¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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Gretogarbo
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos?

Mensaje por Gretogarbo »

— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco
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oscall
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos?

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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense
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Gretogarbo
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y
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oscall
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos : como manchen
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
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La levedad. Catherine Meurisse
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
— Yo con eso
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
— Yo, con eso en el maletero
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
— Yo, con eso en el maletero, no subo ni ciego de coca
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
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— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
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— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
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— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
— Yo, con eso en el maletero, no subo ni ciego de coca ni puesto de maría hasta el culo.
— ¿Tenemos setas alucinógenas o neurotóxicas?
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oscall
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos?

Mensaje por oscall »

— Hijo... ¿Estás ahí?
— No, no estoy.
— Entonces... ¿Quién eres?
No hubo respuesta. Aquello la aterrorizó. Fue por eso que abrió mucho los ojos y se tragó la rabia, la angustia. Inspiró profundamente y se atrevió a abrir la puerta de la oscura habitación.
Esa que no tenía casi ningún miedo a nada, ahora temblaba como un flan de huevo. Aun así, traspasó el umbral y dentro vio un cuerpo sedente. "¿Estará muerto"'? Pensó, luego existió. Entonces se movió dos pasos hacia el niño que yacía atado en una silla de anea y exclamó:
— ¿Quién eres? ¿Por qué lloras tanto?
— Un chico me ha llamado maricón.
— ¿Te ha atado ese chico o quien?
— Me ató tu hijo.
La mujer gritó:
— ¡Qué quieres decir!
— ¡Ha sido Antoñín!
— ¡Está en Bilbao!
— ¡No! ¡Está aquí!
— ¡Aquí! ¿Dónde? ¿Debajo del suelo?
— ¡No, coño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Debajo de la mesa de cristal!
Era una mesa escritorio grande, con sólo tres patas. Un niño deforme y con joroba como la de Quasimodo, y ojos saltones como los sapos, la miraba con atención mientras ella se le acercaba con cautela.
— Hijo... ¿Por qué tratas así a la alfombra persa? ¡ Es carísima!
— ¡¡¡Olvida la alfombra!!! ¡Y ponte a desatarme de una vez antes de que me ataque!
— ¿Qué..., Cómo, Quién???
— ¡Pues Antoñín, hostias!
— ¡Cálmate por favor!
Se oyó un leve pero escalofriante sonido de motosierra que venía de la dirección de la caseta donde guardaban las herramientas de jardineo y una voz aproximándose desde la zona de fuera. El giboso muchacho sollozó y corrió hacia la cocina. Reapareció con un cuchillo jamonero de 45 cm . Blandiéndolo con maestría, preguntó:
— ¿Dónde está el intruso? ¡Es el que me ató!
— Entonces está claro. Antoñín debe morir. Pero antes de ejecutarlo, deberíamos dejar a este chico libre — pensó la queli, plumero en mano.
— ¡No quiero morir! — imploró Antoñín.
— ¿Morir?, no seas dramático. Todos morimos alguna vez. Es la ley de la vida.
— ¡Y a mí que me importa!
— Cuando sientas el martillazo en la cabeza...
— ¡Verás si te pego un par de leches como te importa!
No se lo pensaron dos veces. Llamaron a teletaxi y fueron a la sede de la Asociación de Amigos de las Cucarachas Rubias. Preguntaron si tenían veneno del bueno, marca ACME para críos malnacidos en año bisiesto.
— ¿Y qué le parece si tiene sabor a anchoa del Cantábrico?
— ¡Lo que sea, pero démenlo ya!
— Mejor si sabe a Engraulis encrasicolus cantabrensis.
— Como si sabe a mierda. ¡Lo importante es envenenar de una puñetera vez al cabrón de la fotocopiadora que me tima con toda clase de excusas para no devolverme las monedas de la lavandería! Se las guarda en el bolsillo, al mogollón, y dice que son para pagar el alquiler, cuando todos sabemos que lo pagó hace ya tres semanas y con intereses.
— ¿A qué tipo?
— ¡A mí, claro!
— ¡Tipo de interés!
— ¡Qué te importará!
— Pues mucho porque no encuentro piso. Y mi esposa me amenaza con beneficiarse al vecino, que tiene un Ferrati Teta Roja con asientos calefactabes. Consume 100 litros...
— ¡¿Quieres dejar de darme el peñazo?!
— ¡Si has empezado tú!
Acordaron no volver a tocarse las narices. Abrieron la caja y metieron en ella la botella de chinchón dulce que contenía el veneno. La cerraron y pusieron el código "No apto para gente propensa a dispepsia, aerofagia y claustrofobia. Consulte con su farmacéutico, si lo que pretende es averiguar la dosis letal". Bajaron el paquete al taxi que habían solicitado. La taxista, una alemana rosada y sesentona, dijo:
— El paquete tendrán que colocarlo detrás, en el maletero, encima del cadáver. Huele un poco a podrido, tápense las napias y nada de vómitos. ¡Y suban ya!
— Yo, con eso en el maletero, no subo ni ciego de coca ni puesto de maría hasta el culo.
— ¿Tenemos setas alucinógenas o neurotóxicas?
— No. ¿ Y Escopolamina?
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