CRI:El amor de Leopoldo y Angelina-Raoul (Ganador Jur y Pop)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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lucia
Cruela de vil
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CRI:El amor de Leopoldo y Angelina-Raoul (Ganador Jur y Pop)

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EL AMOR DE LEOPOLDO Y ANGELINA (contado por una biznieta suya algo resentida)

Alboreaba con las primeras luces del año 1901 el nuevo siglo, cuando mi tatarabuelo, el gran Leonardo de las Virtudes Sandoval, decimoséptimo conde del Vioilo, héroe superviviente de la guerra contra el yanqui y primer español contemporáneo diagnosticado de estrés postraumático, sintió que “esta tonta travesía sobre la nada que es la vida” llegaba a su término. Así que mandando llamar a toda prisa a su vástago unigénito -que en ese momento regresaba de celebrar la Nochevieja-, lo miró de arriba abajo con ojo crítico y luego de carraspear un poco y de ordenarle que se quitara el zapato de la oreja, le habló de esta manera sencilla a la par que solemne:
— Leopoldo, he pensado que me muero. No volveremos a vernos, hijo mío. Todo el patrimonio y la fortuna de los Sandoval quedarán desde hoy en tus manos. A ver qué haces, porque, aunque no nos conocemos mucho, me da que eres un poco bruto. Ahora escucha bien e imbúyete de estos conceptos que te transmito, obra de mi experiencia… No bebas, pero si bebes procura no derramar el líquido por los bordes. No fumes más de la cuenta, que te atufarás. No te acuestes tarde, que trasnochar da dolor de cabeza. No juegues, que es vicio feísimo. No te digo que no vayas con malas mujeres porque eso sería una redundancia: no hay ni una buena. Así que no pierdas el tiempo; elige la que te parezca más tonta, que ésa aún te dará ciento y raya. No te presentes tarde a las citas, que resulta de mal tono. Pero tampoco llegues pronto ni seas puntual, que eso es de apocados. No te hagas el gracioso en las tertulias. No uses botines blancos los días de lluvia. Cuando no hables, no te quedes con la boca abierta. Abrígate si ves que hace frío. No te metas en política. No te hartes de chocolate. No abuses del café. No se te ocurra jamás comprarte un loro... Fuera de todo esto y de alguna cosa más de la que ahora mismo no me acuerdo, puedes hacer lo que te dé la gana. Adiós y suerte. Y márchate ya, que esto de morirme me está costando más de lo que me creía.
Aprecien, Sras. y Sres. lectores, en esta patética escena, las congojas del rey que se va y la ineptitud del rey que le sucede. En el memorable discurso de Don Leonardo, fielmente recogido en el cronicón familiar, aletean el mismo agorero presagio, los mismos sombríos augurios que le venían a Felipe II cuando, en su lecho de muerte, pensaba en su hijo. Si, en efecto, Felipe III fue una calamidad para España, Leopoldo María Sandoval Goncharov, decimoctavo conde del Vioilo, fue las diez plagas de Egipto para la noble casa de los Sandoval. Y no tuvo para ello necesidad de ningún Lerma que le ayudara ni de ningún Moisés que le fuera dando la vara. Él solito se las arregló para conducirse, con movimientos de pato mareado, al borde del abismo, porque… Porque lo diré de una vez y sin paños calientes: mi bisabuelo era tonto. No algo tonto, no tonto vulgar, no medio tonto sino un tonto de verdad, un tonto completo, un tonto con genialidades de tonto y medio. Sólo así se entiende que una termita, una polilla del tamaño de Angelina Sáez Monterini se le pudiera meter en su vida para causarle tan colosal destrozo en muebles, inmuebles y bolsillos sin que él hiciera otra cosa que abrirle de par en par todas las puertas y reírle, una a una, todas las gracias.
Y el caso es que los primeros pasos de Leopoldo solo por el mundo mostraron cierta derechura y notable fuste, dando la impresión de estar su dueño decidido a que se dijera de él que era “un chico muy formal”. Se acostaba pronto, se levantaba temprano, no faltaba a misa sino los días que estaba enfermo, era moderado en las comidas, frugal en las cenas, aparte de agua y del chocolate de la merienda no bebía más que un poquito de rosolí “para coger el sueño”, obedecía siempre los consejos de su tío Baldomero –a quien nombró secretario y administrador de su hacienda-, no contraía deudas, no pisaba un casino ni un hipódromo así le mataran, y se guardaba de líos de faldas como del demonio. En suma, era un devoto y religioso cumplidor de los preceptos que su padre le había expuesto en su arenga del 1 de enero, que para él representaba poco menos que otro Sermón de la Montaña. Sólo dos pasiones parecían dar algo de color a su sosísima existencia. La primera consistía en una desmedida afición por la ornitología, ciencia a la que consagraba la mayor parte de su tiempo libre (o sea, aquél que no dedicaba a dormir). Era en efecto su mayor gusto realizar frecuentes excursiones al campo, de las que invariablemente regresaba con un cuaderno emborronado de dibujos, una jaula llena de pájaros, tres o cuatro chichones (producto de su escasísima habilidad para trepar por las ramas en busca de nidos) y sabiendo imitar con tal gracia y exactitud el canto del estornino pinto o de la curruca zarcera que daba verdadera gloria oírle. Las aves capturadas no iban a parar a la cazuela sino a una amplia habitación de la planta superior del palacio en la que sólo entraba Leopoldo, no porque lo tuviera prohibido a nadie sino porque nadie, ni miembro del servicio ni visitante forastero, se atrevía a penetrar en un lugar que, por el ruido y comportamiento de sus ocupantes, bien merecía el nombre que alguien le puso de “manicomio plumífero” o “infierno pajaruno”.
