- Los hombres no somos sino simples hojas
a merced de los vientos de la historia.
Vientos que provocan los poderosos
con sus intrigas, sus ambiciones, o sus simples veleidades.
I
A pesar de ser ya noche cerrada y de llevar horas acostado, Gneo se sentía incapaz de dormir. Y no era por falta de cansancio, ya que al acostarse se había derrumbado, literalmente, sobre el lecho. No, el problema estaba en su cabeza que bullía enloquecida, incapaz de parar ante tantas nuevas sensaciones, ante tanta maravilla.
Desde que llegó a la ciudad, hacía ya un par de semanas, no lograba evitar un permanente estado de asombro y estupor. Con diecisiete años recién cumplidos, apenas hacía dos meses que había quemado la bulla, aún sus más fantasiosos sueños previos estaban lejos de acercarse a la realidad. «Imagínate» — pensaba —. «Yo, Gneo Arrio Arvina, estoy en Roma»
Esa misma mañana, sin ir más lejos, habían estado paseando por la orilla del Tíber a lo largo del Campo de Marte hasta llegar al Circo Flaminio, y durante toda la mañana no había conseguido borrar de su cara la sonrisa embobada de un visitante provinciano. Todo le resultaba extraordinario, desde los propios edificios públicos hasta los centenares de jóvenes ciudadanos que practicaban gimnasia en las amplias explanadas.
Allí donde mirara, la capital imperial ofrecía a sus ojos una nueva e inconcebible sorpresa. Y cuando se acostumbraba a la majestuosidad y solemnidad de circos, teatros y templos, la ciudad cambiaba bruscamente de registro para apabullarle con aspectos más mundanos, pero no menos colosales, como el Foro Suarium, un mercado dedicado exclusivamente al cerdo que era más grande que su propio pueblo, o el gigantesco hormiguero denominado Insula Felicles, con sus más de sesenta pies de altura, y cuyas viviendas de alquiler daban cobijo a centenares de ciudadanos.
Y, por si todo ello fuera poco acicate para su excitable imaginación, también estaba Marcia.
II
Todo empezó la misma noche de la celebración de su abandono de la infancia cuando, después de la fiesta y antes de ir a acostarse, su padre lo llevó con él a la biblioteca.
—Gneo —dijo Lucio Arrio—, hoy estrenas la toga viril, pero has de ser consciente del verdadero significado de este cambio: hoy dejas de ser un niño, pero aún has de aprender a ser un hombre. Nuestra familia, bien lo sabes, está bien acomodada, pero estamos lejos de ser ricos, y aunque hemos podido costear un grammaticus que se encargara de tu educación hasta ahora, no podemos permitirnos el salario de un rethor, y menos aún que puedas emprender el cursus honorum. Así pues, desde hoy, te educarás en la vida y los negocios como mi aprendiz.
—Padre —respondió él—, difícilmente podría encontrar mayor carrera y honor que siguiendo vuestros pasos.
—Bien, pues entonces espero verte mañana al amanecer. Me acompañarás en la salutatio, y así tendrás ocasión de hablar con Mario Scaeva y empezar a conocerle. No es mal patrón, para lo que se estila en estas tierras fronterizas de la Liguria. Y luego visitaremos los campos para ver como avanza la cosecha.
—Como deseéis, padre.
—Bien, pues ve ya a acostarte, Gneo —dijo su padre y, mientras se recostaba en el lectuli y desenrollaba un rollo de pergamino, levantó la mirada y comentó de forma aparentemente casual —. ¡Ah!, y creo que debes hablar con tu madre para encargar alguna túnica nueva. Dentro de dos semanas nos vamos a Roma.
III
Cuando por fin embarcaron rumbo a Ostia, Gneo apenas podía mantenerse en pie. Las dos ultimas semanas habían sido extremadamente agotadoras en la hacienda familiar: no sólo había que supervisar la recolección de la aceituna, sino que el vino se encontraba en el punto crítico de su fermentación, y además había que preparar el cargamento a embarcar en el que seguramente era uno de los envíos más importantes del año, ya que con la mare clausum tan cercana, el resto de envíos tendrían que hacerse por vía terrestre, lo que encarecía terriblemente el coste final.
Por eso, este viaje lo harían en la corbita más grande que su padre había podido alquilar para la ocasión: un pesado velero llamado Fides con capacidad para más de doscientas cincuenta toneladas pero apenas tres nudos de velocidad. Esto, junto a la necesidad de un viaje costero debido al peligro que suponían el ya inestable tiempo y los siempre presentes piratas, auguraban un viaje de entre diez y quince días, dependiendo de los vientos.
