CP III: "Tiempo muerto"- Roland

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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Arwen_77
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CP III: "Tiempo muerto"- Roland

Mensaje por Arwen_77 »

24º participante concurso Primavera 2008

Tiempo muerto





Decir que el sol le pegaba en la cabeza y derretía sus ideas quizás era quedarse corto. Nunca había sentido tal agobio y angustia. Sin un resquicio de sombra bajo el que cobijarse, sólo la tierra baldía se extendía ante él como un manto amarillo y gris. No tenía nada por delante. No había nada detrás. Sólo tierra y más tierra. He mencionado el amarillo, pero quizás esa palabra lleve a la idea del color, del amarillo plátano o amarillo canario, que son colores vivos y hermosos. El amarillo que él tenía delante era terroso, casi blanco al incidir sobre él un sol inclemente y aplastante.
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, sólo que sus piernas hacía mucho que habían dejado de obedecer los dictados de su cerebro. Avanzaban, situando un pie delante del otro, sin que ninguna orden consciente les obligara a hacerlo. Se miraba los zapatos destrozados mientras se movían y se sentía muy lejos de ellos, como si pertenecieran a otra persona, a otro mundo y otro tiempo. Para él sólo existía el calor. Se había quitado la blanca camiseta y se la había amarrado a la cabeza en un ingenuo intento de evitar la insolación. Las letras de la camiseta, desteñidas y cuarteadas, mostraban su mensaje, Canarias, tierra cálida, como una burla cruel de su extraña situación.
Pero, ¿cuál era su situación?
Se detuvo. Un nubecilla de polvo seco acompaño a su pies mientras se paraban. Un cosquilleo le recorrió las piernas agotadas, como si hubieran perdido la costumbre de reposar erguidas. Miró de nuevo hacia delante. Nada. Hacia atrás. Nada. Su pendiente, recientemente puesto en su lóbulo izquierdo como símbolo de madurez e independencia, brillaba como un faro en mitad de la tormenta. Miró hacia arriba. El cielo, de un azul igual de pálido que el amarillo de la tierra, y el sol terrible mucho más grande de lo que lo había visto jamás. Hizo un esfuerzo mental, pero no fue capaz de recordar qué hacía allí. Tampoco a donde iba. El vaquero, roto por las rodillas, se le pegaba a las piernas por culpa del calor. Peor aún, no era capaz de recordar de dónde venía.
Tenía sed. Su garganta, tan áspera y seca como la tierra que pisaba, le dolía cada vez que tragaba una saliva densa y amarga que de cuando en cuando le mojaba la lengua sólo para recordarle que el único líquido a su alrededor era el que contenía su cuerpo.
¿Estaba muerto? Recordaba haber leído o escuchado o que le habían contado, que el infierno era algo así. Bueno, quizás no así exactamente, pero podría serlo perfectamente. Sin embargo, se sentía vivo, y podía sentir su corazón palpitando detrás de su pezón izquierdo. Si estuviera muerto no tendría sed, no le dolerían los pies y no le picarían los ojos por la intensidad de la luz. ¿O sí? No podía saberlo, pues él no había fallecido nunca ni había conocido a nadie que pudiera presumir de haberlo hecho y vivir para contarlo. O sea, que no podía descartar que estuviera muerto, pero tampoco tenía forma de comprobar que no lo estuviera.
A lo mejor se había vuelto loco. Quizás aquella vasta extensión de tierra sin sentido era lo que había en el interior de su propia cabeza y que se hubiera perdido en ella. ¿Estaría amarrado a una cama, en estado catatónico por la sedación, con su madre llorando y velando su cuerpo sin alma? Enseguida se dio cuenta de que no tendría forma de comprobar ninguna de las dos alternativas y no le veía sentido a seguir buscando más. No importaba ni dónde estaba ni qué hacía allí. Tenía que llegar a algún sitio, y eso era lo realmente importante. Aún así, antes de descartar esos pensamientos se permitió una reflexión: si tenía que elegir alguna de las opciones, estaba claro que prefería la segunda. La explicación es muy simple y quizás diferente de lo que en principio podría pensarse: si estaba muerto, era irreversible, por supuesto. Pero si estaba vivo y estaba allí realmente, perdido en mitad de la nada, sin agua ni cobijo, no tardaría en morir. Así pues, paradójicamente se descubrió a sí mismo deseando estar loco.
Seguiría avanzando pues, con la esperanza de llegar a algún sitio.
Levantó un pie dispuesto a dar un nuevo paso y lo detuvo en el aire. Tenía que seguir adelante pero, ¿dónde era adelante? Miró a su alrededor, pero ninguna huella habían dejado sus pasos en aquella tierra muerta y pedregosa. Ninguna nube de polvo, ninguna piedra movida, ninguna rama pisada. Era como si hubiera caído del cielo. Pero recordaba haber caminado hasta hacía apenas un instante, ¿o no?
