BLANCHE (Relato)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

Responder
Avatar de Usuario
Andrés de Ojeda
Mensajes: 2
Registrado: 17 May 2022 16:37

BLANCHE (Relato)

Mensaje por Andrés de Ojeda »

BLANCHE

Cuando a las puertas del siglo XX encaramaron al santo, venerado guerrero cuya media tonelada de espada, escudo y planchas doradas de su armadura exigió decenas de hombres poco acostumbrados al vértigo, ni Jacques ni Blanche habían nacido.
Él, según confesó, vio la luz del día el 26 de marzo, Viernes de Dolores de 1915, en la ciudad de Rouen. Su padre, que no sobrevivió al infierno del río Somme, lo dejó a expensas de su madre y de sus numerosos hermanos. Veinticinco años más tarde serían los vuelos nocturnos sobre el norte de Francia y la presencia inquietante del mismo enemigo los que oiría aterrorizado entre rezos, noche tras noche, desde su celda de novicio en Fleury, de donde solo saldría para acabar sus días bajo la tierra. Ella, sin apenas hacer ruido, llegó muchas décadas después, sin más historia que contar que la que esta ciudadela, privilegio de dioses, le brindó mientras disfrutó de sus vistas y sus muros.
Los ancestros comunes, sin embargo, relataban historias muy distintas. Cada uno a su manera, a su tiempo y a retazos tan incompletos como incoherentes, los más ancianos dieron fe de los esfuerzos del pueblo por contener los destrozos de un antiquísimo incendio en 1776; o creían haber oído, entre brumas, cómo la abadía terminó convertida en calabozo de monjes rebeldes y curas refractarios, cuando quince años más tarde la revolución, la violencia y la sangre se adueñaron de las calles. La iglesia abacial sobre la fortaleza parecía abandonar con los años la impronta, los restos del dolor y el sometimiento cincelados en piedra de estos presos comunes para el regreso definitivo de los monjes negros.
A los pies del imponente roquedal, el río Couernon amenazaba a campesinos y comerciantes con crecidas históricas, tan inoportunas como letales, que hacían baldíos los esfuerzos de la siega y diezmaban pueblos enteros. También el ganado caía muerto, indefenso ante las aguas y no eran pocas las aves, que aunque escapaban de las torrenteras, morían desfallecidas entre el cieno pútrido de las marismas. En los días de funeral y responso , entre la espesura del fango y los restos acumulados de las bestias, media docena de turiferarios abrían la comitiva de dolientes aliviando el hedor con humaradas densas de palosanto.
Otras vísperas, en cambio, cuando el pueblo santificaba las fiestas de guardar, era el bullicio tardío de los comensales, los excesos del vino corriente, el ajetreo de los bailes mal acompasados, las cucañas entre los mozos y el estrépito de la pólvora bien entrada la noche lo que daba paso, bajo palio, a las aspersiones de hisopo al compás solemne del sagrario ,que ya marchaba en andas desde las claras del día.
Aunque nadie entre las criaturas carnales podría vivir para contarlo, en épocas muy lejanas los legajos ya describían en cuidadísimos códigos cómo se fueron remozando las naves, la capellanía, el refectorio y el claustro. Cómo la abadía supo conjugar, tras algunas demoliciones y en cuestión de escasos siglos, una transición desde su cripta románica al novedoso arte de ojivas, arcadas y vitrales de la Merveille, lugar donde los invitados, que dejaban su condición de postulantes, así como los obedientes novicios , consagraban su vida bajo la liturgia de las horas.
Hasta donde no llegaba el recuerdo, estos escribas se tornaban notarios imprescindibles de su verdad, a medio camino entre un pasado inmemorial que mezclaba, como entre ensoñaciones y delirios, riadas y mareas descomunales o la peregrinación ritual de los Valois al mítico Auberto, a quien ordenó consagrar la abadía bajo sus alas.
Blanche llegó, según supe, muchísimos años después. Para entonces, cenobitas y abades de riguroso negro seguían viviendo, rezando y trabajando en las alturas. Desde allí, oteando lo imposible, el príncipe de la milicia celeste llevaba más de ocho décadas rigiendo los cielos. Sin embargo, ella nunca supo de palabras, rezos ni sermones con el gigante dorado. Tal vez porque nunca entendió de trascendencia con el condestable de los ejércitos aéreos o porque más allá de un profundo respeto, no la necesitaba.
Pero lejos del suelo sagrado, el estuario también existía. Cuando Blanche dejó su niñez, la vida siguió su curso y tuvo que valerse por sí misma buscando sola o en compañía de sus hermanos el alimento que ya no recibía de sus padres, que desaparecieron demasiado pronto.