La segunda afición de Leopoldo, que fue la que finalmente provocó su decaimiento y ruina, tenía clara relación y evidentes concomitancias con la anterior. Si tanto se pirraba el pollo por el dulce y melifluo trinar de los angélicos y diminutos seres alados, poco puede extrañar que le apasionara el variado y alto gorjeo de los bípedos terrestres y humanos. Vamos, que mi bisabuelo era un fervoroso amante de la ópera, un fanático absoluto del canto sopranesco y tenoril, que antes se arrojaría desde el Viaducto que perderse un estreno en el Real. Nuestra familia poseía un palco en el teatro y allí se le veía siempre que el telón se alzaba, con los anteojos en una mano, un cucucucho de altramuces en la otra, el programa de la obra en el antepecho y la expresión ingenua y arrobada en el rostro.
Pues bien, en una de esas veladas se fraguó la catástrofe. Minutos antes de una representación de “Rigoletto”, la celebérrima soprano Lita della Grande Croce pisó entre bastidores la cola de un gato, con tan mala suerte que del susto que se llevó (ella, se entiende) dio un salto y se le enredó el zapato en una cuerda unida al decorado del primer acto de cuyo extremo tiraban en aquel preciso momento, con un entusiasmo más hijo de la prisa que del amor al trabajo, dos operarios asturianos. De resultas de esta fatídica concatenación de circunstancias, la legendaria cantatriz ferraresa acabó desparramada por el suelo de muy mala manera, con un golpe en la base del cráneo que le privó primero de la peluca rubia y luego del sentido. Enorme revuelo y precipitadas carreras se produjeron en socorro de la diva, que fue transportada entre gritos y lamentos de todos los presentes a su camerino. Allí, y por largo espacio, se le aplicaron sales, bofetadas y cubos de agua sin óptimos resultados… Muy sudoroso, el director del teatro se asomó al proscenio para preguntar si entre el respetable público había un médico. Un brazo se levantó en el patio de butacas. Dicho brazo resultó pertenecer a un mofletudo caballero del que después se averiguó que en realidad era un callista especialista en uñeros al que una cliente agradecida le había cedido el billete de entrada. Recibido como un Hipócrates resucitado o un Galeno revivido, el orondo señor fue rápidamente conducido al camerino de la artista, donde se le hizo depositario de todas las esperanzas. Tras someter a la accidentada a un riguroso examen ocular, tomarle el pulso en tres ocasiones y, cosa que provocó la admiración general, quitarle el calzado, el supuesto médico anunció que, en su calidad de facultativo, podía asegurar sin miedo a equivocarse que aquella señora se había dado un buen porrazo en la cabeza y que si no despertaba de su inconsciencia él personalmente encontraba muy difícil que pudiera cantar esa noche. Concluyó diciendo que, sin embargo, no todo eran malas noticias, pues en verdad jamás había visto unos pies más sanos y mejor cuidados.
Se tiraba de los pelos el director del teatro, lloraba a lágrima viva la madre de Lita della Grande Croce, amenazaba el agente de la italiana con denunciar al teatro por dejar félidos sueltos sin ton ni son, se culpaban mutuamente los asturianos por el inopinado tirón de cuerda, mostraba el callista al barítono signor Monteforte la rara perfección de las plantas de la ilustre hija de Ferrara, cuando desde un rincón se abrió paso una jovencita muy rubia y de aspecto timidísimo ataviada con prendas medievales. Acercándose sigilosamente al director se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Abrió éste mucho los ojos y, atónito, miró a la joven. Luego la llevó fuera y habló con ella un par de minutos. A esa conversación terminó uniéndose el director de orquesta. A lo lejos se escuchaba el siseo del público impaciente. Finalmente, el director del teatro cogió oxígeno, musitó algo que sonó a un “no hay otro remedio, que sea lo que Dios quiera”, y, dando dos palmadas para reclamar sobre sí la atención, dijo:
— A ver, señores, todos a sus puestos. La función va a comenzar. Considerada la… indisposición de la signora Della Grande Croce, indisposición que soy el primero en lamentar y que, desde luego, originará la apertura de una investigación para esclarecer de quién es el gato - y aquí dirigió una mirada circular y fulminante que parecía avisar: “y que ése se vaya preparando” -, y, en fin, no contando con sustituta oficial, se hará cargo de la parte de Gilda, evitando así la suspensión del espectáculo, esta señorita del coro que asegura saberse el papel y que … ¿Cómo ha dicho Ud. que se llama, señorita?
La “señorita”, que permanecía a su lado con las manos entrelazadas por delante y aire de virgen heroica dispuesta al sacrificio, pronunció con una voz cristalina de la que escapaba un halo de modestia:
— Angelina Sáez Monterini.