Le dolían las piernas y tenía los zapatos destrozados, así que dedujo que sí, que había llegado allí a pie. Pero no era capaz de recordar de dónde.
Con un suspiro de resignación, se ajustó la desgastada camiseta lo mejor que pudo, eligió un dirección al azar, y comenzó a andar otra vez. En el momento en que daba el primer paso, sus ojos captaron algo. Se detuvo de nuevo. ¿Le estaban engañando sus ojos marrones, cansados y deslumbrados por los rayos de aquel sol que podría convertirse en su juez, jurado y verdugo? No. Había algo allá, a lo lejos, justo delante de él. No podía distinguirlo en la distancia, pero era algo, y no era ni tierra ni piedra ni arena. Quizás fuera una persona, pero no podía asegurarlo. Comenzó a caminar con más brío en esa dirección.
Tardó mucho en acercarse lo suficiente como para distinguir lo que era. Sintió una punzada de decepción al comprobar que no era una persona. Había deseado con todas sus fuerza que fuera alguien, en vez de algo. Sin embargo, necesita algo, una cosa, o varias mejor dicho: agua, un parasol, unas botas, unas gafas de sol… Todo eso le habría aliviado más y mejor la situación en la que se encontraba que una persona de carne y hueso. Sin embargo, ansiaba encontrar a alguien que pudiera hablarle y decirle dónde estaba y qué hacía allí.
Pero no era ninguna de esas cosas que podía necesitar en aquella tierra vacía e inhóspita, donde no se movía ni el aire. Tampoco era alguien que pudiera hacerle compañía o darle alguna explicación. Su asombro fue creciendo a medida que su cerebro era capaz de dar forma al conjunto de líneas y sombras que conformaban el objeto que, ahí plantado en mitad de la nada, parecía estar esperando por él. En silencio e inmóvil, pero esperándolo paciente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Por otro lado, ¿para que necesitaba el tiempo una cabina de teléfonos? Por que eso era lo que había encontrado. Una cabina. De hecho, ni siquiera era eso. Era sólo un teléfono anclado a un soporte. Si hubiera sido una cabina de verdad, si no fuera sólo un uso incorrecto de la palabra, una definición errónea fruto de la tradición, se habría alegrado mucho más. Por lo menos habría tenido dónde resguardarse del sol.
Ver aquel teléfono, allí sólo, estúpido en sí mismo y sin ningún uso, le dio ganas de llorar. Quiso coger aquel aparato, viejo y desteñido por el tiempo y la intemperie y destrozarlo hasta que no quedara de él más que minúsculos fragmentos que se mezclaran con la tierra en la que se clavaba el poste metálico, aunque opaco y sin brillo, que lo sujetaba.
Pero no hizo nada de eso. Sólo se quedó mirándolo, como un tonto del culo, sin creerse lo que estaba viendo. Un teléfono en mitad del desierto. ¿Qué hacía allí un teléfono? ¿Quién iba a usarlo, el polvo? Aquel pensamiento le dio ganas de reír y, en un abrir y cerrar de ojos, pasó del llanto de la desesperación a la risa histérica del que se sabe perdido.
Cuando se le pasó el ataque y pudo recuperar el ritmo de la respiración, se acercó y tomó el auricular del teléfono. Era un aparato antiguo, de los que tenía un círculo con números y tenías que meter un dedo y girarlo para poder marcar, y estaba muy caliente. Tuvo que soltarlo y se llevó la mano a la boca para aliviar la quemazón de los dedos al tiempo que lanzaba un grito casi silencioso más de sorpresa que de dolor. Se quitó la camisa de la cabeza, envolvió con ella el auricular que había quedado colgando y lo tomó de nuevo. Cuando se llevó el teléfono a la oreja, con cuidado esta vez de no pegárselo a la piel, comprobó lo que sospechaba desde el principio: la línea estaba muerta. Estaba tan muerta como podía estarlo él mismo. Pero no retiró el auricular, sino que lo dejó pegado a su oído, como si tuviera que escuchar algo, como si necesitara que de aquel objeto perdido surgiera una voz amiga. Esforzándose mucho, creía oír muy lejos, enterrado bajo toneladas de cable, un sonido difuso, como un papel de lija frotando una pizarra. Intentó marcar un número haciendo girar el dial, pero no ocurrió nada. El auricular continuó mudo. Muerto como todo a su alrededor hasta donde alcanzaba la vista.
Colgó de nuevo el aparato y se sentó en el suelo frente a él, desesperado como si aquello fuera el fin de todo, la prueba final de que nada tenía sentido.
No supo cuánto tiempo estuvo así, sentado en aquella tierra caliente con las piernas cruzadas y la espalda recta mirando a aquel objeto que no tenía que estar allí. Si estaba muerto no tenía nada que hacer, pero si estaba loco y aquello era su mente, debía tener capacidad de controlarlo. Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que el teléfono desapareciera, que al abrirlos sólo tuviera delante más tierra y cielo. Pero cuando los abrió, el teléfono seguía allí, incólume, firme como el tiempo.