Entre los incómodos embates con que luchar a sotavento y los impredecibles aguajes que dejaba la bajamar diaria, poblada de cangrejos, berberechos y navajas, la naturaleza le surtía en su infinita bondad. Las mañanas en que la brisa rompía de bonancible a viento fresco, buscaba abrigo donde fondear más segura, orillándose a tierra y dejando las ostras, los mejillones, y las vieiras por el sustento que la tierra y el sol también le prodigaban. Los días de calma y bonanza, en cambio, los dedicaba a la pesca del rodaballo, el jurel o la caballa y cuando se terciaba, se alejaba de la bajura para la captura de la anchoa y el bacalao. Convivían con ella durante esas jornadas lejos de la costa aves como alcas, pardelas, charranes y albatros. Sin embargo, las palomas, los chorlitos, los pajarillos canoros (cuando no estaban cautivos) y las golondrinas, poco habituados a los fríos del litoral, siempre aparecían entre el ganado rapiñando los sembrados, ramoneando los frutos de las arboledas, las granjas y los caseríos y evitando la mar y sus peligros.
Con la llegada del otoño, uno de tantos temporales hizo inviable faenar entre mareas, por lo que Blanche decidió probar suerte, hurtando en lo posible la indeseada mercadería de pan, fruta, legumbres o casquería malograda que, sin mucho recelo, solían arrojar a la basura desde los puestos bajos de la ciudadela. En otras ocasiones, no reparaba en husmear imbornales y sumideros. Por mor de las tormentas, el habitual trasiego de gentes se ausentó del mercado . Los escasos allegados permanecieron bajo cobijo o terminaron por marcharse, buscando fechas más benignas.
Sin que apenas encontrara nada de valor, Blanche y sus hermanos probaron suerte en suelo sagrado. Aunque en horas de recogimiento y rezo, la abadía, el refectorio y el claustro estaban vetados a intrusos y legos desde tiempo inmemorial, la necesidad hizo que se ocultara, como tantas veces, entre las murallas y sus resquicios. Tampoco a ella le resultaba especialmente difícil, dado su liviano cuerpo, caminar, trepar y subir entre las rocas calizas, garitas y escolleras que circundaban la corona de la abadía, sin importarle mucho el acercarse a zonas donde no era bien recibida.
Es verdad, no obstante, que circulaban divertidas leyendas y rumores sobre doncellas devoradas y dragones que asomaban sus cabezas entre las ventanas abocinadas del castillo.
Otros hablaban de los peligros de acercarse a los pináculos y, especialmente, a perder los estribos y caer fulminado por el poder hipnótico y mágico del arcángel que, acorazado de conchas blandía, en la cima, su flamígera espada protectora.
Una mañana de noviembre Blanche reparó, por primera vez, en la figura de Jacques. El benedictino daba claros indicios de una vejez palmaria y sabia . Algo desnutrido y enjuto, era un hombre introvertido que gustaba de hablar a solas. Si no fuera por su condición monacal no se habría hecho raro que lo tildaran de loco redomado. Para sorpresa de ella, y como si supiera de su visita, la vio aparecer bajo la tríada de arcos que junto al claustro se precipitaban directamente al vacío.
―Toma, acércate, no me tengas ningún miedo. No voy a decir nada. Sé que tienes hambre ― dijo susurrando.
Blanche se limitó, con nobleza, a observar callada. Jacques le entregó, casi a escondidas, un mendrugo sobrante de su libra diaria de pan. Ella alimentaba una curiosidad ingenua y juvenil que difícilmente podría saldarse con respuestas. El pan, aquella vez, terminó alimentando sus ansias. Y a su forma, dio las gracias igual que hizo el último de sus días, cuando entregó cuanto debía.
Aunque por su naturaleza Blanche no tenía inconveniente alguno, no entendía por qué nunca cegaron esas trampas de las arcadas que invitaban al vuelo; por qué siempre vestían de riguroso negro o por qué, en los días rigurosos del invierno , cuando el bise soplaba en la costa o la lluvia de aguanieve cubría sus rostros cuando arreciaba la tormenta, se limitaban a taparse con la caperuza y seguir tan penosamente trabajando, impertérritos en los jardines o en las fachadas, en lugar de buscar cobijo o descansar junto al fuego. Tampoco llegaba a entender, en sus cortas luces, por qué todos reiteraban los mismos actos, a las mismas horas y de forma tan mecánica como sacrificada, sin mayor beneficio que envejecer enclenques y cautivos .