Angelina Sáez Monterini, Sras. y Sres. Aquí la tienen. Éste es el nombre: un terrible sarcasmo en rima consonante con Mesalina o Agripina, hembras de su misma ralea y condición. Y ésta es la mujer: la pura perfidia hecha rubia, un demonio, un vampiro femenino arrojado al mundo para chuparle la sangre y sacarle los higadillos a los Sandovales vivos y quebrar las ilusiones y fortuna de los Sandovales por vivir. Duras sin duda les sonarán estas palabras, pero conozcan Uds. los hechos y juzguen después si no le faltan razones a esta biznieta para hablar así de su bisabuela.
No se hallará rastro en la prensa de la época del debut de la Monterini, lo cual no deja de resultar extraño, dadas las circunstancias que lo rodearon. Cómo estuvo aquella noche es, por tanto, una incógnita, un misterio musical que permanece en una oscuridad casi absoluta, pero conociendo a la individua bien puede apostarse a que, como mínimo, no cantó mal. Porque Angelina era una mujer incapaz de hacer nada mal, ya fuera sostener un mi bemol, cocinar una tortilla de patatas o clavarle a uno por la espalda un daga florentina. De todos modos, lo que importa no es lo que pasó sobre el escenario sino lo que sucedió en un palco del segundo anfiteatro donde un señor llamado Leopoldo comía altramuces.
Y lo que ocurrió no fue propiamente un flechazo. Mi bisabuelo se enamoró de mi bisabuela con la misma furia y desesperación con la que su padre Leonardo había disparado contra la marina estadounidense el último cañonazo de su carrera. Fue salir “ella”, la “Venus rubia”, agitar su dorada melena de princesa vikinga, dar dos saltitos, abrir la boca y echarse en brazos del bufón jorobado, y sentir él un bombazo en mitad del pecho y que los altramuces se le iban por las vías respiratorias. Al acabar el primer acto, cuando Angelina gritaba pidiendo socorro, Leopoldo necesitaba de ese socorro con más urgencia que ella; al finalizar el segundo, mientras Angelina suplicaba piedad para el pérfido duque, en su palco Leopoldo pedía piedad para sí mismo; al terminar la ópera, al tiempo que Angelina moría entre estertores fingidos, Leopoldo, bañado en lágrimas auténticas, le juraba amor eterno más allá de la muerte.
Al regresar a su casa, mi bisabuelo, incapaz de contener el candente gusanillo que le devoraba el pecho, pasó por la de su tío Baldomero, le obligó a salir de la cama y, temblando de pies a cabeza, le dijo:
— Tío, sé que no son horas… ¡Pero yo me caso!
No fue la cosa tan fácil, sin embargo. Mi bisabuela asumió con carácter definitivo el papel titular de Gilda, no porque Lita della Grande Croce dejara de recuperarse de su monumental batacazo, no, sino porque la famosa diva ferraresa se negó rotundamente a volver a pisar un lugar en el que “había sido víctima de un atentado anarquista” (se averiguó, en efecto, que el dueño del gato era un portero cuyo hijo mayor mantenía relaciones con la nieta de un cajista que se desenvolvía en ambientes revolucionarios) y en el que, además, se le había prestado una atención médica de calidad ínfima (acusación ésta que motivó la airada reacción del gremio de callistas, que emitió un comunicado en el que, tras quejarse de la ingratitud de la señora Lita y de su menosprecio, “fruto seguramente de la ignorancia”, hacia una profesión tan honorable como imprescindible, le recomendaba, en una amenaza escasamente velada, no padecer nunca juanetes en España).
Leopoldo asistió a aquellas representaciones de “Rigoletto” sin perderse una sola. No sólo en eso fundaba sus esperanzas de enamorado, naturalmente, pues no era tan tonto como para ignorar que si él no tenía ojos más que para la Venus rubia, la Venus rubia no tenía siquiera noción de su existencia. Así que, al acabar cada función, enviaba a su amada un oloroso ramo de rosas rojas junto a una tarjeta en la que, con frases de tono más encendido que las rosas, le ofrecía su henchido y atormentado corazón. Angelina aceptaba los ramos pero, por lo demás, no mostraba ningún interés por los órganos internos de mi bisabuelo. Abatido éste a causa de los infructuosos resultados y el nulo avance de su campaña de conquista, consultó el problema con su tío Baldomero, el cual, tras darle muchas vueltas a la cosa y como hombre práctico que era, sugirió:
— A ver si va a ser que no le gustan las flores…
No le pareció a Leopoldo que su tío hubiera dicho ninguna tontería. Así que resolvió cambiar de táctica. Subió al último piso de su casa, hizo un severo escrutinio entre el personal y, esa misma noche, Angelina Sáez Monterini recibió en su camerino, en vez del acostumbrado ramo de flores, una graciosísima pareja de alcaudones dorsirrojos, a los que siguieron, en posteriores, sucesivos e ininterrumpidos envíos, una garbosa curruca tomillera, tres bonitos jilgueros, un simpatiquísimo reyezuelo listado, dos elegantes currucas cabecinegras y un espectacular somormujo lavanco que Leopoldo mismo había cazado, con considerable riesgo para su persona, en las lagunas de Ruidera.

