Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Novela completa. Acción/gore/humor negro)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida tercera parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Ginebra escribió: 10 Jul 2019 20:50 genial, Raúl, me gusta tu estilo :D
Habrá más?
Me alegro de que te guste. Normalmente escribo alguna cosa entre capítulo y capítulo de mi actual novela. No le queda mucho al que estoy escribiendo, así que si se me ocurre algo lo pondré aquí (Tengo una idea básica que podría servir).
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
Ginebra
Foroadicto
Mensajes: 3862
Registrado: 29 Mar 2005 19:48
Ubicación: por aquí y por allá...

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida tercera parte)

Mensaje por Ginebra »

:402: :-D
Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Eduardo Galeano


Recuento 2024
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida tercera parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Os traigo el tercer capítulo, recién salido del horno. Pero antes, permitidme un prefacio. En vez de escribir otra historia autoconclusiva, he decidido iniciar un arco argumental de dos o tres capítulos. Este capítulo tiene una estructura y una longitud más propios de una novela. Estoy hablando de 4.450 palabras, que es más que los dos primeros combinados. Quien vaya a leerlo, que se asegure de tener varios minutos libres.

Sin más, aquí os lo dejo:

Cosas de la vida

Jamás he conocido a un cazador que tuviera esposa. Sucede que cuando el trabajo te obliga a viajar por medio mundo no te sobra tiempo para conocer gente. Además, ¿de qué vamos a hablar con una mujer, de la consistencia de las tripas licuadas por una bala bendecida, o tal vez del último niño al que hemos volado la cabeza? “Pues verás, amor mío, era un crío de cinco años muy mono. Tendrías que haber visto cómo salían disparados sus ojitos azules hasta el otro lado de la habitación”. No, no somos el alma de la fiesta. Y para hacer las cosas más difíciles, una de las pocas normas que tenemos es la de mantener nuestro trabajo en secreto. Sé que es habitual mentir a la parienta, pero en nuestro caso ya sería pasarse. Por norma general las únicas mujeres con las que tratamos son de ésas que dicen poco y se marchan rápido. Hablando en plata: cazadores y putas somos como uña y carne. Lo sé, lo sé: ¿qué diría la hermana Clarisa? En fin, nunca he dicho que sea un beato, ¿o sí?

A lo largo de las décadas he conocido a una ecléctica y variopinta colección de señoritas de compañía. Algunas han sido de hola y adiós, con otras he repetido la experiencia. Algo de lo que me he dado cuenta es que mis favoritas son aquéllas a las que he conocido sin buscarlas, no en alguna esquina o tras un teléfono de contacto, sino en el día a día, en la cafetería de la esquina o en algún motel de camino al próximo encargo. Es con estas mujeres, sean o no prostitutas, con las que uno puede hablar con calma, libres de la presión de acabar lo antes posible. El tiempo es oro. Me lo han dicho tantas chicas de la calle que ya no lo oigo cuando sale de sus labios. En mi humilde aunque dilatada experiencia las mejores putas no tienen jefe, y trabajan cuando les da la real gana (Nota a navegantes: si la señorita trabaja en su propia casa, es buena señal). Volver a un lugar donde he estado anteriormente y encontrarme con la misma mujer de la última vez es lo más parecido que he conocido a tener pareja. Tres damas en particular han compartido tanto tiempo conmigo que podría decirse que han sido mis queridas. Las llamo la Santa Trinidad: Eliana, Aideen y Noelia. Roma, Nueva York y Madrid, las ciudades donde he pasado la mayor parte de mi vida.

Eliana siempre fue mi favorita. La conocí en el verano del 72, apenas unas semanas después de completar mi entrenamiento en la Santa Sede. La Agencia hace que los novatos se queden tres años en Roma antes de asignarlos a otros lugares. El motivo es muy sencillo: hay tantos cazadores allí que ningún poseído tiene tiempo para mutar. Es como montar en bicicleta con los ruedines puestos.

En fin, el caso es que estaba yo una tarde en la Piazza Cavour, tirado bajo la sombra de un árbol y haciendo un dibujo de la fachada trasera del Palacio de Justicia, cuando me llegó una vocecilla por encima del hombro. “Sabes que la estatua está del revés, ¿no?”. Al girarme vi a una joven de piel morena, larga melena de ébano y ojos del color de la albahaca fresca. Llevaba un vestidito amarillo algo descocado, y me miraba con una tímida sonrisa. Había estado tan absorto con el dibujo que no me había dado cuenta de que Eliana llevaba ahí tres o cuatro minutos, contemplando mi creciente frustración con la ridícula cantidad de ventanas y ventanas sobre ventanas de la puñetera fachada. La estatua a la que se refería era la de Camillo Benso, situada en medio de la plaza. Ciertamente, me había tomado algunas licencias artísticas. No quería que la estatua apareciera de espaldas, así que opté por plasmarla primero de frente y dibujar después el Palacio de Justicia a su alrededor. Una jugada maestra, si se me permite decirlo. Eliana tuvo la cordialidad de esperar a que terminara la obra antes de señalar lo que para ella sin duda debía tratarse de un error. De habérmelo dicho en medio de dibujar las ventanas, probablemente habría explotado, pero en vez de eso sonreí embobado y expliqué el motivo del cambio.

Una cosa llevó a la otra, y media hora después acompañé a Eliana a su piso, no muy lejos de la Piazza. Era un lugar diminuto aunque lleno de carisma. En el interior no había puertas, sino cortinas de ésas de eslabones que tanto gustaban a los hippies. Nada más entrar, a mano izquierda, había una escueta cocina semiabierta, apenas una nevera, un horno y una encimera que la separaba del salón. Del techo colgaba una lámpara rodeada de tubitos huecos que sonaban como flautas con la brisa. La pared del fondo estaba decorada con una docena de postales de distintos lugares del mundo, y en el tocadiscos sonaba un vinilo de Édith Piaf. Entre la invitación al piso, La Vie en Rose y las miradas que me lanzaba, creía sinceramente que había logrado conquistar a una chica preciosa, pero Eliana, muy tramposa ella, reveló la verdad de su oficio cuando estábamos en el sofá con una cerveza en la mano. Si llega a esperar un poco más, me lo dice estando ya en la cama. Y yo que me creía el nuevo Fernando Lamas... Fue un golpe enorme para mi ego, lo admito. Recién salido de un programa secreto de entrenamiento y habiendo matado a mi primer poseído esa misma mañana, me creía el hombre más interesante del mundo. La verdad es que era un chaval de veinte años sin muchas luces, y para rematar, virgen. ¿Qué puedo decir? Fui directo del orfanato a la Santa Sede, así que no se me había presentado aún la oportunidad de intimar con una mujer que no llevara hábito.

Cuando Eliana dejó caer la bomba mi semblante se vino abajo. Medio tartamudeando, le dije que apenas llevaba dinero encima, sólo lo justo para irme a cenar. Sé con certeza que lo primero que pasó por su mente fue que le había mentido sobre mis finanzas. Le había dicho que mi padre era un rico empresario, y que yo era la oveja negra de la familia, el hijo díscolo que viaja por el mundo llevando una vida bohemia. ¿Acaso puede culparme alguien? Eran los setenta, las mujeres adoraban el rollo romántico del artista inadaptado. Y la verdad es que tampoco estaba tan apartado de la realidad. Ciertamente, una vez acabado el periodo de novato, viajaba por el mundo, hacía dibujos, y tenía un santo padre muy rico que me enviaba dinero todos los meses. Los coches y las armas no caen del cielo. Si alguna vez te has preguntado para qué sirven los diezmos, las colectas y las donaciones, ahora ya lo sabes.

Eliana tardó un rato en darme una respuesta. El simple hecho de que se lo pensara fue para mí una inequívoca prueba de que yo le gustaba. ¿Por qué iba a pensarlo si no? Lo normal sería echar de una patada a cualquier gorrón que quisiera echar un casquete por la cara, pero Eliana tuvo otra idea. Me miró con el ceño fruncido, lo que en ella resultaba adorable, y dijo: “Por esta vez dejaré que me pagues con el dibujo, pero a la próxima trae dinero. Si no, olvídate de mí”.

Y nunca me olvidé de ella.

Durante veinte años la visité cada vez que volvía a Roma, y en más de una ocasión aproveché para retratarla, siempre y cuando no hiciera mucho frío. Una semana aquí y un mes allá, y entre visita y visita casi me sentía como si tuviera una novia esperándome en casa. También estaba Noelia, claro, pero ésa es otra historia, y a Aideen no la conocí hasta mediados de los 90, así que no la metamos en ésto. Con los años la excusa de la vida bohemia cambió a otra distinta. Pasados los treinta, la idea de ser un inútil que vive de su padre empezaba a resultar patética, así que dije a mis queridas que había conseguido trabajo como representante de una compañía financiera, y que ése era el nuevo motivo de mis constantes vaivenes.

Ni que decir tiene que, cuando me vi en Roma al cumplir los cuarenta, me tomé el día libre para pasarlo con Eliana. A esas alturas de su vida ya sólo se veía con un escueto número de clientes; sus principales fuentes de ingresos eran la elaboración de prendas artesanales y los apaños a vecinos y amigos. Cuando llamé a la puerta con una botella de vino, Eliana me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y un fuerte abrazo, y me invitó al salón. Siempre me dejaba boquiabierto. Sabe Dios cómo lograba estar más guapa cada año.

En los 90 la estética hippie había caído en el olvido. El piso de Eliana lucía algo distinto: muebles de madera clara, paredes de tonos pastel, una elaborada lámpara de araña en el salón y, por encima de todo, un puf de cuero para leer junto a la ventana. Por otro lado, el pasado seguía vivo gracias al tocadiscos y a la colección de vinilos franceses que tanto le gustaban.

Sentados en el sofá, abrimos la botella y brindamos por mi cumpleaños. Eliana había puesto a Françoise Hardy, y en ese momento sonaba Tous les Garçons et les Filles. Bebiendo y charlando me acordé del regalo que le había traído. “Tengo una sorpresa para ti”, dije metiendo la mano en el bolsillo de mi chaqueta. Eliana entornó esos intensos ojos verdes suyos y me lanzó un sarcástico gruñido. “¿Quieres que lo adivine?”, dijo conteniendo la risa. Haciéndome eco de su reacción, saqué una postal del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Me había acostumbrado a comprar postales durante mis viajes, y siempre que visitaba a Eliana le llevaba alguna nueva para sumarla a la pared del fondo. Ya apenas quedaba espacio libre, pero Eliana se las apañó para añadir el Palacio de Invierno a la esquina superior derecha, entre la Alhambra y el Parque de los Lagos de Plitvice. Viendo lo justas que quedaban las postales, decidí que había llegado la hora de acabar con la tradición, ya que si no empezarían a colonizar el resto del piso. “¿Te acuerdas de cuando había una docena?”, dije con un rostro impasible, y aunque Eliana hizo lo imposible por resistir, terminó por partirse de risa. No voy a decir que sea el hombre más gracioso del mundo, pero con Eliana siempre sabía qué botón presionar, y el suyo era la nostalgia.

