Voces (Relato negro)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

Responder
Avatar de Usuario
Tente
Lector voraz
Mensajes: 172
Registrado: 22 Abr 2019 15:45

Voces (Relato negro)

Mensaje por Tente »

Nunca debió abandonar el seminario. Aún sin fe, allí al menos se sentía controlado, protegido. Los tigres no andan sueltos por la calle sin que, tarde o temprano, un rastro de muerte les delate. No es por su culpa, está en su naturaleza, aunque eso no alivie nada a sus víctimas. Como a aquella muchacha que yacía en el suelo, ya inmóvil para siempre, muerta. Asesinada por él.

Había resultado fácil, como si ella ya supiera que se estaba desnudando por última vez, como si aceptara resignada que aquellas manos de loco apretaran su cuello hasta el final. Cuando la vida es un infierno cuesta menos morir, escapar es sólo una posibilidad ligeramente mejor. De hecho, mientras la estrangulaba, a su mente de perturbado se asomó la imagen de una fruta muy madura, dispuesta a caer del árbol al menor roce.

La número cinco en su macabra cuenta, dos más y todo habría terminado. Aquella voz lo había dejado claro, siete mujeres y podría volver a descansar por las noches, dormir. Algo tan sencillo para cualquiera y completamente imposible con ese monstruo gritando desde el interior de su torturada cabeza.

Agotado, arrastraba el cuerpo de aquella desgraciada hasta el jardín como las otras veces, casi rutinariamente. Otro agujero que abrir y cerrar, otro sacrificio humano para calmar el hambre del ser que habitaba su cerebro. Antes de empezar a cavar abrió una cerveza, sentía sed con tanto calor y aquella pobre mujer no tenía ninguna prisa por acceder a su morada definitiva. Si se tratara de una película, el director no habría dudado en poner lluvia en la escena, quizás un gran relámpago de esos tan oportunos en el cine. Pero no, la noche era espléndida, serena, muy estrellada.

Con el último trago todavía en la boca se puso manos a la obra con la tranquilidad de lo ya hecho otras veces, nada que ver con la angustia del primer enterramiento. Sabía muy bien que no había nadie más por allí, al menos nadie con vida, estaba sólo con su pala que, obediente, iba hiriendo la tierra. Sólo un grillo cercano rompía el silencio con su eterna canción. Triste réquiem para aquella infeliz prostituta, para aquel cuerpo en venta engullido ya por la madre tierra. Antes de darle abrigo definitivo le dedicó una mirada que contenía algo similar a una disculpa y, como siempre, rezó una oración por su alma. Las había matado pero no era un asesino, eran esas malditas voces.

Esta vez no le habría importado demasiado que ella hubiera escapado, era tan triste, tan frágil. Bastaría con buscar otras víctimas hasta terminar su obra. En realidad las cinco tuvieron más opciones que él, porque ¿cómo huir de uno mismo, de lo que uno es? Cuando tu enemigo se aloja día y noche en tu cabeza no hay rincones ni distancias. De sobra sabía que la única salida posible era el suicidio pero su profunda cobardía nunca le permitiría dar ese gran paso. Siempre es preferible que mueran otras personas, más fácil.

Entró dispuesto a descansar y recobrar la energía necesaria para volver a la ciudad a por otra mujer que enterrar. Sentía una profunda pereza, como quien tiene que ir al supermercado sin ningún interés especial por la compra. Apenas treinta kilómetros, unos minutos conduciendo para llegar al nauseabundo barrio donde un buen número de prostitutas le estarían esperando. Nunca elegía él, para sus planes servía cualquiera, la primera que se acercara. Jamás discriminó a nadie, ni por la edad, ni por la raza. Poco le importaba que fueran guapas o feas, siempre que se tratara de mujeres de verdad. Si algún travestido hubiera subido al coche habría muerto en vano, aquellas voces siempre hablaron de siete mujeres. Sería una verdadera lástima, trabajo perdido.

La sexta resultó ser una mulata, casi negra. Como todas, puso algún reparo a eso de dirigirse a un lugar desconocido, pero también se dejó convencer en cuanto vio un billete de los grandes. Sin duda prefieren hacerlo en un tugurio repugnante de los que abundan por la zona, quizás protegidas por su chulo. Nada de eso, nena, mejor en mi casa. Te va a encantar, ya verás.

