo más mínimo. Entre empujones y gritos fueron formando un grupo cada vez más numeroso de hombres, mujeres y niños que eran conducidos como si fueran ganado camino del matadero.
Una hora después un centenar de almas asustadas llenaba la pequeña plaza rural. Diego esperaba a un lado, medio oculto por los soldados, fumando un cigarrillo detrás de otro. De repente tiró la colilla al suelo y la aplastó con la bota mientras voceaba.
– Cánovas, ¿tenemos ya a todo el mundo?
– Sí, mi Teniente.
El silencio se extendió como una manta por el gentío. El olor del miedo era tan palpable que casi se podía tocar.
– Alguien ha matado a uno de los nuestros –dijo en voz alta– quiero al culpable y lo quiero ahora. No voy a decirlo muchas veces ni estoy dispuesto a esperar. Todos sabéis que hemos avanzado por España entera, limpiándola de rojos. Y todos sabéis, por lo que habréis oído en la radio, que nos hemos portado caballerosamente con aquellos que se han rendido y han depuesto las armas. Me advirtieron que este pueblo era en su totalidad del Bando Nacional. Ahora veo que nada más llegar nos encontramos problemas que no hemos hallado en ningún otro sitio por el que hemos pasado. Creo que esto es un nido de rojos, un nido de víboras.
Las últimas palabras provocaron un rumor de desesperanza que se extendió por toda la plaza. Diego siempre había sabido manejar este tipo de situaciones así que dejó pasar un par de minutos sin decir nada.
– ¿Nadie va a decirnos voluntariamente quién ha sido?... Sargento Cánovas, quiero a la familia que viva más cercana al lugar de los hechos aquí delante ya mismo.
Dos soldados se metieron entre el gentío apartando gente hasta que dieron con un grupo de cuatro personas; un matrimonio joven, una vieja y una niña. Los fueron empujando hasta situarlos delante de Diego. Empezó a mirarlos lentamente, pasando la vista de uno a otro, en total silencio, hasta que alzó la voz repentinamente.
– Decidme qué pasó anoche delante de vuestra puerta.
– No sabemos nada, señor –contestó el hombre de forma nerviosa.
– Y una mierda no sabéis. ¿Matan una persona a golpes delante de tu puerta y no oyes nada? ¿Me estás llamando tonto? ¿Crees que todo el Glorioso Ejército Nacional es tonto? ¡Responde!
– Le juro, señor, que no oímos nada ni sabemos nada. Quizá le pegaron en otro sitio y vino a morirse ahí. Yo no lo sé, se lo juro por mis hijos –el hombre gimoteaba penosamente.
– No me lo puedo creer. ¿Pero tú crees que a mi me tiembla la mano, cabrón? Sargento, traiga a la vieja y a la niña.
Ante los gritos desesperados de los padres varios soldados los sujetaron fuertemente mientras otro grupo arrastraba a la pequeña y a su abuela delante de Diego.
La Luger apareció en su mano y con un movimiento rápido cogió a la niña y la apoyó el cañón en la sien. La vieja intentó abalanzarse contra él pero la mano de la pistola salió disparada hacia su cara e impactó con un crujido de cartílagos. La mujer cayó al suelo entre gritos de dolor y un rumor iracundo sacudió a la multitud.
– Parece que vamos a tener que dar un escarmiento –dijo mientras apoyaba de nuevo la pistola en la cabeza de la niña.
Los gritos incomprensibles de la madre se transformaron entonces en palabras sollozantes.
– Por favor, señor… no le haga nada a mi niña, por favor… señor, se lo ruego. Por Dios yo le diré lo que sabemos que es poco. Por Dios, señor, suelte a mi hija…
– Habla.
– Le juro por Dios que no vimos a nadie… sólo escuchamos ruidos como de gente peleando y pensamos que serían borrachos… no sabemos quién serían, señor, se lo juro. Sabiendo que estaban Ustedes aquí ayer, benditos sean, ¿cómo íbamos a salir de casa? Nosotros somos de El Bando Nacional… ¿cómo íbamos a saber nosotros?...
– Mentira… –la detonación sonó en toda la placita como un trueno. La niña cayó al suelo sangrando por la mejilla. En el último momento Diego había girado la pistola y la bala había hecho un surco a lo largo de la fina piel de la cara. La pequeña se retorcía de dolor sujetándose la herida– Decidme quién fue ó la próxima bala le saldrá por la nuca.
La mujer se tiró de rodillas a los pies de Diego.
– Por favor se lo ruego, señor, que no sabemos nada… ¡Ay, mi niña por Dios!... Se lo ruego, señor, que le estoy diciendo la verdad…
– Sargento, tráigame la familia de la puerta de al lado –bramó pateando a la niña que estaba en el suelo.
De nuevo los soldados se internaron entre la gente y trajeron a rastras otro grupo de cinco personas. El interrogatorio volvió a repetirse. Los mismos gritos y amenazas. La Luger apuntó de nuevo a un chico de apenas quince años aunque esta vez el disparo le atravesó un brazo. A continuación dieron una paliza al padre. Una tras otra todas las familias que vivían cerca de dónde había aparecido el cadáver fueron interrogadas entre gritos, golpes y disparos. Llegó un momento en el que Diego pareció cansarse de aquello.
