Por mediación de santa Lilaila de Éfeso
Sin ser del todo decisiva, la probabilidad de los sucesos juega siempre un papel relevante en el devenir de las cosas. De ahí que a menudo se confundan los sucesos improbables con los imposibles. Error que, a su vez, hace que muy poca gente crea en la existencia de individuos que andan por la vida con una sombra equivocada, tal como lo hizo Sereno Williams hasta que una casualidad necesaria —un encuentro fortuito en el aeropuerto internacional de la Ciudad de México— le permitió recuperar la suya auténtica. O le cuesta, de igual forma, creer que en la segunda mitad del siglo XVIII existiera un proyecto, con visos de poder terminar en éxito, de intercambiar los solsticios entre los dos hemisferios; un trueque que finalmente se frustró por la muerte prematura de uno de los participantes cuando se dirigía al punto de latitud 0º, justo en el corazón de la selva amazónica de Nueva Granada.
No espero, por tanto, que se dé crédito alguno a la insólita permuta de condiciones meteorológicas que me dispongo a referir a continuación. Unos cambalaches de los que me siento legitimada a hablar porque, además de beneficiaria —a día de hoy, aún lo sigo siendo—, fui testigo de cómo comenzó todo y hasta tengo ciertas dudas de si en esa primera ocasión no contribuí a que ocurriese. Y aunque la batalla de la credibilidad la doy por perdida de antemano, en aras de una mejor compresión, empezaré por mencionar a las personas y localidades implicadas; así como por exponer la naturaleza del mencionado cambio.
Por una cuestión de simple probabilidad, en estos tiempos de profuso uso de artilugios digitales para comunicarse, no es extraño que el asunto surgiera mientras conversaba con un amigo por guasap. Como tampoco es extraño que, hallándonos inmersos en una ola de calor, y siendo su verano un paraíso térmico y un infierno el mío, la propuesta partiera de mi parte —en broma al principio, en serio después—; o que su primera reacción fuera un tanto cicatera.
La noche previa apenas si había pegado ojo por culpa de las altas temperaturas y, al afirmar él que aún dormía con manta, en lo primero que pensé fue en lo mal repartido que está el mundo, en general, y las condiciones meteorológicas estivales, en particular. Y lo siguiente fue proponerle un trueque de algún que otro día fresco y neblinoso del verano gallego —él vive precisamente en Castroforte del Baralla: el epicentro de la néboa gallega según los entendidos—, por algún que otro día tórrido y de luz cegadora del estío de la antaño isla de Cotinusa, que es el lugar donde habitualmente resido y desde donde estoy redactando este amago de crónica.
Su respuesta a mi sui géneris ruego fue un «Vaaaaaale» dicho con mucha desgana y muy poco convencimiento, al que no pudo evitar añadir la cicatera coletilla de «Pero que no sean muchos días». Una forma educada de dejarme muy claro que, si bien llegado el caso podría contar con su beneplácito e incluso con su complicidad, la empresa no le causaba ningún entusiasmo y, en consecuencia, la iniciativa nunca partiría de él. O dicho con otras palabras: habría de ser yo quien me las ingeniara para dar con la forma de hacer realidad lo que, al menos en ese momento, solo era una ocurrencia con muchos visos de quimera.
Tengo la fortuna de que me crezco ante la adversidad y de inmediato me puse manos a la obra. Empecé por releerme la carta en la que, casi tres siglos atrás, el próspero comerciante Fragela le explicara, al no menos próspero comerciante Gilardi, cómo debía construir el artilugio —un bloque de calamita de dimensiones colosales— que habría de propiciar el intercambio de solsticios entre los dos hemisferios. No tardé en comprender, empero, que ese camino no me llevaría a ninguna parte, porque el principio físico que regía aquel intento de desplazar el eje de la Tierra nada podía aportar a la pretendida permuta de una masa de aire andaluz por otra de aire gallego.