La llamada liturgia de las horas obligaba a rezar con inusitada frecuencia, en consonancia con los preceptos de San Benito, siete veces diarias. Todo esto lo supo de Jacques al igual que los quehaceres diarios y festivos de la vida monástica.
Era, por ello, menos frecuente poder encontrarlo en el claustro -donde no tenían voto de silencio - y tan certero como probable hallarlo rezando entre la sacristía y las capillas.
Aunque no le dieron mayor importancia, ni Jacques ni Blanche volvieron a coincidir en algunas semanas. Durante ese tiempo, ella hizo por abandonar la villa, satisfaciendo el hambre y la curiosidad con esporádicas escapadas que le prodigaron hermosos descubrimientos, como las infinitas playas del noreste, donde todavía permanecían anclados, como titanes petrificados, los pontones y las barcazas oxidadas de esa guerra de la que tanto le hablaría su amigo el monje; también fue un placer visitar a sus parientes vivos de Saint Malo y contemplar el espectáculo de rosas, azucenas y lirios de Jersey; y ya, más llevada por las historias y los mitos que por la simpleza de sus cuatro rocas, otra mañana decidió descansar unas horas en el islote de Tombelaine, antes de un nuevo regreso entre mareas.
Con la llegada del adviento, Jacques trabajó no sin fatigas los turnos estipulados en la cocina, encargándose de la repostería. Las reglas que aludían a la comida, sin ser muy estrictas, establecían históricamente dos platos al día, la libra de pan de la que en parte di cuenta un mes atrás y una hemina de vino. En todo caso, y al inspirarse en órdenes mendicantes sumamente sencillas, Jacques dio a entender, algún tiempo después, por qué la privación, el recogimiento y la austeridad eran sus puntales definitivos en Cristo.
El día de San Esteban, tras el rezo de vísperas, le pareció verlo, apoyado torpemente como acostumbraba por los achaques de la edad y el reumatismo, sobre los pasamanos que aliviaban el vértigo de las escalas y las murallas. A duras penas apoyaba sus manos, hieráticas y arrugadas como sarmientos. Con la mirada perdida, sin los consabidos visitantes que en otras fechas hubieran abarrotado estos recintos, oteaba el inefable horizonte de Normandía.
Creyó que no la recordaría. Y así fue acercándose, con el sigilo necesario de quien no osaba interrumpir sus consabidos soliloquios con Dios y con sus santos. Al cabo de unos largos minutos , le vio romper el silencio de su meditación, mientras con un hilo tan frágil como tenue de voz, imploraba a los vientos.
―Concédeme, ¡Oh Señor, Padre Santo! el perdón de mis pecados, aleja la sombra de la perdición y refrigera en el final de mis días el ardor de toda concuspiscencia... ― susurraba, reiterando tantas veces esta hermosa letanía ―¡Has vuelto, ma petite Blanche!― dijo, esbozando de nuevo una mueca de complicidad , minúscula y oculta entre la barba .
Ella agradeció eternamente que regresara desde el refectorio con un modesto trozo de bourdelot que él mismo, según confesó, había horneado.
―Hace muchos años que no recibo correspondencia ni tengo amigos en Cristo, más allá de estas piedras. Todos los míos murieron― se atrevió a sincerarse.
Como para coger resuello, decidió tomar asiento en un bancal, no muy alejado de la fachada de la iglesia.
―Si acudes mañana discretamente, justo antes de laudes para que nadie nos vea, puedo traerte a ti y a tus hermanos algo de comida. Nos sobró alguna cosa de Nochebuena: un trozo escaso de asado, panecillos con camembert y una escudilla de teurgoule, que no debo comer por su dulzor. Aunque sabes vivir para y por el mar, el Señor es generoso y premia a todas sus criaturas con dones inesperados― terminó de conversar mientras quedamente se izaba, no sin esfuerzos y sentidos dolores, que ya no ocultaba.