– Cánovas, siga Usted con esto. Le espero en mi mesa con toda la información que haya podido conseguir. No mate a nadie pero no quiero vacilaciones, ¿entendido?
– A la orden, mi Teniente.
Diego se alejó camino de la casa confiscada que le servía de vivienda y despacho. Caminaba cansinamente, como si todo el peso de la guerra estuviera sobre sus hombros. Al llegar abrió la puerta y se dirigió de forma automática hacia donde estaba su petate, lo abrió y sacó una botella de coñac. El líquido bajó ardiendo a su estómago pero le calmó de forma inmediata. Sin soltarla se sentó detrás de la mesa y abrió una carpeta de cuero que tenía delante. Dentro había un sobre con varias fotografías en blanco y negro. Buscó entre ellas hasta encontrar la que buscaba: dos jóvenes vestidos de uniforme de paseo posaban sonrientes para la cámara. Uno de ellos pasaba su brazo por los hombros del otro. Giró la foto para ver la fecha y se dio cuenta que Carlos y él eran demasiado jóvenes entonces, demasiado ingenuos. Se habían hecho la foto por un impulso de Carlos, como siempre, que había visto al viejo fotógrafo en el paseo marítimo. Ante la resistencia de Diego le agarró de los hombros, le arrastró delante del objetivo y le obligó a estarse quieto mientras el abuelo ajustaba la máquina. Habían pasado tantas cosas desde entonces.
Extendió el resto de fotografías por la mesa y se perdió en recuerdos y cosas pasadas. Siguió bebiendo durante toda la mañana pero por alguna razón desconocida no fue capaz de emborracharse. Era como si se hubiera revestido por dentro de una coraza impenetrable que ni lo sentimientos ni el alcohol conseguían romper.
El Sargento Cánovas irrumpió por la puerta cortando sus pensamientos por la mitad.
– Mi Teniente, hemos terminado.
Diego recogió apresuradamente el montón de fotografías y las metió de nuevo en la carpeta.
– Le tengo dicho que llame antes de entrar, Sargento.
– Perdone, mi Teniente. Cuando usted diga le informo sobre lo que hemos sacado en claro. Hemos tenido que aplicarnos a fondo –dijo sonriente. Diego observó su uniforme ensangrentado.
– Cierre la puerta y empiece con su informe.
– Con lo que hemos conseguido sacarle a todos estos paletos ya sabemos qué pasó y tenemos seguro quién lo hizo. La historia es así: el Capitán Aldana entró en la taberna que está al lado del Ayuntamiento cuando ya iban a cerrar y pidió de beber. Había pocos parroquianos porque la mayoría estaban acojonados con nuestra presencia y no salió casi nadie de casa. Cuando le estaban sirviendo apareció un chaval a darle un recado al tabernero y vio al Capitán en la barra. Se miraron y casi todo el mundo coincide en que se reconocieron mutuamente aunque vieron que Aldana dudaba. El chico se puso muy nervioso y entró en la trastienda. El Capitán terminó su bebida tranquilamente y se fue. Unos cinco minutos después salió el chaval dando traspiés, con la mirada ida y farfullando cosas que nadie entendía. Uno de los que estaban más cerca creyó entender algo así como “el tendido siete” y a continuación el chico salió de la taberna a todo correr. Nadie pudo pararlo para ver qué le pasaba pero pudieron observar que tomaba el mismo camino que el Capitán.
– ¿Dónde está el chico?
– Lo tenemos ahí fuera, mi Teniente. No estaba entre la gente de la plaza así que tuvimos que ir a buscarlo a su casa. Cuando nos vio se puso como loco e intentó atacarnos con una especie de palo muy largo con una bola de madera en la punta. Se la quitamos y resultó que estaba manchada de sangre. Tuve que frenar a los nuestros para que no le mataran allí mismo. Estaban muy nerviosos y tenían ganas de revancha, mi Teniente. Nos costó lo nuestro hacernos con él, parece muy fuerte.
– Que nadie lo toque un pelo hasta que yo lo diga. Es mío, ¿entendido?
– A la orden, nadie lo tocará… de momento.
– Todo a su debido tiempo. Hágale entrar.
Cánovas abrió la puerta y soltó una orden. Al momento aparecieron tres soldados arrastrando a un chaval muy flaco y cubierto de suciedad que no debía tener más de diecisiete años.
– ¿Este medio hombre es el que les ha costado reducir, sargento? Está bien. Escucha muchacho, te lo voy a poner fácil. ¿Mataste anoche al Capitán Aldana?
El chico levantó la vista. La boca entreabierta dejaba escapar un hilillo de saliva y los ojos giraban extraviados.
– Está totalmente ido, sargento. ¿Le han golpeado? Así no podremos sacarle nada.
– No, mi Teniente, los muchachos querían darle duro pero me aseguré que nadie le tocara, se lo juro.
– Habrá algún médico en esta mierda de pueblo. Vaya a buscarlo.
