El carnaval de la vida (II relatos)
Moderadores: kassiopea, noramu
El carnaval de la vida (II relatos)
En el preciso instante en que Candela cruzó el umbral del tablao, el Sandungo supo que, hilvanada en los vuelos de la falda, le traía la ruina. Tentado estuvo de negarle el trabajo que solicitaba, pero los ojos agarenos de aquella hembra joven le calentaron el corazón abrasándole el propósito. Cada noche viéndola bailar, encandilando a la clientela con su hacer innato, miradas pícaras, gestos seductores y gracia a raudales, se arrepentía con igual empeño que la deseaba; el fatalismo arraigado a golpe de fracaso y años, le persuadía de que nunca la tendría.
La vida le había deparado alegrías y penas; las primeras merced a su voz portentosa, que le encumbró siendo apenas un crío. Las desdichas se las buscó él solito: noches quemadas entre palmas, engalanadas con abrazos efímeros y palabras huecas, le llevaron a creerse el amo del mundo y se dejó mecer en brazos del halago fácil, de las compañías interesadas, perniciosas. Había caído desde lo más alto hasta dejarse arrastrar a lomos del caballo, insaciable y voraz, que demandaba intransigente su dosis para seguir cabalgando una noche más; en la loca galopada se le quebró la salud y la voz. Gracias al empeño de Diego, compadre y representante, a su dedicación incondicional y honradez, había salido a flote; le salvo de la droga, la quiebra y, cuando recuperado de su adicción quedó patente que no volvería a pisar un escenario, le propuso asociarse para montar el tablao.
El local fue un éxito desde la inauguración; el Sandugo era una institución en Cádiz y su socio se encargaba de mantener vivo el interés de la clientela contratando a lo mejorcito del flamenco, que no siempre era lo más popular, pero sí lo auténtico. Complementaban las actuaciones con mozas que hermoseaban la madrugada de arte y frescura.
Y llegó Candela forjada con fuego y miel de azahar para endomingar la noche diaria y robarle el corazón, roerle de celos las entrañas y desbaratarle la vida. Él, que hacía tiempo colmó los sesenta, que pensaba que estaba de vuelta de todo, cayó bajo el hechizo de su belleza canela, de su alegría exuberante, llevándole a anhelar que el reloj retrocediese para que su adorada le reconociera como el triunfador, el hombre bien plantao que fue antaño.
De nada le sirvieron los requiebros, las alhajas que le obsequiaba y perdían fulgor opacándose en el brillo de sus carnes lozanas; Candela sólo tenía ojos para el Pimpollo, un palmero pinturero con más labia que arte, que le daba achares y se la pegaba con la primera que se le ponía a tiro.
-Reina, si tú quisieras… Mi alma, poco te pido: una noche, un beso.
-¡Ea, Sandungo! que no puedo quererte ni aunque me bajes la luna y la pongas a mis plantas. Y bien que me pesa, no creas, que mejor me iría con un hombre de ley como tú que con el malasangre del Pimpollo.
Cada día que pasaba se le antojaba más insufrible estar a su lado; verla y no poder poseerla le enloquecía, le nublaba la razón como antaño la droga y el alma se le iba envenenando de deseo enquistado. Lo que no logró el caballo lo iba a conseguir aquella diosa. Lo malició y lo aceptó como se acepta lo que se lleva escrito en las rayas de la mano, en los renglones torcidos del destino veleidoso e inexorable.