No soportaba que las putas le hablaran durante el viaje y mucho menos que le acariciaran. Debe ser lo normal en su trabajo pero ese tipo de cosas podrían hacerle más difícil cumplir con su misión. Además se sentía de algún modo obligado con el voto de castidad que hizo en el seminario y nunca se habría perdonado pecar con ellas. La negra empezaba a desconfiar, se sentía inquieta ante aquel cliente tan raro, tan huraño. Por eso, para no levantar sospechas, aprovechó una larga recta para tocar uno de los senos que ya había abandonado el exagerado escote. Ella se tranquilizó pero él se sintió el hombre más despreciable del mundo y aceleró bruscamente empujado por el más voraz de los deseos, no de sexo sino de muerte. Tenía que matarla cuanto antes y pedir perdón al Señor por haber pecado contra el sexto mandamiento.

El viaje se hacía más largo que nunca, la vetusta ermita que le servía de guarida parecía alejarse, huir de su cita mortal. Era como si aquel lúgubre edificio corriera más que su coche, hasta que con un acelerón brutal le dio alcance. La pobre infeliz pensó que él se moría de ganas, que estaba loco por yacer con ella, qué ignorante. Se sintió desconcertada al bajar del coche y contemplar aquel nidito de amor. Ella esperaba un lujoso chalet, una hermosa casa de campo con jardín y piscina, cualquier cosa antes que un lugar consagrado, con su campanario y ese aire extraño que tienen de noche los lugares dedicados al culto. No era su primer cliente sacerdote, ni mucho menos, lo raro es que eran los más prudentes, siempre obsesionados por mantener su pequeño secreto lejos de los feligreses. No era, ni mucho menos el lugar más adecuado para su trabajo, pero mientras le pagaran bien lo demás siempre era secundario. Sin embargo, para él aquello era perfecto, retirado, en mitad de ninguna parte, un rincón ideal donde poder matar a gusto, sin vecinos. Le fue fácil conseguirlo gracias a los papeles del seminario y, además en estos tiempos no es que abunden los candidatos a ermitaño.

Ella tenía sed, como todas sus compañeras ya enterradas. Debe ser algo común a todas las prostitutas, como si formara parte del ritual. Sin duda el alcohol les ayuda a vencer la profunda repugnancia que sienten hacia sus clientes. Él siempre era generoso, güisqui del mejor y en grandes cantidades. Sería demasiado ruin ser tacaño con la última voluntad del condenado a muerte. Y, además, una mujer borracha siempre es más fácil de estrangular.

Pasaron a la sacristía porque la imagen de la virgen siempre intimida mucho para estas cosas y entre trago y trago ella empezó a desnudarse. Era atractiva para su edad, ya bastante avanzada, pero eso esta vez importaba muy poco. Una vez sin ropa, lo último que vio fue unas manos que se acercaban temblorosas. No las rechazó hasta que ya era demasiado tarde. Él apretaba su cuello como un loco obedeciendo a sus voces interiores y siguió haciéndolo incluso cuando ya era evidente que ella había muerto.

Dejó caer el cuerpo, cerró los ya inútiles ojos y se sentó en su rincón para tomar aliento, para intentar pensar un poco ahora que el silencio había regresado. Era como si la fiera que le poseía también necesitara descansar. Pasaron varios minutos, lentos como horas de espera, así, sin más, tan inmóvil como el cadáver que, en una postura imposible, apenas recordaba ya a la prostituta que había llegado allí a por su pan de cada día.

Lo que por fuera era quietud, en su mente era puro vértigo, un torbellino de ideas que iban y venían sin ningún control. Qué bien le habría venido un puñado de signos de puntuación: comas, puntos. Cualquier cosa que permitiera separar un poco las ideas, que acabara una antes de que asomara otro disparate mayor, y otro, y otro. No sólo eran pensamientos, se esforzaba por recomponer en su mente la imagen de cada una de sus víctimas, también sin éxito. Había ojos, bocas, pelo, vómitos, pero era incapaz de recordar a las mujeres individualmente. En fin, un amasijo que parecía formar una entidad mayor y que pronto sería completada con la séptima y definitiva sacrificada. Era lo único importante ya, acabar cuanto antes.