Media hora después entró en la estancia un hombre pequeño y regordete vestido con un traje remendado, una corbata astrosa y unas gafitas redondas que le daban un cierto aire intelectual. Miró nervioso alrededor mientras estrujaba un sombrero sucio entre las manos.
– ¿Es usted el médico? Necesitamos que este chaval sea capaz de hablar. Mire a ver qué le pasa, déle algo, lo que sea, pero que hable.
El chico yacía tirado en el suelo, de cualquier manera, con las manos atadas a la espalda y aquella expresión de locura en los ojos. El hombre se agachó y le examinó detenidamente. Tras unos minutos dictaminó.
– No sacarán nada de él. No sé qué le han hecho pero está claro que está más allá de este mundo.
– Está bien, doctor. No le necesitaremos más. Puede irse.
El hombre se incorporó y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano sobre el picaporte se giró como si se hubiera acordado de algo.
– Por cierto, Teniente, el cadáver que me han llevado tiene algo curioso que debería saber y es que…
– ¿Cómo? –la voz de Diego restalló como un látigo en la penumbra de la habitación– Sargento, ¿han llevado el cuerpo del Capitán a casa de un rojo? ¿Se ha vuelto loco? ¿Es que quiere que sea profanado ó algo peor? ¿No se da cuenta que este poblacho está lleno de rojos traicioneros?
– Perdone, mi Teniente, no lo íbamos a dejar tirado en la calle. La casa del médico parecía lo más correcto y…
– Oiga, perdone, que en este pueblo todos somos del Movimiento… –replicó el pequeño doctor.
– Ruegue a Dios, Sargento, que no le hayan hecho nada al cuerpo de mi amigo ó, por Dios se lo juro, que le haré un consejo de guerra y le fusilaré sin pensármelo dos veces. No me lo puedo creer, tanta ineptitud tendrá su castigo, se lo aseguro.
La nuez de Cánovas subió y bajó varias veces a lo largo del cuello mientras sudaba profusamente.
– Que salga todo el mundo de aquí inmediatamente. Menos el doctor, quiero hablar con él. Sargento, cuando haya acabado entre de nuevo para recibir sus órdenes.
– A la orden, mi Teniente. Vamos… todos fuera… deprisa… moveos.
Cuando se quedaron solos Diego miró a los ojos del Doctor.
– Dígame doctor, ¿qué es lo que encontró en el cuerpo del Capitán Aldana? ¿Y de paso, cómo es que le dio por examinarlo? –parecía más calmado después de que salieran los soldados de la habitación.
– Pues verá, cuando me lo trajeron pensé que podría ser de ayuda si le hacía un pequeño examen. Ya sabe que con nuestra formación en anatomía vemos cosas que a los demás se les escapan. El caso es que el cadáver tenía muchos golpes, como usted ya vería, sin embargo algo que me extrañó es que hubieran podido causarle la muerte ya que, aunque la cara estaba magullada e incluso la nariz rota, no había traumas en el cráneo ni en ningún otro sitio que hubieran podido ser la causa directa. Así pues, le examiné el resto del cuerpo y encontré algo muy curioso: un pequeño punzamiento en el lado izquierdo del pecho. No sabría decirle la profundidad que tendría pero por lo pequeño que era no debía de ser muy hondo. Tampoco sé cuál sería la causa del mismo pero me pareció curioso. Tampoco me dio tiempo a más.
– Muy bien doctor. No parece que tenga mucha importancia. Pensé que me iba a contar algo que nos ayudara a buscar al asesino de mi amigo. Puede irse –su voz sonaba desconsolada.
Diego se quedó solo de nuevo. Las mariposas de alas negras volvieron pero él no hizo nada por espantarlas. Sólo dejó que se posaran en su mente y libaran de su desesperanza. Pasado un rato el Sargento Cánovas llamó a la puerta y pidió permiso para entrar.
– ¿Da usted su permiso, mi Teniente?
– Adelante, Cánovas.
– Le pido que nos perdone, mi Teniente, no pensamos que esta gente… no sabíamos que eran rojos, todo lo contrario, teníamos entendido que aquí apoyaban el Movimiento… de verdad.
– De acuerdo, Sargento, no siga. Estas son sus órdenes: está bastante claro que ese muchacho mató al Capitán Aldana. No conocemos la razón pero a estos rojos asesinos no les hace falta ninguna. Como ya sabe tenemos órdenes de fusilar diez de ellos por cada víctima del Glorioso Movimiento Nacional. Los otros nueve que sean de las fuerzas vivas: el alcalde, el maestro, el médico y el resto lo dejo a su elección. Se trata de dar escarmiento para que no nos encontremos resistencia en el camino que queda hasta Madrid.
– A la orden mi Teniente –El Sargento Cánovas giró sobre sus talones y salió cerrando la puerta.
Diego sacó la botella de coñac de un cajón y bebió un largo trago. Treinta minutos después el alcohol no consiguió acallar el estruendo de los fusiles ni tampoco el alarido de las viudas. «Eloísa, mi amor…». Su mano descendió a la cartuchera y sacó la Luger. Luego la giró e introdujo el cañón en la boca y lo pegó al paladar. «Acero alemán, realmente es de un gusto exquisito…». El dedo gordo empezó a tensarse sobre el gatillo de forma imparable.




