A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

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Raúl Conesa
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A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por Raúl Conesa »

A Finisterre


Bajo la velocidad y subo la visera. El aire crea una siseante melodía contra el casco, acaricia mis mejillas como un pañuelo de seda. Tomo una fresca bocanada de campo otoñal y huidiza niebla. Contemplo los cultivos y los árboles de hojas amarillas y pardas, logrando con mayor o menor atino no torcer el morro de la moto. Hay que ver cómo crecen las cosas aquí arriba, nada que ver con Lorca. ¿Por qué no puede ser así toda España? Qué no habría dado yo por tener estos paisajes cuando aún tenía tiempo para admirarlos. El yo de mi infancia se lo habría pasado teta paseando por estos campos y estos caminos serpenteantes.

Al rato me veo obligado a reconocer la realidad: no tengo ni idea de dónde estoy. Paro al lado del camino de tierra y bajo de la moto. Saco el mapa de la bolsa trasera y me siento en el suelo con el casco entre las piernas. Juraría que acabo de pasar por Caselas, pero la señal que tengo detrás dice Sanxeo. ¿Cómo puedo haberme desviado tanto del rumbo? Aquí no hay quien se aclare. Todas estas aldeas de piedra parecen sacadas de una línea de producción.

En fin, para qué cabrearse, supongo que perderse es parte del viaje. ¿Qué prisa tengo? El destino es el destino, se dé uno la prisa que se dé. Además, de haber querido llegar lo antes posible, el trayecto me habría llevado a lo sumo un par de días, no un mes y medio. Hoy en día sólo tienes que meter la información en el gps del móvil, y voilá. Éso sí, lo que te ahorras en tiempo y gasolina lo pierdes en vistas. Y de todas formas, no es que sea una opción para mí, ya que tiré mi móvil desde lo alto del Alcázar de Toledo. Menudo susto le di a esos chinos.

Mi madre me dijo hace tiempo que de niña no tenían tendido eléctrico en su barrio. Ahora tiene un portátil conectado por Wi-Fi, y se pasa el día jugando al poker. Magia, habría dicho esa niña. Aquí la magia es otra, es como algo salido de Tolkien. Espero ver un elfo surgir de entre los árboles en cualquier momento, aunque es más probable que me encuentre algún turista planchándose la oreja con el móvil mientras conduce un coche de ciudad con la suspensión a punto de reventar.

Me abro paso por la campiña y las arboledas, avanzando en dirección oeste tanto como me permiten los sinuosos caminos de esta curiosa tierra perdida en el tiempo. A fuego lento, como en la canción, pero con menos cortejo y más cortijo; pazos, creo que los llaman, una herencia de esa época que sigue vigente en el alma de las aldeas, en esas paredes de piedra cubiertas de hiedra y esos patios donde las gallinas picotean el suelo bajo la celosa mirada de su gallo.

Bosque a la derecha, bosque a la izquierda. Llevo un rato sin ver a nadie: ninguna vivienda, ningún coche, y ni hablar de elfos. Se acaban los árboles y me encuentro con una zona abierta de par en par, como si acabara de salir de un edificio construido en medio de ninguna parte. Me noto la cabeza ligera, una gota de sangre desciende por mi nariz y aterriza en mis labios. Menos mal que conduzco lento, porque sé lo que viene a continuación. Pego un frenazo e intento bajarme. Demasiado tarde. La moto me aplasta la pierna derecha, aunque ése es el menor de mis problemas. Me quito el casco mientras aún puedo controlar los brazos. Esas nubes no saben la suerte que tienen.

Empieza como siempre, un gélido cuchillo que se abre paso por la parte de atrás de mi cerebro. Me contengo todo lo que puedo, pero no tengo tanto aguante. Grito, grito con todas mis fuerzas, y que me oiga toda Galicia. Joder, que me oiga toda España, y si Portugal afina el oído, que se entere también. Los minutos pasan, y la navaja de hielo alcanza mi ojo derecho. Ahí es donde suele acabar todo, pero no esta vez. El mundo se torna negro poco a poco. Ésto es nuevo.

