Libros que nos llevan a otros libros

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Moderador: Ashling

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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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Estoy bien, le dije; ese fue el único punto en la conversación donde por poco lloro. Me quedé callada hasta que pude hablar otra vez y entonces le pregunté cómo iba a venir a verme sin que Mami se enterara.
Tú sabes, dijo, su voz débil, puede que sea un nerd, pero soy un nerd con recursos.
La verdad es que me debí haber dado cuenta que no podía confiar en alguien que de niño consideraba Encyclopedia Browm uno de sus libros favoritos. Pero no estaba pensando: tenía tantas ganas de verlo.

La maravillosa vida breve de Óscar Wao - Junot Díaz
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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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Somoza se puso en pie y de tres zancadas se colocó frente a la estantería. Sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, como si su mano conociera el lugar exacto en el se ubicaba cada libro de su biblioteca, extrajo un grueso ejemplar de unas cuatrocientas páginas que me arrojó y que hube de coger al vuelo. El libro se llamaba Brazilian Adventure, estaba escrito en inglés, firmado por un tal Peter Fleming y editado en Londres, en 1933 por Jonathan Cape.
Este libro cayó en mis manos cuando era niño. Estaba en la biblioteca de mi padre. Como curiosidad le diré que el autor era hermano de Ian Flemming, el mismo que escribió las memeces de James Bond. En este libro encontré las primeras noticias sobre las expediciones del coronel Fawcett al Amazonas.

No sé quién eres - Miguel Torres López de Uralde
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Hay quien dice que se emparejó con una nativa y que engendró una estirpe mestiza que todavía habita la zona. O que se había convertido en el líder político y religioso de una tribu, emulando a Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas, de Conrad.

No sé quién eres - Miguel Torres López de Uralde
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"Los muebles esperan a que se levante Blanche para desempeñar su papel. En la mesita de noche-de haya-descansan bajo la lámpara algunos libros, entre otros Gentes de mar de Marc Elder, que Blanche hojea a veces, no tanto por el valioso premio Goncourt obtenido un año atrás por el autor en lucha con Marcel Proust, cuanto porque éste es amigo de la familia, tras su verdadero nombre de Marcel Tendron, y también porque esa obra evoca a Blanche las excursiones dominicales por la comarca, cuando va a ver a los pescadores de Noir-moutier o las barcas ancladas en Trentemoult que pescan en el estuario: angulas, anguilas, lampreas.

14, Jean Echenoz, pag. 20
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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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Tora encontró más cosas en el periódico de Bekkejordet. Algo sobre Ana Frank. Una chica judía que durante la guerra tuvo que mantenerse oculta junto con su familia porque los alemanes perseguían a los judíos. Tenía quince años cuando los descubrieron y los enviaron a la cámara de gas. Durante todo el tiempo que estuvo escondida había escrito un diario. Las últimas palabras que escribió: «A pesar de todo, yo sigo creyendo que las personas en el fondo son buenas».
Tora sentía curiosidad por ver la obra de teatro o por leer el libro sobre Ana Frank. Por un momento se olvidó de avergonzarse de ser alemana. ¿Podía deberse al modo en que Ana había escrito su diario?

La habitación muda - Herbjørg Wassmo
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Agnar Mykle fue absuelto.
Los alumnos del Instituto de Bachillerato Elemental de Breiland tenían importantes opiniones sobre La canción del rubí rojo. La mayoría de las simpatías estaba de parte del joven autor. Despotricaban los polvorientos vejestorios que vigilaban la moral mientras se masturbaban a escondidas. Pronunciaban largos e intensos discursos sobre aquellos que decidían lo que estaba bien y lo que estaba mal.
De todos modos, algunas de las chicas decían que era todo una guarrada. El libro entero era una marranada desde la portada a la contraportada. Fueron acusadas de haber abierto el libro únicamente por donde se abría solo porque la gente se limitaba a leer las páginas donde ponía eso. Y las que habían calificado el libro de guarrada pusieron cara de ofendidas, se agarraron del brazo y se dedicaron a dar vueltas por la escuela con las cabezas muy juntas.

La habitación muda - Herbjørg Wassmo
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Después de hacer lo que tenía que hacer, se subía a la colcha de punto y se sumergía en narraciones que le cambiaban alguna que otra cosa, que descorrían una cortina, que le descubrían cosas que nadie le había enseñado hasta entonces. Nadie le había dicho a Tora que toda guerra tiene al menos dos verdades. Un día empezó a leer un pequeño libro de algo más de doscientas páginas. Bajo un cielo más duro de Jens Bjorneboe.