A la mañana siguiente desperté en su cama. Eliana se levantó de forma brusca, y el movimiento del colchón reactivó mi resacoso cerebro. Gruñendo cual oso pardo, me revolví y aparté la colcha con los pies. Me quedé apoyado en el respaldo, regalándome la vista con los contornos que el sol dibujaba en su espalda y nalgas. Eliana estaba de pie junto a la cama, contemplando en silencio un dibujo enmarcado en la pared. Era el Palacio de Justicia, con sus incontables ventanas y la estatua del revés. Aún lo conservaba tras veinte años. Eliana cogió el marco y lo miró de cerca con una sonrisa que yo apenas alcanzaba a ver desde ese ángulo. Le di los buenos días, intentando que no se me cayera la baba por verla en su desnuda gloria. Sintiendo que se me desprendían los sesos, me incliné sobre el borde de la cama, cogí tabaco y mechero de mis pantalones tirados en el suelo, y me encendí un pitillo. “¿Te apetece salir a desayunar?”, dije a través de la pastosidad de mi boca. “Se me antoja crostata de albaricoque con nata, ¿qué me dices?”. Sin darme una respuesta, Eliana dejó el marco sobre el tocador, y miró a su alrededor con una expresión algo desubicada, como si analizara la habitación. Al verme, se me quedó mirando con una lasciva sonrisa, aunque seguía sin decir nada. “¿Se te ha comido la lengua el gato”, dije con una sonrisita, “o he sido yo?”. “Te he estado buscando”, dijo ella. Debería haberme dado cuenta de lo raro que sonaba eso, pero mi adormecida cabeza seguía distraída con sus curvas. Con el ceño arrugado, di una calada al cigarrillo y me encogí de hombros. “Si alguna vez quieres verme, sólo tienes que dejar un recado en el número que te di. Me lo pasarán lo antes posible”.

“Comunicación a distancia”, murmulló para sus adentros, y se dio una vuelta por la habitación. “Sí, desde luego habéis evolucionado, ¡y cómo! La última vez que os visité, acababais de pasar por un mal trago. Tal vez te suene, había un par de bigotudos con mala leche. Visto lo visto, se podría decir que os ha ido bastante bien”. A estas alturas yo había escupido el cigarro, y revolvía los pantalones en busca de mi pistola de bolsillo, una Seecamp del 32. Al sacarla del pantalón, apunté a Eliana, que se había sentando en el borde de la ventana, de buen seguro alegrando el día a más de un transeúnte. Sin dedicarme la más breve mirada, Eliana siguió hablando con la inocente sonrisa de un niño que contempla un espectáculo de magia. “Me tienen al día de vuestros mayores avances. Incluso habéis ido a la luna, eso no me lo esperaba. No te imaginas lo orgulloso que estoy de vosotros”. Eliana se carcajeó por lo bajo. “Ojalá pudiera ver al jefazo. Me pregunto si a estas alturas estaría dispuesto a admitir su equivocación… No, qué tontería: el viejo no escucha a nadie. Antes desharía el universo que admitir que yo tenía razón”.

“¿Quién cojones eres?, dije, y me levanté para apuntar como es debido. “No tan rápido”, dijo mirándome con los brazos medio alzados y una mal fingida expresión de cobardía. “¿No querrás enviarme de vuelta antes de que diga lo que he venido a decir, verdad? Como ya he dicho, te he estado buscando. Sería una lástima que cuando al fin conozco a mi hijo, éste me pegara un tiro sin más”.

Sobra decir que por poco no me explotó la cabeza.

El demonio se levantó de la ventana y caminó hacia el salón. Yo la seguí con la pistola en alto y el culo al aire. Mientras no mutara, no resultaría más peligroso que cualquier humano, y yo necesitaba respuestas, muchas respuestas. En el salón, Eliana dio una vuelta observando los muebles y las postales del fondo. A mitad de su tour, cogió un libro de la estantería y tomó asiento junto a la ventana, en el puf de cuero, tal y como solía hacer la verdadera Eliana. Me acerqué a ella y orienté el sofá de una patada. Mientras el demonio abría el libro y leía unas páginas, yo me senté en el sofá y acomodé el brazo en el respaldo para apuntar; la cosa podía ir para largo.

“Lo primero es lo primero”, dije yo, “¿qué ha pasado con Eliana?”. El demonio apartó del libro sus ojos robados, y suspiró con decepción. “¿Necesitas que te lo explique? Tenía entendido que eras un profesional”. Me incliné hacia delante y apunté a su entrecejo. “O me lo dices o te meto un tiro ahora mismo, y a la mierda con lo que hayas venido a hacer”. El demonio cerró el libro y lo dejó caer al suelo. “Tu querida ha muerto”, dijo con rotunda ligereza. Conteniendo las ganas de volarle la cabeza, apreté los dientes, y mi voz sonó como un rugido. “Eso ya lo sé, no me tomes por imbécil. Lo que quiero que me digas es qué ha pasado con su alma”. Con una gran sonrisa, la falsa Eliana se recostó sobre el puf y apoyó la cabeza sobre sus manos, exponiendo su cuerpo desnudo como si estuviera en la portada de alguna revista porno. “¿Tú que crees?”. “No me sueltes el rollo. Los pecados y toda esa mierda de la Biblia son sólo cuentos. ¡¿Dónde coño está Eliana?!”. Negando con un bufido de hastío, el demonio cerró los ojos y se centró en su búsqueda. “No la percibo”, dijo a los pocos segundos. “No, nada”, añadió, y volvió a mirarme, encogiéndose de hombros con los brazos medio extendidos. “No está en el Infierno, ¿contento?”. Con un suspiro de alivio, me recliné sobre el respaldo y miré al demonio con el rostro impasible. “Acabas de matar a una de las pocas personas que jamás me haya importado. Disculpa si no doy saltitos de alegría”. El demonio apoyó las manos en su vientre y cruzó una pierna sobre la otra. Se me quedó mirando varios segundos. Me parece que no sabía cómo responder a eso, pero puede que se diera cuenta de que ese tema no iba a llevarle a ninguna parte, y simplemente optara por dejarlo de lado.

“¿Puedo hablar ya?”, dijo tras un incómodo silencio. Asentí y volví a apuntar con el brazo en el respaldo. “Supongo que lo apropiado sería presentarse”, dijo pasando del italiano al español, y sonrió con una expresión de confianza. No pude evitar abrir los ojos de par en par, pero logré recuperar la templanza. “Me parece bien”, repliqué en español. “Dime tu nombre para que pueda añadirlo a mi lista”. Él exhaló una contenida carcajada, como quien oye un mal chiste. “Chico, ahórrate las bravuconadas; me he enfrentado a demonios más grandes que este edificio. A lo largo de los milenios me han llamado de muchas formas”, dijo, y pasó a recitar nombres, cada uno con una entonación más teatral que el anterior, “, Satanás, el Diablo, Lucifer, Belcebú, Abadón, Belial, el Señor de las Tinieblas, el Iluminado, el Portador de la Luz… A tu madre le dije que me llamaba José. No sé por qué, pero me hizo gracia”. Cada palabra que salía de sus perfectos labios robados desmontaba mi vida un poco más. No lograba articular una sola palabra. Uno no se entera todos los días de que su padre es el Diablo. “Mucho que digerir, ¿eh? Lo entiendo. Tómate tu tiempo, tenemos todo el día”.

Para cuando quise darme cuenta, mi padre ya se había levantado, y se dirigía a la cocina. Me levanté de un brinco y caminé apresurado hacia él con la pistola en ristre. Echando un rápido vistazo al interior de la nevera, cogió un par de botellas de cerveza, y se acercó a mí sin prestar la más mínima atención a la pistola. Situando la encimera entre nosotros, alcé el arma y apunté a su frente. “No vuelvas a moverte sin permiso”. “Como quieras... ¿Qué tal una cerveza con tu viejo?”, dijo ofreciendo una botella, y yo la cogí de un tirón. Con la chapa en el borde, le di un culatazo, y seguí apuntando a mi padre mientras la espuma se derramaba sobre la encimera. Él agarró la chapa de su botella con los dedos, e intentó abrirla con un gruñido de frustración. “Ahg, deditos de mujer”, se lamentó, y me ofreció la botella. “¿Te importa?”. Deslicé mi botella por la encimera, y mientras abría la otra, él cogió la primera y echó un largo trago. “Ah, sí: los humanos sí que sabéis vivir”, dijo con una amplia sonrisa.

“¿Por qué estás aquí”, dije yo, y eché un trago que sacó mi lengua de su letargo y despejó mi garganta. Tampoco vino mal para los nervios. “¿Acaso conocer a mi hijo no es motivo de sobra?”. “Te he dicho que no me tomes por imbécil”. “Qué gruñón… No sé a quién habrás salido; tu madre era la cosita más dulce del mundo. Aunque, a decir verdad, tu suspicacia está justificada. En realidad he venido a ofrecerte una nueva vida, una vida en familia: quiero que conozcas a tu hermano”. Eso me pilló en medio de un trago. Por poco no me atraganto. “¿Mi hermano?”, dije entre tos y tos. “Ah, así que las monjas no te dijeron nada. Lucía tuvo gemelos. Tu hermano se llama Elías: es mi mano derecha”. Otro martillazo a los cimientos de mi vida. Joder, ni siquiera sabía cómo se llamaba mi madre. Hasta ese momento había creído que todo en mi vida había sido aleatorio y accidental, y de pronto empecé a ver las conexiones. Del orfanato a la Santa Sede. No podía ser casualidad. ¿Era cosa de mi padre, había guiado mi vida como si fuera una marioneta, o acaso era la Agencia la que sabía de mis orígenes? ¿Me habían seleccionado para usarme contra él? No podía confiar en nadie. Ruinas machacadas y humeantes, eso era todo lo que tenía. Mi vida no era realmente mía.

“¿Qué quieres de mí?”, dije poniendo toda mi alma en fingir que nada de aquéllo me afectaba. Mi padre echó un trago y miró a su alrededor, como intentando pensar en algo, y terminó por señalar las postales del fondo con el cuello de la cerveza. “Me gustan este mundo y sus paisajes, y sobretodo me gustan los humanos. Me gusta su ingenio, su inacabable búsqueda de un sentido, la sencillez de sus vidas… No has visto el Infierno. Demonios y más demonios, a cada cual más cruel y sádico, matándose entre ellos por cualquier motivo, siempre en busca de una oportunidad para subir en la jerarquía. A veces me cojo vacaciones para alejarme de todo ese lío”. Tras haber dado un trago, dejé la botella sobre la encimera con un golpe. “¿Me ves cara de agente de viajes?”. Mi padre sonrió. “No, pero te veo cara de matón”. Apartando la botella a un lado, alcé la pistola y le apunté a la boca. “¿Crees que es buena idea insultarme?”. “Ahí lo tienes”, se alegró. “Aparta el dedo del gatillo un segundo, y te lo explicaré”. Apoyé la pistola en la encimera. Era lo máximo que estaba dispuesto a hacer por él. “Verás, el problema es que alguien tiene que quedarse al mando en todo momento. En el pasado cometí el error de confiar en demonios a los que creía mis amigos, los más civilizados y agradables que nunca hayan existido. Ni que decir tiene que todos y cada uno de ellos aprovecharon las circunstancias para usurpar mi posición. Para mí no supone ningún problema: soy inmortal, pero cada vez que vuelvo al Inferno se disipa parte de mi poder. Mientras me recupero, el cabrón que me ha traicionado tiene vía libre para hacer y deshacer a su gusto. Sé que te han dicho que soy el mal personificado, pero te aseguro que ahí abajo los hay mucho peores. Durante un tiempo fui arcángel, ¿sabes?, el primero de todos: mi verdadero nombre es Serakiel. Sólo quiero un poco de tiempo para mí mismo, ¿acaso es mucho pedir? Y ahí es donde entráis tú y tu hermano. Elías es un hombre inteligente, no me malinterpretes, pero carece de carácter. Incluso con mi poder le faltan huevos para mantener a raya a los demás. Así que éste es el trato: cuando vaya a tomarme un tiempo libre, te enviaré al Inferno para que gobiernes junto a tu hermano. Has matado más gente que la peste negra, para ti será como un juego”.

