CPVII: Blanquita - Kassiopea

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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Eyre
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CPVII: Blanquita - Kassiopea

Mensaje por Eyre »

Blanquita

Un lirio entre cardos
Una línea imaginaria dividía el jardín en dos partes diferenciadas. Rodeando la fuente y los parterres de flores, tenía lugar la algarabía de los juegos de las niñas bajo la luz del sol. En el lado opuesto (y amparándose en la oscuridad de los soportales), una sola silueta sentada en un banco: Blanquita. “Los caminos del Señor son inescrutables”, pensó sor Prudencia, que observaba la escena.

El padre Juan, con sus andares enérgicos y ligeros, pasó junto a las niñas. Llevaba unos libros en las manos y, a buen seguro, iba de camino a su cuarto de estudio. Además de sacerdote, era un buen maestro. Sonriente, saludó a las niñas con la efusividad que le caracterizaba. Luego, se dirigió hacia los soportales, donde los rayos del sol extrañamente penetraban.

-¡Blanquita! ¿Qué estás dibujando hoy? –preguntó el padre, sentándose junto a la niña en el banco de piedra. Estiró su enjuto cuerpo por encima de ella, rascándose la lampiña cabeza. Sus diminutos ojos (de mirada incisiva), enfocaron el cuaderno que la pequeña sostenía- ¡Mariposas! Son muy bonitas. Pero dime, ¿por qué todas son rojas? –Se interesó, aunque no esperaba respuesta. Blanquita no hablaba.

Sor Prudencia admiraba la profunda humanidad del padre Juan. De hecho, sabía que los hombres tan instruidos como él no solían practicar la humildad; eso lo encumbraba, a sus ojos, todavía más. Lo que el padre había hecho con Blanquita no tenía parangón: siempre se volcó en la peculiar pequeña, dedicándole la máxima atención.

Blanquita no era como las demás niñas, eso saltaba a la vista. Era muy menuda para su edad, pero sus ojos grises semejaban los de una anciana que acarrease el pesar de una vida muy larga. Demasiado larga. Su piel, desde el día de su nacimiento, blanca como la leche. No toleraba la luz solar. Y su ondulada cabellera, hirsuta y prematuramente cubierta de nieve.

Cuando el padre se alejó, las niñas elevaron sus vocecitas. A la orden de la más alta, Rosa, todas se reunieron; formaron un ramillete en el que predominaba el azul, color del uniforme. Acordaron un plan. Poco después, una lluvia de piedrecitas cayó sobre Blanquita. Aunque algunas la lastimaron, ella no lloró.
Cuatro años después
Tras las ventanas de la sala-dormitorio, los relámpagos restallaban. El viento rugía como una bestia enjaulada y la lluvia se precipitaba desde los aleros, cual cortina de agua. Por el contrario, el interior del convento-orfanato estaba silencioso como un mausoleo. Las almas, emparedadas entre esos fríos muros de piedra, languidecían en vida o se lamentaban como muertos penitentes. Si esos muros hablaran... ¡Cuántas tragedias saldrían a la luz? ¡Cuántas larvas surgirían de la podredumbre?

Tras esas paredes minadas por incontables lamentos e innombrables secretos, algo se estaba moviendo... El fogonazo de un oportuno relámpago recortó las siluetas de unas figuras que avanzaban amparadas por la oscuridad. Cuchicheos que quedaron ahogados por el estruendo de un trueno. Pasos sigilosos y, de pronto, unas risitas que (tan pronto nacieron) fueron acalladas con brusquedad. Las ocho figuras se detuvieron junto a una cama. Se dispusieron alrededor de la durmiente que, ajena a todo, soñaba.

Blanquita despertó, sobresaltada, con la sensación de que un gélido aliento estaba acariciando su piel. Se estremeció y, luego, sus ojos se desorbitaron de terror al sentirse sujeta. Los semblantes de aquellas que la rodeaban parecían fantasmas. Dieciséis manos la atenazaban con crueldad, hundiéndose con saña en la suave piel de sus brazos, manos, piernas y pies. Intentó liberarse, con desespero, como pez que lucha en la barca para regresar al mar. Sus esfuerzos fueron en vano: eran demasiadas. Una de esas garras cubría su boca, pero pronto la soltó: habían reparado en que no podría gritar.