La habitación muda - Herbjørg Wassmo
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Por las vacaciones de verano, hice un trabajo sobre el libro No llegaron a partir , de Toshio Shimao. El protagonista es un capitán de los kamikazes que, a finales de la guerra de lPacífico, recibe del cuartel general la consigna de efectuar un ataque suicida. Consciente de que ha llegado su hora, espera junto a sus hombres la orden de despegar. Pero ésta no llega jamás. Suspenso en un paréntesis entre la vida y la muerte, el protagonista se entera de la rendición incondicional en de Japón.

Un grito de amor desde el centro del mundo, Kyoichi Katayama, p. 73

No está editado en castellano
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Recordé un pasaje de Las confesiones de San Agustín en el que se relata el desenlace de la crisis que asedia al futuro obispo de Hipona y su definitiva conversión al cristianismo. Agustín se halla en Milán, alojado en casa de su amigo Alipio; las meditaciones sobre su estado han desatado en su corazón «una gran tormenta, cargada con una copiosa lluvia de lágrimas». A impulsos del pudor, Agustín farfulla unas palabras de excusa y se retira «de modo que ni la presencia de Alipio pudiera servirme de estorbo». En el jardín de la casa, tendido a la sombra de una higuera, en la soledad vedada al escrutinio del sol, las tribulaciones de Agustín hallan una expansión agónica: «¿Hasta cuándo, Señor, estarás por siempre irritado? —clama—. No recuerdes más mis antiguas iniquidades». Entonces, mientras el llanto y la amargura vuelven a hincarle sus garfios, Agustín oye, procedente de una casa vecina, una voz como de niño o niña que canturrea: Tolle, lege; tolle, lege. La sugestión de esta cantinela («Toma, lee; toma, lee») infunde a Agustín la certeza de que, abriendo al azar el libro que tiene a su alcance (un volumen con las epístolas de San Pablo) y leyendo al azar el primer versículo en el que se pose su mirada, se tropezará con las palabras que rectificarán su destino. Agustín realiza la prueba y, en efecto, halla la cita esclarecedora: «A1 instante —nos dice—, al terminar de leer aquella frase, se disiparon todas las nieblas de la duda, como si una luz segura se hubiese difundido sobre mi corazón».

La vida invisible - Juan Manuel de Prada
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Bruno Bonavista, sin declinar jamás en su ocultación de la impostura, dedicaba más de trescientas páginas a sustentar la hipótesis de que, en realidad, Robinson habría muerto envenenado por las dosis de láudano que Conan Doyle le suministraba en las tacitas de té que, muy obsequiosa y taimadamente, le invitaba a tomar en su casa. Como el propio Bruno se encargaba de demostrar con un apabullante despliegue de diagnósticos de apariencia verídica, la ingestión de láudano se anuncia, al parecer, con síntomas muy similares a las fiebres tifoideas, algo que Conan Doyle sabía perfectamente, pues entre los conocimientos que atribuye a su criatura de ficción, el muy misántropo Sherlock Holmes, figura la farmacopea mortífera. ¿Y cuál habría sido el móvil de este asesinato, tan extremoso que ni siquiera reparó en los vínculos de la amistad? Pues nada más y nada menos que el plagio impune de El perro de los Baskerville, la obra magna del ciclo holmesiano, cuyo manuscrito Bertram Fletcher Robinson habría confiado a Conan Doyle para que le corrigiese algunas asperezas del estilo; al reparar en la eficacia sobrecogedora de la trama, Conan Doyle no habría tenido empacho en rectificar su autoría con la colaboración del láudano.

La vida invisible - Juan Manuel de Prada
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—¿Conoces la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi?
Cabeceé, en señal de asentimiento, cada vez más intrigado. El libro de Manguel y Guadalupi, concebido como un gran prontuario donde se recopilaban las cartografías soñadas por la literatura, me había deslumbrado en su día con su despliegue inacabable y utópico: la cueva de Montesinos que exploró el hidalgo manchego, la ciudad prohibida de Opar que urdió Edgar Rice Burroughs, la isla donde según Stevenson el capitán Flint enterró su tesoro, el continente sumergido de la Atlántida y el País de Nunca jamás se concitaban allí, entre otros cientos o miles de islas y ciudades y países y continentes concebidos a extramuros de la realidad.
—Yo lo que pretendo es escribir una guía de los lugares imaginarios creados por internet. Principados de opereta, paraísos fiscales de pega y cosas así.