“Vete a tomar por culo”, dije con la calidez de un témpano de hielo. Serakiel esgrimió una mueca de frustración, y dio después un trago a su cerveza con una fingida sonrisa reconciliadora. “Piénsalo bien, chico. Puedo darte cualquier cosa, lo que sea, tanto en la Tierra como en el Infierno. ¿Salud? Puedo hacer que vivas mil años. ¿Dinero? Te saldrá por las orejas. ¿Mujeres? Una palabra mía y no podrás quitártelas de encima”. No pude evitar reírme por lo bajo. De verdad se creía que ese rollo del padre majo iba a servir de algo. “Después de lo que has hecho, ¿crees que voy a… a qué, a calentarte el trono mientras matas a algún inocente y te paseas por mi mundo?”. De nuevo, alcé la pistola y apunté a su frente. “Permíteme que insista: vete a tomar por culo”.

Sacudiendo la cabeza, Serakiel me señaló con un agitado dedo acusador. “No te imaginas la decepción que siento ahora mismo. Vengo aquí en son de paz, te ofrezco el mundo en bandeja de plata, y tú me escupes a la cara. ¿Crees que ésta es forma de tratar a un padre?”. “Llevo cuarenta años sin padre, no me ha ido nada mal”. “¿Así que te conformas con lo que tienes? ¿No hay ambición en ti? Menudo desperdicio de hombre. ¿Sabes qué?, la vida es todo lo que pasa mientras decides qué hacer con ella. Un día mirarás atrás, y lament…”.

Había oído suficiente.

Plantándole la pistola en la frente, apreté el gatillo y sentí el calor de la papilla carmesí al impactar contra mi torso desnudo. El cuerpo medio decapitado de Eliana cayó de espaldas como un árbol talado. Sus perfectos labios seguían ahí, torcidos en una mueca de sorpresa. No sé cuánto tardé en reaccionar. Mi brazo se había quedado congelado, sosteniendo la humeante pistola en posición de tiro. En algún momento volví en mí mismo y dejé caer el arma sobre la encimera. Podían haber pasado dos o tres minutos, no estoy seguro. Evitando mirar al cuerpo, me adentré en la cocina y descolgué el teléfono de la pared.

“Limpiezas Ascalón”, dijo una amable voz de mujer, “¿en qué puedo ayudarle?”. “Quisiera presentar una reclamación a su superior”. Sonaron unos botones. “Identificación”, dijo un hombre de avanzada edad. “Jota, cinco, uno, tres, uno, cuatro”. De nuevo, botones. “¿Motivo de la llamada?”. “Amenaza detectada y eliminada”. Más botones. A continuación me preguntó por los detalles, lo normal en estos casos. Respondí a sus preguntas, intentando con todas mis fuerzas mantener un tono profesional, empujando a través del nudo que me asfixiaba, del férreo y denso olor a sangre que invadía mis fosas nasales. “Recibido. Nosotros nos ocupamos del resto. ¿Algo más, agente?”. Me quedé en silencio. No podía más. Colgué sin decir nada y caí de espaldas a la pared. Y ahí me quedé, mirando el cuerpo de Eliana, sentado junto a los restos de su cabeza.

A menudo pienso en aquel día. En cuestión de minutos había perdido a la persona que más me importaba en el mundo, había descubierto que tenía un hermano, y también que mi padre era el mismísmo Diablo. El tiempo, no obstante, me ha conferido una perspectiva más amplia. En realidad era necesario que aquéllo ocurriera. De no ser por lo que había hecho mi padre, nunca me habría dado cuenta de que debía tomar las riendas de mi vida.

Jamás habría llevado la guerra al Infierno.

FIN

P.D: Le he hecho un retcon al prólogo para hacerlo encajar mejor con lo que pasa en este capítulo y lo que está por llegar. Cuando escribí el prólogo no tenía mucha idea de por dónde iban a ir los tiros.
P.D 2: Puede que no lo parezca, pero casi todo lo que pasa en este capítulo es improvisado. La única idea que tenía al principio, lo que mencioné a Ginebra, era que el cazador despertaría junto a una prostituta poseída. Hay que ver cómo ha evolucionado la cosa, ¿eh?
P.D 3: Que la madre del cazador se llamara Lucía no es una referencia a lucia, del foro. Es sólo que comparte etimología con Lucifer (Lux; es decir, luz en latín) y eso me parecío apropiado.
Última edición por Raúl Conesa el 01 Mar 2020 20:32, editado 2 veces en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84497
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida cuarta parte)

Mensaje por lucia »

Me alegro de que no tenga que ver el nombre conmigo :cunao:

Por cierto, ¿cómo es eso de matar a un inmortal?
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida cuarta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Cuando se mata a un poseído lo único que se consigue es enviar el espíritu del demonio de vuelta al Infierno, donde tienen forma física (Que es aquéllo en lo que mutan cuando poseen un cuerpo humano). Cuando el protagonista se refiere a su lista, es porque la Agencia tiene registrados los nombres de la mayoría de demonios que han aparecido en la Tierra. Los cazadores los identifican por sus mutaciones o por las cosas que dicen.

Se verá cuando el cazador vaya al Infierno, pero ya tengo pensados la mayor parte de los detalles y mecanismos de este sistema. Los demonios no envejecen, pero pueden morir en el Infierno. Serakiel es la única excepción: él no puede morir de ninguna forma, sólo debilitarse temporalmente.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida cuarta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Sobre jirafas y viajes interdimensionales

En algún lugar del Vaticano, bajo metro y medio de cemento armado y tras una puerta mecanizada de treinta y cuatro toneladas, se oculta una sala abovedada en la que un puñado de vejestorios se pasean entre colosales estanterías cubiertas de polvo bicentenario. La Sagrada Biblioteca de la Verdad, la Historia del Hombre y su Conflicto con el Infierno –dejémoslo en “la Biblioteca”– contiene toda la información que la Agencia ha acumulado a lo largo de los siglos: los nombres de todos los demonios conocidos, así como ilustraciones y fotos de su forma natural; la historia pormenorizada del universo, en la cual constan las innumerables manipulaciones de la Agencia; los planos originales de los sistemas de detección a distancia, cuyos primeros modelos datan de finales del siglo XIX; y lo más importante de todo, lo que yo buscaba en junio del 93: los informes de campo de todos los cazadores que jamás hayan vivido.

Me llevó dos semanas cumplimentar el papeleo necesario para acceder a la Biblioteca, y después ocho meses de investigación, pero al fin, entre ficheros del paleolítico y carpetas corroídas, lo encontré. No obstante, antes de entrar en eso, y para que se entienda aquella chispa de inspiración, creo necesario mencionar el germen de la idea.

Durante la instrucción, allá por finales de los 60, me gané el apodo del Carnicero. Por alguna causa –tal vez por herencia paterna– siempre he tenido estómago para la violencia, y no se me da nada mal emplearla. En el orfanato partía caras a diario, y en las instalaciones de la Agencia siempre era el primero en la galería de tiro. El apodo, sin embargo, me vino por el uso de la macheta. La disección de cuerpos parcialmente mutados era una infinita fuente de entretenimiento. Un brazo quitinoso por aquí y un hígado azul por allá, y oye, la verdad es que uno se divertía aprendiendo. Por desgracia no todos disfrutábamos de la misma predisposición: la sala de autopsias olía más a vómito que a sangre.

Quiso la providencia que un día llegara a la Santa Sede un cuerpo en estado absoluto de mutación. Esa tarde mi profesor de anatomía, el doctor Cocchi, invitó a todos sus alumnos a una lección especial. Sentados alrededor del improvisado escenario de autopsias, los alumnos contemplamos con anticipación cómo los asistentes empujaban una pesada carretilla hasta la mesa. Tras volcar una mortaja abultada y sanguinolenta sobre la mesa de operaciones, el doctor descubrió su contenido. Un murmullo se abrió paso entre los alumnos. Desde el otro lado de la bancada me llegó el inequívoco sonido de una inminente vomitona. Al desgraciado le faltaba medio cuerpo; le habían dado bien con el plomo bendecido. Lo que quedaba era algo así como una pelota de playa hecha de carne, con un par de piernecillas delgadas y un brazo con largas garras: era como un Danny DeVito partido en dos y cubierto de escamas moradas. El doctor Cocchi lo identificó como Amelerón, un viejo conocido de la Agencia. Según mostró en una antigua ilustración, el tal Amelerón solía tener una cabeza alargada y llena de afilados colmillos, como una especie de híbrido de caimán y jabalí.

Sin mayores preámbulos, el doctor agarró sus utensilios y abrió el cuerpo, desde lo poco que quedaba de su esternón hasta la cadera, y después a ambos lados. Realizado el corte, abrió el torso por la mitad como un libro. Al sacar las tripas se alzó un coro de arcadas, y luego murmullos. En medio de los riñones, justo delante de las vértebras, algo emitía una luz dorada. Con unos cuidadosos cortes de bisturí, el doctor extirpó el cuerpo y lo mostró a los alumnos. Todos nos inclinamos hacia delante para verlo de cerca. Era como una pelota de golf translúcida y llena de líquido. El doctor ordenó que volviéramos a sentarnos.

“¿Qué es, doctor?”, pregunté al tomar asiento. “Esto, mi estimado Carninero, es el motivo de la clase: la glándula de Gaap”. A continuación paseó frente a la bancada, mostrándola de cerca a los alumnos. “La glándula de Gaap aparece entre los días siete y ocho de la posesión, y no alcanza la plena madurez hasta los días once o doce. No cumple función alguna en la Tierra; no obstante, en su estado natural los demonios la emplean para realizar la posesión. Nuestros estudios sugieren que el líquido segregado por la glándula permite al demonio crear un portal a través del limbo. Mientras sucede esto, el demonio existe de forma simultánea en dos lugares: su alma secuestra el cuerpo de la víctima, mientras que el cuerpo se queda en el Infierno, menguando poco a poco. Cuanto más tiempo se mantiene esta conexión interdimensional, más se transforma el poseído, hasta que el demonio adopta su forma natural en la Tierra y desaparece por completo del Infierno. Llegados a este punto el poseído es, en todos los sentidos, un demonio. Sea durante la posesión o después de la misma, cuando su cuerpo muere en la Tierra, su alma vuelve a su hábitat. Allí renace y crece hasta que tiene fuerzas para repetir el proceso”. Un compañero alzó la mano. “¿Pero por qué vienen, si saben que no les beneficia? Quiero decir que, cuando los cazadores los envían de vuelta, están peor que al principio, ¿no? ¿Para qué molestarse?”. El doctor Cocchi se encogió de hombros. “Lo ignoro. Para tales cuestiones, diríjanse al profesor de demonología, el doctor Williams”.

El doctor volvió a la mesa de autopsias e indicó a un asistente que apagara las luces. Colocó entonces la glándula en una bandeja y, una vez a oscuras, la abrió con un bisturí. Un reluciente líquido naranja se extendió por la bandeja, iluminando sus manos. El doctor paseó la bandeja frente a la bancada. Por cómo fluía, deduje que tenía una densidad a medio camino entre la sangre y el agua. “Esta sustancia recibe el nombre de líquido translímbico. Aquéllos de entre ustedes que presten atención a las lecciones de latín sabrán que “limbus” significa borde, y “trans” deriva de la misma raíz que el verbo transitar. Extraigan sus propias conclusiones”.

Se encendieron entonces las luces y el doctor inició una sesión de preguntas. Entre todas ellas una en especial resonó en mi mente en enero del 92. “¿Sería posible para un humano viajar al Infierno?”. El doctor Cocchi negó con aparente decepción. “Vaya pregunta, señor Vasiliev. Le sugiero que reserve tales fantasías para sus revistas de ciencia ficción: al menos en ellas cumplen el propósito de entretener”. La burla del doctor despertó las risas de la bancada. El pobre Dimitri se hundió de la vergüenza. Una lástima, porque la pregunta era excelente. Ojalá el doctor Cocchi hubiera indagado en ella; al fin y al cabo, me habría ahorrado una barbaridad de tiempo.

El asunto de los viajes interdimensionales da para mucho, y probablemente nunca lleguemos a entenderlo del todo; pero un día de junio, enterrado bajo una pila de viejos informes de campo e intercambiando charla insustancial con los bibliotecarios, di con una verdadera mina de oro.