Le costó mucho más trabajo esta vez cavar la penúltima sepultura, no porque la tierra estuviera más dura, sino porque las fuerzas le estaban abandonando por momentos. Era joven y fuerte pero solo quien haya matado y enterrado seis veces en un mismo día podría saber cómo se encontraba. Exhausto y todo, no pudo reprimir una amarga sonrisa al pensar en lo variopinto que iba a quedar aquel cementerio improvisado. Al dar una palada había emergido una calavera que siglos atrás debió pertenecer a un santo varón. No le extrañó nada, era muy común que el clero se hiciera enterrar en lugares sagrados y qué mejor sitio para pasar la eternidad que el jardín de la casa de la Virgen María. Por pura maldad colocó el cráneo entre los pechos de la prostituta negra, puede que aquel hombre hubiera conseguido esquivar el pecado y las tentaciones de la carne pero se iba a pasar la segunda mitad de la eternidad besando un hermoso par de senos. Más por costumbre que por religiosidad, les rezó una oración y tapó los cuerpos con la consabida colcha de tierra y piedras.

Faltaba poco para que amaneciera cuando salió a lanzar la caña por última vez y en esta ocasión picó el anzuelo una joven rubia delgadísima y que no disimulaba lo más mínimo su condición de drogadicta. Solo cuando terminó de hurgarse en el brazo con la jeringuilla se dignó a subir al coche. Era extranjera y apenas hablaba, incluso se quedó dormida durante el viaje. Mejor, mucho mejor así, más fácil. Nunca despertó, murió allí mismo, en el coche sin hacer nada por defenderse de aquel abrazo brutal. Fue como matar a un muerto o a una muñeca de trapo, sencillo pero muy triste.

Y se hizo el silencio, por fin. Un silencio blanco, luminoso, alegre. Era mucho más que eso, era la liberación total. Una vez cumplida la misión, la bestia se fue y él se sintió de nuevo el único habitante de su ser. Volvía a ser una persona, un hombre, alguien capaz de pensar por sí mismo y sin necesidad de obedecer ya a las odiosas voces que tanto le habían torturado. Lo mejor de todo es que podría dormir, en cuanto diera sepultura a la rubia. La miró y lloró como nadie lo había hecho hasta entonces porque al quedarse solo cayó sobre él todo el peso de la culpa, su culpa, su gran culpa. Hasta ese momento todo le parecía un mal sueño, como si el autor de aquellos crímenes fuese otra persona, el protagonista de una película de la que él era mero espectador. Se miró con asco infinito las manos homicidas y aprovechó tanta rabia para cavar la última fosa. Con mimo, como temiendo hacerle algún daño, acostó aquella muñeca rota en su lecho definitivo y la arropó con tierra y lágrimas.

Por fin había terminado, pero no había descanso para él, nunca podría haberlo ya. El monstruo se había ido pero sólo ahora que volvía a pensar como un hombre, cayó en la cuenta de que la justicia no es sólo una cuestión divina. Siete mujeres, aunque sean prostitutas, son demasiadas como para que nadie las eche de menos y todas ellas habían subido a su coche. Con tantas pistas, hasta el policía más tonto sería capaz de dar con él, ni siquiera se había molestado en remover la tierra sobrante del jardín, tampoco había limpiado la sacristía. Sólo podía hacer una cosa, huir. Se merecía todo lo que le pudiera ocurrir y la idea de pasar el resto de sus días en la cárcel le parecía casi un premio, un descanso. Pero no podría soportar el escándalo, la vergüenza de aparecer en público como un asesino chiflado. Quien merecía ir a juicio ya no estaba allí, la policía debería buscar al monstruo, no a él. Pero, claro, a ellos sólo les interesan los asesinos de carne y hueso.

Sin mirar atrás arrancó el coche y se fue de allí a toda velocidad. Desconocía su destino, lo único importante era escapar, alejarse de aquel escenario de terror. Todo aquello tenía también algo de fuga interior, necesitaba dejar atrás cuanto antes los siete fantasmas. Más tarde comprobaría que eso es imposible porque el remordimiento no entiende de kilómetros ni de años, aquellas pobres mujeres estarían ya siempre con él.

Tenía que deshacerse cuanto antes del coche y alejarse lo máximo posible de allí. Contaba con el suficiente dinero para un billete de tren y subsistir varios días porque siempre había llevado una vida de lo más austera, nada de caprichos y menos ahora que tenía tantas culpas que purgar. A modo de penitencia se pensaba imponer un ayuno extremo, comería estrictamente lo necesario para sobrevivir.