Abro los ojos y miro al cielo. Más nubes. Han venido a reirse de mí. No me noto la pierna. Logro erguir el cuerpo, aparto como puedo la moto. La sangre empieza a fluir de nuevo, electrifica mi espasmódico pie como si de un cadáver se tratara. ¡Está vivo, está vivo! Lo mismo podría decirse de la moto. A saber cuánto rato lleva tirando humo sin motivo. Echo un vistazo al reloj de pulsera. ¡La madre que me…! Llevo más de una hora tirado en el suelo. Estiro las zarpas y saco la llave. Me quedo tendido boca arriba. A ambos nos vendrá bien un descansito. No se está tan mal sobre la hierba. Saco el pañuelo del bolsillo, escupo en uno de los pocos recovecos que quedan limpios y me restriego los morros. La boca me sabe a hierro. Me pongo de pie a paso de tortuga, alzo la moto, despliego la pata de cabra. Saco una botella de agua de la bolsa trasera, echo un trago para disolver la sangre. Termino de limpiarme la cara. Al menos ya se ha acabado. Toca seguir.

No, no puedo: la cabeza aún me da vueltas. No podría dar un solo paso. Saco una chocolatina de la bolsa y tomo asiento con la espalda apoyada en la moto. Con todo el asunto de la navaja cerebral, no había caído en lo bucólica que es esta zona. Al otro lado del camino una colina desciende de forma escalonada antes de covertirse en un frondoso bosque amarillo. Un par de aldeas se extienden a lo lejos sobre la falda de un monte. El canto de las aves resuena entre las copas de los árboles. Ni rastro de tecnología. De no ser por el ruido de un motor, juraría que estoy en la Edad Media. Echo un vistazo a la izquierda, a la arboleda que he atravesado antes. Se acerca un coche gris oscuro, un Ibiza de los primeros modelos. Se detiene frente a mí, el copiloto baja la ventanilla. Dentro hay dos hobbits entrados en años: una señora de mofletes derretidos y rizos teñidos de rubio, y al volante una nariz bulbosa y una papada que se desborda sobre el cuello de una camisa a rayas. Tienen ese aire de abuelitos majetes, de un matrimonio de ésos que ya puede haber una guerra, que no los separa ni una bomba atómica.

La señora pregunta algo en gallego, creo que si soy un turista. “Sí”, respondo, “diría que lo soy”. Mi acento deja bien claro que no hablo gallego. “¿De dónde eres, mozo?”, dice el marido. Mozo. Al pasar los treinta creía que ya nadie me llamaría mozo; aunque claro, comparadas con ellos, hasta las montañas son jóvenes. Les digo que soy de Murcia. A continuación la señora pregunta si necesito ayuda, si me he perdido. Les digo que estoy perdido, pero que no me molesta. “¿Tienes para comer?”, pregunta él. Agito la chocolatina, aún sin abrir. “¡Carallo”, se ofende ella, “pero si éso no es más que porquería! ¿Hace cuánto que no comes algo caliente?”. Respondo que he dormido al raso, y que me he pasado la mañana dando vueltas como un pollo sin cabeza. Lo primero les espanta, lo segundo les saca unas risitas. “Ven a comer a casa”, dispone ella, “que se ve que estás en los huesos, e morra o conto”. Por el tono, deduzco que eso último significa que la oferta no es negociable.