Acudió Blanche, como era lógico, a esa y otras tantas citas que Jacques le fue prodigando durante algunos años más. Comenzó a pensar que aunque la mar se lo daba todo, su compañía, más allá de los dulces y panecillos que trajera de estraperlo, era un regalo solo comparable a escucharlo contar sus inverosímiles historias y cuentecillos las tardes en que el tiempo, en ausencia de lluvias, lo permitía. También, dentro de su ignorancia, le fascinaba verlo meditar en oración profesando una y otra vez lo que Jacques llamaba salmos . Con el transcurrir del tiempo fueron los interminables silencios, los códigos y las señales todo lo que ambos necesitaron para entenderse. A pesar del evidente mutismo de Blanche y de que jamás brotaran palabras, el monje sabía apreciar en su rostro los gestos de la gratitud, la fidelidad y el amor.
Tras varias recaídas, Jacques se dejaba ver menos extramuros. En ocasiones, buscaba impetuosamente algún libro en los escritorios de la abadía que algún novicio, en su generosidad y servidumbre le hacía leer en su celda. Otras veces y coincidiendo con el ocaso del día y la marcha de curiosos y paseantes, se asomaba tímidamente al vacío de las troneras, dando gracias a la vida. Pero ya, casi cegado de cataratas y profundamente impedido, resultaba extraño verlo caminar por el jardín, podar los rosales o contemplarlo barrer, como acostumbraba hacer en sus turnos de hacía unos años.
El paso del tiempo, como la neblina, se esparce irremisiblemente y nos termina envolviendo con su velo. Con los años, era Blanche quien meditaba. Aunque entonces no lo sabía, la última vez que pudo ver a Jacques con vida fue un sábado de septiembre.
Permanecía sentado, disfrutando bajo la sombra fresca de un manzano, quién sabe si esqueje o pariente de ese lejanísimo bosque de Scissy, de cuando la abadía solo era un inmensa roca pelada . A pesar del verano, habían reducido drásticamente las visitas y los horarios por las obras de restauración.
Con buen criterio decidió, según pareció decir, que era el momento de salir de su celda y hacer el esfuerzo de rescatar, como entre estertores finales, todas las esencias, sabores, recuerdos, vistas y experiencias vividas, antes de pasar, como decía que sucedería en breve, a las moradas del Padre.
―¡Ma petite, has vuelto a este carcamal!―repetía como siempre. Esta vez se le humedecieron los ojos, anticipando que entre ambos firmarían un epílogo tan arcano como inevitable ―No sé si alguna vez te conté, hermana Blanche, la historia de nuestro patrón, monseñor San Miguel y de cómo ordenó al bueno de Auberto que comenzara este santo lugar...Creo que...¿o no es así?... También hay otra historia...aunque me falla la memoria...una leyenda sobre cómo el arcángel salvó de las aguas a una mujer encinta… Y luego el milagro de nuestro vecino ―reía desdentado ― el santo obispo Maclou, que ofició misa a lomos de una ballena con San Brandán...
Jadeaba, pero se tomaba su tiempo. No quería llegar tarde ni que nada quedara en el olvido. Aunque hubo quien intentó echar a Blanche de su compañía, Jacques, airado, no lo consintió. Recuperado del sofoco y el esfuerzo que a sus más de ochenta años y dos guerras le suponía seguir relatando, logró tomar algo de limonada, prosiguiendo sus meditaciones.
―Querida hermana, como el más santo de entre los pacientes, como fue Job, estamos obligados a honrar a los ángeles porque son los nobilísimos soldados del Rey eterno. Y tú, a pesar de tu desconocimiento, también tendrás el privilegio de elevarte, al igual que los seres que se desencarnan y nos protegen, como nuestro señor patrón San Miguel. Cuántas veces, con el más humano deseo, fruto del pecado de la envidia, no hubiera dado media vida por alzarme volando entre las nubes. Cuántas veces, ma petite Blanche , no hubiera acompañado a las aves entre mareas. Qué no hubiera dado por no pisar tierra firme, por no hollar ni horadar la sagrada tierra que me espera. Qué no hubiera sacrificado de mi vida por ir de la mano del hermano Francesco , compartir sus prédicas y abrazar a los vientos, al mar, a los bosques y a todas sus criaturas…Quis ut Deus, quién como Dios, para defendernos del enemigo y entender este misterio…