Los carnavales disfrazaron febrero de algarabía, chirigotas y regocijo. La ciudad era un espectáculo; un desfile de foráneos y propios enmascarados la tomaba infatigables, empalmando el amanecer con la madrugada ahítos de diversión y alcohol. En las calles aledañas a la catedral no cabía un alfiler, las tabernas vomitaban humo a fritanga de pescadito que la clientela degustaba donde podía: en las mesas que se apiñaban colonizando la plaza, en los escalones de la Seo, en el parque junto a la muralla… Sandungo no participaba de la fiesta, con la careta que solapaba su frustración tenía suficiente. Echaba el cierre al negocio y daba vacaciones al personal, pero acostumbrado a vivir de noche rondaba el barrio, más por propiciar un encuentro casual con Candela que por pasear. Invariablemente terminaba refugiándose en el tablao para disfrutar grabaciones de viejas glorias del cante, y engañar al reloj trasegando vino amargo, que no da alegría, como cantaba el maestro Farina. (…) “y aunque me emborrache no la he de olviar” tarareaba con la voz rota de alcohol y deseo. Rumiaba su melancolía sirviéndose otro trago, y cambiaba el disco para dejarse acunar por los brazos descarnados del desespero.
“La niña de fuego te llama la gente…” jipiaba Manolo Caracol cuando, rayando el alba, tocaron a la puerta. El Sandungo no podía creer en la dicha de descubrir a su adorada en la cancela, disfrazada de Salomé, con los velos jugueteando impúdicos entre las piernas perfectas y, emponzoñándole la alegría, volvió a atisbar entre las gasas su perdición.
-El malasangre del Pimpollo me la ha jugado otra vez- dijo quejosa y él la acogió con la esperanza latiéndole en el semblante embotado.
-Reina, si tú quisieras… - la moza intentó zafarse y el Sandungo la retuvo; se vio reflejado en sus ojos burlones, y en su carcajada sarcástica, y le robó un beso a traición, y la risa de Candela se trocó en nausea, y la mirada en reproche. Y Sandungo escuchó la vocecita del fatalismo atávico jurándole que sólo había una manera de poseerla, y el corazón y los sentidos se le empañaron de negro y sangre, y le paseó los dedos por el cuello de gacela, y cerró los ojos deleitándose del tacto de seda para memorizarlo, para no ver el asombro en los de Candela, para no ver encenderse el espanto y apagarse su resplandor agareno, para no ver a la guadaña despiadada cortándole el aliento de miel y azahar.
La vida le había deparado alegrías y penas; las primeras merced a su voz portentosa, que le encumbró siendo apenas un crío. Las desdichas se las buscó él solito: noches quemadas entre palmas, engalanadas con abrazos efímeros y palabras huecas, le llevaron a creerse el amo del mundo y se dejó mecer en brazos del halago fácil, de las compañías interesadas, perniciosas. Había caído desde lo más alto hasta dejarse arrastrar a lomos del caballo, insaciable y voraz, que demandaba intransigente su dosis para seguir cabalgando una noche más; en la loca galopada se le quebró la salud y la voz. Gracias al empeño de Diego, compadre y representante, a su dedicación incondicional y honradez, había salido a flote; le salvo de la droga, la quiebra y, cuando recuperado de su adicción quedó patente que no volvería a pisar un escenario, le propuso asociarse para montar el tablao.
El local fue un éxito desde la inauguración; el Sandugo era una institución en Cádiz y su socio se encargaba de mantener vivo el interés de la clientela contratando a lo mejorcito del flamenco, que no siempre era lo más popular, pero sí lo auténtico. Complementaban las actuaciones con mozas que hermoseaban la madrugada de arte y frescura.
Y llegó Candela forjada con fuego y miel de azahar para endomingar la noche diaria y robarle el corazón, roerle de celos las entrañas y desbaratarle la vida. Él, que hacía tiempo colmó los sesenta, que pensaba que estaba de vuelta de todo, cayó bajo el hechizo de su belleza canela, de su alegría exuberante, llevándole a anhelar que el reloj retrocediese para que su adorada le reconociera como el triunfador, el hombre bien plantao que fue antaño.
De nada le sirvieron los requiebros, las alhajas que le obsequiaba y perdían fulgor opacándose en el brillo de sus carnes lozanas; Candela sólo tenía ojos para el Pimpollo, un palmero pinturero con más labia que arte, que le daba achares y se la pegaba con la primera que se le ponía a tiro.