-¡Mira que eres tonta! ¡Sujétale la cabeza y olvídate de la boca! –Blanquita reconoció esa voz, era la de Rosa- ¡Es muda! –estalló un coro de risas. En el exterior, la tormenta arreciaba. Entonces, unas manos empezaron a rasgar el blanco camisón de la cautiva.
-¿Habéis visto? ¡De verdad es blanca como la nieve! –Apartaron a los lados el resto del camisón y varias manos comenzaron a serpentear sobre el cuerpo de Blanquita.
-¡Qué delgada está! Se le marcan todas las costillas.
-¡Y mirad! ¡No tiene pechos! –Varios dedos ultrajaron la blancura de aquellos incipientes senos, mientras la chica seguía debatiéndose. Los botones que coronaban aquellos tiernos montículos eran de un rosa muy pálido y delicado. Jugaron con ellos y los retorcieron sin piedad.
-¡Ohhh!¡Mirad, mirad! –Una mano se había colado entre los delgados muslos, bajando por el pubis y explorando los níveos labios. Unos dedos la profanaron sin miramientos. Blanquita se retorció, gimió en silencio. Consiguió liberar un pie y lanzar una patada, pero volvieron a inmovilizarla, clavándole las uñas.
-¡No tiene vello! ¡Ni un pelito!
-Yo, a su edad, ya tenía...
-Es tan rara... ¡tendrían que haberla matado al nacer!
-Es verdad, es un monstruo...
-¡¡¡Monstruo, monstruo, monstruo!!! –gritaron al unísono. Y en ese instante, profundamente humillada, Blanquita dejó de resistirse. Unos gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas de mármol. Era la primera vez que la veían llorar. Un relámpago iluminó la escena, revelando por un instante los ocho rostros de la crueldad.
-No es como nosotras –afirmó Rosa, contemplando las lágrimas de la chica- Un día me escondí en la cocina y escuché a las monjas...
-¿Y qué dijeron?
-Que los hijos pagan por los pecados de sus padres.
-¡Ohhhh! –exclamaron todas, entusiasmadas.
-¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ? –bramó una voz desde la entrada. Todas se volvieron y se apartaron rápidamente de la cama de Blanquita, como si de repente quemara. Vieron la oronda silueta de sor Prudencia, que se alumbraba con un quinqué.
-Es Blanquita, sor Prudencia... que se encuentra mal... –improvisó Rosa.

La monja se acercó y todas retrocedieron, dirigiéndose hacia sus respectivos lechos. Blanquita se estaba cubriendo como podía, sujetando con sus manos el camisón rasgado. Sor Prudencia acomodó su generoso trasero en el borde de la cama e intentó abrazarla, pero la chica se apartó, muy nerviosa. La tomó de las manos y sintió cómo temblaban. Entonces, se apercibió: las sábanas y la colcha estaban húmedas, empapadas, y aquel característico olor... Blanquita se había orinado encima.
Un ramillete de rosas rojas
-¿Me quedan bien los cabellos? –preguntó Rosa a Violeta, su vecina de cama y más mejor amiga.
-¡Estás guapísima! –aseguró, recolocándole un tirabuzón. Rosa contempló su reflejo en el espejito de mano. Sus chispeantes ojos verdes contrastaban con su cabellera azabache. Acababa de cumplir los quince, pero parecía mayor, más madura y segura de sí misma. A él le había dicho que tenía diecisiete. Suspiró, ansiosa. Consultó el pequeño reloj que, sujeto por una fina cadena, pendía de su cuello.
-¿A qué hora habéis quedado?
-A las siete en punto, junto a la caseta del jardinero.
-Cuando vuelvas, ¡tienes que contármelo todo!
-Todo... ¿Todo?
-¡Oh! ¿Acaso harás algo que no se pueda contar?

Pero Rosa se fue sin contestar y luciendo una sonrisa de Mona Lisa. Se entretuvo deambulando por el jardín, esperando la hora señalada. Las sombras empezaron a cubrirlo todo con su espeso manto. Ahí fuera ya no quedaba un alma. Todos estarían en el refectorio, cenando. Ella se había excusado, fingiendo estar indispuesta. Consultó de nuevo la hora. Sonrió, satisfecha. Se desabotonó la chaqueta y soltó los botones superiores de la blusa, exhibiendo una buena parte de su erguido busto. Con ese feo uniforme que estaban obligadas a llevar, no se podía hacer mucho más.

Se encaminó hacia la caseta del jardinero. Ojalá que él ya estuviese allí y no la hiciese esperar... ¡Cuánto deseaba estar de nuevo entre sus brazos! Sentir sus labios sedosos y sus rudas manos acariciándola bajo la falda. ¡Qué remilgadas y estúpidas eran sus compañeras! Riéndose por lo bajo, pensando en ellas, continuó avanzando sobre las hojas secas y, de repente, escuchó un chasquido. Alguien había pisado una rama. Muy cerca. Se detuvo y reanudó la marcha, rodeando la caseta. ¿Acaso estaban jugando al gato y al ratón?

-¿Has venido hoy muy juguetón? –preguntó Rosa a la oscuridad, y soltó una carcajada- Venga, que tengo muchas ganas de verte. Y sabes que no me gusta esperar...