La noche era oscura y las calles estaban frías y solitarias en aquel pueblo de mala muerte. El Teniente Diego de Castro salió a pasear esperando que la luna llena fuera capaz de arrastrar el terrible dolor de cabeza que le atenazaba. Sabía que no había peligro en aquel pueblo ocupado ya que los informes decían claramente que pertenecía por completo al Bando Nacional. Cuando llevaba un rato perdido en sus cavilaciones pudo oír los pasos de alguien que corría en la oscuridad. Instintivamente desenfundó su pistola y se pegó a la pared. Una figura cruzó las sombras como una exhalación.
Diego avanzó hasta la esquina y se asomó con cuidado. No se veía nada, ni rastro. Empezó a recorrer las calles en busca de aquella sombra. Pasaron los minutos hasta que de repente unas voces que no podía entender se elevaron a unas calles de distancia. Una de ellas le sonaba conocida aunque no hubiera podido asegurar a quién pertenecía. Se acercó hasta que pudo distinguir lo que decían.
Un muchacho estaba en pié ante algo que parecía un hombre tirado en el suelo. El joven sostenía en la mano un palo largo y delgado terminado en una gran bola de madera y lo cernía amenazadoramente. La figura del suelo casi no se movía.
– No sigas chaval, por favor… – una voz ronca y deformada.
– Hijoputa, hijoputa, hijoputa… tú estabas allí, te vi… tú eras uno de ellos. Te voy a matar, te voy a matar, te voy a matar – sollozaba.
– No sabes nada. No te conozco… suelta eso.
El chico se inclinó sobre la forma, le levantó la cabeza y se acercó a su oído.
– Yo estaba allí, nos obligasteis, asesino cabrón, a ver aquello. Mi padre y mi abuelo, cabronazo.
– No sé de qué hablas, hijo, pero estás a tiempo. Suelta el palo, coño…
– ¿Te acuerdas del tendido siete hijo de puta, asesino?
Una lucecilla se encendió en la mente del hombre postrado sobre el suelo mojado. En Agosto de aquel año la ocupación de los Nacionales había llegado a Badajoz. Las órdenes eran claras: había que fusilar y fusilar hasta que los cañones reventaran. El General en Jefe tuvo una de tantas ideas brillantes. Utilizarían la plaza de toros para dar una lección que haría temblar al Bando Republicano. Capturaron a todos los padres e hijos que pudieron sin distinguir las ideologías, daba igual de qué parte estuvieran, los llevaron a la plaza y sentaron a los niños en el tendido. Los había de todas las edades, desde críos pequeños hasta jóvenes imberbes. Después bajaron a sus padres a la arena y procedieron a fusilarlos a la vista de sus hijos.
– ¿Ya te acuerdas, verdad? Yo estaba allí sentado. Los matasteis y me obligasteis a verlo. ¿Te duelen las piernas, verdad, te duele todo? Ahora toca morir.
El joven se incorporó y levantó la maza dispuesto a descargarla. La sostuvo sobre su cabeza, dudando, y luego soltó un gemido largo y profundo y estalló en lágrimas. La maza se deslizó de sus manos y quedó colgando de una correa que llevaba en la muñeca. Se agarró el pelo y tiró como si quisiera arrancárselo. Los ojos giraban como los de un caballo desbocado mientras un rastro de espuma asomaba por la comisura de los labios.
– No puedo… no puedo… no puedo… la sangre… ¡Padre!... ¡Padre!... –y de repente echó a correr y se perdió en la oscuridad.
Diego se dio cuenta entonces que había estado conteniendo la respiración sin apenas moverse. Guardó la pistola en la cartuchera y, acercándose al hombre, se agachó a su lado, le giró la cabeza y miró a los ojos a su amigo Carlos. El chico le había dado una paliza de muerte, golpeándolo con la gran bola de madera en las articulaciones hasta que se habían hinchado de forma grotesca. Luego le había dado la vuelta al palo y le había pegado en la cara con la parte más estrecha.
– Oh, cielo santo, Diego, gracias que eres tú. Ha sido un niñato que me ha pillado desprevenido. Me duele todo. Llama a alguien. Id a por él. Ayúdame, amigo.
Diego se sentó en el suelo tranquilamente, apoyó la cabeza de Carlos sobre su regazo y ante la sorpresa de éste empezó a acunarlo suavemente como si fuera un niño pequeño.
– Diego, ¿qué haces, amigo? Se va a escapar ese maricón. Me duele todo, por Dios, no me muevas... ¡Aaaaaaaaah¡
Sin decir palabra continuó acunándolo, cada vez más de prisa. Gruesas lágrimas empezaron a correr por su cara.
– No es tu noche, Carlos. Te da una paliza un crío y ahora esto. Carlos, Carlos, Carlos… ¿qué nos has hecho, Carlos? –sollozaba mientras veía volar aquellas mariposas de alas negras delante de sus ojos.