Necesitaba encontrar un lugar aislado, un retiro donde reinara el silencio y la renuncia más absoluta. Casi se salió de la carretera al percatarse de que estaba definiendo exactamente la vida en una cartuja, eso era precisamente lo que necesitaba, por fin sabía el destino del tren que pensaba coger al llegar a la ciudad. El más místico de sus compañeros de seminario acabó precisamente de cartujo, seguro que le abriría las puertas de esa nueva vida que le esperaba. Cumplía todos los requisitos: dominaba el latín como el mejor, cantaba gregoriano como los mismos ángeles, estaba dispuesto a ayunar como el más asceta y, lo mejor de todo, la posibilidad de no hablar con nadie durante meses le parecía un regalo maravilloso.

Decidió condenarse a sí mismo a cadena perpetua, dedicar el resto de sus días a pedirle perdón a Dios por sus abominables pecados. Era lo mínimo que podía hacer, eso y rogar que nunca más volvieran aquellas voces asesinas. Había recuperado su fe, demasiado tarde para aquellas pobres mujeres, pero quizás a tiempo de salvar todavía su alma. Y por fin, puso nombre a la bestia que le había poseído, sin duda era el mismísimo demonio, Satanás.

Faltaban casi seis horas para que saliera su tren, más que suficiente para abandonar el coche lejos de la estación y comer algo. Nunca antes se imaginó que acabaría convertido en un prófugo de la Justicia, debía tener cuidado. Una cosa es aceptar la Justicia divina y otra soportar la cárcel, el escarnio público. Aparcó en un barrio de la periferia, una zona residencial más bien lujosa. No sería el primer lugar donde la policía le buscaría y necesitaba tiempo, el suficiente para subir al tren y dejar todo aquello atrás para siempre.

Caminó más de media hora a pesar de sentirse agotado, por seguridad, para alejarse del montón de pistas que había dejado en el coche. Como desconocía aquella zona pasó justo por delante de una comisaría de policía y aceleró un poco sin querer pero sin llamar la atención de los agentes que conversaban en la puerta. De momento no tenían nada contra él, sólo era un transeúnte más. Desde luego que no parecía un delincuente y mucho menos un asesino. Tranquilizado, pasó a un pequeño bar a comer algo, lo necesitaba. Se sentó frente al televisor como quien deja caer un enorme peso y pidió un bocadillo y un vaso de vino. Por supuesto que bendijo la mesa, rezando para que aquello no fuese su última comida en libertad. Pan y vino, el cuerpo y la sangre de Cristo. Era casi sacerdote, salió del seminario poco antes de cantar misa, por eso se sintió con derecho a consagrar en voz baja aquellos alimentos. Su alma estaba todavía más necesitada que su cuerpo.

Por primera vez en mucho tiempo tenía interés por las noticias de la televisión: política, economía, terrorismo, guerras, en fin, lo de siempre. Nada todavía de siete mujeres asesinadas. Con la afición al morbo que hay hoy en día, una nueva casa del terror es algo que llenará páginas y más páginas de periódicos. Durante varios días los noticiarios de la televisión abrirán con los siete cadáveres de la ermita, por no hablar de esos otros programas especializados en la carroña humana. Así hasta que otra desgracia mayor le quite el primer puesto y toda esta locura de muerte y sacrilegio vaya olvidándose poco a poco. Eso pensaba el cura asesino mientras devoraba su pobre bocadillo, saboreándolo como si se tratara de su última cena, entre sorbo y sorbo de aquel pésimo vino. En la barra un maloliente borracho pugnaba por mantenerse en pie dando un lamentable espectáculo, nada que ver con el hombre discreto que en silencio comía.

Con la energía parcialmente recuperada salió de allí dispuesto a coger el tren que le llevaría a su nueva vida. Antes, se despidió del camarero como quién se despide del mundo entero justo cuando el borracho aquel vomitó sobre la barra. ¡Qué asco de humanidad! En algo falló Dios si pretendía crearnos a su imagen y semejanza.

Con su vocación más que confirmada, andaba casi ilusionado hacía la estación del tren, rezando en voz alta para no pensar en otra cosa que en el Altísimo. Le interrumpieron las risas de unos chiquillos que se burlaban de él porque al oírle hablar sólo le tomaron por loco, cosas de niños. Debía tener cuidado para no llamar la atención, así que continúo rezando, pero sólo mentalmente hasta llegar a la estación.