Nada más dejar atrás el puerto, Gneo se tumbó sobre una montaña de sacos de romero y tomillo, y se quedó inmediatamente dormido.
El viaje fue, afortunadamente, tranquilo, por lo que Gneo tuvo mucho tiempo libre para hablar con su padre, antaño una distante figura autoritaria y, tras pasar unos días haciendo preguntas relativas a los negocios familiares para ganar confianza, pudo plantearle lo que de verdad rondaba por su cabeza en los últimos días:
—Padre, normalmente el último viaje del año lo deja en manos de nuestro capataz y, aunque me siento agradecido por haberme traído, no creo que sea yo la razón por la que hagamos este viaje.
—Veo que el dinero que hemos invertido en tu educación no ha sido en vano —dijo Lucio Arrio sonriendo aprobadoramente—. Tienes razón: por muy agradable y educativo que resulte para ti este viaje, eso no justifica que hayamos de dejar la hacienda en manos de nuestros sirvientes en una época tan crítica para las cosechas. No. Este viaje se debe a otro tipo de razones, y tu presencia aquí no es sino una afortunada coincidencia. En realidad, además de un viaje comercial, en esta ocasión vamos a hacer política, hijo.
—¿Política? —preguntó Gneo— ¿Qué política pueden hacer en Roma dos simples campesinos?
—¿Simples campesinos? —rugió su padre— ¿Es así como ves a tu familia? Pues has de saber, jovencito, que antes que nada somos ciudadanos. Cives Romani. Y nada hay en la República más importante que un ciudadano. Deberías recordar con orgullo que Roma fue, en sus inicios, una comunidad de agricultores y pastores, y seguimos siendo agricultores y pastores los que, con nuestro sagrado trabajo, mantenemos viva a Roma.
—Perdone, padre, si le he ofendido. Pero no es esa la impresión que me queda cuando los capitalinos vienen a pasar el verano al campo. No creo que los jóvenes patricios que viven en Roma compartan vuestra opinión.
—Necios jovenzuelos que no saben de donde salen los lujos que sus padres les regalan, eso es lo que son. Has de saber, querido Gneo, que ese es uno de los motivos de nuestro viaje. Cuando lleguemos a Roma nos alojaremos en casa de Tiberio Sempronio, actual Tribuno de la Plebe, que ha conseguido que se apruebe una nueva Ley Agraria que recupera la dignidad de nuestro estilo de vida. Es cierto que hoy hay pocas tierras agrícolas explotadas por ciudadanos libres; la mayoría son grandes latifundios, explotaciones a cargo de esclavos cuyos dueños apenas visitan. Nosotros somos una de las cada vez más raras excepciones, y no sólo tenemos tierras propias, sino que alquilamos otras que explotamos igualmente. Con esta reforma se quiere garantizar que todo ciudadano libre tenga derecho a poseer al menos 20 acres de tierra. Así se evitará que Roma continúe masificándose, y que existan cada vez más ciudadanos libres que dependan exclusivamente del estado o de su patrón para sobrevivir. El problema está en que el Senado quiere declararla ilegal y vetarla.
—Pero padre, ¿cómo esperaba el tribuno que el senado aprobara esa ley?
—Debería hacerlo si son capaces de mirar hacia el futuro: si nuestras tierras fronterizas están ocupadas mayoritariamente por esclavos llenos de rencor, y nuestros ciudadanos se convierten en blandos ciudadanos que dependen de la misericordia de otros para su propia subsistencia, ¿qué futuro le espera a Roma?
—Si, pero son los propios senadores los que más cantidad de tierras acumulan, y dudo mucho que quieran cederlas al estado.
—Por eso vamos a Roma, Gneo, para hacerles ver que es necesario. Nosotros, y muchos otros centenares de ciudadanos libres de las tierras fronterizas que acudirán al llamamiento, y estaremos con Tiberio el día que se presenta a su reelección.
IV
La llegada a Roma no es algo que Gneo pudiera olvidar fácilmente. Tras desembarcar en Ostia, y cuidar que la mercancía fuera descargada adecuadamente y guardada en los almacenes portuarios, Gneo y su padre cogieron sendos caballos para recorrer por la Vía Ostiensis las más de seis leguas que separaban el puerto de la capital. Entraron a la ciudad por la Puerta Trimigenia, y tuvieron que recorrer el Aventino , el Foro y la Colina Capitolina para nuevamente ascender al Quirinal, donde se encontraba la residencia del Tribuno.