A los pocos minutos pasamos una aldea, seguimos en dirección sur. Nos adentramos en un camino que transcurre a través de un bosque sacado de un cuento de hadas, con árboles que se inclinan hacia el centro y forman arcos de madera natural. La rayos del sol apenas logran pasar entre los troncos, creando un juego de brillantes franjas doradas que contrastan con la oscuridad de la madera. En medio del bosque tomamos un desvío a la izquierda, y llegamos a una pequeña finca rodeada por un muro de piedra tamaño hobbit. Nos recibe un chucho marrón y gris de raza descatalogada. El bicho no deja de ladrar hasta que entran con el Ibiza. Les sigo con la moto, detengo el motor junto a la casa. Piedra cubierta de hiedra, modelo nº7. Faltan las gallinas; será un error de fábrica. Lo que sí tiene es un cultivo de hortalizas en el jardín trasero. Carmen dice que plantan patatas, alubias, zanahorias, repollos y acelgas, y que el resto lo compran en un supermercado cercano. Justo vienen de hacer la compra. Me ofrezco a ayudar con las bolsas, pero Rodrigo, con un tono algo ofendido, se niega. Me dice que entre, y que estoy en mi propia casa. Contengo las ganas de responderle que no tengo casa; cuanto más habla uno, más preguntas suscita. La puerta trasera da paso a la cocina más rústica que he visto en mi vida: utensilios enhollinados, horno de piedra y electrodomésticos de allá cuando yo era un crío. Sigo por el pasillo, pasando de largo un baño, hasta llegar al salón, uno bastante grande, con chimenea empotrada, piel de oso a modo de alfombra, y escopeta de caza en la pared. ¿Puede un lugar ser más gallego?

Me quito la chaqueta y la dejo en una de las sillas que rodean la mesa de la esquina. Echo un vistazo a la repisa que hay junto a la chimenea, cojo una foto de familia: los abueletes frente al huerto con siete adultos de entre treinta y cuarenta años. Cuatro mujeres y tres hombres; sus hijos, supongo, y puede que sus parejas. También hay tres críos frente a ellos, todos chicos de entre diez y trece años. La mujer más joven parece maja, y en la foto no parece que esté con nadie. Me pregunto si vive con sus padres. ¡Ya, claro, no caerá esa breva!, no con mi suerte. No sé por qué es éso lo primero que me viene a la mente. Un amigo me dijo hace tiempo que estoy más salido que una esquina, pero me gustaría creer que he madurado con los años. Aún con todo, hay que decir que la chica es mona, y que hace una semana que no me como un torrao, así que se me puede perdonar el impulso.

Carmen entra y me ve con la foto, se acerca con una sonrisa de oreja a oreja. “¿Son sus hijos?”, pregunto. Me dice que tres de las mujeres y uno de los hombres lo son, y que los otros son sus maridos y esposa, respectivamente. Al parecer el hijo tiene un bar en Santiago de Compostela, y dos de los críos son suyos. La hermana mayor, madre del otro niño, es concejala en un pueblo de la zona, y la mediana es guardia civil. “¿Y ella?”, digo señalando a la más joven. “Ay, mi pequeña Marisol”, suspira ella. “Está en Payasos Sin Fronteras, qué buena niña que es. Ahora está en… ¿cómo era ese sitio...? ¡Ah, ya me acuerdo: Líbano! ¿A que es bonita?”. “Sí, tiene una sonrisa encantadora. ¿Viene a visitarlos a menudo?”, pregunto con disimulado interés. “No no, siempre está ocupada, igual que los demás. Con suerte vienen en fiestas”. Vaya, hombre. Llego a venir un par de meses más tarde, y tal vez habría tenido una oportunidad. Me parece que en fiestas ya no estaré por aquí. “Tienen una bonita casa. Toda esta región parece de cuento de hadas”.

Ella me agradece el comentario, y entonces llega su marido, que ya ha dejado la compra en la cocina. “¿Qué te trae por A Coruña, mozo?”, dice mientras toma asiento en un sillón orejero, y deja salir un gruñido del esfuerzo. Su señora y yo nos sentamos en el sillón de enfrente, al otro lado de la chimenea, y les digo que he estado recorriendo España, que me dirijo a Finisterre. Ella pregunta a qué me dedico, y le digo que estoy en paro. Ésto les sorprende sobremanera, y Rodrigo pregunta cómo puedo permitirme semejante viaje. “El dinero no es un problema”, le digo. “¿E logo?”, dice con sus pobladas cejas en alto. Le pregunto qué significa éso, y Carmen me pide que entre a fondo en el tema. Dudo un par de segundos, y entonces me encojo de hombros con una ligera sonrisa. “Me tocó la lotería recientemente; no mucho, pero estoy cubierto por un tiempo”. La respuesta satisface su curiosidad, y Carmen pregunta por mi familia. Les doy la versión resumida: padre muerto, madre amargada y solitaria, hermana divorciada y con hijos. No entro en detalles para evitar amargarles la mañana; ya tragué suficiente mierda en su día para regurgitarla ahora sobre el primero que se interese.

