Aquella mañana, Raquel, como antaño, abrió con delicadeza la puerta de la habitación número 17 para saber cómo se encontraba aquel viejecito que la acompañaba en sus quehaceres diarios, desde hacía al menos tres años, cuando comenzó a trabajar como auxiliar en la Residencia de Nuestra Señora de los Ángeles.
“La tenue luz de sus ojos se está apagando”. Fue la confidencia que Sarita, quien se encargaba del turno de noche, había confesado a Raquel, a sabiendas del cariño que se profesaban el residente y la cuidadora. “Te ha echado de menos”.
Rafael, que era el nombre que aparecía en la ficha que colgaba en la puerta de la habitación, llevaba mucho tiempo sin articular palabra, coincidiendo con la prolongada ausencia de Raquel. Tenía fama de huraño, hosco, malhumorado, por lo que nadie lo visitaba con regularidad y, según contaban algunas lenguas maledicentes, no tenía familiares cercanos que lo pudieran o, más bien, lo quisieran cuidar. Si bien, para ser justos, no se portaba mal con todos. Es más, si le caías bien, regalaba sonrisas e historias inauditas sobre viajes imposibles y negocios estrambóticos que nadie estaba seguro de que habían sido ciertas, aunque, de la misma manera, nadie era capaz de negar por completo, sobre todo su adorada Raquel, aquella misma que le había destrozado su débil corazón y lo había sumido en las temibles tinieblas con su marcha injustificada y prolongada en el tiempo.
Sin embargo, un atisbo, una chispa de luz surgió de sus pupilas, al percibir a la auxiliar en el quicio de la puerta. No más de un segundo, ya que su mal entendido orgullo enseguida lo transformó en fuego, enfado y rencor por el abandono de quien prometió no dejarlo nunca solo.
Raquel, que de esto sabe un poco, entendió de inmediato que el viejecito apostado en el camastro estaba enojado con ella. A pesar de su ausencia, apenas existían secretos entre los dos, y pudo comprobar que la conexión entre ellos seguía viva. Con la seguridad, calma y amabilidad de quién sabe cómo tratar a quien es intratable, procuró hablar con él, sin que obtuviera respuesta alguna, como si las palabras se diluyeran por toda la habitación y aprovecharan el resquicio de la ventana entreabierta para desaparecer, dispersas por la breve brisa de aquella mañana de abril.
De hecho, solo consiguió algunos gestos de desprecio por parte de Rafael y, sobre todo, la expresividad de su mirada, que reprochaba a Raquel la falta, en una conversación insonora, inentendible para el resto de los mortales, sin que hubiera, por ahora, reconciliación posible.
Pero aquella mañana, Raquel cambió los paradigmas de su confidente, de su amigo. Las palabras eran inviables en un escenario como aquel. Ella lo sabía, ya lo tenía previsto. El lenguaje debía desbordarse en signos propios, entendibles solo para ellos y Raquel, que había ido desarrollando varios de ellos a lo largo de los años, fundió su mirada con la de Rafael y, sin articular palabra, le dijo:
“Espera Rafael. Ahora lo entenderás todo”.
Raquel salió de la habitación, deslizando los pies, sin ruido, ante la atenta observación de su lastimado amigo.
Al cabo de unos instantes, la puerta volvió a abrirse y Raquel, con una sonrisa, venía acompañada de alguien más, la única razón por la que había dejado solo a Rafael.
Al verla, el pobre de Rafael miró primero con sorpresa, luego con frustración y al final con los ojos llorosos de alegría.
Perdona a este viejo estúpido. Dijo sin decir.
No hay nada que perdonar. Respondió Raquel en silencio.
Y Raquel extendió los brazos, ofreciendo a Rafael la posibilidad de abrazar a la nueva vida. Rafael debido a su tozudez no se sentía digno, pero ante la insistencia de su otrora ofensora, recogió a la niña en su regazo y la luz tenue de su mirada desapareció, para dejar paso a un nuevo amanecer.
Hola, es mi primera aportación. Acabo de descubrir la página y voy a intentar comentar tanto libros como relatos. Gracias y perdonad los errores.
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