En ese momento, tuvo una idea. En lugar de seguir dando vueltas como una gallina ciega, decidió esperar ahí, arrimada al ángulo de la pared de la caseta. Sí, ahí mismo le esperaría, ¡y él sería el sorprendido! Pero entonces, cayó un silencio sepulcral. Ninguna hoja seca crujiendo bajo los pies, ni un suspiro, ni siquiera el canto de un grillo. Poco a poco, extrañada, Rosa fue asomando la cabeza más allá del ángulo de la pared. Se sorprendió al oír un crujido cerca, muy cerca, y sintió un dolor lacerante en el vientre. La boca se le abrió y surgió de ella un tremendo géiser de sangre.

El jardinero encontró su cuerpo al amanecer. Estaba cosido a puñaladas. Semejante cantidad de heridas había abierto la carne y las entrañas se habían derramado, regando los rosales silvestres que florecían junto a la caseta. Un ramillete de rosas blancas quedó manchado de rojo escarlata. Los vacíos ojos de la muerta las miraban sin verlas. El colgante con el pequeño reloj no apareció.
Bestias enjauladas
El asesinato causó tanto estupor como consternación. Violeta, la última persona que vio con vida a Rosa, explicó incontables veces lo que sabía... lo cual era bien poco e insuficiente. Nunca conoció la identidad del supuesto joven con el que su mejor amiga acordó una cita; nunca le vio personalmente ni supo cómo y cuándo Rosa le conoció. Unos estirados detectives de la ciudad interrogaron a todos (incluso a las niñas más pequeñas), pero ninguna de la información obtenida arrojó luz sobre el misterio.

Y así, pasaron los días. Por mayor impresión y dolor que nos cause un hecho, el drama siempre termina por suavizarse con el transcurso del tiempo. Tras el funeral y los exhaustivos interrogatorios, la rutina regresó, cayendo cual pesada losa sobre sus cabezas. Las niñas y jóvenes regresaron a las aulas. Las horas de estudio se normalizaron, así como las misas en la pequeña iglesia. Las monjas se dedicaron, con más fervor si cabe, a sus quehaceres religiosos y a las tareas domésticas.

-Hay que hacer algo... Temo por las alumnas –susurró sor Prudencia a sor Inmaculada. Las dos estaban ante los fogones. Sor Prudencia (tan robusta por fuera como maleable por dentro), pelaba y troceaba las patatas con parsimonia. Sor Inmaculada (delgada como el palo de una escoba pero enérgica y gruñona), removía la enorme olla, subida a una desvencijada banqueta.
-Se tendría que haber hecho algo hace mucho tiempo –replicó con acritud su interlocutora. Localizó algo extraño flotando en la superficie de la burbujeante sopa y lo pescó con la cuchara. Era una cabeza de pollo. Sorbió un poco de caldo y el resto lo devolvió a la olla- Ha enloquecido completamente, se está descontrolando cada vez más... ¡Debería estar ya en el infierno que se merece!
-¡Virgen María Santísima! –Sor Prudencia dejó las patatas y procedió a persignarse- No me gusta que hables así... Sin embargo... ¡Nunca antes se atrevió a tanto!
-¿Y los gritos? Esos aullidos inhumanos me producen escalofríos. ¡Y gracias al Señor que no consiguen traspasar los gruesos muros del subterráneo!
-Habrá que atarla... por su bien y... por el de los demás –sentenció sor Prudencia, frunciendo los labios en un gesto de desagrado- Esta tarde hablaré con el padre Juan.
-¿Atarla? ¡Mejor atarla y amordazarla! ¡Es un demonio!

Tras la misa, el padre Juan se retiró a su cuarto de estudio. Era una habitación pequeña, cuadrada, en la que el poco espacio había sido bien apurado. Dos de las paredes estaban cubiertas por anaqueles, sobre los que se amontonaban cuadernos y libros que (por su peso) combaban la madera. En la parte alta de la tercera pared (rozando el techo) se abría un diminuto ventanuco; bajo éste, una vieja mesa de roble, con el tablero muy rayado. En la cuarta pared estaba la puerta y, junto a ésta, un pequeño armario.

El padre Juan sacó una llave que llevaba siempre colgada del cuello (junto a un crucifijo de plata), y abrió el armario. Contempló por un instante los tesoros que ahí encerraba. Había que ocultarlos bajo llave, pues debían permanecer en secreto. Cogió un cuaderno muy manoseado, su favorito. Era su Diario íntimo. Tomó asiento y se dispuso a revivir esos recuerdos, saboreándolos de nuevo. Tras cada experiencia vivida, se había esmerado en describirlo todo con gran detalle. Admiró su pulcra caligrafía. Leyó:

“15 de Abril de 1890

Ella me ha mirado, sorprendida y espantada. No obstante, le he explicado que todo es por su bien, porque yo la amo. ¿Y acaso no debemos confiar en quien nos ama? Entonces, ha accedido... He visto en su carita que deseaba ser complaciente conmigo. ¡Qué niña más adorable y obediente! He acariciado su frente, sus mejillas, sus labios de fresa... la he guiado, acercando su cabecita rizada a mi entrepierna. Luego, he tomado sus manos y le he mostrado cómo hacerlo...
Acaba de irse, la criatura. Aún siento la suavidad de su piel en la mía y la ternura de sus caricias. Me ha conmovido especialmente cuando, tan exquisita y sumisa, ha permitido que la acariciara entre las piernas... y sin una lágrima.
¡¡La amo, la adoro!! Ya la estoy echando de menos...”