Se levantó de un salto y le gritó que se fuera a la mierda. Se amarró de nuevo la camisa a la cabeza y decidió seguir caminando. Nada se le había perdido allí. Calculó su ruta en función de la posición del teléfono cuando llegó hasta él y decidió que debía dirigirse hacia su izquierda. Tomó aire y dio un paso firme.
En ese momento sonó el teléfono. El timbre, agudo, penetrante y exageradamente alto, se le clavó en el cerebro como si fuera el único sonido en el mundo, y por lo que él sabía, podía ser justo eso.
No podía creer lo que escuchaba, pero descolgó como si le fuera la vida en ello.
- ¿Diga? – la voz le salió ronca y áspera.
Al otro lado, sólo el sonido de la lija sobre la pizarra.
- ¿Diga? – volvió a preguntar.
Silencio.
Sin entender nada, desistió. En el momento en el que estaba a punto de colgar, oyó una voz.
- ¿Hola?
Rápidamente se llevó de nuevo el auricular a la oreja, agarrándolo con las dos manos como si fuera un objeto sagrado
- ¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien?
- ¿Hola? – repitió la otra voz.
- Sí, ¿quién eres? – hablaba deprisa, con la voz agitada, temeroso de que la conexión se colgara en cualquier momento.
- ¿Hola? ¿Quién eres? – la voz sonaba tan inquieta como él, nerviosa y dubitativa.
- ¡Menos mal! No sé qué está pasando. ¿Quién eres?
- ¿Dónde estás? – preguntó la voz, ansiosa, ignorando la pregunta que acaba de hacérsele.
- No sé dónde estoy. Creo que me he perdido.
- Yo también – dijo la otra voz.
No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Había otro chico en la misma situación que él?
- ¿Tú donde estás? – le preguntó – Yo estoy en una especie de desierto. Hace mucho calor.
- Yo también – dijo de nuevo la otra vez. No era capaz de interpretar su tono. Alivio, inseguridad, temor… - Pero yo tengo frío. No sé donde estoy.
- Descríbeme qué ves.
- No, esto es una locura. Voy a colgar. Esto no puede estar pasando.
- ¡No! No cuelgues, por favor – casi gritó al auricular – Habla conmigo.
- No, no quiero. Eres un fantasma.
- No soy ningún fantasma. Soy real, me llamo Ernesto. ¡Soy real!
Al otro lado se hizo un silencio sepulcral. De nuevo, al fondo, el sonido de la lija, como si estuviera a miles de kilómetros.
- Ernesto, ¿vas a venir a buscarme?
Ernesto se quedó de piedra. De repente aquella voz le sonó conocida. Pero no podía ser.
- ¿Quién eres?
- ¡¿Vas a venir a buscarme?! ¡Tengo miedo!
Entonces recordó qué hacía allí.
- ¡Oscar! ¡Dime dónde estás! Voy a ir a buscarte.
Entonces algo cambió en la línea. El sonido de lija sobre pizarra comenzó a ganar intensidad. Al principio muy despacio, después fue ganando intensidad cada vez más rápido. Pero junto a ese sonido, terrible y que provocaba en él ganas de soltar el teléfono y salir corriendo, uno nuevo se empezaba a mezclar, aunque aún no podía distinguirlo con claridad.
- No sé donde estoy. Hace frío y tengo miedo. Estoy sólo, no hay nadie. No encuentro a nadie. ¡Viene alguien! No le veo la cara, pero me está llamando.
- ¡Oscar! ¡Espera! No le escuches.
No sabía porqué le decía eso, pero algo en su interior le decía que tenía que seguir hablando, que tenía que conseguir que aquel que estaba al otro lado le escuchara a él y no a ese otro. El sonido áspero seguía creciendo. Ahora comenzaba a distinguir el sonido de fondo. Era una pulsación, rotunda y regular, cómo un corazón latiendo despacio.
- ¿Quién eres? – preguntó la voz al otro lado.
- ¡Soy Ernesto! – pero enseguida comprendió que no hablaba con él. Hablaba con el otro. El sonido, desgarrador, amenazaba ya con tapar cualquier otro.
- ¡Oscar! ¡Escúchame a mí! – gritaba, desesperado.
- Ernesto, tengo que dejarte.
- ¡No! ¡Oscar! ¡No le escuches! ¡Escucha mi voz, voy a buscarte!
- Adiós, Ernesto.
En ese momento, el sonido de pizarra aumentó de volumen hasta saturar sus oídos y tuvo que soltar el auricular con un grito. Tenía la cabeza embotada. En su cerebro se mezclaban los dos sonidos, pero el rasguño cedía mientras que el otro, el latido, cobraba más fuerza. No podía pensar. Se llevó las manos a la cabeza, intentado contener lo que parecía querer salir de ella. Tenía miedo de que si no lo contenía, le reventaría el cráneo
Se tiró al suelo, incapaz de contener sus gritos ni sus lágrimas. Lloraba de dolor, pero también de rabia, de impotencia, de furia por Oscar, por no haber conseguido que se quedara escuchando su voz, por haber permitido que el otro se lo llevara.
Entonces la luz del sol cambió. Comenzó a aumentar de intensidad hasta tal punto que incluso con los párpados cerrados sentía su poder hiriéndole los ojos. No podía aguantar el dolor, y gritó. Gritó con todas sus fuerzas.