Empezaba a hacer la noche cuando llegaron frente a una amplia casa, una domus, y su padre se dirigió hacia ella y llamó con firmeza a la puerta. Un portero malencarado abrió el portillo enrejado de la tapia exterior, y tras preguntar nombre y motivo de la visita, partió a avisar a su amo. Al poco, regresó y abrió la puerta con algo más de deferencia, y cuando Gneo y su padre traspasaron el umbral y el vestíbulo, apartó con una mano la cortina que separaba las estancias exteriores del atrio de la casa, cediéndoles así el paso.
Allí, en pie junto al estanque interior, y aprovechando para renovar el incienso en el altar dedicado los dioses familiares, se encontraba Tiberio Sempronio Graco. Este era un hombre alto, apuesto, cuya mandíbula prominente le daba un aspecto decidido. Vestía de modo informal, con una sencilla túnica y sandalias. Al oírles entrar se dio la vuelta y, tras cruzar el atrio con enérgicas zancadas, abrazó a Lucio Arrio de manera efusiva.
—Lucio, bien hallado. ¿Habéis tenido buen viaje? —preguntó— Y tú debes de ser Gneo, ¿verdad?. Pero, pasad, pasad, los huéspedes en mi casa tienen su sitio junto a la familia, no en el atrio como simples socios comerciales. Estábamos tomando un refrigerio en el peristilo antes de que sirvan la cena —y tomándolos del brazo los llevo por los pasillos hasta llegar al jardín interior donde estaba reunida la familia—. Mi mujer, Claudia Pulcra, mi hermano Cayo y mi hijo Marco. Y por algún lado debe estar la pequeña Julia.
—Aquí estamos, papá — dijo una voz infantil a sus espaldas.
Gneo se volvió para observar como salían de las penumbras de la casa, caminando de la mano, una niña pequeña y una joven alta y delgada. Cuando ambas llegaron a la zona iluminada por las antorchas, su mirada se quedó congelada, perdida en la profundidad de unos ojos color esmeralda.
—Y esa es Marcia Claudia, mi sobrina —soñó que decía una voz—. Mi cuñado Apio ha sido enviado a una misión diplomática a Macedonia, y hemos considerado mejor para ella que se quedara con nosotros en Roma.
Mientras la pequeña Julia se soltaba de su mano e iba corriendo a los brazos de su padre, Marcia Claudia avanzó junto a Gneo para saludar a Lucio Arrio, dejando a su paso un rumor de seda y un aroma de junco y canela. Acordándose de que era capaz de respirar, Gneo consiguió balbucear un ininteligible saludo al que ella respondió con una sonrisa que hizo que a este se le paralizara nuevamente la garganta.
Tras los saludos, Marcia recogió a los dos niños y los llevó a acostar, mientras un sirviente anunciaba que la cena estaba lista. Pasaron todos al comedor principal, una estancia abierta al jardín del peristilo, y ocuparon los diferentes triclinos. Dado que eran pocos a cenar, Claudia Pulcra los dispuso de dos en dos, asumiendo ella el rol de anfitriona con Lucio Arrio, colocando a Gneo a su otro lado, él sólo en un triclino, y enfrente los dos hermanos Graco. Al poco de empezar la cena, Marcia Claudia regresó y tomó lugar junto a Gneo, por lo que este pasó la velada entre brumas, permanentemente consciente de su presencia, procurando por todos los medios que sus manos temblorosas no lo delataran dejando caer la comida, y prestando escasa atención a la conversación, de la que apenas fue consciente hasta que oyó a Claudia Pulcra, ejerciendo de matrona, exclamar:
—¿Y seréis capaces de arrastrar al joven Gneo, en su primera visita a Roma, de aburrida reunión política en aburrida reunión política?. Jamás os lo permitiré. Lucio Arrio, tu hijo se quedará conmigo, y yo me encargaré de que conozca adecuadamente la ciudad a la que pertenece. Entre Marcia y yo haremos de él un verdadero ciudadano de Roma.
Y con estas palabras, su suerte quedó echada.
V
En efecto, y salvo las contadas ocasiones en las que salía con su padre a cerrar alguna transacción comercial, Gneo quedó al cuidado de Claudia Pulcra y, por extensión de toda la familia y el personal de la casa, que hicieron una cuestión de honor convertirle en un verdadero romano.
