CPXI Aquel último sábado - Javier Yuste

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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lucia
Cruela de vil
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CPXI Aquel último sábado - Javier Yuste

Mensaje por lucia »

Aquel último sábado

A lo largo de la tarde del primer sábado de otoño regresó la tan ansiada lluvia tras un verano seco en exceso. El smog, en suspensión durante semanas sobre la localidad de Stillson, debido la ausencia de precipitaciones, tiñó por sorpresa de rojo sangre la tierra y las calles, los toldos de las tiendas y las cabezas de los que no tenían un paraguas a mano bajo el que resguardarse.
Yo estaba allí para ser testigo de ese fenómeno tan extraño; sin embargo, me dije que debía empezar a acostumbrarme a ese color, pues iba a ser la tónica predominante en mi futura vida.
El mundo dejó de girar por un instante imposible de calcular. Los coches se fueron deteniendo en el arcén; los viejos bajo el porche de Dean’s dejaron de leer el periódico; dos mujeres frente a la gasolinera se abrazaron, pero no temblaron de terror; incluso un maldito mocoso, que berreaba como una gaviota en celo, cerró la boca. Tan solo se escuchaba la lluvia caer; un sonido como el del aceite hirviendo en una sartén.
Lo único que me permitía saber que seguíamos todos vivos, que no nos habíamos transformado en estatuas de mármol, fueron los vaporosos y delicados vestidos blancos y de tirantes que pendían de los hombros de tres chicas que cruzaron la calzada a saltitos, con los pies de puntillas, con miedo a pisar, con sus zapatos de cenicienta, los charcos terrosos que fueron cubriendo el abombado asfalto hasta convertir la carretera en una piscina.
Aquellas tres chicas reían sin importarles que la lluvia roja ensuciara irremediablemente sus vestidos y empaparan sus bronceadas piernas.
Yo era incapaz de apartar la vista de aquel fascinante pasatiempo. No sin embargo, es uno de los pocos recuerdos, de antes de abandonar aquel pueblo olvidado de la mano de Dios, que logran enmarcar una estúpida y amplia sonrisa de nostalgia en mi arrugada cara.
Por entonces yo tenía veintitrés años y la certeza de considerarme dueño de mi destino. Me creía inmortal. Ahí es nada. Y sabía que pronto me largaría de Stillson, un agujero que pretendió ser una postal idílica y que detuvo su crecimiento a varias decenas de kilómetros de la gran urbe de Stillake; el lugar perfecto para aquellos que no necesitaban el cerebro para sobrevivir y llevar a casa un jornal. Me largaría el miércoles siguiente en un transporte; quedaban menos de cinco días. Cuatro y unas horas.
Cuando me pilló el fenómeno tormentoso, desprevenido, en medio de la calle principal y sin paraguas, volvía del trabajo en la fábrica de motores de Lloyd’s, mi primer y último trabajo en Stillson. Con lo que gané en Lloyd’s logré los caudales necesarios para dar el siguiente paso, para darle la espalda definitivamente a mi mala suerte.
Encontré protección frente a la lluvia roja tras el amplio cristal del escaparate de la tienda de ultramarinos de Petersen. Entré y me quedé contemplando la escena que se desarrollaba en el exterior.
La chica que estaba tras el mostrador me observaba con sus ojos artificiales, de un índigo imposible de ver en un ser humano; dos escalofriantes luceros clavados en un bello rostro de piel de melocotón (aunque, en realidad, era de látex), escogido al azar entre la amplia variedad de modelos rubias de casting que poblaban el interesante folleto de ofertas de la empresa Ginecorp, más asequibles que las versiones de Romy Schneider o de Julie Christie que eran el último grito para aquellos que contrataban los servicios de la potente Gineoptics en la Gran Ciudad.
En aquella época me habría apostado parte de mi salario con mis compañeros de trabajo a que el viejo roñoso de Petersen se había ahorrado un buen pellizco en cuanto a la partida del rostro de su pequeña gineoide, pero que se había dejado arruinar dotándola de órganos sexuales hipersensibles… El muy depravado.
Aquella chica me observaba a mí y no al espectáculo que se representaba en la calle. Ladeaba la cabeza, ora hacia el hombro izquierdo, ora hacia el derecho, tratando de procesar quién o qué era yo: un cliente despistado o una amenaza, una de dos. Con cada movimiento de su cuello, la coleta que recogía su brillante cabello sintético espantaba hasta a la mosca más enconada.