La luz del sol comenzó a atenuarse y el dolor de la cabeza remitió de pronto. El latido dejó de sentirlo en los oídos y el sonido se trasladó más abajo, a su interior como una vibración profunda.
Con miedo, abrió un poco los ojos. Al principio no fue capaz de entender lo que estaba viendo. El cielo se había vuelto blanco y el sol se había reducido a un punto de luz que apenas alumbraba. Sus oídos se llenaron de pronto de sonidos de todo tipo, pero sobre todo, voces. Voces agudas y graves, pero sobre todo desconocidas. Y un llanto. Intentó mover la cabeza buscando el origen de éste último y le pareció que los músculos no le respondían. Poco a poco consiguió girarse y vio a una mujer sentada en una silla, llorando desconsolada. A su alrededor, varios pares de manos se afanaban haciendo cosas que no lograba entender.
Entonces consiguió ubicarse. Estaba en una habitación, en su casa. La mujer que lloraba era su madre y pudo ver a su padre hablando con un hombre de ropa oscura y brillante al mismo tiempo. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo el brazo. Dirigió la mirada hacia ese punto y pudo ver una aguja clavada en la cara interior del codo. Pero estos sencillos movimientos lo dejaron agotado. Sólo tenía ganas de volver a cerrar los ojos, pero cuando lo intentó, una mano enguantada y fría le golpeó en la mejilla.
Se sintió volar. El suelo se alejó de él y vio a su madre, como envuelta en bruma, acercarse a él con dos grandes zancadas. Sus ojos llenos de lágrimas contrastaban con su tímida sonrisa, mezcla de alivio y esperanza, mezcla de dolor y dudas. Comenzó a moverse al ritmo de dos personas a las que distinguió a sus pies y su cabeza. Comprendió con dificultad, y sin darle mucha importancia, que estaba sobre una camilla y que quienes le transportaban eran sanitarios.
- Te pondrás bien – le decía su madre desde muy lejos con la voz entrecortada –, te lo han podido sacar todo del estómago.
Ernesto no entendía nada. Sólo quería dormir. Otra bofetada.
Justo antes de que lo sacaran de aquella habitación, pudo echar un último y adormilado vistazo. La estancia estaba llena de gente. Vio gente de blanco, gente de negro, fogonazos de luz que le herían los ojos, su madre, su padre…y sobre la cama, sobra la colcha empapada en sangre, el cuerpo pálido de su hermano menor Oscar con dos grandes manchas rojas en las muñecas.
Última edición por Arwen_77 el 30 Abr 2008 00:10, editado 1 vez en total.
:101: El trono maldito - Antonio Piñero y José Luis Corral