En ese instante, llamaron a la puerta. El padre Juan interrumpió la lectura y soltó un bufido, tratando de serenarse. “¡Menuda interrupción tan fastidiosa! ¿Qué tripa se les habrá roto ahora?”, pensó. Cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesa. Habiendo recobrado su habitual compostura, se levantó para abrir la puerta. Era sor Prudencia. Ambos ignoraban que, entre las sombras del corredor, alguien les observaba.

-Tenemos que hablar –le dijo ella, muy seria.
El círculo se cierra
Gracias a las medidas tomadas, esa noche no hubo sobresaltos ni gritos. Sin embargo, algunos no consiguieron conciliar el sueño con la tranquilidad deseada; eran acechados por sus propios fantasmas. Durante toda la noche estuvo rugiendo el viento en el exterior, al mismo tiempo que lo hacían la ansiedad, la envidia, la vanidad, la lujuria, la culpa, la hipocresía... en el interior de las almas que penaban en aquel lúgubre mausoleo. Las únicas notas esperanzadoras del lugar eran la llegada del sol y, con ella, la irrupción de las risas infantiles en el jardín delantero.

Aquella tarde, el padre Juan se acercó a Blanquita. Permanecía sentada en su banco de piedra, bajo los soportales, pero ya no dibujaba. Estaba inmóvil, con las manos sobre la falda azul, inexpresiva, con la mirada hueca y perdida... parecía que mirara lejos, más allá incluso de la tapia de piedra. ¿En qué pensaría? “Ven conmigo, Blanquita”, le dijo él sonriente, ofreciéndole su mano nervuda y morena. Y ella asió esa mano, obediente, aunque en su rostro no hubo atisbo alguno de emoción. Así, con sus destinos enlazados ya, la niña y el padre se alejaron. Nadie reparó en ellos.

Todos se reunieron en el refectorio a la hora de cenar. Las alumnas alborotaban, como era habitual: cambiaban de asiento, tiraban comida, gritaban, y hasta se reían con descaro. Las monjas las regañaban, pidiendo orden y silencio. Todo parecía normal, pero... Sor Prudencia fue la primera en advertirlo: ¡Blanquita y el padre Juan no estaban! Una profunda inquietud atenazó su ánimo. Sin embargo, se esforzó en aparentar tranquilidad. Después de lo ocurrido con Rosa, no deseaba provocar el pánico general.

Tras la cena, las niñas fueron enviadas al dormitorio. Las monjas empezaron a buscar entonces por todas partes, tanto dentro como fuera de los edificios. Por su parte, y con la intención de descubrir algún hilo del que tirar, sor Prudencia se dirigió al cuarto de estudio del padre Juan. Cruzó el umbral y, por un momento, se detuvo en el centro del cuartucho. Observó a su alrededor y reflexionó. Todo pulcro y ordenado. Sin saber qué más hacer, se acercó a la mesa. Sobre ella había un cuaderno muy manoseado.

Leyó la cubierta: “Mi Diario”. Era la caligrafía del padre Juan. A sor Prudencia le dio un vuelco el corazón, completamente sorprendida. Se debatió durante unos instantes en su fuero interno. ¿Qué hacer? ¿Abrirlo o dejarlo? “Bueno, tal vez leyéndolo descubra algo...”, se dijo finalmente, para convencerse. Sor Prudencia no hizo honor a su nombre, pues abrió el cuaderno y leyó. Perpleja, impresionada, empezó a comprender la clase de monstruo que en realidad era el sacerdote. ¡Y cómo les había engañado a todos!

Dejó caer el cuaderno sobre la mesa, tan asqueada como consternada. ¡Blanquita! ¡Él se la había llevado! ¿Sería ya demasiado tarde? Por vez primera en muchos años, echó a correr. Sus pechos bambolearon, sus pies se enredaron en el hábito. Y en el interior de su cabeza latía una funesta certeza...
En el subterráneo
Las monjas decidieron peinar todo el terreno exterior, alumbradas con candiles y quinqués. De haber sido vistas por alguien, a buen seguro habría huido de ellas como alma que lleva el diablo. Con sus ropajes negros, su andar encorvado y una tintineante llamita en la mano, en efecto, semejaban espectros penitentes que deambularan perdidos en las tinieblas. No dieron con nada extraño en el jardín delantero. Tal vez cuando amaneciera, la luz solar revelaría algún macabro descubrimiento, pero por el momento... Bien poco podía hacer un candil frente a la noche impenetrable.