Por fin la montaña pareció vacilar y la diosa pareció descender de su Olimpo para hacerse carne mortal. Quiero decir que por fin mi bisabuelo obtuvo premio a sus muchas fatigas, y una tarde en la que se acicalaba para ir a la ópera, con una jaula al lado en la que dormitaban un mosquitero musical y una tarabilla norteña, le llegó respuesta de la Venus. Con mano temblorosa acertó apenas a abrir el sobre y leyó el mensaje que contenía presa de una excitación que con facilidad pueden Uds. imaginar. Decía así:
“La señorita Sáez Monterini agradece al condesito del Vioilo el interés que se toma por ella y le agradecerá mucho más que, de aquí en adelante, se abstenga de mandarle ni un solo bicharraco”.
Leopoldo se quedó estupefacto.
— ¿Pero qué clase de mujer es ésta a la que no le gustan ni las flores ni los pájaros?
Porque en la mentalidad de mi bisabuelo resultaba inconcebible y casi antinatural que el corazón de una muchacha no palpitara con los efluvios de la primavera. ¿Y qué eran y qué son las aves y las flores sino puras emanaciones de la primavera, esa estación de amor y esplendor?
Profundamente herido en sus ilusiones y dudando de su visión del mundo, se fue a casa de su tío.
— Esta chica no es normal. Vale que no le gusten las flores o los pájaros, pero ¿que no le guste ninguna de las dos cosas? Por ahí no paso – protestaba con amargura.
Don Baldomero se retorcía los bigotes, como si con eso le diera vueltas al molinillo de su cerebro.
— Hombre, Leopoldo, ¿has pensado en las joyas? Precisamente mi vecino es joyero.
Dicho y hecho. A la mañana siguiente acompañó Don Baldomero a su sobrino a la joyería de su amigo Remigio Vázquez. Tras pasar sus buenas horas entre colgantes, pulseras, brazaletes, broches, anillos y collares de todos los tamaños, tallados y calidades, se decantó Leopoldo por una pulsera de esmeraldas porque, según dijo, su brillo poseía un matiz que le recordaba un poco el plumaje del herrerillo común. Colocóse la joya en un hermoso estuche de terciopelo rojo, en cuyo interior se acomodó una tarjeta con las armas de los Sandoval, y se dispuso que el regalo fuera entregado aquella misma tarde en el domicilio de la señorita de Sáez Monterini.
Con una sorpresa que no encuentra otra explicación que la de su candidez, Leopoldo recibió durante el desayuno del día siguiente un billete perfumado que rezaba de esta manera:
“La señorita Doña Angelina Sáez Monterini, artista huérfana, agradece a Su Excelencia Don Leopoldo María Sandoval, conde del Vioilo, su original obsequio, prueba fehaciente de la generosidad y del talento que distinguen siempre al verdadero caballero, y le comunica que el próximo domingo por la tarde, a eso de las seis, tiene previsto pasear con una tía suya bastante sordomuda junto al estanque del Retiro.
Aprovecha asimismo la ocasión para informar al señor conde de que, aunque lucirá con sumo placer la pulsera en su muñeca derecha, la curiosa Naturaleza la ha dotado también de otra muñeca en la mano izquierda de idénticos méritos y proporciones, así como de diez dedos, dos brazos, un cuello, dos orejas y una frente de las que puede disponer con entera libertad para ejercitar su buen gusto por la simetría”.
En fin… Creo que Uds., Sras. y Sres. que me leen, ya con estos indicios que les doy se hacen una idea de por dónde cojeaba la Monterini, qué clase de ganado era, por qué pitón embestía y a qué altura había que ponerle la muleta. A mi bisabuelo que, como ya he dicho, era tonto de capirote, lo único que se le ocurrió pensar fue que ante sí se abría un futuro lleno de pétalos de rosa, rayos de luna y viajes estelares.
Fue, no obstante, laboriosa la fase del cortejo. Y muy larga, para regocijo de algunos. Al ritmo de la brisa que movían las pestañas de su dueña, iba cubriéndose la blanca piel de Angelina de piedras preciosas y luces desopilantes. Suspiraba extasiado Leopoldo bajo el fulgor que desprendía su diosa rubia, resoplaba Don Baldomero haciendo piruetas con las facturas y se hinchaban la panza y los bolsillos de Remigio Vázquez y de un cuñado suyo, el modisto Atenedoro López, receptáculos finales de todos estos vientos tan saludables. Se conserva en el archivo de la familia buena parte de la correspondencia amorosa entre aquel Calisto atontado y aquella Melibea hecha de retales de mil Celestinas. Resulta de una puerilidad asombrosa, de una cursilería epatante. Leopoldo insiste mucho en la pureza y honestidad de sus intenciones que únicamente, escribe, “anhelan posarse en la sagrada ara del matrimonio, cual lárida expectante que busca el reposado nido al término de la jornada”, a la par que ensalza las gracias y virtudes de su amada con metáforas peregrinas y sacadas siempre de tratados de ornitología. Así, el 17 de junio de 1904, fecha y dirige una interminable carta en prosa poética en la que, a lo largo de sesenta y dos páginas y media, compara el misterio de la mirada de Angelina con “la negritud insondable que flota en los ojos de la pardela pichoneta baleárica en la época de nidificación”, la albura de sus manos con “la pía librea estival del papamoscas cerrojillo macho, esa dulce, ruborosa, humildísima y no bien estudiada criatura”, su “abandono de la posición sedente” (vamos, el mero levantarse de una silla) con “el elegante despegar migratorio del zarapito trinador, que lleva en la punta de sus alas y en su curvado pico esencias de océanos notos y de cielos ignotos”… Ya ven Uds. la pieza que tenía que ser mi bisabuela para aguantar durante años y años tanta majadería volante y tanta sandez emplumada sin perder la paciencia ni descomponer la sonrisa.