– ¿Qué te pasa, amigo? ¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? Por favor, no puedo ni moverme ¿Por qué lloras?
Entre lágrimas Diego sacó una fotografía del bolsillo de su guerrera. Era una mujer joven y guapa, posando de forma decorosa junto a un jarrón con flores.
– Mira a Eloísa. Qué guapa era, ¿verdad?
– Diego, no es momento. Vamos, ayúdame, por Dios, este dolor es insoportable.
– ¿Te acuerdas de Eloísa, eh? –las lágrimas arreciaron– lo guapa que era, lo cariñosa… y qué orgullosa estaba de mi carrera. La echo tanto de menos. Aquel accidente…
– Solo fue un accidente. Nadie tuvo la culpa, Diego. Lo sabes, se resbaló y se calló de aquella ventana, nadie tuvo la culpa.
– Oh sí, Carlos, alguien la tuvo. Te lo puedo asegurar –lloraba ya de forma incontrolada– Fui yo, ¿sabes? La empujé…
Carlos se quedó callado por un momento.
– ¿Qué dices? Estás delirando…
– ¿Sabes lo qué pasó, Carlos, querido? No debiste hacernos aquello… Hace dos meses, ¿recuerdas el permiso que te dieron a ti pero no a mí? Pues al final sí que me lo dieron. Cogí el tren del día siguiente para ir a casa. Quería darle una sorpresa a Eloísa y no la avisé. Y me presenté en casa con el ramo de flores más grande que había en Atocha –las lágrimas resbalaban por su cara y caían sobre las heridas de Carlos– Estabais allí mismo, en el saloncito de té, ella se había subido el vestido hasta la cabeza y estaba agachada de bruces sobre la mesa ¿Te acuerdas ahora, Carlos? Ya veo que sí que te acuerdas. Tú estabas detrás de ella y empujabas con fuerza. No olvidaré nunca lo que decías: « ¿Te gusta por el culo, eh nena? Esto no te lo hace tu marido, ¿eh?, no le dejas, ¿verdad?, solo a mí ¿eh zorrita?». Y empujabas con más fuerza, Carlos. Y ella gruñía y suspiraba de placer. Si no hubiera sido mi mujer seguro que me habría empalmado. Era muy excitante… Carlos, Carlos, por favor… mi mujer… como los perros… la tenías allí mismo, empujando…
– Diego, por favor, tranquilo… no sé lo que verías… tranquilízate, por favor. Dios, Dios, Dios…
– Tuve que matarla, ¿sabes? Seguro que tú habrías hecho lo mismo. Ningún caballero español puede consentirlo ¿lo comprendes, verdad?
Carlos empezó a llorar también.
– No… No... por favor. Oh, Diego, por favor. No… No… No…
– Escúchame Carlos, escúchame… ¿Sabes qué es la muerte dulce? –Diego se sorbió los mocos y dejó de llorar –Lo aprendí en Alemania, en uno de aquellos viajes con el Caudillo. Me lo regaló el mismo oficial que me dio mi querida Luger.
Diego sacó de algún lugar de su guerrera un punzón muy largo. En realidad solo se trataba de un pequeño mango de madera del que salía una varilla de acero muy fina.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Qué es eso?
– A esto le llaman la muerte dulce, aunque nunca he entendido por qué. Debe doler de cojones.
– No… estate quieto… No…
– La quería mucho, Carlos, la quería con toda mi alma. Pasadlo bien en el infierno, no tardaré en ir con vosotros –y diciendo esto hundió la varilla por completo en el lado izquierdo del pecho.
Carlos soltó un suspiro y apenas se movió. Ni un grito, ni un rumor siquiera salió de su boca. La aguja atravesó limpiamente su corazón dejando apenas una pequeña herida en piel. La extrajo con cuidado y volvió a guardarla. Luego se inclinó y le dio un largo beso en la frente.
– Ya pasó amigo, ya pasó.
Con gran cuidado dejó la cabeza sobre el suelo frío, se levantó y se sacudió el uniforme. Miró el cuerpo tirado y por alguna razón desconocida le dio la vuelta con el pié y le dejó boca abajo. Se dio cuenta que ya no sentía nada. Echó a andar hasta llegar a aquella casa que le servía de hogar provisional y entró. Se sentó a la mesa y cogió la botella de coñac. Echó un largo trago y la dejo a un lado. Luego sacó su pistola y la dejó encima de la mesa. A pesar de lo duro que había sido el día se dio cuenta que no sentía sueño ni cansancio. La noche prometía ser muy larga. Pensó en todo lo que tendría que hacer al día siguiente y trazó sus planes pacientemente, analizando cada paso. Después, como cada noche, acudieron las mariposas negras y empezaron a revolotear delante de sus ojos.
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Sunrise
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Sunrise »