Llegó apenas unos minutos antes de que saliera el tren y cuando le vio aparecer por el extremo del andén sintió que aquel chirriante montón de hierro tenía algo de sobrenatural, de rescate divino. Subió con ansia y mala educación, hasta empujando a una anciana que casi perdió el equilibrio pero apenas escuchó las quejas del coro de viajeros indignados, solo tenía oídos para el Todopoderoso. En cuanto encontró su asiento sacó la Biblia que siempre llevaba a mano dispuesto a devorarla una vez más en busca de respuesta para las miles de preguntas que no sabía formular.

Se entretuvo un rato estudiando las caras de sus compañeros de viaje, pobres ignorantes que todavía no saben que las brújulas y los letreros sólo sirven para perderse de otra manera, más aceptable pero también más aburrida. Gente simple que piensa que va a visitar a su anciana madre o a una reunión de trabajo cuando en realidad van a visitar a su anciana madre o a una reunión de trabajo. Él mismo dudaba de haber cogido el tren correcto, a veces pasa y siempre es un desastre, uno nunca piensa que lo inesperado pueda suponer una oportunidad de escapar. Para eso sacamos el billete con destino prefijado, para hacernos la ilusión de que sabemos a dónde vamos. Demasiado fácil la analogía, la metáfora de nuestra propia vida como tren que nos lleva a la última estación que es el morir.

Tan embelesado estaba con estas absurdas reflexiones que se sobresaltó al ver entrar al vagón a un señor uniformado. Afortunadamente no andaba buscando asesinos de prostitutas, su triste misión consistía en comprobar que todos los viajeros llevaran el billete correspondiente. Todo en orden, ningún problema, cada uno de nosotros podía seguir viajando hacia su destino. Siguiendo con la metáfora anterior, se preguntó qué clase de billete nos concedía Dios al otorgarnos el don de esta vida.

Mientras en su Biblia Jesús expulsaba a los mercaderes del templo, alzó la vista y lo que vio le llenó de indignación. Al fondo del vagón, en los últimos asientos dos individuos acababan de darse un beso en la boca, algo fuera de lugar aunque se tratara de un varón y una hembra, y totalmente inaceptable entre esos dos hombres. ¿Hasta dónde llegará la degeneración humana? Menos mal que pensaba retirarse definitivamente de este maldito mundo.

Primera estación y no de ningún vía crucis, era un apeadero de mala muerte donde subieron varios niños odiosos de esos siempre dispuestos a reventar los tímpanos de sus compañeros de viaje con sus berridos inhumanos. Un motivo más para desear empezar cuanto antes su retirada vida en la cartuja, el bendito silencio. Era como si Dios se tomara la molestia de mostrarle todos los horrores del mundo exterior para reafirmar su vocación, su desmedido deseo de abandonar para siempre la pecadora vida de los no llamados por el Señor para servirle.

Uno de los dos pervertidos del fondo había bajado del tren y el otro parecía mirarle fijamente aunque sin ningún interés. No se vislumbraba en él ni un ápice de vergüenza ni de arrepentimiento, como si fuese algo aceptable atentar de esa manera tan repugnante contra la Ley de Dios. Para alejar de su mente los asquerosos actos que imaginaba propios de la homosexualidad decidió sumergirse de nuevo en la lectura de la Biblia, no sin antes santiguarse lo que provocó una inexplicable carcajada de aquellos diabólicos niños que seguían empeñados en gritar como los cerdos en día de matanza.

Tras más de cuatro horas de tortura por fin iba a llegar a su estación. No recordaba haber tenido nunca un viaje tan atroz pero se consoló pensando que de esa manera ya había empezado a purgar los gravísimos pecados que había cometido. Hasta aceptó con resignación el inconfundible hedor con que alguien tuvo a bien despedirle, un pedo. Y de los traidores, de los que no se escuchan pero apestan. No sospechó tanto de los malditos niños como del señor de mediana edad y enorme barriga que, sentado a su lado no había parado de comer todo tipo de porquerías durante el viaje. El infierno de Dante parecía una broma comparado con todo aquello.

Aliviado bajó del tren de un brinco en cuanto se abrieron las puertas y se alejó de allí apresuradamente como temiendo que aquellos monstruos le persiguieran por la estación. No fue así, casi todos siguieron viaje y él no pudo evitar un íntimo deseo de que aquel tren infernal descarrilara y cayera al más hondo de los barrancos. Ya tendría tiempo para controlar sus ataques de ira cuando llevara años de vida retirada y espiritual.

