―Buenas tardes. Le atiende Elena. ¿En qué puedo ayudarle?
―¿Si? ¿Hola? ―la voz sonaba débil, dubitativa.
―Sí. La atiende Elena. ¿En qué puedo ayudarla?
―Hola, hijita. Yo sólo necesito un pequeño favor. Se trata del encargo que acabo de hacer en la tienda. Me cuesta tanto andar y me vendría tan bien que me lo acercaras a casa...
―Señora... ―balbució Elena, tras unos segundos de duda―... Está usted llamando al servicio de atención al cliente de Ciberna. Nosotros...
―¿Si? ―la interrumpió la anciana, que luego quedó de nuevo en silencio.
―Vamos a ver ―trató de centrarse Elena―. ¿Qué es lo que le ocurre? ¿No le funciona correctamente la proyección holográfica?
―No, hijita. Si yo sólo quiero que me ayudes con el encargo de la tienda. No son más que unas pocas cositas, y el camino es tan corto y sencillo para una persona joven como tú.
―Señora, yo no puedo...
Elena sintió que la golpeaban. Miró a la derecha y vio que Esther negaba vehementemente con la cabeza y con los brazos. Recordó entonces el camino entre las miradas sobrecogidas de sus compañeras; el estruendo de la puerta al cerrarse; la nítida claridad que se reflejaba en la madera del suelo; el breve silencio que siguió al momento en el que la alfombra amortiguó el sonido de sus pasos; la voz que estalló seca, estentórea, contundente; la debilidad, el sudor, el temblor de manos; la sombra que se desplazaba sobre el suelo y la duras palabras que se coordinaban con sus movimientos; las líneas blancas que temblaban y se combaban sobre el rojo de la alfombra; los dos cubos anidados, prestos a emerger del suelo como si pudieran cobrar vida y rodearla, aprisionarla, fagocitarla.
“No puedes decir que no” leyó en los labios de Esther, que se había quitado el auricular izquierdo y continuaba gesticulando.
―¿Hijita? ―oyó Elena, como si la dulce voz dimanara del interior de su propia cabeza.
“Está loca”, trató de comunicarle a Esther, también mediante gestos, antes de retomar la conversación.
―Óigame, señora. ¿Cómo se llama?
―Soy la abuela ―contestó la anciana, con su habitual tono suave y melodioso.
―¿La abuela? ―preguntó Elena, incrédula―. Pero usted tendrá un nombre ―añadió a continuación, tras unos segundos de duda.
―La abuela.
Elena quedó de nuevo en silencio. Esther volvió a golpearla y con gestos le indicó que le pasase la llamada. Elena la miró, alarmada, y negó con la cabeza; pero Esther, con el hilo del auricular izquierdo cayéndole sobre el cuerpo, repetía una y otra vez el mismo gesto. Al final, Elena escrutó su alrededor, moviendo rápida y nerviosamente la cabeza, y marcó el código; una luz azul se encendió en la pantalla del ordenador.
―Vamos a ver, señora ―volvió a hablar después. Esther se había colocado los dos auriculares y escuchaba mirando su pantalla con atención―. Nuestro cometido es solucionar las dudas y problemas que puedan tener nuestros clientes.
―Ya lo sé, hijita... Pero es que la tienda está ahí al lado, y también mi casa. Tan sólo te llevaría unos minutitos, y a mí me cuesta tanto caminar...
Esther le señaló la pantalla. En ella se encontraban todos los datos de la anciana: la dirección, el número de cuenta, la fecha de alta...; pero donde debían estar su nombre y apellidos sólo se leía “la abuela”.
―Si yo la comprendo... ―trató de argumentar Elena, pero se interrumpió ante la insistencia de Esther, que continuaba señalando la pantalla.
En la esquina inferior izquierda, junto a los cubos anidados, que rotaban creando la impresión de que el pequeño germinaba y subsumía al mayor, que quedaba englobado hasta que emergía de nuevo para fagocitar al que lo contenía, una y otra vez, como en una hipnótica danza sin principio ni fin; junto a los dos cubos blancos anidados sobre fondo rojo brillaba el símbolo de la suscripción de siete estrellas.
―¡Uau! ―se le escapó a Elena, aunque inmediatamente se llevó la mano a la boca y miró a Esther, que abrió las manos y se encogió de hombros.
―¿Hijita? ―oyó al otro lado del teléfono, con el acostumbrado tono afable y candoroso.
Elena cerró los ojos y suspiró.
―De acuerdo ―se oyó decir―. Le llevaremos el pedido.
―¡Ay! ¡Qué maravilla! ¡Qué alivio no tener que salir con este tiempo y este dolor en las piernas! La tienda está ahí mismito: en la calle del bosque número tres. ¡Muchísimas gracias, hijita!