Sus palabras, fruto del cansancio y de que llegaba la hora de cenar y rezar las completas, tocaron a su fin. Antes de que Antoine, el novicio encargado de sus cuidados llegara y lo subiera a la silla de ruedas, Jacques la buscó por última vez con una mirada que apenas si divisaba nubarrones, pero sonriendo con la generosidad y el amor que acostumbraba. Sin pretenderlo ni esperarlo, sacó de su casulla con mano temblorosa un último trozo de bizcocho, que como ofrenda final por todos estos años, sellaba, más allá de la vida y de la muerte, su secreto.

Esa misma noche, minutos antes de los antiguos maitines, Jacques agitaba torpemente la campanilla de su celda que daba aviso al abad y sus hermanos de su inevitable muerte . El novicio , que por encargo de sus superiores era desde hacía unos meses el responsable de su custodia, fue el primero en verlo agonizar en su lecho.
Luego se personó el resto, que ya sabía que el óbito era inminente. Solo pudieron entender escasas palabras sin mucho sentido, entre jadeos y estertores, que hablaban del arcángel Miguel, de los seres alados, de San Francisco de Asís y de la bellísima prédica a las aves; de la misericordia divina que le dio el don del entendimiento… y de algo ininteligible de un secreto compartido con ella.
Minutos después y tras los santóleos, expiró. La mañana en que se dio responso al hermano Jacques de Rouen amaneció con la claridad iridiscente que tienen los días finales de septiembre, víspera de los santos arcángeles. En ese veranillo fugaz, efímero, de días intensos y brillantes, la tierra de una modesta tumba acogió cristianamente sus restos en el reducido camposanto de la iglesia, donde ya resultaba difícil inhumar más cuerpos. Los llantos de los aldeanos parecían profundos y sinceros. Nubes de mirra e incienso se elevaron al infinito. Tañeron las campanas como en todos los duelos, desde tiempo inmemorial y legendario.
Nadie en el transcurso de esos días se atrevió a interpretar las palabras finales del monje aun cuando muchos hermanos recordaban haberlo visto conversar solo y distante durante años. Ni uno solo quiso entrar en calificativos ni hablar de arrobamientos con la Virgen María; ninguno le quiso dar mayor importancia ni recordar las leyendas ni los relatos hagiográficos locales. Era evidente que, fruto de las fiebres y la morfina -que ya desde hacía años le fue prescrita por su insoportable reuma- el pobre hermano Jacques había caído en delirios y fantasías.
Semanas más tarde, los hábitos negros de los benedictinos fueron reemplazados por los blancos de las fraternidades monásticas de Jerusalén, que en su lugar y desde entonces custodian la abadía. Ajenos al episodio vivido del último enterramiento, dos monjes retiraron con palas el extraño cadáver, rígido aunque aún reciente , de una gaviota inmaculadamente blanca que yacía sobre el mármol de una tumba, curiosamente la última excavada. Junto al plumaje deshilachado de una evidente vejez y su pico mortecino descansaban, a modo de ofrenda, secreto o acertijo ya resuelto, un trozo de pan y su último pescado.

Andrés de Ojeda
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84503
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: BLANCHE (Relato)

Mensaje por lucia »

Quién hubiese dicho que Blanche era una gaviota :shock:

Además, es una historia tierna y muy bien escrita.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
Andrés de Ojeda
Mensajes: 2
Registrado: 17 May 2022 16:37

Re: BLANCHE (Relato)

Mensaje por Andrés de Ojeda »

:dragon:

Jajaja no hagas spoiler!!!
Me alegra de que te guste.
Responder