Un tal Desmond O’Connell, que vivió en Alabama allá por mediados del siglo XIX, escribió en un informe algo que confirmó mis sospechas. Visto que no se me permite entrar en la Biblioteca, citaré de memoria tan bien como pueda: “La criatura rodeó mi brazo izquierdo con sus fauces, los colmillos perforaron hasta el hueso. Me sobrepuse al dolor y la pérdida de sangre con el objetivo de recoger mi revolver. Presioné el Colt contra su vientre y apreté el gatillo. La detonación hizo pitar mis oídos. Antes de eso, lo último que oí fue mi brazo al quebrarse como una rama seca. El vientre de la criatura explotó, se partió por la mitad. Entre la sangre, las entrañas líquidas y el humo salado, una sustancia brillante cayó sobre mis heridas abiertas. Lo que sucedió a continuación me hizo creer que había muerto. Me vi de pronto en medio de unos acantilados de piedra naranja. Sentía un frío terrible. El cielo estaba atravesado por rayos de color dorado, y sobre los mismos no había más que nubes negras. A mis espaldas sonó un chillido animalesco, terrible, como de un ciervo en celo, aunque más profundo. Quise darme la vuelta, pero de nuevo me vi tirado en el suelo, en la chabola de la familia Brown. La criatura yacía partida en dos a mi lado. Aún respiraba. Mi compañero, el señor Clarke, abrió la puerta trasera de una patada, alarmado por el sonido del disparo. La criatura hizo un intento por alcanzarme con sus garras, pero el señor Clarke reaccionó con premura. Abatió a la señora Brown con un disparo de su Henry a la cabeza. Tras prender fuego a la chabola de los negros, el señor Clarke me ayudó a montar, y me llevó a Tuskaloosa, donde ahora recibo atención médica. No he hablado con él de mi visión. Temo que asuma locura por mi parte”.

Bingo. Ese informe era todo lo que me faltaba: el líquido translímbico era la clave. Entre la historia de Desmond O’Connell y los ocho meses de investigación previa, logré juntar todas las piezas del puzzle interdimensional. Podría haber preguntado a nuestros científicos, pero por aquellos tiempos no me fiaba de nadie. No podía arriesgarme a preguntar directamente, así que polvo y vejestorios se ha dicho. Y menos mal que no me fié, ya que habrían enviado a un ángel a borrarme la memoria. Ahora sé que la Agencia ha conocido los viajes interdimensionales desde los años 20. ¿Cómo puede ser, te estarás preguntando, que los conociera desde hacía tanto tiempo? ¿Por qué no compartir estos conocimientos con los cazadores, los curritos que nos partimos el lomo luchando? ¿Por qué no mandar un ejército de cazadores al Infierno y barrer a los demonios en su propio barrio? Buenas preguntas. Ahí es donde quiero ir a parar.

Permíteme, pues, que te cuente cómo jodí a la humanidad.

Era el 6 de febrero del 94, un domingo, y hacía un frío de la leche a las afueras de Glasgow. Aparqué frente a la cabaña, bien oculta en medio del bosque, y saqué la bolsa de viaje del maletero. Ya en la cabaña, cerré con llave y entré en la habitación insonorizada con alfombras en las paredes y el techo. El olor a choto y mierda arrasó mis fosas nasales. En medio de la habitación, sobre una cama metálica, una criatura raquítica y amarillenta giró la cabeza y me miró con sus ojos abultados. Diecinueve días atrás se llamaba Moira MacTavish, pero lo que ahora tenía enfrente se llamaba Férceloc, uno de los demonios más patéticos e insignificantes que jamás hayan existido.

Me había llevado unos cuantos meses, pero al final había capturado a uno de esos desgraciados. La llamada a la Agencia, por otro lado, fue de lo más normal. Sí, señor, muerto. Muertísimo. Me he ocupado del cuerpo. Quisiera aprovechar para pedir un mes de vacaciones. Sí, es que Escocia tiene un clima encantador. Voy a visitar el lago Ness. Sí, para rememorar la caza del bicho ése. Sí, intentaré pasarlo bien, se lo agradezco.

Y a tomar por culo.

Sin decir ni un simple hola, me aparté a la derecha y dejé la bolsa de viaje en la esquina. El hombrecillo estaba firmemente amarrado a la mesa. Tenía la boca tapada con una de esas mordazas de rollo sadomaso, lo que no evitaba que refunfuñara como intentando decir algo. Lo había montado todo de forma que sólo hiciera falta echar un vistazo una vez al día. Tres sondas de plástico surgían de él. Una, conectada a una bolsa colgada de la pared del fondo, le introducía mezcla alimenticia por la nariz. Por otra fluía la orina directamente de la vejiga, y la tercera le sacaba la papilla fecal del recto. Sus deshechos se acumulaban en un repugnante cubo situado bajo la mesa: casi había desbordado desde la mañana anterior. Un poco cruel, podría parecer, pero conviene recordar que la simple presencia de uno de esos engendros implica que se ha cometido un asesinato. No creo que Moira MacTavish hubiera expresado inconveniente alguno con lo que allí sucedía, por no hablar de su familia.

Férceloc se agitó sobre la mesa: conocía de sobra el ritual de todos los días. Abrí la bolsa de viaje y saqué la radio. Le di al on y se hizo la música. El dance-pop nunca ha sido lo mío, pero reconozco que Movin on up, de M People, me pareció extrañamente apropiada para la situación. La música de los 90 tiene una curiosa forma de aliviar la tensión de cualquier momento. Animado por la letra, agarré una aguja de treinta centímetros y una jeringa a juego. Al tiempo que las ensamblaba, me acerqué a la mesa y le di una patada. “Estate quieto, joder”. Férceloc se agitó aún más. La mujer de la radio gritó “Take it like a man, baby, if that's what you are”, y yo no podía más que darle la razón. Acerqué la aguja a su ojo con la mejor cara de maníaco de mi repertorio. Hice entonces un rápido gesto como de apuñalar con saña. “Tú eliges cómo lo hacemos, bolsa de mierda: puedes moverte, y entonces tu ojo derecho verá cómo te saco el izquierdo, o puedes tranquilizarte, y después te doy un haggis”.

A los burros, palo y zanahoria. Fue mencionar comida y el hombrecillo dejó de moverse. Me lanzó una ceñuda mirada, desconfiado de la sinceridad de mi oferta. “Sí, es cierto. Lo he comprado de camino, está en la bolsa. Cordero picado con cebolla y especias, todo cocinado dentro del estómago. ¿No lo hueles? Será por el cubo de mierda. Pórtate bien y será tuyo”. Algunos demonios pecan de glotones. No pueden evitarlo, tienen que comer todo el tiempo, y no importa cuánto engullan, siempre quieren más. Férceloc era uno de ésos. Ya no volvió a agitarse.

Silbando Movin on up, introduje la aguja en su vientre. Una corta búsqueda después hinqué con cuidado la punta en la glándula de Gaap. El líquido translímbico llenó poco a poco la jeringa con su brillo dorado. Férceloc aguantó como un campeón, se lo reconozco. Por desgracia para él, ésa era la última sesión. Guardada la jeringa, saqué la Seecamp de mi bolsillo y le volé la cabeza.

Agarré la bolsa y volví al salón. Siempre me entra hambre al trabajar, pero la cabaña, siendo para lo que era, no tenía nada ni en la despensa ni en la nevera. No obstante, soy un hombre precavido, así que había ido preparado. Sentado en la mesa del comedor, abrí la bolsa y saqué el haggis en su bandeja para llevar: que no tuviera intención de compartirlo no significa que mintiera sobre su existencia.

Con las fuerzas recobradas, me puse manos a la obra. Tenía mucho trabajo por delante. Demonio picado con trocitos de sonda y alfombra ensangrentada, todo calcinado con gasolina en un barril de acero. Una receta personal. Eché las cenizas al cubo y lo enterré a unos cincuenta metros de la cabaña. Requiéscat in pace, polvo al polvo y todo eso. El resto del día estuvo dedicado, aparte de tirar el barril y la cama, a deshacer la insonorización y dejar la cabaña lista para sus próximos inquilinos. Menos mal que llevé ambientador.

A la mañana siguiente dejé atrás Escocia y volví a Londres, donde tenía montado un pequeño laboratorio casero. Evitaré dar detalles aburridos; diré simplemente que destilé el líquido translímbico para separarlo de las trazas de sangre demoníaca. Ahí entraron en juego los meses de investigación. El informe de Desmond O’Connell me dejó clara una cosa: inyectarme el líquido sólo me enviaría al Infierno de forma pasajera, y yo quería tomármelo con calma, pasar allí el día, conocer a los vecinos y mostrarles las maravillas de las armas modernas. Turismo del bueno.

Necesitaba otro método, así que realicé algunos experimentos. Lo primero que hice fue meter líquido translímbico en un aerosol y esparcirlo por el aire. El resultado fue un desperdicio de zumo demoníaco. Probé entonces a hacer dibujos en el suelo. Nada de nada, aunque al menos comprobé que el líquido se evaporaba en cuestión de segundos. Después se me ocurrió mezclarlo con mi sangre; al fin y al cabo soy hijo de Serakiel. Supuse que eso podía ayudar de alguna forma. Para mi sorpresa, la solución cambió de color. La luz dorada se transformó en un azul pálido. Cuanto menos, había descubierto cómo hacer un juego de luces bastante resultón, pero ahora estaba más cerca.

Un círculo en el suelo fue el primer éxito, o al menos un éxito parcial. Al completar el dibujo, apareció por encima una semiesfera de luz azulada. Era frágil: fluctuaba cual fuego de una hoguera, como si le costara mantener la forma. Pasé la mano por la superficie y noté una gélida sensación. Era un avance. La solución de líquido translímbico y sangre de hijo de Satanás funcionaba, pero el círculo no formaba un portal estable. ¿Qué clase de patrón era el correcto? ¿Qué símbolo suele usar la gente para conjurar inútilmente espíritus y otras chorradas pseudomágicas? En efecto: un pentagrama invertido dentro de un círculo. Por algún motivo, la estrella de cinco puntas refuerza la estabilidad del portal. No, yo tampoco lo entiendo, pero el caso es que ya tenía una forma de moverme entre dimensiones.

El lugar elegido para la primera prueba de campo fue el propio laboratorio. No me comí mucho la cabeza, la verdad. Dibujé el pentagrama y el círculo, me metí el aerosol en el bolsillo, y a lo desconocido. Sólo llevaba la Seecamp del 32, pero no tenía intención de quedarme mucho rato al otro lado.

Lo primero que noté fue un frío que me arrebató el aliento. Llevaba una camisa y un pantalón de traje, y eso era como estar en la Antártida. Pistola en mano, me acurruqué tembloroso y miré a mi alrededor. Estaba al borde de un precipicio tan alto que no discernía el fondo. No era una estructura artificial, sino un corte natural del terreno. El Gran Cañón del Colorado era un arañazo en comparación. El cielo era negro azabache, nubes borrosas que sólo hacían acto de presencia cuando frente a ellas relucía uno de los numerosos rayos dorados que resonaban en todas direcciones.

Un lugar encantador, vamos.

Di unos pasos en dirección contraria, contemplando la inmensa planicie que se extendía frente a mí. Me quedé de piedra. A unos doscientos metros había un demonio, no muy distinto a una jirafa, aunque tres veces más alto, con diez tentáculos a modo de patas, y una cabeza ósea con forma de pico de tucán. Ahora que lo pienso, puede que no fuera tan parecido a un jirafa. La cosa se giró. Yo la miré y ella me miró, y entre ambos se creó de inmediato el entendimiento de que yo tenía todas las de perder. Para cuando empezó a correr hacia mí, yo ya tenía el aerosol en la mano y había empezado a trazar el portal.