Al terminar la conversación, el monitor se apagó por completo y un piloto verde se iluminó sobre él. Elena se quitó los auriculares, resopló y se restregó los ojos. Entre el rumor de conversaciones monótonas, sintió otra vez cómo la sombra se agrandaba y la voz ruda y potente incrementaba su intensidad hasta retumbar en sus oídos; cómo las líneas blancas de la alfombra se combaban alrededor de la figura humana y empezaban a rotar igual que en la esquina inferior izquierda del ordenador; cómo la sombra y los dos cubos anidados cobraban volumen y se abalanzaban sobre ella.
Elena empujó la silla hacia atrás, resopló de nuevo y se levantó al fin, con movimientos lentos y vacilantes. Esther pulsó un botón y se incorporó con ella.
―Me queda un descanso ―susurró al ponerse a su lado―. Te acompaño abajo.
Bajaron las escaleras y salieron al exterior. La tarde era fría y oscura. La farola más cercana se había fundido; una penumbra difusa las rodeaba. Elena sintió el aire asperjado y gélido sobre su rostro. Apenas unas pocas personas caminaban a lo lejos, con la cabeza gacha. El resplandor de los faros de un automóvil las iluminó durante unos segundos, pero enseguida quedaron de nuevo en la solitaria penumbra. El eco del motor permaneció, evanescente, durante unos segundos. Después, la calle quedó de nuevo silenciosa, yerma.
―¿Quieres? ―preguntó Esther, mostrándole un cigarrillo que acababa de sacar del bolso.
―¿Estás loca? ―exclamó Elena, volviéndose bruscamente―. ¡Te pueden ver!
―Aquí no ―respondió Esther, con un gesto despectivo―. Estamos fuera.
Elena quedó en silencio, subsumida otra vez en el frío y la oscuridad de la calle.
―¡Vaya con la vieja! Una suscripción de siete estrellas. ¡Tiene que estar forrada! ―trató de animarla Esther.
―No entiendo por qué hacemos esto ―respondió Elena, en voz baja, la mirada perdida en la negrura de la calle―. A veces pienso que sería mucho mejor mandarlo todo a la mierda. No merece la pena.
―Le das demasiadas vueltas a la cabeza.
―Puede... ―Elena se volvió para mirar a Esther―... pero piensa un poco en nosotras mismas, en todo lo que hacemos; fíjate en lo que acaba de suceder.
―¡Bah! ―Esther sonrió y expulsó una larga bocanada de humo―. Tampoco es para tanto. Anda que no nos hemos reído con llamadas estúpidas... Además, es sólo un periodo. Ahora lo que necesitamos es ganar dinero; ya habrá tiempo para mejorar.
―No sé... ―Elena reflexionó antes de continuar―. ¿De verdad te parece normal esta situación?
―Hombre, lo que se dice normal... ―respondió Esther, riéndose―. Me estoy imaginando a la vieja en su casita de muñecas: con su mecedora, su manta, su vasito de anís, sus historias sobre cuando era joven y bailaba el rock'n roll... Y su cara de felicidad cuando aparezcas con las rosquillas y el tarro de miel. ¡Seguro que te lo agradece con una merendola de escándalo!
―Visto así... ―reconoció Elena, relajando su gesto adusto.
―¡Y lo que nos vamos a reír recordando la historia!
Se oyó un móvil. Esther se llevó el cigarrillo a la boca y hurgó en el bolso con las dos manos. Elena contempló la brasa roja y resplandeciente en la penumbra, el pelo revuelto de Esther, las pequeñas gotas que destacaban en su frente, su mirada viva y desafiante.
―Es el primer aviso. Sólo me quedan dos minutos.
―¿No te has planteado nunca si todo esto merece la pena? ―volvió a ensombrecerse la voz de Elena.
―Sí que lo merece ―respondió Esther, fijando la vista en su rostro, que ahora se mostraba otra vez más vulnerable―. Además, aquí estás tú.
Elena la miró en silencio: su frente humedecida por las gotas de lluvia, sus mechas enredadas, su boca entreabierta expulsando la frágil columna de humo.
―Me tengo que subir ―anunció―. Eres la niña más bonita del lugar ―concluyó. Luego besó a Elena en la boca y regresó al edificio.
Elena se volvió para verla desaparecer por las escaleras y sonrió. Se abrochó el abrigo, se puso la capucha y se encaminó a la tienda. Llovía, pero enseguida la penumbra quedó atrás. Una pareja acababa de refugiarse en un portal: se reían, se secaban las gotas de agua, se acariciaban, susurraban. Elena comenzó a silbar y luego a tararear una vieja canción:
- True love will never fade
True love will never fade
True love will never fade.