No podía presentarse en ese estado en la cartuja, necesitaba descargar de algún modo el peso de la culpa, pedir perdón y sentirse un poco purificado. Conocía muy bien el método a seguir para conseguirlo, la confesión. Y, aunque confiaba plenamente en que su colega le guardara el secreto, se sintió muy nervioso ante la idea de compartir su gran carga con un desconocido. Uno no llega al confesionario y dice tranquilamente: “Ave María Purísima, he matado a siete mujeres”. De todas formas decidió dar un paseo por la ciudad, totalmente desconocida para él, buscando alguna pequeña iglesia donde rezar y, si acumulaba el valor necesario, acercarse al confesionario.

No le costó mucho dar con una pequeña capilla pero estaba cerrada, no había misa esa tarde. Mejor, así podría dar un paseo, aclarar ideas y despedirse del mundo. En el pórtico, un cartel informaba de las parroquias más cercanas y sin pensarlo se decidió por la de la Virgen de los Dolores, a unos doscientos metros de allí.

Aunque había puesto muchos kilómetros de por medio no se sentía nada seguro, sus fantasmas interiores le seguían implacables a cada paso. Se creía vigilado, le pareció que todos le miraban mal, como sospechando algo terrible. Hasta escuchó claramente la palabra asesino, provenía de un pequeño grupo de muchachas que charlaban amigablemente sobre una película que acababan de ver. ¿Dónde si no residen los asesinos? Desde luego no van por la calle buscando un templo abierto, buscando confesión, perdón.

Tenía hambre pero decidió empezar ya su penitencia, su ayuno extremo. Eso le hizo sentir una extraña satisfacción como si el hecho de privar a la carne de lo más básico supusiera un alivio para su atormentada alma. Un alimento mucho más necesario para él que el más delicioso festín. En verdad no solo de pan vive el hombre.

Era tarde ya, empezaba a anochecer y no era cuestión de presentarse en la cartuja a esas horas, mejor buscar un humilde hostal donde pasar la noche. Tampoco se sentía capaz de confesarse, ya tendría tiempo los próximos años para pedirle perdón a Dios una y otra vez, no pensaba hacer otra cosa hasta el gozoso día su muerte.

Estaba completamente perdido, llevaba caminando distraído un buen rato sin reparar en que poco a poco había ido a parar a un barrio de las afueras de aquella pequeña ciudad. De repente se vio envuelto en un ambiente que por desgracia le resultaba familiar, el diablo había guiado sus pasos hacia la zona más degradada de la localidad. Lo supo en cuanto se le acercaron varias prostitutas que con una desvergüenza total le ofrecieron sus servicios. Una de ellas era mulata, casi negra. Otra, extranjera y muy joven, dejó en el suelo la jeringuilla para sacarse un seno de la asquerosa camiseta.

Los muertos, que se sepa, no viajan en tren. Por tanto estaba claro que aquellas infelices no eran sus víctimas, lo que pasa es que la miseria y la ruina moral tienen la misma cara en todas las ciudades. Nada que ver con la romántica imagen de María Magdalena que todos tenemos.

Intentó huir de allí pero un par matones le cortaron el paso con las peores intenciones. Apenas se tenían de pie, sin duda por efecto de alguna droga, pero aún así las convincentes navajas que esgrimían bastaron para que nuestro cura asesino les diese todo el dinero que llevaba encima. Les debió parecer poco porque se despidieron de él con un puñetazo que enseguida provocó una pequeña hemorragia en la nariz.

Ensangrentado, perdido, hambriento y sobre todo fatigado hasta la extenuación, no parecía tener ningún motivo ya para seguir luchando y, sin embargo fue capaz de aceptar su triste situación sin venirse abajo del todo. Comprendía perfectamente que todo lo que le estaba ocurriendo se lo tenía merecido, pensó que era la manera en que Dios empezaba a hacerle pagar por sus horribles crímenes. Con su fe reforzada, se sintió casi satisfecho de volver a ser humano, de haber recuperado el sentido de la justicia, de reconocer su culpa y estar dispuesto a cumplir con la penitencia que Dios le destinara. Cualquier cosa es mejor que tener el diablo dentro de la cabeza obligándote a cometer atrocidades.

Con las poquísimas fuerzas que le quedaban, casi arrastrándose, consiguió llegar a un pequeño parque y se derrumbó sobre un banco de madera. No estaba en condiciones de ir a la policía a denunciar a sus atracadores, ni podía presentarse en ningún sitio donde le pidieran explicaciones. Se durmió, ni siquiera llegó a oír las ligeras protestas de algún mendigo que como él se disponía a pasar la noche al raso.