Medio corriendo, medio andando y con una mano sobre su generosa pechera mientras sostenía el quinqué con la otra, sor Prudencia llegó a las dependencias de la cocina. Su intención era salir desde ahí al jardín trasero, donde estaban las demás. Pero, de repente, chocó con algo. Contuvo el aliento y estiró el brazo, iluminando un bulto que permanecía oculto en la penumbra. Era sor Inmaculada, que la miraba también muy espantada. Las dos sonrieron, abochornadas por el sobresalto. Pero en ese instante, muy claramente, las dos escucharon unos gritos inhumanos que procedían del subterráneo.

-¿Cómo es posible? ¡Se ha liberado de nuevo! –rugió sor Inmaculada.
-¡Pero si estaba atada y amordazada! Avisemos a las demás –propuso sor Prudencia.
-No es necesario. Bajemos nosotras ahora mismo. Voy por las cuerdas y el cuchillo...

Entraron en la despensa. Se detuvieron frente a los estantes repletos de frascos y tarros. Se miraron los pies. En el suelo había una trampilla de madera. Una de ellas tiró de la argolla mientras la otra alumbraba. Las dos fijaron su vista en el cuadrado de negrura y en los peldaños de madera que descendían impasibles al abismo. Se persignaron y empezaron a bajar. Los viejos escalones crujieron a su paso, molestos por la intromisión. Los quinqués que portaban alumbraban poco más allá de sus narices. La enrarecida y húmeda atmósfera las envolvió en un abrazo opresivo y repulsivo.

Escucharon algo. El murmullo provenía del fondo, parecía... melodioso. Sor Inmaculada, que iba delante, empezó a recitar el Ave María. Sor Prudencia siguió bajando en silencio, con la mirada fija en las tinieblas. Aunque aún no podían verla, allí estaba ella... Al fin, alcanzaron suelo firme. “Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores...”, recitaba Sor Inmaculada y, de repente, resbaló. Su quinqué cayó al suelo, rompiéndose y salpicando sus hábitos de queroseno. Con la única luz que les quedaba, enfocaron las losas de piedra: había un gran charco de sangre sobre ellas.

Comprobaron que unas manchas oscuras conducían a las celdas del fondo. Se detuvieron ante la carbonera (que conectaba con la cocina), pero acordaron seguir adelante. Esas celdas, en un pasado muy remoto, fueron ocupadas por religiosas que optaron libremente por enterrarse en vida. Incomunicadas hasta el fin de sus días. Pero ahora, sólo quedaba ella. Ella, la que cayó y fue castigada por su pecado; la que asumió el encierro para tratar de exculparlo. Ella, la que sucumbió a la locura y se transformó en bestia inhumana. “Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”, recitó sor Inmaculada.

El murmullo cesó. Alcanzaron la puerta de la primera celda. Sor Prudencia iluminó el interior desde el umbral. Sor Inmaculada empuñó el cuchillo. Nada. La segunda celda. Nada. La tercera. Tampoco. La cuarta... Un rugido perforó sus tímpanos (y sus ánimos), arrancando ecos de entre las paredes. Ante la luz del quinqué, las sombras retrocedieron. Había un bulto en el suelo. Se acercaron. La luz bailaba sobre los muros de piedra, al compás del temblor de la mano que la sujetaba. Era tal la tensión que las atenazaba que, en aquellos instantes, más que respirar jadeaban. Reconocieron los restos del padre Juan.

Las dos gritaron, horrorizadas. Sin embargo, recobrado el aliento, sor Prudencia se acercó más al maltrecho cuerpo. Depositó el quinqué sobre el suelo y, no sin dificultad, se arrodilló junto a la cabeza del sacerdote. Sor Inmaculada permaneció rezagada, junto a la puerta. Era evidente que estaba muerto. Las cuchilladas en el bajo vientre habían acabado con su vida. Igual que con Rosa. Pero, con el sacerdote, aún había más ensañamiento. Sus ropas habían sido rasgadas, dejando el torso al descubierto. Multitud de incisiones recorrían toda su piel, centímetro a centímetro... incluso en el cuello y en el rostro.

Cuando la muerte alcanzó con sus frías y despiadadas garras al hombre, congeló aquella mirada de pupilas desorbitadas; eternizó el demencial rictus de terror. Aunque para sor Prudencia había sido terrible averiguar la depravada naturaleza del padre Juan, cubrió con su mano esos ojos, sellándolos para siempre. “Una bestia ha castigado a otra bestia”, pensó con tristeza. Y en ese instante, una sombra salió de entre las tinieblas. Saltó sobre sor Inmaculada, tomándola por sorpresa. La cabeza de la monja fue golpeada con brutalidad, y repetidas veces, contra el muro de piedra.