Pasado un rato en el que hablamos de algunos lugares que he visitado, Rodrigo sugiere que me dé un baño, ya que me huele el ala, aunque lo dice con mayor sutileza. Se me ocurre que, si él puede olerme, ella, que está a mi lado, debe estar conteniendo la respiración. Carmen se ofrece a darle un enjuagón a mi ropa interior mientras estoy en la bañera, y éso termina de cerrar el trato. Ya en el baño, me quitó la ropa y me miro en el espejo. La verdad es que se me empiezan a ver las costillas. Qué mal se come en la carretera. Paso los calzoncillos a Carmen por la ranura de la puerta, y me meto en la bañera. Pastilla de jabón. ¿En serio? ¿Qué será lo siguiente, LPs de Nino Bravo, o tal vez un carro tirado a caballo? El agua sale gélida, casi chillo del espanto. A los segundos se vuelve tibia, pero sólo después de haber hecho malabares con los grifos. Tras secarme, me pongo los pantalones a pelo. La cremallera me roza la punta como una sierra. Me lo tomo con filosofía, hay gente que lo tiene peor. En algún lugar de España hay alguien haciendo cola en un McDonald’s, y el idiota que tiene delante no sabe qué pedir, con lo que la tragedia es doble para nuestro hombre: no sólo tiene que esperar, sino que además va a comer en McDonald’s.

Salgo del baño oliendo medio fresco, medio sin techo. En fin, ya compraré otra camiseta y otros calcetines, no será por falta de dinero. Al volver al salón, tomo nota del tablero de ajedrez que sobresale de una estantería, y sobre el cual se acumula una fina película de polvo. Rodrigo sigue sentado en su sillón, leyendo un periódico y agitando la cabeza levemente. Malas noticias, supongo. ¿Qué estarán tramando esos hippies harapientos de Podemos? Levanta la vista, me dice que su esposa está haciendo la comida, y que aún tardará cosa de una hora. Echo un vistazo a los libros que tienen en la estantería, busco uno breve para matar el tiempo. Cojo uno especialmente escueto: La Metamorfosis, de un tal Franz Kafka. Sé que oído ese nombre en alguna parte, me parece que en un capítulo de Los Simpson. Es toda la recomendación que necesito. Al sentarme en el sillón largo, Rodrigo me mira por encima del periódico. “Ese libro es la cosa más tonta que he leído nunca”. Le digo que ya compartiremos apuntes cuando lo termine. Me pongo a ello, tardo casi una hora en completarlo. No es tan tonto como él lo había pintado, pero desde luego el protagonista es un inútil depresivo, y su familia unos cabrones insensibles. La sensación que me deja es la de haber esquivado una bala: yo no experimentaré nada parecido, sobretodo lo de convertirse en un insecto. Mi padre habría empatizado más con la historia. Lástima que no leyera un libro en su vida. Cierro las páginas justo antes de oír a Carmen, que nos avisa de que la comida está lista.