Pero, por una de esas casualidades necesarias que propicia que lo muy improbable no se convierta en imposible, en esos días me hallaba leyendo Memorias póstumas de Blas de Cuba. Fue leer su ley de la equivalencia de las ventanas —esa tan intuitiva que viene a decir que la forma de compensar una ventana cerrada es abrir otra— y ocurrírseme una solución bastante más simple, y mucho menos molesta para mi amigo, que la idea inicial de hacer una verdadera permuta. Porque caí en la cuenta de que bastaría con abrir una ventana imaginaria, arrastrando la masa de aire gallego hacia el sur, y dejar que de forma espontanea el aire colindante se encargara de cerrarla.
La empresa se había simplificado bastante, lo cual me elevó mucho la moral. Y como el desplazamiento habría de ser entre Castroforte del Baralla y la antigua isla de Cotinusa, lo siguiente fue dejar a un lado las memorias de Blas de Cuba y enfrascarme en la lectura de la hagiografía de santa Lilaila de Éfeso. Supongo que más de uno se estará preguntando por qué me acordé, en ese momento, de esa santa y no en otra cualquiera del vasto santoral católico. Pero, en cuanto les diga la razón, verán que es de una lógica aplastante y, como ya habrán notado, el pensamiento lógico ha sido siempre uno de mis fuertes.
Ocurrió que el calor seguía siendo insoportable y, en un intento de refrescarme aunque fuese por sugestión, tuve la providencial ocurrencia de imaginarme la anhelada masa de aire fresco y neblinoso en tránsito desde el epicentro de la niebla gallega a esta urbe. Mientras fantaseaba con la refrescante nube baja arribando a la ciudad, recordé que ese mismo fenómeno se había producido con anterioridad. Porque, según don Torcuato del Río, autor de la única biografía existente de santa Lilaila de Éfeso, el cadáver de la efesiana viajó precisamente desde la isla de Cotinusa hasta Castroforte del Baralla envuelto en una densa niebla llegada, ad oc, desde esta última localidad. Niebla que, una vez tuvo su botín escondido en su seno, haciendo gala de una fidelidad pareja a la de los salmones y las lampreas —especies que migran al mar pero que siempre regresan al cauce donde nacieron—, puso rumbo al río Mendo.
En honor a los más curiosos, haré ahora un pequeño inciso para explicar que, según reza en el texto antes citado, Lilaila fue una firme seguidora de las creencias de Nestorio y, cuando este cayó en desgracia, tuvo que huir de su Anatolia natal para salvar la vida. Partió de Éfeso a bordo de una barcaza camuflada en medio de un cardumen de atunes que, tras haberse reproducido en el Mediterráneo, iniciaban su vuelta a aguas del Atlántico. Ese año hubo una plaga descomunal de lampreas cuyas ventosas bucales no tardaron en adherirse a los lomos de los túnidos. Algo que explica que, cuando huyendo de las orcas del Estrecho cayeron en las redes de los almadraberos de Sancti-Petri, los atunes estaban escuálidos y las lampreas bien orondas.
Los arpones no tardaron en clavarse en los maltrechos lomos de los condenados a muerte y el mar se enrojeció enseguida con su sangre. A la vista de semejante brutalidad, la joven Lilaila se puso en pie en la proa de la barcaza y su rostro adquirió tal gravedad que los almadraberos la confundieron con la encarnación de alguna enfurecida deidad ignota; y temerosos de poder ser objeto de su furia, abrieron un angosto pasillo para que la embarcación pudiera salir de aquel laberinto de redes. Mientras tanto, las lampreas habían abandonado a los moribundos y, formado un denso cardumen alrededor de la barca, escaparon en compañía de la efesiana.
Pero la comitiva así formada no tenía ya nadie que la guiara y no tardó en hacer una nueva escala un poco más al norte. El desembarco se produjo casualmente —otra nueva casualidad necesaria—en el que por aquel entonces era el burgo principal de la isla de Cotinusa y, pasados los siglos, se habría de convertir en esta ciudad. Su población era entonces mucho más reducida que la actual y eso propiciaba que las noticias corrieran entre sus gentes como la pólvora. Lilaila cometió, además, la insensatez de dedicarse a difundir sin cautela la doctrina de Nestorio. Y como resultado de las habladurías de los unos y la falta de prudencia de la otra, la joven acabó siendo linchada.