Sor Prudencia escuchó el terrible crujido: la cabeza de su compañera se abrió como un melón. Vio cómo el frágil cuerpo de la monja caía, desmadejado, al suelo. Incluso apreció que, sobre el muro, había quedado una gran mancha roja con forma de mariposa. Sin embargo, su mirada quedó atrapada por la bestia. Los desgreñados cabellos blancos, los fieros ojos entrecerrados, la mueca de demente... De esa boca desdentada cayeron babas cuando echó a andar, acercándose. Pero entonces, alguien más penetró en la celda. Y, tomando de la mano a ese ser inhumano, le amansó. Era Blanquita.

La monja no daba crédito a lo que veía. ¡La bestia comenzó a susurrar una canción de cuna a la niña! Viéndolas juntas, reparó en cuánto se parecían... Aunque la niña fue el vergonzoso fruto de una monja pecadora, sor Prudencia la consideró siempre una criatura inocente. ¿Qué culpa tenía la pequeña? Pero esa bestia... ¡ésa sí era un demonio! ¡Ella misma había sido testigo! En efecto, eran madre e hija.

-¡Ven conmigo, Blanquita! Si te quedas con ella... ¡te hará daño! –exclamó la monja, conminando a la niña a escapar de ese infierno. La mano de Blanquita soltó la de su madre, la cual siguió cantando y acunando a un bebé inexistente entre sus brazos. Ambas pieles eran de mármol. La de la niña más tersa y suave, la de la bestia más curtida y rematada con uñas tan largas que eran como garras. Blanquita asintió y se dirigió hacia la monja, remetiendo las manos en los bolsillos de su falda plisada de colegiala.

Sor Prudencia la recibió con los brazos abiertos y una gran sonrisa en el rostro. Blanquita levantó su carita, regalándole una encantadora y límpida mirada. Era la ternura y la inocencia misma. Y esa carita, además, hizo algo del todo inesperado: sonrió. La monja, emocionada ante ese milagro, la abrazó aún con más entusiasmo. Rodeó la cabeza de la niña, protegiéndola entre sus mullidos pechos. Y, mientras acariciaba esa maraña de cabellos blancos, no dejó de asombrarse ante la pura expresión con que Blanquita la obsequiaba. Esta criatura, sin duda, era una prueba de la inmensa misericordia del Señor.

Pero entonces, la boca de la monja se abrió. Sus manos se crisparon, aleteando en el aire. Un murmullo escapó de sus labios... una especie de oración. La diestra de sor Prudencia se cerró, repentinamente, sobre el cuello de Blanquita. La expresión de la niña, en cambio, se mantuvo dulce e inocente. El orondo cuerpo de la monja tembló, la mole se tambaleó. En su garganta, sonó un gorgoteo. Y la niña siguió ceñida a su cintura, imperturbable. Al fin, la mano de la monja cayó, sin fuerzas, soltando el frágil cuello y tirando de una fina cadena... Lo vio balancearse entre sus dedos: era el colgante de Rosa.

Demasiado tarde, comprendió. Y deseó haber muerto sin conocer la magnitud de ese horror infame y supremo; pues... ¿acaso existe mayor abominación que la de vislumbrar el Mal tras los ojos de una niña?... Mientras la abrazaba, esta pequeña arpía cortó y abrió la carne de su espalda con saña. Y sin dejar de observarla con arrobo, hundió el cuchillo en sus riñones... ¡y sonrió! Aquel robusto cuerpo se derrumbó. Cayó de espaldas, ensartándose en el pequeño estilete. Mientras se debatía entre espasmos y estertores postreros, vio cómo Blanquita se relamía la sangre que había manchado sus dedos.

Amontonaron todos los cadáveres en la carbonera. Los rociaron con queroseno a conciencia (pues era su deseo que el fuego se propagara rápidamente), y encendieron la pira con el quinqué. Muy pronto, un nauseabundo olor a carne quemada invadió el subterráneo y alcanzó la cocina. No obstante, para cuando las religiosas descubrieron el incendio, toda la estancia era ya pasto de las llamas. Esa noche funesta, el fuego se propagó rápidamente de una pieza a otra, convirtiendo el convento en un auténtico infierno. Cualquier esfuerzo humano por impedirlo, fue en vano.

Bajo el espeso manto de esa noche, dos figuras se alejaron por el polvoriento camino. Una era grande, la otra menuda. Una madre que tomaba de la mano a su niña mientras entonaba una canción de cuna. Sin embargo, era la hija la que dirigía sus pasos. Tras ellas, sobre los árboles, se distinguían las siluetas de las llamas purificadoras que, en el horizonte, danzaban con las tinieblas. Habían escapado de un infierno cruel. A partir de ahora, el infierno se desataría a su paso.
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Katia
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Katia »

Este texto es muy bueno, las cosas como son, de los mejores. De los más inteligentes, y mejor trabados argumentalmente. Es desagradable, obviamente, pero es de sobresaliente. Al César lo que es del César, qué duda cabe. La sociedad tiene mucha culpa de estas cosas:

Los sacerdotes ante todo son hombres. En la propia Iglesia hay voces que claman por su derecho a tener relaciones sexuales sin anatema.