He leido todos los relatos y he disfrutado muchísimo, pero aunque este ha sido de los últimos que leí tengo que hacer el primer comentario porque me ha impresionado muchísimo. Al margen de que está muy bien escrito, según vas leyendo la historia la estás viviendo. Las conversaciones, los diálogos de los personajes son tan reales que te ponen los pelos de punta, parece que tienes la situación delante de ti, asi lo viví yo mientras lo leía. El final, aunque se me pasó por la cabeza desde el principio, no me sorprendió, pero creo que eso es lo que menos me importó, incluso diría que si no fuera asi no me habría gustado tanto. Esta mañana le contaba este relato a un amigo, es de los que se te quedan grabados. Enhorabuena al autor/a.
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ciro
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por ciro »

Uno de los mejores. Sobrio, comedido en adjetivos. Por pornerle un pero se ve venir el final.
La forma segura de ser infeliz es buscar permanentemente la felicidad
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artemisia
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por artemisia »

El primer relato que leo, porque he querido empezar por abajo, y me ha parecido estupendo...duro, pero bien escrito, argumentado, hilado, y completo en su extensión.
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kharonte
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por kharonte »

Un relato duro y brutal. El hecho de dividir la trama en dos partes aporta también un punto interesante. Tan sólo me quedo con la duda de cuál es la reputación que hace famoso al protagonista (a la cuál hace referencia el oficial alemán, pero sin concretar a qué se debe).