La chica bien podía recelar de mí. Stillson era un pueblo anclado, en todos los aspectos, en un punto no determinado de la década de los ’40, la misma que me vio nacer; y ver un chaval como yo era un fenómeno más extraño aún que el de la lluvia roja: un individuo que caminaba arrastrando los pies, enfundados en unas zapatillas ajadas y casi sin suela, vistiendo unos vaqueros raídos a juego con una camiseta de manga corta de Buffalo Springfield, y cerrando el conjunto con unas greñas y barba que me valieron más de un comentario despectivo por parte de algún que otro viejo.
—Chico, ¿te han abandonado aquí los del Circo? ¿Qué les habrás hecho?
Era un bicho raro en una localidad en la que en su única sala de cine no hacían otra cosa que proyectar la película «Dumbo» de la Disney, como si los niños y los adultos de Stillson nunca se cansaran de esa historia. Por ello, quizá sí o quizá no, en la fábrica les hacía especialmente gracia que quisiera que me llamaran Mickey y no Michael; y acabé siendo Mickey el no-ratón, gracias a la ocurrencia de alguno de los más ingeniosos de la cadena de montaje.
Espoleado por una ola de vergüenza y un estremecimiento al saberme espiado por una máquina que pensaba más rápido que yo, pero que sus pensamientos no eran más que frases pregrabadas en una finísima cinta magnética, mostré los dientes, nervioso. La chica reaccionó devolviéndome una amplia y perfecta sonrisa de anuncio, pero no apartó su inquisitiva mirada de mí hasta el instante en el que entró en la tienda un obrero enfundado en un mono azul y negro dos tallas más grande de la que le correspondería y que pertenecía a la Clanckers, la fábrica de procesadores contigua a aquella en la que yo me dejaba la piel. El tipo entró chorreando gotas rojizas y preguntó, mientras se rascaba el trasero con fruición (total, le hablaba a una máquina y no había allí otro humano aparte de mí) cuánto costaba un paquete de veinticuatro analgésicos suaves.
Lo más remarcable del suceso de la lluvia roja fue que, tras el paso del frente tormentoso, el firmamento volvió a mostrarse añil de día y perlado de estrellas de noche. Mas el otoño no desanimó al sol, que seguía pegando con fuerza, encorvando mi sombra sobre el asfalto y haciendo mofa de mi cuerpo encogido y de mi espalda cubierta de sudor. Me picaba y escocía a rabiar la piel sudada, allí justo donde no alcanzaba con la mano. Era como si alguien me hubiera pegado un escopetazo con un cartucho cargado de sal.
Cuando cesó de llover, los vehículos parados en el arcén reanudaron su marcha sin que sus ocupantes se preocuparan por el aspecto del cielo ni por el de las fachadas de planta baja y primera que constituían el común de todos los edificios de Stillson.
El color rojo parecía formar parte del paisaje habitual de aquel pueblo.
Salí de la tienda de Petersen, sin haber comprado nada, tras el obrero de Clanckers, que caminaba a buen ritmo a la par que leía el prospecto de los analgésicos que terminó llevándose consigo. El reloj del campanario marcó la hora. Es raro que no recuerde exactamente si daba en punto o a y media; pero, al escuchar el tañido metálico, el tipo corrió, como una bolsa de plástico empujada por el viento, hasta la parada del autobús, donde logró llegar antes de que el último transporte cerrara sus puertas y partiera hacia las afueras. El de Clanckers exhaló un hondo suspiro de alivio al echar las monedas en la máquina registradora.
Yo, al contrario que todos en Stillson, iba y volvía andando del trabajo todos los días. Otra rareza de Mickey el no-ratón.
Pateándome la larga calle principal (y única) de Stillson, llegué a la barbería de los Neones Apagados (así rezaba en la fachada, no me lo he inventado yo) y giré a la izquierda, internándome en la parte oculta del pueblo, es decir, en los campos y bosques que se cernían sobre éste. Una placa parcialmente oxidada indicaba que estaba en el Camino del Molino, mas hacía mucho tiempo que había dejado de existir un molino para moler grano gracias a la fuerza hidráulica del río Stillmer. En su lugar, una alta estructura rompía la monotonía del skyline de Stillson; su forma hacía creer al recién llegado que se trataba de un depósito de agua sostenido sobre anchos pilares cubiertos de enredaderas, pero, a medida que se recorría el camino y se acercaba uno al río, caía en la cuenta de que se trataba de un extraño edificio compuesto por varias plantas de altura, abandonado y con cuencas vacías por ventanas, a través de las cuales se podía atisbar grafitis cubiertos por la Naturaleza. Sus tres primeras plantas estaban clausuradas con muros de ladrillo y lo primero que te dejaba sin palabras era el hedor de podredumbre que desprendía, al que podías llegar a acostumbrarte si llevabas la suficiente carga de alcohol etílico en las venas.