Hay que fomentar más empatía reactiva, esto es, más afecto empático ante la injusticia de otros, y más en la adolescencia. Hay que educar en valores para evitar el fenómeno del bullying.

Por otro lado, como acertadamente decía Nietzsche, "quien con monstruos lucha, tenga mucho cuidado de no quedar convertido en uno de ellos. Pues si miras mucho tiempo un abismo, el abismo termina mirándote a ti" (y tragándote, añadido mío). El mal engendra aun más mal. En este último sentido, acertada reflexión filosófica sobre el corazón del hombre, que diría Erich Fromm en el libro homónimo.

Recuerda a la película Carrie, en el sentido hecho ver en el último párrafo de mi análisis.

Felicitaciones al autor por su maestría (aunque con toda la buena fe de este mundo me permito el lujo de decirle, y pedirle disculpas de antemano si soy improcedente en algún sentido, que el ser humano cuando lee también necesita esperanza, y positividad, vivimos a veces entre sombras, y como los girasoles, buscamos deseperados la luz, y ello nos lleva al encuentro del arte :wink: Entre paréntesis porque es una reflexión mía enteramente), y le dedico esta canción:


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elultimo
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por elultimo »

Aunque la historia no me ha gustado, reconozco que está muy bien escrita. De todos los relatos que llevo leídos hasta ahora, éste es el que más me ha gustado respecto a como está desarrollada la historia. Se nota mucho que su autor/a tiene mucho oficio a la hora de escribir.

Sin embargo, el argumento no ha conseguido atraparme (lo siento) resultándome aburrido en algunas partes y me ha parecido innecesariamente largo (se me ha hecho eterno acabarlo)
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Saber
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Saber »

Otra de mis favoritas, como historia fue la que más me enganchó de todos los relatos participantes. Estando bien escrita, quizás está un poquito por debajo de otros relatos en ese sentido, pero la historia llena ese espacio.
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Vientoo
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Vientoo »

¿Cuántos o cuantas hemos sido “Blanquita” alguna vez? ¿Y... cómo hemos deseado vengarnos de todos aquellos que en la adolescencia nos torturaron sin compasión?
Esta frase:
“Era muy menuda para su edad, pero sus ojos grises semejaban los de una anciana que acarrease el pesar de una vida muy larga”
Me deja una reflexión: “Las heridas en el alma, son las que antes nos hacen envejecer”
Un tema que por actual, nunca es lo suficientemente conocido: “el poder de manipulación de la santa madre iglesia”
El relato está muy bien ordenado, con ese carácter de cuento que lo hace fácilmente comprensible.
Mis felicitaciones al creador.
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Nínive
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Nínive »

A mí me ha gustado mucho. La historia me ha atrapado de principio a fin, aunque ya intuía quién era la asesina..... :mrgreen:
Yo hubiera asesinado primero al cura, por la magnitud de los agravios, pero eso es opinión personal.
Enhorabuena :60:
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Gisso
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Gisso »

Me encanta esta historia y como está escrita. A veces cruel y un tanto explicita (el momento que cogen a la niña :noooo: Rosa y las demas, aunque reconozco que no es del todo original y ya he visto algo parecido en algún lado :meditando: ), me ha mantenido en vilo durante toda la lectura y no se me ha hecho larga. Aunque el asesino ya se intuía, se le añade una sorpresa final. Me ha gustado este relato de terror y un poco gore. Está entre mis relatos favoritos, muchísimas gracias :60: .Imagen
Última edición por Gisso el 28 Abr 2012 18:46, editado 1 vez en total.
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Dori25
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Dori25 »

Muy bueno, muy bueno.

Me ha atrapado, increiblemente bien escrito como comentais. Muy trabajado desde luego pero el argumento me chirría, estoy un poco cansada de los conventos con curas pedarastras y monjas que los encubren. Ni antes eran todos maravillosos, ni ahora son todos criminales.
Vamos que está muy bien escrito, el argumento es interesante pero me repatea el echarle siempre las culpas a los religiosos.
Pero gracias al autor, así da gusto leer. Ahora me da la impresión de que mi opinión es increiblemente contradictoria pero es lo que siento.

Por cierto, que da para una novela de intriga de lo más interesante. Ojalá la escriba querido desconocido!
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sergiocossa
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por sergiocossa »

Un relato que intenta ser tenebroso, asfixiante, oscuro.

Logra su cometido en parte, a pesar del uso de algunos lugares comunes: "cual cortina de agua" e intromisiones del pensamiento del narrador: "Por mayor impresión y dolor que nos cause un hecho, el drama siempre termina por suavizarse con el transcurso del tiempo".

El fallo mayor que veo (o al menos eso creo), es que engaña al lector. Porque el autor esconde, en los diálogos de los personajes de las monjas y del fraile, lo que estos ya sabían: que esa niña era hija de otra monja.