Como han comentado, sí es cierto que el misterio se va desvelando pronto. Atacas la segunda parte sabiendo que va a cubrir todos los huecos que ha dejado en la primera.
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Felicity
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Felicity »

Buen relato :D
Me ha gustado (aunque yo soy más de "negra americana": Detectives, femmes fatales, policia C.S.I...)
Pero he de reconocer que está muy buen escrito.

El pero: que la parte final. a mí ya me sobra.
vamos que es demasiado largo.
lo hubiese terminado cuando vuelve a ponerse el cañón en la boca
Pero Felicidades :eusa_clap:
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Ángel_caído
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Ángel_caído »

Genial...me ha encantado!!! Como ya han dicho por aquí es brutal...También me pareció vivirlo a medida que iba leyendo y yo no me esperaba ese final para nada :roll: Enhorabuena!!!
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Desierto
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Desierto »

Un gran relato, me ha gustado mucho. De hecho, de los que llevo leídos creo que es el primero que podría clasificarse verdaderamente en negra. Así, el misterio no es lo que prima sino la buena descripción del ambiente sórdido y lúgubre.
Formalmente muy bueno, apenas un par de erratas y con un tono ágil y cortante. Los diálogos cuidados y las acotaciones medidas.
Por poner un pero, es demasiado largo y se nota que se ha metido "con calzador" en las seis páginas.
Es el terreno resbaladizo de los sueños lo que convierte el dormir en un deporte de riesgo.
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Ororo
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Ororo »

Me ha gustado mucho este relato. En un escenario muy realista, con toques de nuestra propia historia (lo cual hace que te involucres más).
Muy bien escrito y bien plasmada la personalidad del protagonista. El final, sorprendente! Yo he caído muy al final... :oops:
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Cronopio77
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Cronopio77 »

La idea es buena, el protagonista está muy bien perfilado y la selección de lo que se cuenta y lo que no se cuenta es, en general, buena. No obstante, le encuentro demasiados defectos, todos ellos subjetivos (es decir, basados en mi concepción de la literatura), para darle una buena nota.