El primer problema de Gneo fue con su propia apariencia. Allá en el campo la gente tendía a la informalidad, y únicamente en las festividades y en las principales reuniones sociales se hacía uso de la toga, por lo que Gneo no había tenido apenas ocasión de acostumbrarse a la misma. Sin embargo, en Roma, según parecía, ningún ciudadano cabal se permitiría salir a la calle sin que tan preciado símbolo de su ciudadanía luciera impecable en la multitud de pliegues, giros, curvas y dobleces que hacía que cinco metros de tela en un simple corte rectangular se convirtieran en una compleja y completa vestimenta.
Intuyendo la falta de costumbre del joven, Claudia Pulcra no dudó en asignarle un esclavo de la casa para su higiene y vestimenta personal, y éste puso todo su empeño personal en enseñar al joven amo, de tal modo y manera que muchas mañanas el pobre Gneo no lograba salir de sus aposentos hasta que, después de muchos intentos, consiguiera vestirse adecuadamente la toga.
Uno de los momentos más vergonzosos para él sucedió un día que, tras haber superado ya el riguroso exámen del intransigente esclavo, y antes de salir a la calle, se puso a llover torrencialmente, por lo que Gneo volvió un momento a su habitáculo y se cambió los habituales calcei, que dejaban al aire los dedos, por unas calligas, una mezcla entre zueco y bota de agua, mucho más protegidas.
Al salir nuevamente al atrio, Claudia Pulcra no pudo evitar una exclamación de sorpresa al verle, lo que causó que todas las miradas se centraran en él. Y aunque el gemido horrorizado de su esclavo personal y las miradas incomodas del resto del servicio fueron dolorosas para Gneo, la risa de Marcia Claudia fue para él como una puñalada en el pecho.
Viendo la incomodidad del joven, fue la propia Marcia la que acudió a su rescate, explicándole pacientemente que, si bien ese tipo de calzado resultara apropiado o incluso conveniente en el campo, allí en Roma no estaba bien visto usarlo conjuntamente con la toga, por lo que sólo los esclavos lo usaban, y aún entre estos, solo aquellos que se dedicaban a la limpieza de calles y letrinas.
A pesar de ese y otros muchos inconvenientes por el camino, Gneo fue poco a poco haciéndose con el ritmo de la vida en la ciudad, dirigido por la mano suave pero firme de Claudia Pulcra, que le imponía una completa agenda que lo tenía todo el día ocupado, de un lado para otro, experimentando las diferentes facetas de la rutina diaria de un ciudadano libre en la capital.
Por la mañana, habiendo desayunado al alba, hacía compañía a Tiberio Sempronio, o más frecuentemente a la propia Claudia Pulcra, cuando recibían en el atrio a clientes y protegidos que venían a solicitar favores, consejo, protección, o simplemente a presentar sus respetos.
Posteriormente, cuando los habitantes de Roma se dedicaban a sus quehaceres, bien políticos bien comerciales, Gneo solía acompañar a Claudia Pulcra, y a la legión de esclavos que les seguía, en sus salidas a los mercados de la ciudad, pues como buena matrona romana las cuestiones de la casa las llevaba en persona, sin delegar en el servicio.
Tras la comida, que en ocasiones hacían en alguno de los múltiples puestos callejeros o en alguna de la infinidad de tabernas que poblaban Roma, a la hora sexta se retiraban a descansar. Ya por la tarde, la rutina diaria se tornaba más social, y Claudia Pulcra había encomendado a Gneo al cuidado de otros jóvenes de su edad, que lo llevaban por la rutina diaria del ejercicio y la posterior visita a las termas y al barbero e, incluso, a alguna ocasional correría nocturna.
Al menos, hasta una memorable noche en la que todos ellos hubieron de ser acompañados a altas horas de la noche por los respectivos esclavos familiares que, en esa ocasión no sólo debían portar las antorchas sino que hubieron de portar igualmente a sus respectivos amos. A la mañana siguiente, Gneo tuvo que lidiar no sólo con las consecuencias de una monumental resaca, sino también con la furiosa desaprobación de Claudia Pulcra o con la helada indiferencia con la que le obsequió Marcia. Desde ese día, Gneo puso mucho cuidado en limitar sus salidas nocturnas.
Y es que, por más actividades que hubieran previsto para él, siempre parecía existir algún momento que compartir con Marcia: ya fuera porque ella necesitaba algo del mercado y les acompañaba, ya fuera porque era él el que, no pudiendo descansar en la hora sexta, se quedaba haciéndoles compañía a ella y a los niños. Luego, por la noche, cuando la conversaciones durante y tras la cena se centraba casi siempre en temas políticos, los dos jóvenes compartían silencios y miradas. Y con el tiempo, Claudia Pulcra, para quien nada de lo que ocurriera en su casa pasaba desapercibido, fue delegando en Marcia la labor de guiar a Gneo en sus recorridos para descubrir la ciudad.