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Cuando me quedé solo, cedí por fin a la tentación de abrirlo. Su contenido me dejó suspenso: se trataba de un ejemplar de la primera edición de Las Hortensias, una nouvelle del uruguayo Felisberto Hernández publicada en 1949 como separata de la revista montevideana Escritura. Una pieza de rareza indiscernible, escasa y recóndita como el ornitorrinco, de un escritor tan aislado en su originalidad, tan sepultado de misterios que yo ni siquiera me atrevía a declarar que se trataba de mi favorito. Tan secreta era esta predilección que jamás se la había confiado a mis amigos más cercanos, mucho menos a esos entrevistadores que reclaman preferencias más democráticas y botarates. Felisberto Hernández era uno de los pocos escritores que me llenaban —que me siguen llenando— de pasmo; en sus narraciones, traspasadas de turbios milagros y una como inefable naïveté, anidan historias llenas de un desasosiego que al final se queda trunco, como una cigüeña que duerme en el equilibrio de una sola pata. Hay en ellas una magia nocturna, un surrealismo de buena ley en el que de repente relumbra como un cuchillo una sinestesia que te deja tiritando con su belleza dormida. Felisberto Hernández escribe siempre trascendiendo de poesía los acontecimientos más vulgares; leerlo es como irse tropezando con los muebles de una casa llena de misterios funerales.

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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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—¡Era Laura, imbécil!
—¿Laura? —carraspeó, para liberarse de ese gargajo de nicotina que los sueños interrumpidos dejan en los fumadores, recordándoles su vicio—. ¿Qué Laura?
—La amiga de la que te hablé. —Deseaba concluir aquella conversación, pero no me privé de lanzarle un último reproche—: Has estado a punto de cargarte la historia de mi vida. Te odio.
Y colgué, antes de que pudiera formular cualquier excusa (pero, en el fondo, sabía que no se iba a excusar ni aunque lo amenazasen con la horca). Rescaté, entre la marabunta de libros que asfixiaban mi apartamento, trepando en doble o triple fila por las estanterías o apilados en el suelo como obeliscos ruinosos, un tomito de Felisberto Hernández, menos requerido por los coleccionistas pero igualmente alumbrado de fantasmas que salen del sarcófago, titulado Nadie encendía las lámparas. Lo introduje en un sobre de papel de estraza, con un rótulo que nombraba a su destinataria pero no al remitente, y corrí a llevarlo a la Biblioteca Nacional, antes de que Laura iniciara su turno.

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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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Entonces, como una floración lenta y delgadísima, le brotó un hilillo de sangre de uno de los orificios nasales; no conviene exagerar llamándolo hemorragia, fue apenas un hilo exangüe que, al estar reclinado su rostro, se deslizó oblicuamente por la mejilla (y Elena aún no se había dado cuenta), alcanzó ya casi sin fuerzas el mentón (y Elena seguía sin darse cuenta) y dejó caer tres gotas sobre la nieve. La sangre holló la blancura de la nieve, la nieve mitigó el escándalo de la sangre y, juntas, compusieron una mancha rosácea que extendió sus contornos como el aceite los extiende sobre el papel poroso. Bruno recordó aquel episodio del Perceval de Chrétien de Troyes, en el que tan esforzado caballero se quedaba ensimismado, contemplando la sangre que ha derramado una oca herida por un halcón, porque le recuerda el color arrebolado de la faz de su amiga; y en aquel ejercicio contemplativo empleó Perceval una mañana entera, hasta alcanzar el deliquio amoroso, como sin duda habría hecho Bruno si Elena no lo hubiera apremiado.

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Re: Libros que nos llevan a otros libros

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Sus ansias de eternidad se tradujeron en palacios, mezquitas, jardines y mausoleos que llena-ron de gloria y belleza las ciudades del norte de la India. Había convertido en una avenida bellísi-ma bordeada de árboles, a lo largo de seiscientos kilómetros, la carretera que une Agrá con Delhi y luego con Lahore, en el Norte. La vía del tren sigue esa antigua carretera, maltratada por los vaivenes de la historia. Ni está tan cuidada, ni tiene tantos árboles como en tiempos del Imperio mogol. Pero es la gran arteria comercial de la India, The Grand Trunk Road, la misma que Kipling dio a conocer al mundo en su novela Kim de la India. A la entrada de los pueblos se forman largas caravanas de carros de bueyes repletos de frutas, hortalizas y de todos los productos de la región.

Pasión india - Javier Moro
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