Nadie me quiso decir qué era ese edificio abandonado, ni siquiera Stan, el único compañero de trabajo en Lloyd’s al que me digné en llamar amigo, quien vivía a la sombra de la estructura y a quien iba a visitar aquella tarde, continuando la tradición que habíamos iniciado durante los últimos días de Agosto.
Stan me esperaba. El que hubiera una silla plegable de playa al lado de su butacón, sobre la rampa de la parte posterior que daba al río, era buena prueba de ello; más cuando aquella iba a ser la última ocasión en la que nos veríamos.
Desde hacía semanas Stan disponía la silla a su lado, todo un gesto por parte de mi amigo, para que yo no tuviera que andar peleándome con los cacharros que amontonaba y metía a presión en el trastero exterior de su casa, que era un largo rectángulo de hormigón armado en cuyos extremos, en vez de paredes, había unas inmensas cristaleras y las dos únicas puertas, también de cristal, practicadas en la vivienda, donde medraba el verdín.
La rampa era una lengua de cemento resquebrajado que salía de debajo de la vivienda y se introducía en un recodo del río Stillmer, al abrigo de un bosque viejo que era incapaz de desprenderse de esa pátina de triste abandono que parecía cubrirlo todo durante aquellos días. De pie sobre la rampa, uno podía contemplar el lecho del río, cubierto con escombros de obra y cómo, de una gruesa rama de roble, unida a ella por una soga, pendía un neumático de camión que aún esperaba con paciencia a que un niño, sin importarle el nombre y la edad, volviera a columpiarse en él.
A cambio de mi silla bien dispuesta, Stan solo me obligaba a cargar con el cubo lleno de hielo y botellines de cerveza, desde la cocina hasta la rampa. En honor a la verdad, era el único peaje que tenía que pagar por disfrutar de aquellas tardes en su casa, junto al río y a la fresca.
Tras acarrear el dichoso cubo hasta los pies de mi anfitrión, repantigado en su butacón y con todo su ser a miles de kilómetros de distancia, me acomodé como mejor pude y agarré dos botellines por el cuello, ofreciéndole uno a Stan, que volvió de su viaje astral gracias al certero codazo que le propiné en las costillas. Cogió la birra sin decir ni un «hola, Mickey» y le arrancó la chapa con las muelas. Yo fui más comprensivo con mi dentadura y empleé el abrebotellines que pendía del asa del cubo.
—¿Ya tienes todos los bártulos preparados para marcharte, chaval? —me preguntó Stan sin mover un solo músculo de su cuerpo, al igual que la pitonisa de la feria que acababa de marcharse de Stillson unos días atrás, dejando el prado de Tanner lleno de basura; el mismo Circo que «me había dejado abandonado», según aquel despreciable viejo.
La voz de Stan sonaba neutra; quería dominar unos sentimientos que hasta entonces me eran desconocidos en él.
—Sí. —Mi respuesta sonó ronca, como un gruñido animal. Me había pasado más de seis horas sin abrir la boca y sin haber dirigido la palabra a nadie en el trabajo. Me limité a cumplir órdenes sin cuestionarlas y a saludar a mis compañeros y al guarda de seguridad alzando el mentón; nada más. En una fábrica como Lloyd’s cuanto menos se hablara más alta sería la nómina al final de la semana. Me aclaré la garganta y traté de adelantarme a cualquier otra pregunta que a Stan se le pudiera ocurrir—: Tengo las maletas preparadas en el hostal, el billete para el transporte de Aeroflot de la semana que viene, los permisos, el pasaporte… Tan solo he de esperar a que, en la fábrica, el amigo Mendel me entregue el finiquito y el talón. Eso será el lunes y saldré volando al miércoles. A donde voy, hace falta dinero para empezar.
Stan asintió con la cabeza, como diciendo «¿y dónde no?» Seguía con la cabeza fija en un punto oscuro del bosque que crecía en la otra ribera. El río estaba tintado de un tono parduzco que me resultaba demasiado familiar, cuando un rayo de sol sobrepasó el obstáculo de hormigón que representaba el edificio abandonado al que dábamos deliberadamente la espalda, e impactó de lleno sobre la ondulante corriente de agua: destellos multicolores rebotaron desde las suaves superficies de los azulejos rotos, arrojados allí de cualquiera manera y como el río fuera un vertedero. También distinguí un par de latas de aceite, de una de las cuales salió un incauto pececillo a inspeccionar su territorio. Una pareja de ánades reales, macho y hembra, barajaron la orilla opuesta, picoteando aquí y allá hasta que se hartaron y desaparecieron entre la espesura.
—Te echaré de menos, Mickey.
Aquel arranque de cariño por parte de Stan me dejó descolocado. Era la primera vez que alguien me decía algo semejante en toda mi vida.