Recuento 2022
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1452
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Mensaje por 1452 »

¡Bestial!
Sorprendente el giro del final.
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Fley
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Mensaje por Fley »

Está muy bien. Es muy turbador. Es uno de esos relatos que juegan con la fantasía para llevarnos luego a la realidad más dura. Aunque creo que se extiende demasiado cuando deja llevar la responsabilidad del relato a la conversación entre Ernesto y Oscar, esto le da a su vez velocidad. Lo cierto es que, aunque creo que no toca nada nuevo y aparentemente se basa en circustancias que ya he leído en otras ocasiones, el relato me ha encantado, el desierto, la desesperación... Será que estas características las encuentro bien espuestas y me han subjetivizado más, solapando lo que objetivamente pueda opinar de él. Supongo que al fin y al cabo eso es lo que buscamos de los relatos, que nos "subjetivicen" :P .
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Holden Caulfield
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Mensaje por Holden Caulfield »

Muy bueno. Contiene muy bien con ese ritmo lento un final sorprendente.
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Felicity
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Mensaje por Felicity »

está muy bien... :D
pero una rallada la del personaje que te tiene angustiada todo el relato
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Nos pasamos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante (Oscar Wilde)
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Desierto
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Mensaje por Desierto »

Me gusta. Sobretodo el manejo del tempo, cómo logra ir acelerando poco a poco hasta catapultar el final.
Es el terreno resbaladizo de los sueños lo que convierte el dormir en un deporte de riesgo.
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El Ekilibrio
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Mensaje por El Ekilibrio »

Me ha recordado la historia a la novela que acabo de leer de Salinger (El guardian entre el Centeno)... Salvando los prismas y las intencionalidades....
Es una narración angustiante y muy bien llevada. Yo no he notado un 'in crecendo' en el ritmo como ha comentado algún compañero como para destacarlo. Es más, los dos últimos párrafos combinan oraciones largas (demasiado largas incluso para mi gusto) y cortas... no haciendo tambalear por ello un ritmo coherente a esta narración.

Felicidades
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al_bertini
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Mensaje por al_bertini »

Muy muy angustiante, una auténtica pesadilla. Me ha sorprendido muchísimo el final...dos suicidios?
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Campanilla
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Mensaje por Campanilla »


Desconcertante de principio a fin.
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Katia
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Mensaje por Katia »

Muy bueno :eusa_clap:
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Emma
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Mensaje por Emma »

Muy bien narrado. Angustioso. E intrigante, ¿qué lleva a dos hermanos a querer suicidarse juntos?
Gracias.
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Gabi
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Mensaje por Gabi »

EMMA escribió:Muy bien narrado. Angustioso. E intrigante, ¿qué lleva a dos hermanos a querer suicidarse juntos?
Gracias.
Idem!

Felicitaciones al autor!
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ciro
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Mensaje por ciro »

Te engancha y te lleva de la oreja hasta el final. Otro relato con final trágico, quiza lo menos original.
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isabelita
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Mensaje por isabelita »

Me ha gustado mucho, ¡qué tensión! ¡Qué desesperación!
Es el penúltimo relato que estoy leyendo, y tenía bastante clara mi votación, pero ahora dudo. Este pasa a ser otro de mis favoritos :shock:
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SHardin
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Mensaje por SHardin »

Leído. Yo no se si definirlo como 'in crecendo'. Pero la historia al comenzar me intereso. Pero al llegar a la parte del teléfono pasó de interesarme a tenerme cautivado. A partir de esta parte he quedado totalmente enganchado. :eusa_clap:

Tengo la sensación que hay más mensaje del que logro ver en este relato, que no lo he comprendido del todo.
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