Un saludo.
Sergio Cossa
De lo que escribimos hace años también se vive.
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Berlín
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Berlín »

Bueno, no me parece demasiado original, incluso se me antoja una mezcla de películas de terror, pero...
¡me lo he pasado muy bien leyéndolo!


un placer y muchas gracias por compartirlo.
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
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Dori25
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Dori25 »

A mi me parece bien que engañe al lector, en las novelas de suspense el narrador normalmente oculta cosas a los lectores.
mmm es muy bueno, la verdad, me lo sigo apuntando entre mis finalistas!
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Gavalia
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por Gavalia »

BLANQUITA Quizá con menos hubiera resultado igual de buena y algo más fácil de leer. No soy amigo de historias de terror, pero reconozco que te lo has currado y que sabes muy bien de que va eso de escribir. Enhorabuena compañer@
En paz descanses, amigo.
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ciro
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por ciro »

Eyre escribió:Blanquita

Un lirio entre cardos
Una línea imaginaria dividía el jardín en dos partes diferenciadas. Rodeando la fuente y los parterres de flores, tenía lugar la algarabía de los juegos de las niñas bajo la luz del sol. En el lado opuesto (y amparándose en la oscuridad de los soportales), una sola silueta sentada en un banco: Blanquita. “Los caminos del Señor son inescrutables”, pensó sor Prudencia, que observaba la escena.

El padre Juan, con sus andares enérgicos y ligeros, pasó junto a las niñas. Llevaba unos libros en las manos y, a buen seguro, iba de camino a su cuarto de estudio. Además de sacerdote, era un buen maestro. Sonriente, saludó a las niñas con la efusividad que le caracterizaba. Luego, se dirigió hacia los soportales, donde los rayos del sol extrañamente penetraban.

-¡Blanquita! ¿Qué estás dibujando hoy? –preguntó el padre, sentándose junto a la niña en el banco de piedra. Estiró su enjuto cuerpo por encima de ella, rascándose la lampiña cabeza. Sus diminutos ojos (de mirada incisiva), enfocaron el cuaderno que la pequeña sostenía- ¡Mariposas! Son muy bonitas. Pero dime, ¿por qué todas son rojas? –Se interesó, aunque no esperaba respuesta. Blanquita no hablaba.
Es un relato que va de menos a más. Tras un comienzo realmente malo, con una utilización de adjetivos que parece hecha al azar (andares enérgicos y ligeros ¿son energicos o ligeros? A mi me parece imposible ambas cosas, aunque puedo equivocarme. ¿Rayos de sol que extrañamente penetraban? ¿Qué hay de extraño en que los rayos del sol penetren donde tienen sitio para hacerlo? Por cierto, en unos soportales que hacía un momento servían de amparo por su oscuridad para Blanquita), vamos por poner adjetivos, y una utilización de los parentesis inadecuada (no se a que vienen esos parentesis en esas frases), que se vuelve a repetir con posterioridad, el relato va cogiendo ritmo, deja de buscar tanto efectismo estilístico y centrarse más en el meollo. En definitiva me parece un buen relato, con un principio funesto (ojo siempre con esto, que puede hacer que alguien deje de leer el resto. Yo no, siempre acabo los relatos esperando que mejoren). Cae en algún tópico, pero mantiene un buen tempo. Un notable. Enhorabuena.
La forma segura de ser infeliz es buscar permanentemente la felicidad
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shirabonita
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por shirabonita »

Creo que podría decir quién ha escrito este relato...je,je!
La redacción es buena excepto algún fallo suelto por ahí, como más mejor amiga.
Esto es una redundancia incorrecta. Pero la historia me ha atrapado tanto que compensa por completo esos pequeños errores.
Es un drama espantoso que por desgracia, sucede con muchísima frecuencia en la vida real.
Me gusta el ambiente de misterio alrededor de la muerte de Rosa, la "criatura" del subterráneo y la sorpresa del final.
La imagen sangrienta de la mariposa roja es un detalle que se me ha quedado grabado a fuego.
Me parece un trabajo magnífico, que atrapa más cuanto más se avanza en la lectura.
Se encuentra entre mis cinco favoritos.
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imation
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Re: CPVII: Blanquita

Mensaje por imation »

¡Tela con Blanquita!. Es curioso como se asocia a los alvinos con personas raras, inestables, muchas veces sádicos asesinos y crueles o con algún trastorno psicológico. En este caso me he quedado con ganas de saber mas, ¿porqué no hablaba?, ¿Quién es su padre?, algo mas de la historia de su madre. Y ahora libres, da la sensación de que se van a dedicar a matar a todo el que pillen, pero a eso no le veo sentido :roll: .

A lo del cura no le pongo peros, pero Sor Prudencia me ha dado pena, parecía que era la única que le trataba con cariño.
Leyendo: Ensayos, George Orwell.


"Se dispersa y se reúne, viene y va", Heráclito.
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