Stan acercó su botellín al mío para brindar, pero yo, instintivamente, aparté mi cerveza. No quería ser víctima de la típica jugarreta de mi anfitrión, que gustaba de dar un hábil golpe en la boca del botellín del pardillo más cercano, provocando la simpática reacción de que el líquido burbujeante saliera impulsado hacia el exterior, desparramándose sobre los pantalones del paleto en cuestión, a la altura de la pretina.
A Stan pareció molestarle mi reacción, pero desalojó todos mis temores en cuanto mostró una larga hilera de dientes amarillentos. Debió de leerme la mente o la cara, lo mismo da, y acercó con suavidad el vidrio ahumado de su botellín y brindamos juntos.
—Por un gran viaje lejos del patético Stillson.
No me atreví a reír la chanza de Stan. Estaba algo borracho a horas demasiado tempranas.
—Adiós a Stillson, el pueblo de la lluvia roja; adiós otoño, hola primavera lejana —canturreó Stan, imitando a un locutor de radio que recitara las líneas programadas de una campaña publicitaria de fomento del turismo para un agujero en el que había poco que ver—. ¿Será la primera vez que vueles, Mickey? —me preguntó tras agotar toda la gracia de su chiste en el vacío del silencio.
Tuve que volver a aclararme la garganta y respondí afirmativamente.
—No hay que tener miedo a volar, Mickey —afirmó Stan, adoptando un aire paternal que no le pegaba nada—. Es lo más extraño y, a la par, lo más natural en el Hombre. —Stan se retrepó en su viejo butacón, apoyó la cabeza en una de las orejas del mueble y recordó en voz alta—: Yo fui ametrallador de cola en un Fortaleza volante durante la guerra. Quince misiones sin un solo rasguño, volando sobre territorio enemigo. A la decimosexta, unos cazas nazis dejaron al bombardero, el Eye Candy, con más agujeros que un maldito colador y caímos. Créeme: volar sobre territorio enemigo es jodido, pero pisarlo es otra cosa bien diferente. —Stan negó con la cabeza sin que yo entendiera su gesto y le dio otro trago a la birra—. Aquellos tres días fueron terribles, chaval, pero salvamos el pellejo… Los que llegamos a tierra vivos, claro. Allí, en Alemania, tuve por primera vez la certeza de haber matado a un semejante. Detrás de una ametralladora doble, a cola, puedes derribar aviones, como cualquier otro, pero no sabes si has matado al piloto del caza. Hay momentos en los que quieres arrancarte a puñetazos esa pregunta de la cabeza; pero, pisando charcos embarrados en Alemania… En fin. Toma, para ti —dijo ofreciéndome una Cruz de Hierro que se sacó de la manga como un buen mago—. Es mi amuleto de la suerte, pero creo que te hará más falta que a mí. La portaba el hombre al que maté para seguir vivo. Quién sabe qué me habría sucedido si me hubiera dejado arrestar por él…
Todas mis preguntas sobre sus experiencias de combate quedaron enterradas ante la sorpresa de tener en la palma de mi mano una Cruz de Hierro de verdad.
—¿Un amuleto de la suerte? —logré articular a pesar de mi emoción, rayana a la infantil durante la mañana del día de Navidad.
—Sí, una Cruz de Hierro convertida en amuleto. Pertenecía al oficial que maté. Se la arranqué de la pechera —confesó con cierto gesto de repugnancia que le partió la frente en cientos de arrugas—, y eso que siempre me dio un respeto terrible el coger objetos que pertenecían a personas muertas.
—Quizá una Luger fuera mejor amuleto—bromeé como un estúpido, superado por el arranque de sinceridad de Stan, que casi nunca decía nada que no tuviera que ver con el último partido del equipo local de béisbol.
—La misma que no tengo y por la que no tendré una jubilación dorada —siguió Stan con la broma, rascándose la coronilla afeitada y vaciando el botellín de un trago—. No eres tonto, chaval.
Stan dejó, al fin, de tener ese aire paternal y volvió a ser el tipo de siempre. Me sentí pequeño a su lado, pues mi padre nunca volvió de esa guerra y mi madre no lo soportó.
El sol, que había logrado dar algo de color a aquel recodo del río, aun cerca ya del ocaso, quedó oculto tras la cortina de humo oscuro y plomizo que emanaba de las toberas de un trasbordador de Aeroflot, un feo pájaro compuesto íntegramente por metal y tecnología soviética que rompía las cadenas de la gravedad y la barrera del sonido, justo a nuestras espaldas, tras despegar del espaciopuerto de Stillake. En su bodega viajaban unos trescientos pasajeros con destino inmediato a la estación espacial Mir-Washington para formar parte del siguiente viaje colonial a Marte.
Aquella sería mi próxima escala. Yo formaría parte del pasaje del vuelo 930 al planeta rojo.
—Ten mucho cuidado allá arriba, Mickey.
Seis palabras que salieron de los labios de Stan y que es lo que recuerdo con mayor nitidez de mis últimos días en la Tierra, durante aquel año de 1966.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Nínive
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Nínive »