Le despertó el sol, ya bastante alto, y las alegres voces de unos colegiales camino de la escuela. Tardó un buen rato en comprender qué hacía allí, en aquel estado tan deplorable. A esas horas seguro que ya le habían visto un buen número de vecinos y nadie había hecho lo más mínimo por ayudarle, ¡Qué asco de humanidad! En realidad eso no tenía nada de particular, todo el mundo le habría tomado por un indigente más. Curioso que la mejor forma de esconderse para un criminal sea dormir a la vista de todo el mundo.

Una gran mancha roja en su arrugada camisa le recordó el encuentro con aquel par de forajidos que le habían dejado sin un céntimo. Lo raro es que no sentía ningún dolor, desde luego que el sueño había resultado reparador y se creía listo para acercarse a la cartuja en busca de una vida nueva, lejos por fin del infernal mundo exterior. Antes debía arreglarse un poco, seguro que cuando bajaron a Jesús de la cruz no tenía tan mal aspecto.

Se lavó la cara allí mismo en una fuente del parque que parecía puesta por la divina providencia. El agua fría terminó de resucitarle, necesitaba sentirse limpio, aunque para purificar su alma precisaba algo más que ese pobre bautizo. Bebió como si llevara cuarenta años vagando por el desierto, eso y algún mendrugo de pan iba a ser su dieta a partir de entonces. No sólo porque estaba resuelto a ayunar, también porque no contaba con nada de dinero. Su maltratado estómago sugirió la idea de mendigar, acercarse a una panadería y pedir por caridad una pizca de pan. Pero no, mejor dirigirse cuanto antes a la cartuja en busca de refugio.

Habían pasado ya muchas horas, demasiadas para que aquellos siete cadáveres de la remota ermita siguieran descansando en paz, pronto se asomarían a cada casa desde la televisión clamando justicia. Tarde o temprano la policía se haría con alguna foto del cura sospechoso y la búsqueda sería ya general. Lo que llaman colaboración ciudadana y no es más que un montón de sabuesos en busca de notoriedad, qué daño hacen ciertos programas de televisión. Por suerte la cartuja tiene las puertas bien cerradas a toda esa basura.

Y hacia allí se dirigió sin saber qué camino coger, al menos sabía por dónde no debía pasar, por aquel suburbio infecto de la noche anterior. Con la luz de la mañana todo parecía más hermoso, más humano. No le costó encontrar quien le indicara el mejor camino, buena gente dispuesta a ayudar a cualquier desconocido, y que precisamente por eso, por ser buena gente no dudaría lo más mínimo en denunciarle si supieran la verdad, la terrible verdad.

Varios kilómetros le separaban de su destino definitivo, no le vendría mal caminar cual peregrino ensayando las palabras que le abrirían las puertas de su anhelado encierro. No sería fácil, muchos son los llamados y pocos los elegidos para servir al Señor en una cartuja, no podía permitirse el más mínimo error. Sabía muy bien que aquello no se trataba de ningún hotel.

Ojalá siguiera allí su compañero de seminario, podría interceder por él. Hicieron muy buena amistad en aquellos maravillosos tiempos de paz espiritual y seguro que no había olvidado todo aquello. De todas formas debía prepararse bien para ser admitido tras un probable periodo de prueba. La mañana era espléndida, de esas en que el sol lo inunda todo, generoso, radiante. Se sintió reconfortado con la sensación de soledad que siempre se produce cuando uno abandona una ciudad, por pequeña que sea, para adentrarse en el honesto campo aunque lo haga por el arcén de una carretera secundaria. Sin más compañía que algunas lagartijas que le iban abriendo paso, su caminar se volvía más resuelto a cada paso, más seguro. Lástima que el enorme peso de su gran culpa supusiera una carga tan grande para su dolorida espalda, y además, el hambre, ese arañazo constante que sentía en sus entrañas.

Notó que su corazón se aceleraba cuando llegó al cartel que anunciaba la cercanía de su destino, sólo tres kilómetros más y todo sería diferente. Para celebrarlo y también para tranquilizarse un poco, se acercó a un hortelano que, azada en mano, porfiaba por arrancar lo que parecían lechugas. Resultó ser un buen samaritano que compartió gustoso su botijo con el desarrapado caminante a cambio de un poco de conversación. Lástima que el cura asesino ya hubiera puesto en marcha su voto de silencio y se alejara de allí sin agradecer aquella agua tan reparadora. En realidad su gratitud era inmensa pero sólo de sentimiento, no de palabra. Inútil, como todo lo que nos llevamos a la tumba y que deberíamos haber dicho.