VI
Poco a poco, a medida que se fue acercando la fecha de las elecciones y con ella, el más que presumible regreso de los Arrio a su hacienda, fue embargando a los dos jóvenes un creciente sentimiento de urgencia, una imperiosa necesidad de compartir cada uno de los minutos que les quedaran, por lo que muchas noches, cuando los demás hacía ya rato que se habían retirado, ellos continuaban juntos en el atrio compartiendo entre susurros promesas y anhelos.
El día señalado, el amanecer les encontró abrazados bajos las ramas de un limonero. El desayuno de esa mañana fue presidido por el silencio. Un silencio tenso, de anticipación, por parte de los adultos y un silencio nostálgico por su parte.
A la hora de partir, ambos jóvenes quedaron frente a frente, la mirada prendida de los ojos el otro y, ambos, en voz baja se susurraron al unísono: — «Aeternum»—.
Y Gneo partió, junto con su padre y varios centenares de voluntarios, a acompañar a Tiberio Sempronio en pos de una idea, de un futuro. De su futuro.
- En el año 133 aC, el día que se presentaba a un nuevo mandato, Tiberio Sempronio Graco murió asesinado junto con varios centenares de sus seguidores, a manos de un grupo de exaltados senadores y hombres armados con mazas y estacas, encabezados por Escipión Nasica, en el espacio abierto del templo capitolino. Sus cuerpos fueron arrojados al Tíber, negándoseles toda sepultura. Mientras esto sucedía, agitadores del senado levantaban los ánimos de los mismos ciudadanos a los que el tribuno pretendía defender, y una turba enfurecida asaltó, saqueó y quemó las viviendas de Tiberio Sempronio y varios de sus principales aliados, acabando con la vida de todos sus habitantes.
FINIS
Glossarium
Bulla. Saquillo de tela conteniendo amuletos contra el mal de ojo que se colgaba del cuello de los niños hasta que alcanzaban su madurez.
Insula. Bloque de viviendas, construidas con ladrillo y argamasa, de planta rectangular y generalmente con un patio de luces interior. En la planta baja se instalaban tiendas y talleres, mientras que el resto se dedicaban a viviendas, generalmente en régimen de alquiler.
Grammaticus. Tutor que enseñaba a los niños de entre 12 y 16 años, a través del estudio de los textos clásicos, disciplinas como geografía, historia, religión, etc.
Rethor. Profesor de retórica, oratoria y leyes, responsable de formar a los jóvenes romanos en las disciplinas esenciales para la carrera pública.
Cursus Honorum. Carrera del honor. Es la trayectoria a seguir en el desarrollo de la carrera política, y establece el orden y jerarquía de las magistraturas y puestos públicos. Constaba de una fase preparatoria con varias especialidades (vigintiviratus) y seis magistraturas ordinarias (cuestor, edil, tribuno, pretor, cónsul y censor).
Salutatio. Acto protocolario de presentar respetos. Excepto los más ricos o poderosos, los ciudadanos romanos normalmente se encomendaban a un patrón al que comprometían su voto / apoyo público, a cambio de protección o incluso de una asignación económica.
Lectuli. Aunque no eran desconocidas, las sillas no formaban parte del mobiliario normal de los romanos. En su lugar se usaban diferentes tipos de lecho: un lecho para dormir, para comer, para recibir visitas, para leer, para escribir, etc. A partir de ahí se tenían cuantos se estimaran necesarios o se pudieran, pudiendo ser individuales –lectuli-, de dos plazas para el matrimonio –lectus genialis-, de tres plazas para el comedor –triclinia- y hasta de seis plazas
Mare Clausum Mar cerrada. Periodo del año, comprendido entre octubre y marzo, en el que se interrumpían normalmente las comunicaciones marítimas de larga distancia debido a las inclemencias del tiempo.
Tribuno de la Plebe. Cargo de la antigua república romana que era elegido por los ciudadanos que componían la plebe. Con la obligación de auxiliar a los plebeyos y rescatarlos del ejercicio del poder de un magistrado patricio, los tribunos de la plebe contaban con poder de veto sobre cualquier ley o propuesta de cualquier magistrado, incluyendo otros Tribunos de la Plebe. El Tribuno también podía convocar al Senado y presentar propuestas en esa institución.