El interesante noviazgo duró lo que duraron llenos los escaparates de los concuñados Vázquez y López. La crisis estalló una tarde de septiembre de 1906, ya cumplidos los tres años de unas relaciones tan elementales como castas. Estaba sentada la pareja en un banco del Retiro, dedicada a la entretenidísima y romantiquísima tarea de echarles migas de pan a las palomas, cuando Leopoldo, sin previo aviso, ejecutó un fulminante giro cervical de noventa grados y depositó un sonoro ósculo en la coloreada y desprevenida mejilla de Angelina. La cosa fue muy inocente, y ya me dirán Uds. si mi bisabuelo no acumulaba a esas alturas méritos suficientes para ir incluso un poco más lejos, pero… apenas había concluido la maniobra cuando vio venir sobre sí el desastre. Angelina se levantó de un salto como si le hubiera picado un insecto, se restregó furiosamente con el guante y miró a su galán con una consternación que por momentos dejaba paso al odio más implacable. Al fin, la mano derecha de la niña llamó a la cara de Leopoldo con tal puntería y estrépito de carnes que los paseantes próximos dieron un respingo creyendo que alguien le había pegado un tiro a alguien. Y todavía lo siguieron pensando durante varios segundos más, cuando, desaparecida la nube de palomas espantadas, descubrieron a un mozo sentado en el suelo, sin sombrero y con expresión de susto y mareo, y a una señorita que se alejaba con ademanes de reina, profiriendo gritos de que, para frescos, se volvía al teatro, que no quería volver a saber nada de él y que habían terminado para siempre.
En vano la siguió Leopoldo como un perrillo apaleado, con el pañuelo apretándose las narices que le sangraban mientras, con voz gangosa, suplicaba el perdón para su pecado, declaraba su arrepentimiento, confesaba que era un burro e intentaba justificarse en el hecho de que Angelina, sin duda inadvertidamente, había efectuado una inclinación de cuello idéntica al gesto de incitación de la hembra del ánade real durante la parada nupcial. Nada de esto le valió, al contrario. Existen testimonios que aseguran que, a pocos metros de su casa, Angelina, muy harta y llevada de los nervios, se volvió de pronto hacia su acompañante y le atizó un sombrillazo en mitad del rostro, al tiempo que su tía Enriqueta, atraída por el escándalo y milagrosamente recuperada de su sordera, apoyaba desde el balcón los movimientos de infantería de su sobrina arrojando una maceta que fue a aterrizar de lleno sobre uno de los pies del dolorido y desastrado conde.
Con la nariz enrojecida, el labio sangrante, el pie cojo, el ojo morado, el sombrero roto, el traje sucio, el orgullo maltrecho, la esperanza magullada, el corazón destrozado y la desesperación saliéndole a borbotones por cada herida, Leopoldo se encaminó, como Uds. bien pueden suponer, a casa de su tío Baldomero, su sapientísimo consultor sentimental. Don Baldomero se echó las manos a la cabeza al ver el estado en que se le presentaba su sobrino y, cuando le hubo éste referido la historia, mostróle su semblante más severo.
—Me avergüenzo de ti, Leopoldo. Deshonras a los Sandoval. Ofender así a una doncella huérfana e indefensa. Si te viera tu padre…
—Bueno, tío, huérfana sí. Pero indefensa…
Don Baldomero le mandó callar con gesto enérgico.
— Más debería haberte hecho, rufián. ¿Pero qué forma es ésa de tratar a una señorita? ¿Te crees que una mujer es un pato? Mal te veo, Leopoldo, mal te veo.
Y no se pondrá aquí para no cansar al paciente lector la larga diatriba de Don Baldomero, que poco menos vino a pintar al pobre Leopoldo como un Atila, un Nerón o un Barbazul madrileño. Temblaba el condesito bajo el terrible apóstrofe de su pariente y se iba empequeñeciendo cada vez más hasta que acabó llorando a todo trapo, a lagrimal suelto, con una fuerza que llegó incluso a las orejas de un barrendero municipal que trajinaba catorce metros más abajo.
Su tío interrumpió la descomunal llantina dando un puñetazo en la mesa y haciendo gala del pragmatismo que le caracterizaba.
— ¡No hay otra solución, Leopoldo! ¡Te tienes que casar!
—Pero, tío, si eso es lo que yo quiero, si es lo que digo siempre… - hipó el atribulado joven.
Don Baldomero agitó los brazos y se puso a dar vueltas por la habitación.
— ¡Ah, claro, es lo que el señorito dice! ¡Es lo que el señorito quiere! ¡Como si la cosa fuera tan fácil! Me pongo yo ahora a tirar piedras contra la casa de enfrente, rompo los cristales, insulto al dueño, digo que su señora esposa se entiende con el farolero de la esquina, y al cabo voy allá tan tranquilo, llamo a la puerta y digo: “Nada, queridísimo vecino, que si nos vamos de verbena”… ¡Leopoldo, tú eres un rinoceronte! ¡Tú tienes menos cerebro que un plumero!
Mas no había obstáculo ante el que se arredrara la industria profundísima de Don Baldomero. Y así, no tardó en caer en la cuenta de que tenía otro amigo llamado Argimiro Roldán, de profesión notario e individuo muy propio para el caso que se planteaba. Embutidos en sendos fracs se personaron ambos caballeros en el domicilio de las Monterini, cual ministros plenipotenciarios designados para la negociación de un tratado de paz entre dos potencias enemigas. Lo que pasó allí exactamente no se sabe (aunque se albergan todas las sospechas), pero que el resultado de la cumbre fue una completa derrota de la potencia masculina a manos de la potencia femenina no hay quien lo dude. Angelina, bien ayudada por su tía Enriqueta, que dejó ese día muy claro que no sólo no era sorda sino que tampoco era muda, arrasó las posiciones baldoméricas como si fueran de mantequilla y Argimiro Roldán tuvo la oportunidad de alumbrar un documento sin precedentes en los anales del Notariado Universal. Un sometimiento en toda regla, vamos. Ni Boabdil entregó así Granada. Baste decir que es rumor muy difundido que en 1919 las capitulaciones matrimoniales de Leopoldo y Angelina fueron usadas en Versalles como borrador para fijar las condiciones de la rendición de Alemania… ¡Y todavía el pillastre de Don Baldomero le pedía albricias a Leopoldo por haberle devuelto a Angelina en traje de novia, y todavía el alcornoque de Leopoldo le abrazaba loco de alegría, le besaba, le proclamaba el mejor de los tíos y le prometía bautizar con el nombre de “paloma baldomera” a una especie nueva de colúmbida que creía haber descubierto!