-Reina, si tú quisieras… Mi alma, poco te pido: una noche, un beso.
-¡Ea, Sandungo! que no puedo quererte ni aunque me bajes la luna y la pongas a mis plantas. Y bien que me pesa, no creas, que mejor me iría con un hombre de ley como tú que con el malasangre del Pimpollo.
Cada día que pasaba se le antojaba más insufrible estar a su lado; verla y no poder poseerla le enloquecía, le nublaba la razón como antaño la droga y el alma se le iba envenenando de deseo enquistado. Lo que no logró el caballo lo iba a conseguir aquella diosa. Lo malició y lo aceptó como se acepta lo que se lleva escrito en las rayas de la mano, en los renglones torcidos del destino veleidoso e inexorable.
Los carnavales disfrazaron febrero de algarabía, chirigotas y regocijo. La ciudad era un espectáculo; un desfile de foráneos y propios enmascarados la tomaba infatigables, empalmando el amanecer con la madrugada ahítos de diversión y alcohol. En las calles aledañas a la catedral no cabía un alfiler, las tabernas vomitaban humo a fritanga de pescadito que la clientela degustaba donde podía: en las mesas que se apiñaban colonizando la plaza, en los escalones de la Seo, en el parque junto a la muralla… Sandungo no participaba de la fiesta, con la careta que solapaba su frustración tenía suficiente. Echaba el cierre al negocio y daba vacaciones al personal, pero acostumbrado a vivir de noche rondaba el barrio, más por propiciar un encuentro casual con Candela que por pasear. Invariablemente terminaba refugiándose en el tablao para disfrutar grabaciones de viejas glorias del cante, y engañar al reloj trasegando vino amargo, que no da alegría, como cantaba el maestro Farina. (…) “y aunque me emborrache no la he de olviar” tarareaba con la voz rota de alcohol y deseo. Rumiaba su melancolía sirviéndose otro trago, y cambiaba el disco para dejarse acunar por los brazos descarnados del desespero.
“La niña de fuego te llama la gente…” jipiaba Manolo Caracol cuando, rayando el alba, tocaron a la puerta. El Sandungo no podía creer en la dicha de descubrir a su adorada en la cancela, disfrazada de Salomé, con los velos jugueteando impúdicos entre las piernas perfectas y, emponzoñándole la alegría, volvió a atisbar entre las gasas su perdición.
-El malasangre del Pimpollo me la ha jugado otra vez- dijo quejosa y él la acogió con la esperanza latiéndole en el semblante embotado.
-Reina, si tú quisieras… - la moza intentó zafarse y el Sandungo la retuvo; se vio reflejado en sus ojos burlones, y en su carcajada sarcástica, y le robó un beso a traición, y la risa de Candela se trocó en nausea, y la mirada en reproche. Y Sandungo escuchó la vocecita del fatalismo atávico jurándole que sólo había una manera de poseerla, y el corazón y los sentidos se le empañaron de negro y sangre, y le paseó los dedos por el cuello de gacela, y cerró los ojos deleitándose del tacto de seda para memorizarlo, para no ver el asombro en los de Candela, para no ver encenderse el espanto y apagarse su resplandor agareno, para no ver a la guadaña despiadada cortándole el aliento de miel y azahar.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.
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Escorpion escribió:A mi también me ha gustado mucho. Conforme lo leía me parecía ver el estilo de Fénix, pero el nunca hubiera dicho "pescadito", lo destinarían inmediatamente a Ferrol!!!Enhorabuena
Ya ves que yo voté pensando que era de él, pa chasco. Pero también porque me gustó, sea de quien sea, si es que es de alguien, que nunca se sabe. Pero tienes razón con lo del "pescaito" y se me pasó por alto ese detalle. Tremendo.
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