Me ofrezco a poner la mesa, pero de nuevo Rodrigo dice que le deje a él, y me indica que tome asiento a la mesa. Qué hombre. No sabía que se puede hospitalario de forma agresiva. Entres los dos traen cubiertos y unos entrantes que desaparecen en un visto y no visto. Toca el plato principal. Mientras Carmen se acerca lentamente con una enorme bandeja rectangular, Rodrigo hace lo propio con unas copas y una botella de vino tinto. Nuestra chef destapa la bandeja, revelando una gruesa y humeante empanada de reluciente masa dorada. Cuchillo y espátula en ristre, su marido corta una generosa porción y la sirve en mi plato. Ayudándome del tenedor, analizo el contenido de la empanada al tiempo que se sirven ellos. Chorizo, patata y diversas verduras que no termino de identificar, y que auguro han surgido del jardín. Huele a gloria, una mezcla de salado y dulce con notas de especias. Hace tiempo que no como algo parecido. Servida la empanada, Rodrigo agarra la botella y llena las copas. Me doy un festín con la empanada, que acompaño con una guarnición de animada charla y un par de copas de vino. Echaba en falta este tipo de comidas. Me sé de memoria los ingredientes de todas pizzas de Domino’s, y puedo distinguir una lasaña de supermercado de otra con sólo olerla. Desaparecido el plato principal, Carmen trae una bandeja con una quesada de ayer a la que queda suficiente para tres buenas porciones. Acompañándola con un poco de miel natural de la zona, damos buena cuenta de ella en cuestión de un par de minutos.

Carmen pregunta si me ha gustado la comida. Aunque ya se lo he dicho un par de veces, le insisto que todo estaba riquísimo. Con una amplia sonrisa de satisfacción, Rodrigo se saca el mondadientes, suelta un eructo, y le da una palmada a la rodilla de su señora. “¡Uff, quedei como un pepe! Ahora vendría de muerte una cremita de orujo. ¿Tenemos?”. Carmen dice que sí, y mientras trae botella y vasos, yo señalo el tablero de ajedrez. “¿Le gusta jugar?”. Él saca el tablero sin decir nada, sopla el polvo, y lo coloca sobre la mesa. “Carmen lo odia”. Entre ajedrez y crema de orujo, la sobremesa se alarga más de dos horas. Rodrigo no es nada malo, pero logro ganarle dos de cada tres veces. Es especialmente vulnerable a los ataques de caballo, como si le costara visualizar el movimiento en forma de L. Sus torres y alfiles caen como moscas. Una última victoria, y me excuso para ponerme los calzoncillos, que calculo deben estar secos. Carmen me indica que están tendidos en la parte de atrás de la casa. Tras recogerlos, me meto en el baño. Aún están algo húmedos, pero es preferible a seguir rozándome la punta con la cremallera.

Vuelvo al salón y veo que Rodrigo ha colocado las piezas para una nueva batallita. Me excuso diciendo que tengo que coger algo de la moto. Papeles en mano, vuelvo a sentarme en la mesa y empiezo a jugar con el bolígrafo, dándole vueltas entre los dedos. He estado redactando esta carta cada día desde hace dos semanas, y no consigo terminarla. ¿Cómo decirle a una hermana que no vas a volver a verla? A cada segundo que pasa odio más lo que tengo escrito. No suena como yo, es demasiado impersonal. Termino por estrujar la hoja, cojo otra. Esta vez empiezo por lo esencial. “Un día de éstos alguien te llamará para decirte que me han encontrado muerto. Sólo lo digo para que estés preparada”. A continuación entro en cuestiones legales. “Si no lo has hecho ya, habla con mi abogado. Arreglé el testamento antes de marcharme. Todas mis pertenencias, incluida mi parte del piso, irá a ti, siempre y cuando te comprometas por firmado a no darle un céntimo a mamá”. Después entro en lo personal. “No voy a pedir perdón por largarme de esa forma. No fui yo el que desapareció a la primera señal de cáncer; éso lo hizo ella. Yo fui el que se quedó a cuidar de papá, el que le cambiaba las bolsas de mierda y le escuchaba llorar por la noche. Y cuando me tocó a mí, no vi que nadie se remangara para ayudarme. No te lo tomes como un ataque; tú tienes lo tuyo, pero joder, me vas a perdonar que esta vez sea yo el egoísta. Mira el lado positivo: nada de bolsas de mierda para ti”. Termino con un consejo. “Este mes y medio he disfrutado más que en toda mi vida. Hay mucho en este país, sólo lamento no tener tiempo de verlo todo. Si cumples tu parte, para cuando llegue el verano ya habrás recibido el dinero del piso de papá; coge a los niños y suéltate la melena. Te lo digo de todo corazón, Lidia: la vida es demasiado corta para pasarla en un mismo lugar”. Mejor, mucho mejor. Leo la carta un par de veces, la paso a limpio, y añado una última cosa. “P.D: Galicia está preciosa en otoño”.