¿Y qué es lo que nos quieres contar en este relato? Porque yo solo veo una ¿ucronía? en la que describes un pueblo y una vida, pero sin que pase nada. Y un relato no solo se basa en una ambientación y unas descripciones, falta el meollo, la acción, la trama. ¿De qué me sirve que me cuentes lo de la dependienta de la tienda? Es accesorio. ¿Para que me sorprenda con la fecha al final? Mmmm... me falta mucho. Y la idea es buena, pero si hubiera una trama consistente. Te has quedado en la recreación de ese mundo.
En fin, no sé. No es la idea que tengo yo de relato. Piénsalo. :60:
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Landra
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Landra »

Nos ha quedado a todos claro que llueve. Pero parece que no ocurre nada más.

:(

Un saludo!
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zilum
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por zilum »

En lo positivo me encanta el mundo creado por el autor, que se ve que tiene recursos de sobra para desarrollarlo. Por otro lado, y es una cuestión personal, yo soy de los que les gusta y necesitan que haya más acción. El autor nos descubre un mundo fascinante, pero la historia no me termina de convencer. Para mí por momentos se me hace un poco espeso, pero ojo, he leído a muchos bestseller con los que me ocurre lo mismo.

El mundo lo tienes y de ahí puedes sacar mucho jugo. Ánimo! :wink:
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Oberón
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Oberón »

Si solamente hubiera podido leer el último párrafo, hubiera creído que el cuento en su totalidad debía ser muy bueno.
Sin embargo, me quedo con lo dicho en comentarios anteriores: habiéndolo leído completo, da la impresión de haberse quedado un poco corto de trama.

De cualquier modo, el estilo me parece bastante prometedor.
Última edición por Oberón el 19 Abr 2016 03:43, editado 1 vez en total.
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Fernweh
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Fernweh »

:hola:
Este empecé a leerlo ayer noche y tuve que dejarlo a medias, me perdía.
Hoy he vuelto a la carga, desde el principio, y me ha resultado más fácil de seguir, aunque tiene ciertos tramos que me han hecho salir de la historia, quizá porque no he encontrado un hilo conductor al que agarrarme.
Está bien escrito y el ambiente está muy bien recreado, pero se me queda corto en cuanto a trama. Para que un relato me atrape, necesito que haya algo detrás, no sólo que esté bien narrado, y es lo que más me falla aquí, no veo un argumento claro.
No obstante te felicito porque creo que tienes talento para escribir, crear mundos y ambientes y el hecho de que a mí no me haya llegado lo que cuentas, no quiere decir que no sea bueno.
:60:
«El futuro es más ligero que el pasado, y los sueños pesan menos que la experiencia porque la vida no vivida es más leve, tan leve.»
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Mister_Sogad
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Mister_Sogad »