En fin, señoras y señores… Que Dios no tuvo misericordia para otro Diluvio y hubo boda. ¡Vaya que si hubo boda! Cosa digna de verse. Por estar, estuvo hasta el gato pisado por la soprano Lita della Grande Croce, pues se empeñó Leopoldo en que no faltara al evento “el providencial mamífero, responsable primero de que la lárida expectante y la angelical garza se conocieran para acabar trabando sus vuelos en el nimbado iris de la felicidad suprema”... De regreso de la iglesia avanzaba Angelina con un porte que ya hubiera querido para sí Catalina de Médicis. A su lado el germánico Leopoldo, casado, camino del matadero, graduado en estupidez humana y tonto coronado, con el clamor de los Sandovales futuros lanzándole maldiciones desde el limbo. Detrás, Don Baldomero, el antipadrino de todos los padrinos, y Doña Enriqueta, la malhadada madrina. Seguía una apretada columna de invitados en la que descollaba el triunvirato compuesto por el modisto Atenedoro López, el notario Argimiro Roldán y el joyero Remigio Vázquez, rutilantes como deidades propiciatorias de la Moda, el Derecho y el Comercio. También se hallaba presente una muy florida legación de la Sociedad Ornitológica Española e iba amenizando el desfile una banda sinfónica que interpretaba un repertorio escogido que incluía desde una selección de “El lago de los cines” al cuplé “Artillera soy en tu temeraria fragata”, homenaje al ausente y siempre añorado Don Leonardo.
Llegó la comitiva al palacete de los Sandoval y desaparecieron los contrayentes detrás de un portazo de la novia. Apenas cinco minutos después, se oyó otro golpe procedente de la fachada y, alzando la cabeza, vieron todos que el gran ventanal del último piso había sido abierto y que por él empezaba a descolgarse, en tropel y en estruendo, una masa informe y multicolor. El aire de Chamberí se pobló en un instante de estorninos, cuervos, colibríes, colimbos, cotorras, grullas, lechuzas, canarios, ruiseñores, gansos, oropéndolas, mirlos, gaviotas, urogallos, tórtolas, cucos… músicos todos de un concierto atronador en el que se mezclaban graznidos, trompeteos, trinos, trisas, zureos, chillidos, gorjeos, crotoras, silbidos, cacareos, arrullos, gañidos, cantos, mucho batir de alas y muchísimo caer de plumas. Era el manicomio plumífero, el infierno pajaruno rescatado para el cielo por la mano de Angelina, que de esta manera ejecutaba sin demora la primera cláusula secreta de su contrato matrimonial… Y ante aquella súbita transfusión de locura, a cada cual le cupo en el mundo un punto más de lo que el mundo esperaba de él. Don Baldomero y Doña Enriqueta intercambiaron miradas de tíos y sueños de jubilado. Sinfónicos y ornitólogos improvisaron un partido de fútbol callejero en el que se utilizaron dos tubas y dos chisteras para las porterías y en el que el gato de “Rigoletto” sirvió de balón. El modisto Atenedoro López y el joyero Remigio Vázquez reafirmaron su provechoso concuñanato poniéndose a bailar un tango. El notario Argimiro Roldán trazó sobre el pavimento los primeros versos de un serventesio dedicado a la enfiteusis. Mientras, dentro de la casa, a los pies del lecho nupcial, Angelina se quitaba el velo y comenzaba a aleccionar a Leopoldo sobre las difíciles relaciones entre el amor y el matrimonio. Y con todo, en una cornisa del edificio los ritos de la Naturaleza se renovaban, el travieso diosecillo reía y un faisán ilusionado se acercaba a una avutarda perpleja.
Pero aquí, amigos, debe la tragedia quitarse ya la máscara del sainete y mostrar su rostro descarnado. Ríanse con lo que hayan encontrado de risible en esta risible relación y, si así les place, vuelvan a reírse con este Alonso Quijano en clave pajarera y con esta Aldonza que era todas las mujeres del Quijote en una sola; con este Baldomero que poco tenía de Sancho Panza y con esta Enriqueta, trasunto de Dueña Dolorida, y hasta con estos Vázquez, López y Roldán que allá se iban con el Cura, el Barbero y el bachiller Carrasco. Pero comprendan al final que ésta, como aquélla, es historia tristísima y que para los sandovales la entrada de Angelina en la familia tuvo la misma gracia que para los troyanos la del Caballo en sus murallas. Ardió Troya, abrióse la caja de Pandora y vínose abajo el condado del Vioilo, y no creo yo que falte quien a su tiempo les cuente cómo... Lo demás será silencio y vergüenza… ¡Ah, infame, diabólica, desnaturalizada y polillesca Angelina, devoradora del pan y las angulas de tus hijos, nietos y biznietos! ¡Ah, tontísimo Leopoldo, y cómo te lamentabas al cabo de los años de las pocas perdices que en el cuento de tu matrimonio habías comido! ¡Y cómo te las ibas a comer, desgraciado, si todas salieron volando por la ventana de tu casa el primer día de casado! Y eso que tenías lo menos veinticuatro entre rojas y pardas, más las nivales y un par de morunas que estaban por criar… o eso dicen.
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Emisario
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Emisario »