Salté a la semiesfera sin mirar atrás, y me vi de pronto en un callejón junto al laboratorio. Otro descubrimiento: las coordenadas en el Infierno se corresponden con las de la Tierra. Eso era algo a tener en cuenta, ya que no quería aparecer en medio de una carretera en hora punta. Cuando fuera a por mi padre y mi hermano tendría que iniciar la incursión en alguna zona despoblada. Me había dejado las llaves dentro, así que me vi obligado a echar la puerta abajo; pero, inconvenientes aparte, en general la prueba había sido un rotundo éxito.

Siguiente paso: asaltar el Infierno.

FIN
Última edición por Raúl Conesa el 29 Sep 2019 19:31, editado 3 veces en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84497
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida quinta parte)

Mensaje por lucia »

Uy, si parecía al principio un capítulo de transición y ha acabado de lo más interesante. :cunao:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida quinta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

El caso es que mi intención era rematar el arco argumental en este capítulo, pero a medida que escribía se me iban ocurriendo más cosas, así que llegados a cierto punto decidí dejar la conclusión para el tercer capítulo; si no habría pasado fácilmente de 6.000 palabras, y a ver quién es el guapo que se toma el tiempo de leerlo.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida quinta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

El Infierno son los otros

Hacía fresco en Siberia. El aire arañaba la nariz y abrasaba los pulmones. Apenas notaba el humo del tabaco. La calefacción no funcionaba, y la ventanilla del conductor no subía del todo. La mitad izquierda de mi cara andaba quince grados por debajo de la derecha. De alguna forma el sol del mediodía no ayudaba lo más mínimo. Me lo tomé con filosofía: era una buena forma de aclimatarse antes de irnos al Infierno. Di una calada y miré a mi alrededor. Cuatro arbustos y algún pájaro. Ni un alma a la vista durante los últimos ochenta kilómetros. El todoterreno, un destartalado Niva que olía a puros baratos y sexo con la ropa puesta, renqueaba entre las rocas de la colina, cuesta arriba, hacia una extensa planicie, la cual, debido a su aislamiento, carecía de cualquier nombre conocido.

Era 7 de septiembre del 94, un miércoles, y había llegado el día de mi venganza.

No estaba de mi mejor humor. La herida que me había infligido mi padre seguía abierta, Noelia había perdido su batalla contra el cáncer recientemente, y ese coche era una mierda. Pasé de una forma nada accidental sobre una abultada piedra, haciendo que el todoterreno diera un brinco. Dimitri despertó con un gritito de niña asustada. Me miró por debajo de sus fruncidas cejas de troglodita. “¡Ten más cuidado, hombre!”, dijo con su característica voz, rasposa y nasal. Por poco no me dio un revés en la frente al desperezarse. Putos rusos y sus constantes quejas. Es su deporte nacional. “No es culpa mía que baste una piedra para enviarnos a la Luna. Podríais haber ganado la carrera espacial con uno de éstos; pero claro, para eso tendríais que pasar cinco minutos sin darle al vodka... ¿De dónde has sacado esta chatarra, por cierto, de un vertedero? Casi huele peor que tú”. “¡Oye, oye, un respeto!”, dijo con un fingido cabreo, y siguió: “Estos coches se fabrican desde los tiempos de la Unión”. Su humor seco me sacaba de quicio, por no hablar de su mostacho estilo Stalin. Me limité a decir “Putos rojos”, y tiré el cigarro por el hueco de la ventanilla.

Dimitri nunca fue uno de mis favoritos. Siempre fue un tanto pretencioso, uno de ésos que te restriegan sus conocimientos por el morro a cada oportunidad que se les presenta; y lo que es peor, un comunista. Puede que yo sea hijo de Satanás, pero al menos mis ideales pueden aplicarse al mundo real. No obstante, al organizar la incursión final en el Infierno, su nombre fue el único que me vino a la mente. De joven hablaba a menudo de llevar la guerra a los demonios: no costó mucho convencerlo. Yo no hablaba ruso y él no hablaba español, así que nos apañábamos con el término geográfico intermedio: el italiano. En la Agencia te obligan a aprenderlo. Eso nos vino de perlas: es una buena lengua para insultar.

“Rompicoglioni”, dijo él al superar la colina, y añadió: “Por eso nadie te dirigía la palabra”. Le di un sorbo al café que me había servido. El oscuro brebaje, con su regusto a quemado, era el único alivio que teníamos para el frío, y el único motivo por el cual le había despertado. “¿Quién dice que quería amigos?”. Dimitri se encendió un pitillo y dio una larga calada mirando por la ventanilla. “A nadie le gusta estar solo”, filosofó con una floritura del cigarro. Lancé una réplica al instante. “Si no puedes estar solo, es que no te aguantas a ti mismo”. El rusito se lo pensó unos segundos, y contraatacó con una de esas preguntas retóricas que suenan mejor de lo que son en realidad. “Si no te importa estar solo, ¿por qué me has llamado?”. Planté la taza vacía en el salpicadero. “Café”. Negando con el cigarro en la boca, Dimitri sacó el termo de la guantera y llenó una taza para cada uno. “Tiene que haber algo más”, rumió con los labios pegados al pitillo. Me pasó la taza y sacudió el cigarro en el cenicero. “Puede que no quieras morir solo, o tal vez te preocupe que nadie sepa de tu gesta… si es que sobrevives”. “¿Sobrevivir? No seas necio, Vasiliev. Mi única esperanza es gastar toda la munición antes de palmarla”. Dimitri exhaló una risita y dio un sorbo a su café. Su reacción me mosqueó un poco: no lo había dicho en broma. En aquellos tiempos andaba algo corto de motivos para vivir. “¿Acaso he dicho algo gracioso?”. El rojo realizó un gesto teatral con las manos. “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”. Arqueé una ceja. “¿Es de algún libro de ésos que te gustan, los de naves espaciales?”. “¡Qué ignorancia! Es del Infierno, la primera parte de la Divina Comedia. Lee un libro de vez en cuando, ¿quieres?”. Di un sorbo con un bufido de hartazgo. “Tú sí que eres un Infierno”.

Al rato alcanzamos el centro de la planicie. Aparqué el todoterreno en medio de la nada, y salí a estirar las piernas, llevándome un guantazo de aire congelado al abrir la puerta; por suerte sólo lo noté en media cara. El larguirucho salió y echó una meada. Abrimos entonces el maletero y cogimos los abrigos. Dimitri nos había conseguido unos bastante gruesos, con cuello alto de piel. Dimos un repaso a todos los planes de contingencia: cómo localizar el coche con la radiobaliza, qué hacer en caso de separarnos, cuánto tiempo esperaríamos al otro, etc.

Extendí el mapa sobre los baúles de metal que contenían nuestro equipo. El palacio de mi padre debía estar unos tres kilómetros al noroeste. Determinar su posición había consumido buena parte de mis reservas de solución interdimensional. Habían sido unos meses de duro trabajo. Entre asignación y asignación de la Agencia me las había apañado para realizar tres incursiones. La primera implicó un interrogatorio y un par de tiros. Un demonio humanoide con las piernas reventadas terminó por confesar que mi padre pasaba todo el tiempo en un palacio, y que podía localizarlo por los destellos rojos que aparecían cada pocos minutos en el horizonte. No eran ni de lejos tan habituales como los rayos dorados, pero podían verse desde cualquier lugar del Infierno. La segunda y tercera incursiones fueron más sencillas, casi una formalidad. Con dos puntos de referencia y un poco de trigonometría, pude determinar su posición.

Nuestro objetivo estaba claro. A partir de ese momento –tal vez por la anticipación, o tal vez por profesionalidad– Dimitri y yo ya no hablamos demasiado, ni siquiera para insultarnos. Agarramos los baúles y nos preparamos en silencio para la batalla. Chalecos tácticos, fundas para las armas, equipo de escalada, mochilas… La mayor diferencia entre nosotros, aparte de que Dimitri me sacara un palmo de altura, eran nuestras armas. Él era el encargado de mantener a raya a las hordas de demonios. Para tal objetivo se había traído artillería pesada: una ametralladora PKM con caja de 250 balas, y una caja adicional colgada de la mochila. Llevaba también un subfusil Kiparis y una pistola P226 de 9mm. Yo, por mi parte, era el tirador designado, el encargado de abatir a los bichos más grandes y a aquéllos que Dimitri no pudiera alcanzar. Llevaba un pequeño arsenal encima: un rifle FAL con mira de medio alcance y seis cargadores de veinte balas perforantes, para los demonios blindados y de piel gruesa; una escopeta Remington 870 con cargador extendido, para los objetivos blandos; un Redhawk del .44, porque no me siento yo mismo sin un revolver; y finalmente, por si la cosa se ponía fea, una navaja albaceteña.

Una vez armados, nos pusimos los pasamontañas y el equipo de radio. Caminamos hasta una formación de rocas relativamente lisas. “Probando”, dije a través del micrófono. Dimitri me dio el OK con la mano. “Probando”, dijo él después. Le enseñé el dedo.

Todo listo.

Saqué un aerosol de mi cinturón; llevábamos seis entre los dos. Cada uno era suficiente para dibujar un portal de metro y medio de diámetro, con un poco de jugo extra, por si las moscas. “Dame tres segundos antes de entrar”, dije, y añadí: “No me apetece descubrir qué pasa si sigo ahí cuando saltes”. “Recibido”. “No esperes demasiado, o se evaporará la solución”. Dibujé el portal, empezando por la estrella, y al terminar el círculo apareció la semiesfera de luz azul. “Te veo al otro lado”, dije tirando el aerosol, y salté.

Luces y sombras pasaron frente a mis ojos durante una centésima de segundo, y sin más estaba ahí, en la piedra naranja. Un escalofrío me bajó por el cuello y recorrió mi espalda hasta las puntas de los pies. Por suerte ya me había acostumbrado: el frío no me molestaba tanto como la primera vez. Di una larga zancada al frente y eché un vistazo. Estaba en una llanura de piedra desnuda. Las mismas nubes negras, los mismos rayos dorados. Serakiel no invierte mucho en decoraciones. Había montañas a mi alrededor. Su silueta quedaba al descubierto con los destellos. Di un par de pasos más, viendo que no había ningún demonio en la periferia. Me giré y miré al cielo: quería comprobar una teoría. Las nubes sobre mi cabeza se iluminaron, y desde ellas cayó un silencioso rayo de color azul plateado. Me cubrí los ojos, pero no lo suficientemente rápido. Tardé unos segundos en recuperar la vista, pero ahora sabía que era cierto: el color de los rayos tenía que ver con el método de transporte. Azul en el caso de mi solución, dorado para las almas de los condenados que entran, y rojo para los demonios que salen desde el palacio. Al volver a mirar, Dimitri estaba ahí, lanzando nerviosas estocadas con la ametralladora en todas direcciones. “Despejado”, le dije. El ruso bajó su arma y suspiró aliviado. “Joder, era verdad… Incluso viendo el portal, aún me quedaba alguna duda, pero coño… estamos en el Infierno”. Le lancé un gruñido afirmativo. “No esperes un convite de bienvenida”.

Dimitri contempló embobado la munición de su ametralladora: las balas emitían un brillo azul. “¿Habías visto esto?”. “Por supuesto”, dije, y saqué mi navaja con una sacudida de muñeca. La hoja emitía un brillo igual al de la solución interdimensional. “Parece que aquí brilla todo lo bendecido”. Dimitri echó la cabeza atrás. “Espera, entonces…”. “…Sí”. “Las armas se bendicen con sangre de ángel”. “Supongo que mi sangre no es muy distinta”. “Ya veo… Tu padre no mintió sobre eso de ser un arcángel. ¿Debería llamarte señor, sacro comandante, o prefieres su plumífera santidad?”. Su sonrisa asomaba a través del pasamontañas. “Déjate de gilipolleces, Vasiliev”. “¿A qué viene esa mala leche? ¡Míranos, somos unos pioneros! ¡Nunca nadie ha hecho nada parecido! Somos como… como los protagonistas de un libro de fantasía épica: vamos a enfrentarnos al dragón y a hacer justicia con sus lacayos”. Sacó entonces su cuchillo: también brillaba. “¡Ja, qué te he dicho: es como Dardo, la espada de Frodo!”. Me encogí de hombros. “¿Es de la Divina Comedia?”. Dimitri dejó caer sus brazos a los lados con gesto indignado. “¡Lee un puto libro!”.