Ya va siendo hora de seguir mi camino. Me da un poco de apuro decir nada. Estos abueletes se han portado mejor conmigo que mi propia madre, que no es decir mucho, la verdad. Armándome de valor, les digo será mejor que me ponga en marcha. Entre negociaciones y excusas, tardo unos minutos en salir de la casa modelo nº7 sin gallinas. Los dos me acompañan fuera y, ya sentado en la moto, les agradezco su hospitalidad una última vez; creo que van seis o siete. Es una lástima, pero ya no se hace gente como ésta. Arranco el motor y me despido.

A Finisterre, o hasta donde aguante el cuerpo.
FIN
Última edición por Raúl Conesa el 18 Jun 2020 18:17, editado 4 veces en total.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por lucia »

Que el prota estaba enfermo lo dejaste claro desde el sangrado, lo que no me queda claro es cuándo se enteró él de que estaba enfermo, porque das a entender que la madre se larga cuando enferma el padre y de que entre que el padre muere y la historia sucede pasan apenas unos meses, que son los que se tarda en liquidar la herencia. Aunque en realidad todo eso me sobra, porque lo principal creo que es el viaje en sí y la humanidad de la pareja de ancianos.
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Raúl Conesa
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por Raúl Conesa »

Sí, desde luego no queda establecida la cronología exacta, pero me parecía un detalle poco relevante para el objetivo de la historia. El orden es el siguiente: enferma el padre, madre los deja tirados, hermana tiene familia propia de la que cuidar, protagonista cuida del padre, padre muere, protagonista hereda el piso del padre, pasa un tiempo (Indefinido, puede que meses o incluso años), protagonista enferma (Tumor cerebral inoperable, por si no queda claro), vende el piso y se marcha sin decir nada a su familia, mes y medio más tarde entramos en el relato.

Edit: Me doy cuenta, sin embargo, de que la confusión viene más por el asunto de la herencia. No es que la hermana vaya a recibir dinero directamente de la herencia del padre, sino que el dinero de la venta del piso pasará a ella por herencia del protagonista, que heredó el piso. La verdad es que podría haber sido un poco más claro con éso.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por pmarsan »

No sé si esto es intencionado; imagino que sí. Me ha parecido adecuado que, huyendo de todo lo que comentas, el hombre acabe en la punta del país que más lejos queda de su Murcia natal (aunque, ya puestos, podías haberle hecho de Cartagena o de Mazarrón, en vez de Lorca). :D

Una cosa que me ha despistado un poco es que en el primer párrafo dices "mi vida son todo prisas y fechas límite", para luego dar a entender, un poco más adelante, que el protagonista ya no se rige por las prisas porque ha tirado el móvil por la borda, y que lo mismo le daba llegar a Galicia en dos días que en un mes.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por Raúl Conesa »

De hecho, elegí Finisterre como destino precisamente por el simbolismo de su nombre (El fin de la tierra). También elegí el otoño por el simbolismo de la muerte de las hojas de los árboles.

En cuanto a si tener o no tener prisa, el primer párrafo se refiere a que el protagonista tiene fecha de caducidad, y por éso se lamenta de no tener tiempo para ver todas las cosas que querría ver. El tercer párrafo, por otro lado, es su aceptación de que lo mismo le da morir en un sitio u otro, y que es consciente de que no tiene planes posteriores a Finisterre. Va a morir, éso lo sabe, ése es su destino. De haber tomado la ruta más rápida, ¿qué habría hecho con todo el tiempo que le habría quedado después?