- True love will never fade
Avanzó canturreando por entre la gente: niños que corrían tras salir del colegio, parejas que caminaban cogidas de la mano; la melodía los envolvía y los hacía danzar. No tardó apenas en llegar a la tienda.
―Buenas tardes ―dijo al entrar. A continuación vaciló y miró a su alrededor. Era una tienda antigua, con papel pintado en las paredes, anaqueles oscuros y baldosas grises conformando un mosaico; había incluso una vieja caja registradora mecánica―. Vengo por un encargo ―continuó al fin.
―¡Ah, sí! ―respondió la dependienta, con gesto amable―. La cesta de la abuela. Nos avisó de que la recogería una chiquita con una capucha y un abrigo rojos.
Elena asintió y sonrió. La melodía continuaba en su cabeza, con un regusto melancólico pero esperanzador. Pensó en fotografiar la tienda con sus tarros, sus sacos, sus anacrónicos cachivaches; pero se le ocurrió que sería más divertido volver allí con Esther, enseñarle el lugar secreto en el que compraba la abuela, la vieja caja registradora, los ordenados anaqueles.
―Aquí está. No pesa mucho.
Elena la agarró. Era una cesta tradicional, de paja, cubierta por un paño. No se resistió a mirar en su interior; vio magdalenas, mantequilla y una botella de orujo. “Vaya con la abuela” pensó, sonriendo.
―Es lo de siempre ―dijo la dependienta―. ¿Vives por aquí?
―Trabajo aquí al lado.
―Ah, como las otras chicas... Bueno, esperamos volver a verte. Y abrígate, que el aire arrecia.
Elena se despidió y salió de nuevo a la calle. Sentía el frío, pero también el rostro pícaro de Esther, su mirada cómplice, sus guiños, sus gestos. Y la misma suave melodía resonaba una y otra vez en su cabeza.
- When I think about it
I see the picture that we made
the picture to remind us
true love will never fade.
- When I think about it
La cesta era ligera y Elena caminaba deprisa, contoneándose inconscientemente al ritmo dulce de la canción. Se entretuvo en un escaparate lleno de figuritas de papel maché. Después vio brillar un objeto en el suelo y se agachó para recogerlo. Era un chupete. Lo limpió con la manga y lo observó antes de guardarlo en el bolso. “El chupete de la abuela” pensó, sonriendo. Junto al de Copenhague, al de Oslo, al de Venecia, al de Nueva York, al de Ljubljana, el chupete de la abuela completaría la colección de Esther, como recuerdo de la cesta, de la merendola, de la encantadora voz que habían escuchado juntas, de la tienda por la que parecía no transcurrir el tiempo, de la extravagante aventura que podrían revivir juntas una y otra vez.
No tardó en llegar. El edificio era viejo y ajado. Elena permaneció unos instantes contemplándolo; vio persianas descolgadas, cristales rotos, grandes desconchones en las paredes, como si hubiese sido abandonado años atrás. Entonces vaciló, pero enseguida se animó pensando en la historia que le contaría a Esther: en la casa de brujas habitada por la dulce viejecita que apenas podía levantarse de la mecedora, el gato correteando tras el ovillo de lana, la vetusta mesa camilla con su brasero.
―¿Quién va? ―oyó al otro lado del interfono.
―¿Abuela? ―preguntó Elena, tras un instante de duda.
―¡Qué bien que hayas llegado, hijita! ―exclamó la abuela―. El portal está abierto. No tienes más que tirar de la cadenita y se abrirá la cancela.
―Pero... ―murmuró Elena, mientras miraba a su alrededor. La puerta estaba tan desvencijada como el resto del edificio.
―¿Si?
―Es que... ¿Le ocurre algo?... ―vaciló―... Noto su voz un poco rara.
―Es el telefonillo, hijita. Estos chismes modernos nunca funcionan bien.
Elena, aún dudosa, asintió, siguió las instrucciones y accedió al zaguán. Se encontró en un espacio angosto y profundo, cuyo final no alcanzaba a ver. Avanzó un poco y se detuvo; había oído resonar sus pasos. El rectángulo amarillo, conformado por la luz de las farolas, empezó a contraerse y enseguida se desvaneció; desapareció con un sonido a manera desencajada. Elena se sintió rodeada de nada. Retrocedió hasta que percibió un frío tacto metálico. Escuchó un golpe, pasos. Movió la mano en círculo y se topó con un relieve desigual y una arista cortante. Se adelantó bruscamente. Su respiración era rápida, agitada, ruidosa. Oyó resonar sus propios gemidos. El corazón le latía deprisa y le oprimía el pecho. Apareció de repente una difusa claridad azulada, a lo lejos. Escuchó correr agua, otro golpe. Seguía respirando acelerada, irregularmente. La claridad se desvaneció. Oyó pasos rápidos, como los de un animal; un quejido; una voz lejana. Retrocedió y estiró las manos, pero no halló más que vacío. Sudaba, su corazón latía cada vez más deprisa. Dejó la cesta en el suelo y hurgó en el bolso. Encontró el móvil y lo apretó contra el pecho. Podía llamar a Esther y enviarle las imágenes, el sonido, la oscuridad, el miedo, la nada; podía escuchar su voz, ver su sonrisa, su cabello enredado, su cigarrillo clandestino. Eso la tranquilizó. No era más que el portal oscuro de la casa de la abuela, de su abuela, con su rock'n roll, sus magdalenas, su gato, su mesa camilla, su brasero. Volvió a tararear la canción:
- They'd like to move my operation
They'd like to get me off the pier
But I dream I'm on a steamer
pulling out of here.