Comprobé la recámara de mi rifle. “¿Quieres montar un club de lectura, o prefieres ponerte manos a la obra?”. Dimitri se lo pensó unos segundos. Terminó por emitir un gruñido de aprobación al tiempo que se echaba la PKM al hombro. “¿Hacia dónde, hijo de Satanás?” Señalé tras él con la barbilla. Se giró a tiempo de ver cómo ascendía un rayo carmesí. Mi trigonometría no había fallado: el palacio estaba a menos de cuatro kilómetros, tras una sierra de escasa altura. “¿Eso es…?”. “Sí. En algún lugar de la Tierra alguien acaba de morir, y un demonio ha usurpado su cuerpo. Hay un intervalo de cinco o seis minutos entre cada posesión”. Dimitri bajó la mirada unos segundos, y dijo: “Si lo que dices es cierto, si las posesiones se originan en el palacio y tenemos éxito, nunca nadie volverá a sufrir ese destino”. Me coloqué a su lado. “Vacaciones de por vida... No sé si podría aguantarlo”. Sacudí la cabeza. “Pero basta de charla. De nada sirve quedarse aquí parados: cuanto antes lleguemos, antes empezará la matanza”. Dimitri exhaló una breve risotada. “Dicho como un buen Carnicero”.

Dos horas y nueve demonios después nos encontramos en la boca de un desfiladero. El palacio no andaba muy lejos, pero primero teníamos que atravesar la sierra. Sin embargo, no estábamos por la labor de dejarnos matar como idiotas: era el lugar perfecto para montar una emboscada. Escalada la falda de la izquierda, caminamos un rato antes de hacer una parada. No puedo decirlo con absoluta certeza, pero creo que soy el primer humano que ha meado en el Infierno. Lo sé, lo sé: no es el récord mundial más impresionante, pero algo es algo. Mientras yo hacía historia a mi modo, Dimitri montó un diminuto hornillo de combustible sólido, y lo rodeó de piedras para evitar que algún engendro nos viera desde lejos.
Sentados junto a la llama, calentamos un par de latas de carne y sopa de tomate, nos encendimos unos pitillos, y contemplamos el oscuro y silencioso mundo que nos rodeaba. Las posesiones seguían su ritmo habitual, cada una señalada con un rayo rojo a modo de fuegos artificiales. El palacio no estaba aún a la vista, pero faltaba poco: los rayos surgían de detrás de un desnivel, apenas a medio kilómetro de nosotros. En la distancia volaban criaturas de distintos tamaños y formas, las siluetas de las cuales quedaban al descubierto cada vez que un rayo iluminaba el cielo. Nada de vegetación, ni luz solar, ni viento. Nada allí era natural. Era como un trabajo sin terminar, como si Dios se hubiera hartado y lo hubiera abandonado a medias. Menuda chapuza de dimensión paralela. Y aun en un ambiente tan extraño, con los monstruos y el frío, lo peor eran los rayos. Cada uno era el alma de un condenado, alguien que unos segundos antes no vio venir un autobús, o que descansaba en su cama, ignorante del infarto que le esperaba; y ahora estaba ahí, en ese páramo muerto, convertido en carnaza para demonios. Hacía que uno se cuestionara el sentido de todo. A esas alturas de la vida yo no lograba encontrar ninguno.

Entre cigarrillos y tragos de vodka, la sobremesa se alargó unos minutos. Hablé a Dimitri de Eliana y de Noelia, de cómo ellas habían sido las únicas personas con las que había conectado a un nivel personal, y del vacío que habían dejado en mi vida. No acostumbro a abrirme a los demás, pero supongo que en ese momento no le veía el sentido a callarme lo que tenía en mente. La muerte estaba a la vuelta de la esquina. Podía ser la última vez que conversara con alguien. El combate, además, tiene una forma curiosa de acercar a la gente. Dimitri me contó cómo un día, cuando tenía once años, encontró a su madre devorando las entrañas de su padre, y cómo un cazador lo salvó de compartir el mismo destino. A la mayoría nos adoctrinaron desde pequeños, pero no a él. Él se alistó voluntario. Aquel cazador debió hacerle borrar la memoria, pero supongo que vio algo, el potencial de un recluta perfecto, alguien que nunca cuestionaría su cometido. Eligió bien: los comunistas no destacan por su pensamiento independiente.

Compartimos un último pitillo antes de ponernos en marcha, descansados y listos para cualquier cosa. Cerca de una hora y media después terminamos de rodear el cuello de botella. Al llegar al otro lado nos encontramos con una sorpresa: un grupo de seis demonios humanoides, ocultos tras una formación de rocas del desfiladero. El desvío nos había librado de vernos cara a cara con ellos. Estaban a unos cincuenta metros de nosotros, por debajo y a la derecha. Teníamos la ventaja de la altura: aún quedaba un poco de falda antes de volver al nivel del suelo. No nos habían visto. No teníamos ningún motivo para matarlos. Podíamos pasar de largo y olvidarnos de ellos.

No obstante, como ya he comentado, no estaba de mi mejor humor.

Encaramados a una roca, desplegamos los bípodes en silencio. Apunté al más grande, un tipo de casi tres metros y cuerpo rígido, como si llevara una armadura medieval de quitina roja. Con sus cuernos y su torso ovalado me recordó a uno de esos escarabajos que se pelean por las hembras en los documentales. El resto no parecía gran cosa; por el camino habíamos visto –y matado– a un par de criaturas voladoras, así como una especie de oruga de ocho metros con pinzas de escorpión. Éstos, por otro lado, eran relativamente humanos. Fauces, garras, pinchos… El más llamativo carecía de cabeza: todo su tórax era una boca abierta en vertical, como si en vez de costillas y vértebras tuviera colmillos.

“¿Listo?”, pregunté quitando el seguro. “Cuando quieras”, dijo Dimitri. Vacié los pulmones poco a poco, colocando la retícula en el cuello del Volkswagen Tipo 1. Un segundo su cabeza estaba ahí, al siguiente daba vueltas por el aire, regando el suelo como un grotesco aspersor de jardín. Sin que hubiera tocado aún el suelo, Dimitri escupió sobre los demás una lluvia de plomo bendecido, destrozando a dos de ellos antes de que pudieran reaccionar. Los tres que quedaban salieron por patas, pero antes de que alcanzaran las rocas logré arrancarle la pierna a uno. El demonio se arrastró por el suelo con los brazos, gritando desesperadamente en una lengua desconocida. Dimitri lanzó un par de balas a uno de sus compañeros, el cual había asomado la cabeza.

Se hizo el silencio, interrumpido sólo por los gritos del herido. Apunté y esperé a que estirase el brazo. Visto y no visto. Y así se quedó el bicho, tirado en el suelo, llamando a sus amigos y retorciéndose con dos miembros en un lado y ninguno en el otro. “¿No vas a rematarlo?”, dijo Dimitri. “Si lo quisiera muerto, le habría dado en la cabeza. Démosles un minuto: quiero ver qué hacen”.

Los segundos iban pasando, y ninguno parecía dispuesto a ayudar a su amigo. Éste intentaba arrastrarse y ponerse de pie, pero intento tras intento le fallaba el equilibrio y se daba de morros contra el suelo. Sus alaridos rebotaban contra las montañas y resonaban como un coro de moribundos. Dimitri se apiadó de él, sugiriendo que lo rematara de un tiro y nos marchásemos. En algo estábamos de acuerdo: el asunto se estaba alargando demasiado. Cansado de esperar, terminé por gritar en inglés: “¡Podéis llevároslo! ¡No vamos a disparar!”. No sabía si me iban a entender, pero es la lengua más común entre las que conozco. Recogí el bípode y me alcé para que vieran que no les apuntaba. Dimitri siguió mi ejemplo. Cuando me preparaba para probar en español, sonó una voz profunda y potente: era el dentudo. “¿Cómo sabemos que dices la verdad?”, dijo, por extraño que parezca, con acento irlandés. “¡Mi compañero tiene más potencia de fuego que yo! ¡Se apartará, así no os tendrá a tiro!”. “¿Y tú?”. “¡Yo me quedo! ¡Tengo que estar seguro de que no vais a seguirnos!”. Pasaron unos segundos de silencio; debate interno, diría yo. “¿Nos das tu palabra?”. Indiqué a Dimitri que se apeara de la roca. Remoloneó un poco, pero terminó por bajar. “¡Lo juro por mi honor: seguiré mi camino en cuanto os hayáis marchado!”.

No puedo culparles por dudar de mi palabra: yo también lo haría. “¡Voy a salir!”, dijo otra voz, una más aguda e indecisa. “¡No dispares!”. Un individuo con la cabeza y los brazos cubiertos de huesos puntiagudos salió de entre las rocas y caminó a paso lento hacia el herido. El dentudo asomó los hombros para vigilarme. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que lo que tenía sobre sus hombros eran ojos, unos ojos enormes y desiguales que antes había tomado por pústulas. El de los pinchos se movía con recelo, dando pasos cortos sin dejar de mirarme. No me moví del sitio, me quedé con el rifle bajado y dejé que agarrara al herido. Tampoco me moví mientras lo arrastraba de vuelta a las rocas, ni después, cuando el dentudo se asomó para ayudarles. Esperé con paciencia al momento oportuno, cuando sus hombros se alinearon y dejó de mirarme, y entonces me moví. Pam pam pam. La cosa acabó en un instante. No soy mago, pero sé convertir un herido en tres muertos.

Junto a la roca Dimitri me juzgaba en silencio con su mirada, como si el honor tuviera cabida en ese mundo de monstruos. No aguanto ese tipo de mojigatería. La virtud suena genial sobre el papel, hasta que te das la vuelta y te apuñalan por la espalda, y entiendes demasiado tarde que habrías hecho bien en volarle los sesos a tu enemigo. El honor no ayuda en la guerra, sólo te limita. En cualquier caso, no era ni el momento ni el lugar para debatir los más y los menos de la palabra dada. Bajé de la roca y eché a andar, sin dudas ni segundos pensamientos, hacia el palacio de mi padre y lo que allí me aguardara.

Me quedaban un centenar de balas y una cuenta por saldar.

FIN

P.D: Al final van a ser cuatro capítulos (Esto me pasa por improvisar :colleja: ). Juro por mi honor que el siguiente será la conclusión.
Última edición por Raúl Conesa el 28 Dic 2020 19:42, editado 4 veces en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84497
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida sexta parte)

Mensaje por lucia »

Y si se alarga más, tampoco pasa nada :cunao: Que me he reído un rato con alguna salida :lol:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida sexta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Por fin

Si tuviera que describir el palacio con una sola palabra, sin duda esa palabra sería imponente. Tumbados al borde de un precipicio, no muy lejos de la entrada principal, Dimitri y yo contemplábamos en reverente silencio la grandilocuencia que se extendía ante nosotros. Tenía unos novecientos metros de largo y unos trescientos de ancho, con diversas estructuras secundarias y protegido por un muro de líneas rectas y torres de planta cuadrada. Tras el portón frontal se extendía un camino rodeado de obeliscos, cada uno más alto que el anterior, hasta que se llegaba a la estructura central. El palacio, dividido en tres secciones, una detrás de la otra, me hizo pensar en antiguos templos egipcios y sumerios, como algo salido de un libro de historia ilustrada. No podía ver de dónde salía la luz, pero algo iluminaba el interior del palacio, destacándolo en medio de la oscuridad del valle en el que descansaba. Las dos primeras secciones eran patios rodeados de colosales muros y estatuas; la tercera era algo bien distinto. Se extendía hacia arriba como un zigurat de siete plantas, cada una de un material distinto y decorada con enormes arcos, relieves y estatuas de hombres alados. Un tanto sobrecargado para mi gusto, pero la verdad es que esperaba algo aún más excesivo del señor de los avernos. Como si de una corona se tratara, en la séptima planta relucía una pirámide de cristal y punta dorada. Era de apariencia sólida; no obstante, en ocasiones se apreciaba movimiento en su interior. No por casualidad, cada vez que se movía algo dentro de la pirámide, a los pocos segundos ésta se encendía cual faro y lanzaba un rayo carmesí a los cielos.