Fue en aquel momento cuando una camarilla de fieles seguidoras lavó y ungió el cuerpo de la mártir y, después de introducirlo en una urna de cristal, lo colocó de nuevo en el interior de la barcaza. El agua en torno a esta entró, entonces, en una suerte de ebullición debido al trepidante serpenteo de las lampreas. Y como si esa fuera la señal esperada, la densa masa de niebla llegada desde Castroforte se aproximó a la orilla y, tras ocultar a la comitiva en su seno, inició el regreso a casa. Poniendo fin al inciso, solo quisiera destacar que, sin esa encomiable fidelidad de la niebla a Castroforte del Baralla, ese castro se habría quedado sin el legendario Santo Cuerpo Iluminado; y el río Mendo, sin sus afamadas lampreas.
Por mi parte, una vez hube refrescado los detalles antes expuestos, cerré la biografía de la santa y me puse a hacer las maletas. Hace muchos años que dejé de ser creyente en stricto sensu, pero cuando me enfrento a hechos inexplicables como los antes descritos, me asalta la duda y, para doblegarla, practico la huida hacia adelante. Huida que en este caso tomó la forma de una inopinada visita a mi amigo de Castroforte y, de camino, al sepulcro de la santa. La sorpresa del primero fue morrocotuda, sobre todo cuando le conté los derroteros que había tomado el asunto. Es más, junto con la sorpresa, descubrí en su mirada desconfianza y temor, como si creyese que yo había perdido la cordura. Y como no me gusta incomodar a la gente —mucho menos si es un buen amigo—, me abstuve de pedirle que me acompañara.
Incluso sin ser un verdadero creyente, cuando entré en la Basílica del Cuerpo Santo, la visión de aquellos supuestos restos incorruptos emitiendo luz en el interior de la urna de cristal fue una experiencia sobrecogedora. Ni que decir tiene que el pundonor y la coherencia me frenaron de hacer una rogativa a la santa solicitando su mediación en la causa. Pero tengo que reconocer que, cuando los destellos luminosos emitidos por la reliquia cambiaron su patrón, el corazón me dio un vuelco. Desde mi llegada, las señales luminosas habían seguido una pauta desconocida que, de acuerdo con el texto de don Torcuato, supuse que era la de las boyas de la Ría de Castroforte. Tras el cambio, por contra, los destellos se volvieron idénticos a los de las boyas de la barra del Castillo de Sancti-Petri. Lugar situado a escasa distancia de esta ciudad y que frecuento mucho.
De primeras, que un puñado de huesos con propiedades luminiscentes pudiera saber quién era yo, o cuando menos mi procedencia, me aturdió. Luego, en cambio, tras una breve pero muy sesuda reflexión —ya he dicho que la lógica es mi especialidad—, concluí que el ambiente de la basílica era un tanto insalubre y estaba, por ello, perturbando mis capacidades perceptivas. Abandoné, pues, el recinto sagrado con la cabeza más bien gacha y riñéndome a mí mismo por haberme dejado llevar por la peregrina ocurrencia de hacer una visita al santo cuerpo. De nuevo al aire libre, recordé que me hallaba no muy lejos del río Mendo y decidí aprovechar la ocasión para conocer sus afamadas lampreas.
Atardecía cuando llegué a su orilla y vi una caterva de hilachos azulones de niebla emergiendo de sus sosegadas aguas. Una suerte de guedejas vaporosas que se esperaban las unas a las otras y, tras formar una etérea pero densa nube, trepaban ladera arriba en dirección a Castroforte. Conocía el fenómeno de oídas y me alegré de poder presenciarlo en persona. Pero, en estas, escuché un repentino gorgoteo a mi espalda y, al girarme, fui testigo de cómo las antes remansadas aguas del Mendo parecían ahora estar hirviendo. Me agaché para observar el fenómeno más de cerca y fue entonces cuando vi por primera vez el agitado serpenteo de una multitud incontable de lampreas arremolinadas alrededor de un punto central imaginario.