- They'd like to move my operation
Se apercibió entonces de que sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y de que intuía un corredor gris que conducía a la escalera. Agarró de nuevo la cesta y subió.
―¿Eres tú, hijita? ―preguntó la débil voz de la abuela, segundos después de que Elena tocase el timbre.
―Sí ―respondió, aún con inseguridad.
―La puerta está abierta; no tienes más que empujarla. Avanza por el pasillo y entra en la habitación de la izquierda. Me cuesta tanto levantarme...
Elena obedeció. La puerta se abrió con un sonido metálico y le dio paso a un minúsculo vestíbulo. Ya en él, una débil luz anaranjada le permitió comprobar que estaba frente a un pasillo diminuto, con las paredes cubiertas con un ajado y anacrónico papel floreado. Aún con el móvil en la mano sonrió al pensar que el suelo crujiría a continuación, que la casa de la bruja conspiraba para asustarla, como en un cuento de miedo. Pero Esther estaba allí, tan sólo a dos teclas de distancia, y juntas descubrirían el secreto de la abuela y su suscripción de siete estrellas. Para eso era su abuela, con su mecedora, su rock'n roll, sus magdalenas; para eso eran también su cigarrillo clandestino en la puerta del edificio, sus miradas, sus gestos cómplices, sus promesas descabelladas. La abuela de Esther y Elena, Elena y Esther: siempre Elena y Esther.
Animada, avanzó un poco, cruzó una pequeña puerta a la izquierda y se encontró en la habitación.
―¿Hola? ¿Abuela?
La gran cama estaba frente a ella; la abuela parecía arropada bajo un gran edredón. A la izquierda había varias cestas como la suya; estaban vacías y amontonadas sobre el suelo, junto a un tocador. Sobre él colgaba una especie de vitrina, cuyo interior se ocultaba por una persiana de cuerda.
―¿Hola? ¿Está dormida? ―preguntó Elena, acercándose despacio a la cama.
Entonces se fijó en la gran tela roja que había sobre el cabecero, en la que se imbricaban las líneas blancas componiendo dos grandes cubos anidados, en escorzo, quiescentes, como si estuvieran a punto de empezar a rotar y a englobarse, el chico devorando al grande y el grande contrayéndose a chico, una y otra vez, indefinida, eternamente. Elena sintió que la figura se despegaba de la pared y abarcaba la habitación completa, que el cubo pequeño la rodeaba y la aprisionaba para siempre en una jaula de líneas blancas entrelazadas sobre fondo rojo.
―¿Abuela? ―preguntó con voz temblorosa.
Atrapada entre los cubos anidados, entre las líneas blancas que se agrandaban y se empequeñecían como en una danza hipnótica, apenas pudo oír el rugido y sentir los afilados colmillos en su cuello. El móvil se estrelló contra el suelo un instante antes que su cuerpo, ya inerte. La sangre se extendió con rapidez. El edredón quedó manchado de rojo intenso.
―¡Ssssshhhhhh!
El lobo aulló y se retiró un par de pasos.
―Ten calma ―dijo la abuela, mientras le acariciaba cariñosamente la cabeza.
El lobo emitió un débil gañido quejumbroso y restregó su cuerpo contra el de ella.
―Está bien, está bien ―respondió la abuela, devolviéndole las caricias.
A continuación extrajo del delantal un gran cuchillo de carnicero y, con un golpe seco y preciso, descabezó el cuerpo de Elena.
―¡Ya está! ―dijo luego, agarrando la cabeza por el cabello.
El lobo se abalanzó sobre el cadáver y comenzó a devorarlo ruidosamente. La abuela caminó hasta la vitrina y abrió la persiana con lentitud y solemnidad, como su estuviese llevando a cabo un ritual. En su interior, varias cabezas se disponían sobre los anaqueles: en algunas, aún había restos de carne y de pelo; otras eran ya calaveras. La abuela colocó la de Elena junto a las demás. Después, contempló sus vidriosos ojos abiertos, sus estrías de tensión, su gesto de pánico.