Es un relato bien escrito, pero, en mi humilde opinión, sobrecargado, con demasiada información, descripción e insistencia en plasmar algunas ideas que luego no tienen peso en la trama. Mucha ideo-fugalidad, a mi parecer. Poco romance, final más simpático que asombroso. De todas formas, felicito al autor, se nota que lo ha trabajado.
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Ororo
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Ororo »

Si a este relato se le quitara, como dice Emisario, bastante información que sobrecarga, ganaría muchísimo.
Pese a esto, tiene virtudes que ya lo convierten en uno de los mejores que he leído: está lleno de toques humor colocados en su justa medida para aliviar la redacción ampulosa y, verdaderamente, funcionan. Yo no me río con cualquier cosa porque soy así de sosa, pero de verdad me han hecho gracia los momentos humorísticos :eusa_clap:
Además, está escrito de forma impecable con un gran dominio del lenguaje, etc, etc.

Enhorabuena :D
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elultimo
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por elultimo »

Como habeis dicho es un relato demasiado recargado. Y, a mí, esa forma de narrar y ese lenguaje me resultan bastante empachosos; vamos, que leo una página y me parece haber leido 10.
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Elisel
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Elisel »

Es un relato muy simpático y me gusta la chispa de humor que destila toda la narración, pero creo que tiene un exceso de información que al fin y al cabo resulta irrelevante, un estilo demasiado recargado y palabras tan rebuscadas como ostentosas. Sé que eso es parte de la gracia del relato, es solo que a mí no me gusta :wink:
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joserc
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por joserc »

Lo mejor que tiene este relato es el dominio del lenguaje y el ingenio con el que está escrito. Cansa un poco por lo largas que son las frases, aunque entiendo que el autor busque el efecto de hacernos imaginar a un relator hablando deprisa y seguido. No acabo de ver el romanticismo tampoco aquí.
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Arwen_77
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Arwen_77 »

Buenísimo , me ha encantado. Como únicas pegas , que es más humorístico que romántico y que esperaba un final un poco más impactante.
El lenguaje es , desde luego, ampuloso, pero al estar puesto al servicio del humor, me ha parecido una auténtica maravilla. ¡Que cantidad de nombres de pájaros, de nombres de "formas de piar"!
Es de lo más erudito y , es cierto que da mucha información, pero a mi me ha resultado muy fácil de leer.