Cada portón del muro externo disponía de seis guardias, cada puerta del palacio tenía otros cuatro, y sobre el muro patrullaban en parejas, todos ellos humanoides de más de tres metros, armados con lanzas de punta bendecida. Debido al brillo de sus armas, los guardias cumplían una función disuasoria a la par que decorativa, como unas luces de navidad envueltas en alambre de espino. La guarnición ya era de por sí sustanciosa, pero no era si no una mera decoración comparada con el ingrediente principal.

Llamémoslos legión, pues eran unos cuantos.

Calculé a ojo que había entre 1.100 y 1.200 demonios, divididos entre la inmensa horda del recinto y la pequeña –aunque nada irrisoria– comunidad palacial. Los había de todas las formas y colores, desde bichos con forma de mantis hasta una criatura que sólo podría describirse como dragón cabra. La mayoría iban desnudos, pero algunos, sobretodo los que entraban y salían del palacio, vestían prendas de algún tipo, que iban desde un sencillo taparrabos hasta una especie de toga o túnica, la cual les confería un aire más distinguido que el resto. Ni siquiera en el Infierno se libran de la aristocracia. Por motivos que aún no conocía, los demonios caminaban de aquí para allá y conversaban entre ellos en paz y harmonía. La única explicación que se me ocurría era que mi padre los había creado más “civilizados” que los de fuera. Se me ocurrió que tal vez el grupo del desfiladero había trabajado para él, como una especie de patrulla fronteriza.

En cualquier caso, lo que menos me preocupaba en ese instante era la pacífica convivencia de los demonios: en mi mente sólo aparecían ideas relativas a cómo meternos en el palacio. ¿Acercamiento sigiloso, de frente y a por todas, o tal vez un término medio? La anticipación resultaba embriagadora. Por fortuna el pasamontañas tapaba mi sonrisa, si no habría quedado como un auténtico lunático. Dimitri, por supuesto, no compartía el espíritu temerario que tanto caracterizó esa etapa de mi vida, motivado por una dosis equivalente de nihilismo existencial rampante y un deseo de venganza marinado en rencor y bourbon durante dos largos años.

Señalé a la derecha, donde la densidad de la legión era notablemente más baja. Moví el dedo hacia el segundo patio: tenía una entrada lateral. “Si entramos por el portón sureste, no será necesario atravesar el primer patio. Ahorraremos tiempo y munición”. Dimitri echó un vistazo a través de sus prismáticos. Pasados unos segundos, dijo: “Aun así habrá al menos un centenar entre nosotros y el palacio. Y una vez dentro no sabemos qué podemos encontrar”. El rojo bajó los prismáticos y suspiró angustiado. “Reconócelo: esto es un suicidio”. “¡Ay, Vasiliev!, ¿es que no has aprendido nada desde que hemos llegado?”. “¿Se puede saber qué insinúas?”, replicó en tono defensivo. “Cuando cazas en la Tierra, ¿cómo se comportan los poseídos?”. Dimitri meditó un poco la respuesta. Respondió con fingida confianza, como un niño que intenta convencer a la hermana superiora de que no le ha robado una cajetilla de tabaco. Dicho de otra manera: Dimitri daba palos al aire. “Normalmente atacan con todo, no se lo piensan demasiado: son temerarios”. Asentí. Ya casi lo tenía. Sólo necesitaba un empujoncito. “Precisamente. Y dime, ¿qué han hecho antes los del desfiladero?”. Sus cejas se alzaron tanto que se podía apreciar su silueta bajo el pasamontañas. “...Se han puesto a cubierto”. “Bravo, Vasiliev”, dije, y le di una palmada en el hombro. “¿Sabes qué pienso? Allí arriba saben que no corren peligro. Los matamos, vuelven a aparecer aquí, y hasta dentro de unos años. Por eso conocemos la identidad de tantos demonios: algunos han aparecido en la Tierra decenas de veces. ¿Pero aquí?... aquí mueren del todo. Ni renacimientos ni poyas. Adiós y hasta nunca”. Dimitri asintió lentamente. “Su instinto de supervivencia opera a pleno rendimiento”. Afirmé con un gruñido. “En cuanto empiecen los tiros, se apartarán de nuestro camino. Como mucho tendremos que matar a los guardias y a una docena de los demás, lo suficiente para hacerles ver las ventajas de irse a tomar por culo a otra parte”.

Dimitri dio unos golpecitos a los prismáticos con las puntas de los dedos. “De acuerdo: admito una ligera probabilidad de éxito. ¿Cuál es el plan? No creo que pegar tiros a diestro y siniestro vaya a dar resultado”. Señalé la torre más cercana. “Si nos pegamos al muro, llegaremos al portón sin que nadie se dé cuenta. Cuanto menos tiempo tenga la guarnición para prepararse, mejor. Una vez allí, eliminamos a los guardias y entramos al recinto”. Desplacé el dedo hacia el interior. “Con el peso de la ametralladora no puedes girarte tan rápido como yo: te ocuparás del flanco izquierdo. Yo me quedo el flanco derecho y la retaguardia. Movimiento escalonado. Ráfagas cortas. Mantén un ojo en el cielo por si se acerca algún volador. Si avanzamos con cuidado y nos cubrimos el uno al otro, habremos llegado en un par de minutos… Me he dejado los planos en el coche: una vez dentro tendremos que improvisar”. “Ja. Ja. Me parto… Aunque no es mal plan. Tal vez lo logremos”. “Y si no, morirás matando aristócratas: el sueño de todo bolchevique”. “Pues no te voy a mentir… ahora me siento más motivado”.

Tras apartarnos del borde, Dimitri y yo rodeamos el desnivel y recortamos la distancia que nos separaba del muro exterior. Con movimientos rápidos y usando rocas a modo de cobertura, llegamos a la torre sur y nos pegamos a su base. Caminamos con cierta prisa hacia el portón sureste, donde seis gigantes montaban guardia con sus lucecitas navideñas. Era necesario acortar la distancia antes de que alguno echara a perder el factor sorpresa. Casi conseguimos pegarnos a ellos. Casi. Estábamos a unos veinte metros, cuando uno de los guardias, la viva imagen de un dios egipcio con cabeza de chacal, se giró y nos pilló con las manos en la masa. Alcé el FAL y le metí dos balas a Anubis en el pecho. Los demás saltaron del susto y se dieron la vuelta. Un par cargaron con las lanzas en ristre, los demás no fueron tan estúpidos. Dimitri se colocó la culata de la PKM bajo la axila y arrasó con los valientes con un barrido horizontal. Del resto, uno logró entrar al recinto, a otro le volé la cabeza, y al último le dio una bala perdida de Dimitri mientras pasaba la ametralladora como si fuera un cortasetos.

El tiempo de las sutilezas había terminado.

“Por fin”, dije al cruzar la esquina. No lo dije de forma que lo oyese Dimitri. Mi intención no era hacerme el gracioso ni dármelas de duro. Lo dije por lo bajo, con rabia y amargura, un reproche acumulado en el fondo de mi corazón como un veneno necrotizante. Ahí estaba, por fin, y nada ni nadie iba a detenerme. Apunté al guardia, el cual huía hacia la muchedumbre. Le metí una bala en la columna, justo por debajo de las costillas. Las piernas y el abdomen cayeron de inmediato. El resto tardó un poco más. Docenas de demonios se quedaron mirándonos sin saber cómo reaccionar. Aunque los disparos de fuera habían llamado su atención, sus mentes no habían procesado aún la magnitud de la situación. Dimitri apuntó a la izquierda, yo apunté a la derecha, y la sangre y las entrañas regaron el suelo del recinto. Los demonios corrieron en todas direcciones, tropezando los unos con los otros y gritando a pleno pulmón. Algunos intentaron defenderse, sólo para recibir un tiro y caer de cara al suelo, si es que la conservaban. Pasados los primeros segundos de confusión, y formado un círculo de cadáveres destrozados, indiqué a Dimitri que avanzara, y se inició así la segunda fase del asalto.

Nos movíamos por turnos: el ruso caminaba unos pocos metros, paraba para disparar, y entonces me tocaba a mí. Los demonios resultaron ser más reacios de lo que yo había augurado. Hizo falta acribillar a unos cuantos para que captaran el mensaje. Los guardias del segundo patio cargaron entre la multitud. “¡Cúbreme!”, dije. Mientras Dimitri mantenía la muchedumbre a raya, me agaché y apunté con detenimiento. Los tres primeros cayeron por el camino. El último logró acercarse lo suficiente para arrojar su lanza, lo cual no le salvó de recibir un balazo en las tripas. Era un lanzamiento de treinta metros: pan comido para un gigante como aquél. Hice un cálculo visual rápido. Iba dirigida a Dimitri. Sin tiempo que perder, le metí una patada detrás de la rodilla. El ruso cayó de espaldas y escupió una lengua de fuego a los cielos. La lanza le pasó frente al pecho durante la caída, rajándole el abrigo. La pesada vara de metal golpeó el suelo tras él, clavada entre las piedras con tal fuerza que vibró durante varios segundos. Dimitri pasó su mano izquierda por el corte. Se me quedó mirando con los ojos como platos. Ninguno dijo nada, sobraban las palabras. Así es la guerra: hoy por ti, mañana por mí.

Como tiburones que huelen sangre en el agua, los demonios se asalvajaron al cesar la tormenta de fuego. Venían desde todas direcciones. Me levanté de un salto y vacié el cargador por el flanco derecho. Dimitri se levantó torpemente y abrió fuego por la izquierda. Me colgué el rifle de la cintura y agarré la escopeta. Con tan sólo ocho cartuchos, era menester economizar mis objetivos. Comprobé los alrededores para hacerme una idea de quién venía por dónde. Cuatro por la derecha y otros dos por detrás. Los de detrás estaban más cerca. Alcé la Remington y escupí sendas nubes de perdigones bendecidos, convirtiendo a los demonios en papilla roja con tropezones. El brutal efecto de los cartuchos afeaba lo que en cualquier otra situación se consideraría un bello efecto visual. Al moverse a baja velocidad, los perdigones permanecían lo suficiente en el aire como para iluminar su trayectoria, lo que en la práctica se traducía en rayos láser azules que licuaban la carne de los demonios. El último de la derecha cayó tan cerca que la sangre me salpicó los pantalones. Tomé una bocanada de aire para calmarme. No había moros en la costa, al menos de momento. Otros habían seguido el ejemplo de los recién caídos, pero algo les había hecho cambiar de parecer y ya no parecían tener ganas de marcha. Me eché la escopeta al hombro y cargué el FAL.