¿Qué os parecen los dobles sentidos que he metido en la narración? A medida que iba escribiendo (Escribo improvisando) se me iban ocurriendo esos dobles sentidos, y la verdad es que me gusta cómo dan información de forma indirecta. Éstos mis favoritos:
-El destino es el destino, se dé uno la prisa que se dé.
-Les digo que estoy perdido, pero que no me molesta.
-...me he pasado la mañana dando vueltas como un pollo sin cabeza (Tumor cerebral).
-Me parece que en fiestas ya no estaré por aquí.
-Me tocó la lotería recientemente; no mucho, pero estoy cubierto por un tiempo.
-La conexión indirecta entre haberse deshecho de su teléfono dos semanas atrás, y que lleve dos semanas redactando la carta.

P.D: Un detalle curioso: éste es el texto que más rápido he escrito hasta ahora, 3600 palabras en dos días. Cuando estoy con mi novela, con suerte escribo unas 500 palabras al día.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por pmarsan »

En general, pienso que esos "dobles sentidos" funcionan, aunque son matices tan sutiles que pueden pasar desapercibidos. Creo que también valdría la pena pulir un poco más determinadas cosas que resultan ambiguas o que confunden un poco al lector. Tanto Lucía como yo te hemos puesto algún pequeño ejemplo. Por mi parte, es solo una sugerencia. El relato está bien.

En relación a la velocidad a la hora de escribir, a mí me ocurre igual. Un relato se escribe más deprisa, sobre todo si simplemente estás contando cosas en primera persona. La novela tiene otra dinámica. Tienes que estar casi siempre pensando en lo que va a ocurrir cien páginas más adelante o en lo que ocurrió cien páginas atrás, para ser siempre coherente, y eso conlleva una reflexión que se traduce en un tempo de escritura más lento.

En otras palabras: a mi modo de ver, un relato es como una tienda de campaña y una novela es como un edificio. La primera se levanta en un momento y lo puede hacer cualquiera. Además, si te equivocas al poner alguno de los palos o se te olvida algún amarre, tampoco pasa nada. El edificio, como la novela, tarda meses (o años) en construirse, y requiere de una disciplina, de una constancia y de una evaluación continua que evite posibles catástrofes a largo plazo.

Ojo, esto no supone un menoscabo al relato como género literario. Un relato puede tener mucho más mérito que una novela. Lo único que quiero decir es que el planteamiento es muy distinto, y que eso es lo que permite escribir los relatos mucho más rápido.
Última edición por pmarsan el 02 Jul 2019 19:22, editado 1 vez en total.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por lucia »

Imagino que sabes que la hermana tiene derecho como mínimo a un sexto de la herencia del padre (la mitad del tercio legítimo). Eso es lo que a mí me ha dejado la cronología encogida.

En cuanto a la lotería, ese doble sentido sí lo pillé. El del pollo sin cabeza me lo tomé normal, porque lo mismo podía ser un tumor cerebral que otra cosa para cuando lo dice.
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Re: A Finisterre (Relato corto. 3600 palabras)

Mensaje por Raúl Conesa »

Pues la verdad es que no tenía ni idea del asunto de las herencias, daba por hecho que uno puede elegir un heredero único. En mi mente era un asunto del estilo "te dejo a ti el piso, y al venderlo le das la mitad a tu hermana". Aún puede encajar el relato como está, supongo, sólo es cuestión de imaginar que el protagonista es diagnosticado poco después de morir el padre.

Edit: He añadido un par de cambios menores que creo que servirán para evitar las confusiones que habéis planteado. Primero, cuando menciona lo del móvil, dice específicamente "Hoy en día sólo tienes que meter los datos en el gps del móvil, y voilá". Así, cuando menciona tirar su móvil, se entiende que quiere decir que el gps ya no es una opción. Segundo, cuando menciona haber arreglado su testamento, he expandido la frase. Ahora queda así: "Arreglé el testamento antes de marcharme. Todas mis pertenencias, incluida mi parte del piso, irá a ti,...". Tercero, para que la cronología sea más clara, he añadido una frase después de mencionar la penurias del padre: "Y cuando me tocó a mí, no vi que nadie se remangara para ayudarme".

Edit 2: Pensándolo mejor, he borrado "Ahora son todo prisas y fechas límite" del primer párrafo. Entiendo que parezca una frase contradictoria, una vez se lee el tercer párrafo.
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