Lo primero que vio fue la torre, como es lógico. No era muy alta ni extraordinaria, aquello no era ninguna catedral, se trataba de algo mucho más importante. Se descalzó casi por instinto, un sacrificio y una forma más pura de andar los últimos metros de su fuga definitiva.

Entró a la única capilla abierta al público con la intención de rezar, tomar aliento y pedirle al Altísimo en persona que le permitiera entrar en la orden y ser digno de llevar la sagrada vida de los cartujos. Afortunadamente en ese momento salía ya un grupo de turistas aburridos, con ganas de encender sus cigarros y continuar su viaje. Se alegró de no ser como ellos y de estar allí por otros motivos. Recordó el pasaje de Jesús y los mercaderes del templo cuando vio aquella gente abalanzarse sobre las estampas, los rosarios, los crucifijos.

Pero no estaba en condiciones de juzgar a nadie, ni mucho menos. Sin duda él era el mayor pecador de todos, quién merecía ser el blanco de la ira del Todopoderoso. Por eso se le escapó una lágrima justo en el momento de arrodillarse frente al altar, a los pies de un Cristo crucificado de tamaño natural.

Se sintió desfallecer una vez más: el hambre, el cansancio, tantas emociones. No se había dormido pero tampoco estaba despierto, se encontraba en un estado inexplicable, cuando se percató de la extraña luz que inundaba todo aquello. No era una luz, pero... ¿cómo definirlo? Una presencia que llenaba todo, incluyendo su cuerpo, su mente, su alma. Y entonces oyó aquella voz, no era un sonido, pero ¿cómo explicarlo? Un mensaje puro que le llegaba de todas partes y de ninguna a la vez. No estaba sólo en su cabeza como cuando el diablo le ordenaba matar, era más bien como escuchar con el corazón, era como…

- PERO QUÉ PESADOS QUE SOIS, DEBERÍA HABERME LIMITADO A CREAR LAS PLANTAS Y LAS MARIPOSAS.
- Dios mío, apiádate de este pobre pecador, soy el más despreciable de los hombres.
- NO TANTO. YO, QUE SÉ TODO CUANTO OCURRE EN EL MUNDO, TE PUEDO ASEGURAR QUE NO ERES MÁS QUE UN SIMPLE AFICIONADO.
- Pero son siete asesinatos, siete pobres mujeres que ahora estarán en el infierno por mi culpa.
- ¿INFIERNO? NO ME HAGAS REIR. NI SIQUIERA EL DIABLO OS AGUANTARÍA A LOS HUMANOS. SOIS INSUFRIBLES.
- ¿Entonces, mi Dios, todos nos salvamos, hagamos lo que hagamos en esta vida?
- ¿EN ESTA VIDA? ¿ACASO CREES QUE TENÉIS MÁS? VIENDO LO QUE HACEIS CON UNA EN ESTE MUNDO, NO QUIERO NI PENSAR QUÉ SERÍAIS CAPACES DE DESTROZAR EN OTRAS VIDAS.
- Pero, mi Señor, entonces ¿Qué ocurre cuando morimos?
- Y QUÉ QUIERES QUE PASE. PUES ESO, QUE ESTÁIS MUERTOS.
- ¿Y el juicio final?
- DEBERÍAS PREOCUPARTE MÁS POR LA JUSTICIA DE LOS HOMBRES. ¿NO ESCUCHAS LAS SIRENAS? LA POLICÍA YA HA RODEADO LA CARTUJA.
- Pero… ¿Cómo es posible?
- YA VES, NI SIQUIERA YO PUEDO RESISTIRME A ESO DE LA COLABORACIÓN CIUDADANA.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84493
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Voces (Relato negro)

Mensaje por lucia »

Empezaste muy bien, pero en el momento en que terminas apresuradamente con la séptima, la tensión decae un poco y el paranoico cura asesino se vuelve un poco insufrible, con lo que nos encanta ese final :twisted:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Avatar de Usuario
cmarques
Mensajes: 12
Registrado: 30 Oct 2019 12:32
Contactar:

Re: Voces (Relato negro)

Mensaje por cmarques »

Me gusta como mantienes la tensión y como vas hilvanando el relato. Sí que me parece que el final es un poco apresurado pero tiene su gracia. :)
1
Responder