“¡Recargo!”, gritó Dimitri a mis espaldas, delegando en mí la responsabilidad de vigilar en solitario un campo visual de 360º; y diré algo: nunca he estado tan eufórico en toda mi vida. Fue glorioso. Reconozco que reí un poco mientras daba vueltas y disparaba a todo lo que se movía, tal vez demasiado para un hombre cuerdo. Le llevó once segundos cambiar la caja de su ametralladora. En once segundos vacié los dos cargadores que me quedaban, agarré la escopeta, disparé los cartuchos que tenía dentro, y eché mano del revolver. Casi había vaciado el tambor cuando Dimitri se levantó y empezó a disparar. No sé si fue por las renovadas ráfagas de ametralladora o por las risas con las que había deleitado a nuestros enemigos, pero lo cierto es que éstos ya no presionaron con el mismo ímpetu. Aprovechando nuestro recién encontrado respiro, cargué el Redhawk, lo enfundé, y mientras avanzábamos agarré la escopeta y la cargué poco a poco, sólo parando a disparar cuando se acercaba algún descerebrado con déficit de atención.

Apenas quedaban seis metros para llegar a la puerta, cuando Dimitri gritó a mis espaldas: “¡Cuidado!”. No llegué a darme la vuelta. Un placaje del ruso me levantó del suelo. La escopeta salió volando hacia la entrada. Me estrellé con un estruendo. El aire de mis pulmones se fue a paseo. Desenfundé el Redhawk y miré atrás con una afilada inhalación. En la periferia de mi visión una mancha blanca desapareció al tiempo que Dimitri lanzaba un alarido. Me giré hacia la izquierda, aún tirado sobre el suelo. La mancha blanca, de cuatro metros de largo y con grandes alas, correteaba de aquí para allá arrastrando algo con la cola; ese algo era Dimitri, que tenía la punta clavada en el hombro derecho. No había visto el espolón óseo durante el reconocimiento. Mea culpa. El ruso gritaba horrorizado mientras el dragón cabra escorpión lijaba su espalda contra el suelo. Apunté y apreté el gatillo. La pata trasera explotó. La criatura lanzó un grito de dolor. Intentó alzar el vuelo tirando de Dimitri, que había agarrado la cola y acercaba la otra mano a su pistola. Apunté de nuevo al bicho, que ahora flotaba como un globo de helio, incapaz de levantar el lastre que suponía el larguirucho. En el último instante se movió a un lado. Fallé el tiro. Dimitri alcanzó su P226 y le descerrajó medio cargador a quemarropa. Con un pedazo de la cola aún clavado, cayó de culo bajo una lluvia de sangre. Los restos de la criatura cayeron tras él como bolsas de carne peluda. Enfundé el revolver y cogí la ametralladora, que había caído a mis piernas. Comprobé nuestros alrededores y descargué un par de ráfagas para disuadir a cualquier espabilado. Corrí entonces hacia el rojo, nunca mejor dicho. Su pobre abrigo estaba para el arrastre, o ya arrastrado, según se mire. Dimitri agarró el pedazo de cola con ambas manos y tiró de él, sacando una espina curva de catorce centímetros. Disparé un par de ráfagas y me agaché a su lado.

“¿Hay algo roto?”. Dimitri movió el hombro con un profundo rugido. Presionó la herida. “Apenas puedo mover el brazo”, ladró entre dientes. “Me ha destrozado la clavícula. Su puta madre… Nos ha caído encima como un halcón. No lo he visto a tiempo”. Capté movimiento por el rabillo del ojo. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Dos grupos de guardias se acercaban desde ambos flancos. Había una docena a cada lado, y no se movían todos juntos, sino dejando espacio entre ellos. Un par se asomó por el arco del segundo patio. Les tiré una ráfaga para obligarlos a esconderse tras la esquina. La situación se había ido a la mierda tan rápido que por primera vez dudaba de poder llegar hasta el final. Miré a Dimitri bufando con frustrada resignación. “…Abre un portal: nos largamos”. Me dolió decirlo, pero no tanto como darme cuenta de lo disparatado que había sido creernos capaces de lograrlo. “Puedo seguir”, dijo él. Intentó agarrar su subfusil con la izquierda, pero no lograba desplegar la culata. “Qué coño vas a poder”, repliqué echándome la PKM al hombro. Lancé una extensa ráfaga a cada grupo de guardias, abatiendo a tres de ellos. En cuestión de segundos nos tendrían al alcance de sus lanzas. “¡Abre un portal, vamos!”.

Fue entonces, abandonada toda esperanza de victoria, que lo vi: allí arriba, apoyado al borde de la quinta terraza del zigurat, un hombre embutido en una reluciente armadura. Su piel era pálida cual marfil, su pelo negro como las nubes que rodeaban su cabeza. Me miró fijamente y extendió sus gigantescas alas blancas. Ahí estaba, por fin. Alcé la ametralladora. Situé la mira sobre su cabeza con silencioso detenimiento, intentando sobreponerme al vaivén de mi ansiosa respiración. Los guardias no importaban. Sólo estábamos él y yo. Dimitri ya podía bailar una sevillana a mis espaldas, que no me daría cuenta. Todo mi ser estaba centrado en Serakiel. No podía fallar. Él me miraba desde arriba, apoyado sobre un medio muro de piedra blanca. No intentaba ponerse a cubierto. Me desafiaba con su indiferencia. Apreté los dientes, y después el gatillo. El fogonazo hizo desaparecer al zigurat. No sé qué sonaba más alto, si el continuado fuego de ametralladora o el desgarrado y furioso grito que lo acompañaba. No dejé de disparar hasta vaciar la caja. Un grueso hilo de humo emanaba del cañón al terminar. Bajé la PKM y alcé la vista. No estaba. Ni rastro de mi padre. Ni un solo agujero o marca alrededor de donde había estado, como si ni una sola bala hubiera llegado a su destino, detenidas todas ellas por una barrera invisible. O tal vez había sido una fantasía alimentada por mi enajenación. Tal vez él no había estado allí, ni había disparado yo la ametralladora. No sabía qué pensar.

Me giré y miré a Dimitri. El ruso había dibujado en el suelo parte de una estrella de cinco puntas, pero la había dejado a medias y ya casi se había evaporado. “¿Tú lo has visto?”, le dije. Dimitri asintió. “No sé cómo lo ha hecho, pero en cuanto has apretado el gatillo, se ha desvanecido. Nunca he visto algo así”. Recordé entonces un pequeño detalle, una tropa de gigantes armados con lanzas que se aproximaba a nuestra posición. Sintiendo que el corazón se me salía por la boca, miré a izquierda y derecha y me quedé de piedra. Dimitri reaccionó de la misma manera. No se movían. Se habían detenido a veinte metros de nosotros, distancia suficiente para convertirnos en alfileteros. Pero no hacían nada, sólo miraban y esperaban. Tiré la ametralladora, que a falta de munición era tan útil como un pisapapeles. Agarré el subfusil de Dimitri y le desenganché la correa. “¡Los cargadores!”, dije cogiendo un par, y empecé a meterlos como me era posible en los bolsillos del FAL. “No te quedes ahí mirando”, añadí, y seguí: “Un portal, ¡vamos!”. “¡Mierda!”, dijo contemplando al aerosol que tenía en la mano. Lo tiró al suelo y sacó uno nuevo de su cinturón.

Con todos los cargadores en su sitio, desplegué la culata del Kiparis y apunté al grupo más cercano, el que había llegado desde la esquina del zigurat. Coloqué la mira en el pecho de un guardia, y entonces me entraron dudas. ¿Por qué no hacían nada? Disparar parecía una locura. Si los provocaba, nos destrozarían con sus lanzas. E incluso si todos fallaban por algún milagro, no podría matarlos antes de que se nos echaran encima. “¡Ese portal!”, grité sin perderlos de vista. “¡No soy zurdo, joder!”. Normalmente darle la espalda a tu enemigo es la mejor manera de conseguir que te mate, pero no parecía que esos demonios tuvieran intención de avanzar, así que me giré para ayudar a Dimitri.

El lejano jaleo de los gritos se apagó, como si de repente el recinto palacial hubiera caído en un profundo sueño. Sólo sonaba el siseo del aerosol. Sentí una presencia detrás de mí, una incómoda y sutil sensación de terror que erizaba los pelos de mis brazos y me obligaba a moverme con pausa, como si temiera que al darme la vuelta mi cabeza fuera a separarse del cuello. Guié mis ojos como avanzadilla mientras el resto de mi cuerpo viraba centímetro a centímetro. Ahí estaba, a un par de pasos. Tenía las alas recogidas tras de sí. Armadura pulida como un espejo, ojos de águila amarillos, rasgos afilados y andróginos: de lejos podía pasar por humano, pero de cerca quedaba en evidencia que era algo distinto. Tenía una altura media y un cuerpo delgado. Su peinado era tan corriente y sencillo que resultaba ridículo, siendo quien era. Su piel carecía de cualquier marca o cicatriz. Parecía más joven que yo. Era como un bebé de porcelana. Me sentí insultado. Mi padre era un chaval. Y yo con canas.

Lo contemplé en silencio, el subfusil oculto detrás de mi pierna. En la esquina de sus labios se alzó una leve sonrisa de confianza, como un jugador de poker a punto de enseñar una escalera real. Un halo azul iluminó el suelo a mi alrededor. “Listo”, dijo Dimitri.

No sé por qué lo hice. Puede que mi enajenación superara mis deseos de vivir, o tal vez el orgullo me impedía admitir la derrota. Podían ser las dos cosas, o ninguna, o cualquier combinación de factores que puedan llevar a una persona a hacer algo así de irracional. Quería luchar. Qué podía perder más allá de mi vida, el valor de la cual tanto despreciaba. Me giré a medias y posé el pie sobre la mochila de Dimitri. “No me esperes”. “¿Qué est…?”. Lo empujé de cara al portal. Con el mismo movimiento me di la vuelta y alcé el Kiparis, haciendo uso del destello para ocultar el ataque. En medio de un mar blanco azulado solté una ráfaga desde la cintura. Volvió la oscuridad, y ya se había esfumado. Miré a los lados, avergonzado y perplejo a partes iguales. Me di la vuelta. El portal no estaba allí. Se había evaporado demasiado rápido. Tenía que ser cosa de él.

“Ni buenos días ni qué tal estás”, sonó a mi alrededor la incorpórea voz de un hombre. “Ni un simple hola”. Emanaba desde distintos ángulos. “¿Dónde han quedado los buenos modales?”. Los guardias se desplegaron a mi alrededor, rodeándome por completo, salvo por la entrada del patio. El mensaje estaba claro. Me eché la culata al hombro y caminé dando vueltas. Girándome al alcanzar el arco, me di con él de cara y lancé una ráfaga. Esta vez lo vi sin impedimentos. Un instante estaba ahí, al siguiente no era más que aire. Era tan rápido que no se registraba en la mente de quien lo presenciara. En realidad no se movía: se teletransportaba. Si así lo quisiera, podía aparecer por detrás y partirme el cuello en un suspiro. Sin embargo, eso no le entretendría. Era como un gato con un ratón entre sus zarpas: echárselo a la boca sería demasiado fácil, demasiado breve. Primero quería jugar.

Me deshice del rifle y enganché su correa al subfusil. Recogí entonces la escopeta e introduje los últimos cartuchos sin prestar atención a los guardias. Y ahí, frente al arco del segundo patio, tomé una profunda inspiración, accioné la escopeta, y me dispuse a concluir ese asunto de una vez por todas.

“Bien, pues: juguemos”.
FIN

P.D: ...Sí, van a ser cinco capítulos.
P.D2: No obstante, ya he empezado el capítulo final, por lo que no debería tardar mucho en subirlo. Voy a considerarlo unas minivacaciones de mi novela.
Última edición por Raúl Conesa el 19 Nov 2019 20:13, editado 2 veces en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida sexta parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Lo de la postdata me ha hecho recordar esta escena de Comando :lol: :

Enlace
Última edición por Raúl Conesa el 19 Nov 2019 20:30, editado 1 vez en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84497
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por lucia »

¿Va a hacer como que se suicida? :grinno:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 653
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

No querrás spoilers, ¿no?

Así sin contexto, confieso que la navaja albaceteña tiene que ver con la resolución :twisted: .
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84497
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por lucia »

:lol: :lol:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Responder