El trémulo cardumen era enorme y, en un visto y no visto, su contorno dejó de ser el de un remolino circular para convertirse en el de una alargada elipse que se alejó aguas abajo. Y como si este hubiera sido un pistoletazo de salida, los hilachos azulones de niebla que no habían cesado de emerger de las aguas del Mendo, en lugar de condensarse y trepar ladera arriba, corrieron veloces tras las lampreas.
Esa noche, la última que pasé en Castroforte, no hubo la habitual niebla y en el cielo brillaron las estrellas de una forma desacostumbrada. Los castrofortinos salieron de sus casas para ver aquel inusual espectáculo y las calles se convirtieron en una mar de brazos en alto de padres señalando a sus hijos las estrellas más conocidas. Mi amigo y yo estuvimos en la azotea de su casa identificando constelaciones hasta bien pasada la medianoche. Momento en que me despedí de él sin haberle dicho ni una sola palabra sobre el extraño fenómeno del que había sido testigo esa misma tarde.
Regresé a casa en medio de una nueva ola de calor. Pero dos días después de mi llegada, al levantarme, noté un inusitado frescor y, al asomarme a la ventana, vi que la ciudad estaba envuelta en una niebla azulada que me obligó a frotarme los ojos para estar seguro de lo que estaba viendo. Se quedó con nosotros un par de días y luego se marchó de la misma forma repentina y misteriosa en que había llegado. Desde entonces, cada vez que las temperaturas veraniegas suben de forma excesiva y prolongada en esta ciudad, durante al menos cuarenta y ocho horas, recibimos la visita de esa vivificante masa de aire fresco y brumoso.
El primer verano, las portadas de la prensa local se hicieron eco de la insólita aparición de esa refrescante niebla impropia de la época; así como de la excepcional presencia de un cardumen de lampreas de mar en la Bahía de Cádiz. A día de hoy, la gente ya se ha acostumbrado a este peculiar fenómeno veraniego y en los periódicos solo es mencionado de paso en las sesiones de meteorología y pesca. Me consta, empero, que hay más de una tesis doctoral en marcha tratando de explicar las causas de esta doble —atmosférica y biológica— anomalía estival.
De momento, lo único que se sabe con certeza es que la niebla procede de Galicia y que viaja hasta la bahía de Cádiz sin mezclarse con el resto de masas de aire que atraviesa en el camino; y también que las características genéticas de las lampreas indican que son originarias del rio Mendo. Los estudiosos han visto, además, un cierto paralelismo entre la masa de niebla gallega y los «meddies» —esos remolinos de agua del Mar Mediterráneo que se adentran en el Océano Atlántico y que pueden permanecer durante años sin mezclarse con las aguas circundantes—. Pero mi mente eminentemente cartesiana no se quedará del todo tranquila hasta que no le busquen también una explicación lógica a que la niebla llegue siempre acompañada de un aluvión de lampreas; o a que la meta de ambas sea invariablemente esta bahía.
Lo que aquella tarde vi en la Basílica del Cuerpo Santo y, un poco después, a orillas del Mendo es un secreto cuyo peso sé que debo de llevar en solitario. Aun así, cada vez que mi amigo me cuenta que han disfrutado de nuevo de una fantástica noche estrellada, o bien me habla de las quejas de los pescadores porque en verano hay rachas en las que no hay manera de pescar ni una sola lamprea en el Mendo, tengo la tentación de contárselo todo. La tentación de contarle lo que presencié aquel día y mis dudas sobre si fue una simple casualidad necesaria o si, por el contrario, la santa estuvo de por medio. Pero como no me gusta incomodar a la gente, y mucho menos a un buen amigo, al final nunca le digo nada.