Buen texto autor/a, bien escrito, me gusta el desarrollo, la narración. La historia me ha atrapado, aunque a ratos, porque de vez en cuando me paraba a preguntarme si esto era una ucronía o me estaba perdiendo algo, a ver está claro que por las fechas y los adelantos tecnológicos debe ser una ucronia, pero creo que podías haber metido guiños más sutiles y a la vez claros de todo eso. Pero la ambientación ha sido una delicia, tal vez algo detallada, pero a mí eso me gusta, y en mi mente se ha desarrollado casi todo lo que creo querías mostrar. Casi porque algunas cosas se me han escapado, por lo que espero que en una seguda lectura lo pille todo bien.

La historia se me ha quedado algo coja, no he visto del todo al protagonista, ni la razón de pararse a explicar ciertas cosas (el caso por ejemplo de la estructura o edificio ese), sin embargo si me he sentido algo empático con sus sensaciones, como un fondo nostálgico pero a la vez entusiasmado de dar un paso adelante en su vida.

La ambientación, repito, me ha encantado. Me han asaltado imágenes muy interesantes, como ese rojo, o la parte de atrás de la casa de Stan que da al río.

Ya regresaré autor/a. :60:
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David P. González
Pesadilla
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por David P. González »

Me ha gustado mucho, porque escribes muy bien, aunque encuentro algunas expresiones y descripciones un poco forzadas y desentonan con tu estilo natural. No fuerces.
Como relato no lo veo, lo siento. Lo veo como una introducción, un prólogo.
Insistes mucho sobre la lluvia roja, como si el relato girase en torno a ella, no sé si quieres decir algo con eso. Haciendo una rápida búsqueda en internet veo que ha habido varios casos de lluvia roja y se especula con el hecho de que sea de origen panspérmico, ¿van por ahí los tiros? Seguro que no :cunao: :cunao:
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IrisCornegie
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por IrisCornegie »

Sinceramente, me ha aburrido bastante. Escribes muy bien, pero en el relato no pasa nada. Hay una ambientación muy currada y ya. Lo que más me ha gustado es el final, con el prota yéndose a Marte :lol: Qué pena que no desarrollaras más eso.
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mariomc
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por mariomc »

Para empezar hay que destacar lo bien que escribe el autor. A mí me ha gustado mucho el relato y como es el viaje que, como lector, se hace hasta llegar al final. Enhorabuena al autor.
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indigeitor
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por indigeitor »

Lo siento, seguramente será culpa mía, pero me he salido del relato varias veces. Está bien escrito, pero no me ha enganchado en ningún momento. Quizá le dé otra oportunidad cuando los lea todos...
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Sinkim
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Sinkim »

Me ha gustado la historia, se nota la calidad de la pluma que hay detrás del relato :D La historia parece no contar demasiado pero es suficiente para mostrar un mundo agonizante y un huída hacia adelante por parte del protagonista. En algunos momentos me ha recordado al estilo de Ray Bradbury en sus Crónicas marcianas :lol:
"Contra la estupidez los propios dioses luchan en vano" (Friedrich von Schiller)

:101:
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Gizuy
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Gizuy »

Me ha encantado. El ambiente, todas las imágenes que evocaba el relato, el protagonista que desea escapar de un lugar asfixiante... Y todo escrito de una manera deliciosa. El final me ha dejado una sonrisa en los labios.
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ACLIAMANTA
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por ACLIAMANTA »

Fue uno de los primeros que cogí, lo dejé y hoy lo he retomado y me costó terminarlo. Y no porque no esté bien escrito. Por el contrario me parece que el autor escribe muy bien, pero al comienzo no me enganchó y a medida que iba avanzando me perdía cada cinco renglones y tenía que volver atrás… al final creo que no entendí muy bien.
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Ratpenat
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Re: CPXI Aquel último sábado

Mensaje por Ratpenat »

No tengo ningún problema en decir que esto es un relato. Ay, cuando me hablan de ataques aéreos me acuerdo siempre de esta canción :cunao:


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Yo he visto como historias dentro de una historia. Pero sí, se me ha hecho menos interesante de lo que podría haber sido. Creo que tienes mucho potencial.

¡Suerte! :60:
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