Un enorme aplauso al autor.
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Albabooks
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Albabooks »

Muy divertido, en clave de humor, la verdad es que me ha gustado bastante y me he reído mucho ^^

Pero no sé por qué no termino de verlo como relato romántico del todo... :shock:
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Andromeda
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Andromeda »

Es curioso pero a mí no me pareció recargado en lo absoluto, más bien me sorprendió el ingenio en la construcción de los párrafos y la capacidad de recrear situaciones tan hilarantes de puro ocurrentes. :lol: El final se precipita un poco, me hubiera gustado saber más sobre la biznieta resentida, pero bueno, esa ya sería novela y no relato.
Me encantó.
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kassiopea
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por kassiopea »

Cierto, como dice Andrómeda, yo también me quedé con las ganas de saber más sobre la biznieta resentida, que es la narradora de los hechos. Explica la historia de su "tonto" bisabuelo, pero nada sobre ella :boese040: Tanto lo descalifica que su actitud ha tenido sobre mí el efecto contrario: el pobre hombre me ha dado mucha pena. Leyendo entre líneas: lo que le pica a la tan resentida biznieta es que ella es igual de harpía que la tal Angelina, pero aquélla representó su función mucho antes de que ella entrara en escena. Y claro, cuando llegó, ¡Angelina ya había dilapidado el patrimonio familiar! :cunao:

Tras este relato hay un escritor como la copa de un pino, de esto no hay asomo de duda. ¡Qué dominio del lenguaje! He disfrutado con la ironía que destila todo el relato, así como con las abundantes situaciones hilarantes, peeeero estoy de acuerdo en que resulta muy recargado, y creo que se abusa del uso de palabras rebuscadas y ostentosas. Es mi apreciación personal, desde luego, humilde y tal vez sin fundamento :-P

Un gran relato, sin duda. Eres un gran escritor, y estoy segura de que ya lo sabes. Mi admiración y mi sincera enhorabuena :eusa_clap:

:hola:
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ciro
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por ciro »

¡Qué bueno eres tio! ¿Qué hace este hombre sin publicar? Por favor, pasarsus alguna editorial por los tres últimos concursos de relatos y leer lo que ha escrito este fulano. Tiene tambien otro don: saltarse a la torera las bases de los concursos. Y es que este relato tiene de romántico lo que yo de cabaretera. Este es un relato humoristico de gran categoría. Por eso, y solo por eso, no te voy a votar. Pero que sepas que me encantas, que te he votado las dos ultimas veces y que volvería a votarte 100 veces mas porque tu calidad sobrepasa con mucho la del resto de participantes.
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Arwen_77
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Arwen_77 »

Ciro, Ciro, que te doy :8_azotes: , que la gente se va a creer que te han dicho quien es el autor o algo así. Supongo que tienes tus sospechas por el estilo. Yo también tengo las mías y creo que van por el mismo lado.

Autor: Anímate a hacer una novela en este tono, que me la compro fijo. :D :D
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Albabooks
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Albabooks »

¿Y cómo lo tenéis tan claro? Seguro que es alguien con quien yo no hablo :risa:
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ciro
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por ciro »

Arwen_77 escribió:Ciro, Ciro, que te doy :8_azotes: , que la gente se va a creer que te han dicho quien es el autor o algo así. Supongo que tienes tus sospechas por el estilo. Yo también tengo las mías y creo que van por el mismo lado.

Autor: Anímate a hacer una novela en este tono, que me la compro fijo. :D :D
Aquí está prohibido dar pistas sobre el autor al propio autor, no al resto de participantes, que yo sepa (si lo está, se me informe al instante y borraré lo que haya que borrar). Yo nunca he sabido quien ha escrito ninguno de los relatos (salvo una vez y fue precisamente uno tuyo que no voté, a pesar de que me caes fenomenal). Creo que en eso no soy sospechoso, nunca voy a votar a alguien por lo bien o mal que me caiga (en ocasiones he reconocido a Desierto, Cronopio, josearc y algunos otros). Yo creo que cualquiera que haya leido los tres ultimos concursos de relatos puede reconocer a primera vista el autor de éste, pero, por supuesto, hablo siempre de suposiciones. Vamos que yo no sé quien es el autor, a lo mejor lo imita muy bien... :mrgreen: Tampoco creo que tenga tanta influencia mi opinion. Casi todas las opiniones anteriores son que si está muy recargado, que si bla, y que si blo, salvo la tuya que esta vez si que coincide. :wink:
Ah, yo no me compro su novela, me compro sus "obras completas".
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Arwen_77
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Re: CRI - El amor de Leopoldo y Angelina

Mensaje por Arwen_77 »

No había caído Ciro. ¡Nos gusta el mismo relato! Debe haber una extraña conjunción de los astros, este es el principio de una nueva era.

Que conste que lo de antes era broma, sólo quería remarcar que Ciro no sabe a ciencia cierta quien es el autor, sólo lo supone. :wink:
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