Por un lado, creo que es demasiado maniqueo. No me gustan las historias inspiradas en hechos históricos reales (la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial: acontecimientos manidos y explotados hasta el exceso) en las que los buenos son muy buenos, y los malos, muy malos. Y este relato es un perfecto ejemplo de ello. El protagonista no sólo es un general golpista, sino un malo perverso que se regodea en hacer el mal por hacer el mal, sin que haya una sola línea en todo el relato en la que destile un adarme de humanidad.

Por otro lado, como lector me siento un poco engañado. Me da la impresión de que la redacción, sobre todo al principio, está cuidadosamente escogida para tratar de engañar al lector: la desesperación del protagonista después de que le informen del hallazgo del cadáver, mirar la foto de su amigo justo después de ello, el recuerdo de cómo se conocieron inmediatamente a continuación...

Como escribí al principio, no todo es malo; al contrario, creo que hay buen material en esta historia. Probablemente se trata más de un choque entre mi concepción de la literatura y la del autor, que de una falta de calidad de su escritura.
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Arwen_77
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por Arwen_77 »

Narración sólida, impactante y original por su ambientación en la guerra civil. Pegas:
-Que los malos (que en este caso coinciden con los Nacionales) son demasiado malos todos ellos,y desde el principio, sin matices por lo que lo veo un poco maniqueo, como dijo Cronopio.

- Que al principio dice que Diego al recibir la noticia de boca del sargento "ya no le escuchaba perdido en su desesperación". Este dato y algún otro que viene después dan demasiado claramente la idea de que Diego se disgusta por la muerte de Carlos, así que , como también apuntó Cronopio, se da un engaño al lector casi casi total. Lo ideal es despistar al lector sin llegar a engañarle.

¡Ah! Kharonte, respecto a la reputación del protagonista, yo entendí que era como buen guardaespaldas "de incógnito" de Franco.


En general me ha gustado.
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SHardin
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Re: I Negra: Mariposas negras

Mensaje por SHardin »

Leído. Creo que los meritos que se digan sobre la forma de escribir, como atrapa o como nos cuenta la trama son pocos, mucha maestría y he leído disfrutando y sabiendo que leía calidad. Pero, porque tengo un pero y un problema gordo:

El "pero" se refiere a lo señalado que me pareció un poco exagerado y deshumanizado no solo el mando sino todo el soldado (de un solo color)que por aquí aparece (no es un pero muy grande).

El problema es que a mi me desubicó mucho la historia de la Luger. Se habla de Veteranos de Marruecos, del caudillo (La falange nombra caudillo a Franco el 5 de junio de 1939), de visitas de este a Alemania (¿1940?) pero todo hace suponer que la trama es al inicio de la guerra civil española (1936). Un lío al menos a mi me descolocaba y es una lastima porque si me llega ha hablar de la guerra de las Malvinas de la que soy un ignorante le doy un sobresaliente al relato.
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ciro
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Re: I Negra:Mariposas negras -Joserc (Gan. Jurado y Popular)

Mensaje por ciro »

Enhorabuena personal Joserc. Fue mi primera votacion y el segundo relato que mas me gustó, tras el retirado La tela de araña. Por lo tanto poco mas puedo decirte mas que te salió un relato muy logrado.
La forma segura de ser infeliz es buscar permanentemente la felicidad
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Ororo
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Re: I Negra:Mariposas negras -Joserc (Gan. Jurado y Popular)

Mensaje por Ororo »

Enhorabuena, joserc! Yo también te voté. Según veo, ganador por goleada :wink:
Este relato te lo atribuía a ti o a ciro. A ti porque creía que seguía un poco la cadencia de algún otro relato que leí tuyo, pero también pensé que podía ser de ciro, que creo que le va bastante el asunto realista :mrgreen:
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Desierto
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Re: I Negra:Mariposas negras -Joserc (Gan. Jurado y Popular)

Mensaje por Desierto »

Enhorabuena, joserc, felicidades por la unanimidad, creo que es la primera vez que se consigue.

Me pareció de lejos uno de los más sólidos. Una pregunta: ¿lo escribiste para este concurso o lo tenías escrito de antes?
Es el terreno resbaladizo de los sueños lo que convierte el dormir en un deporte de riesgo.
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