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Por cierto, tengo que aprender bien como se puntúan los diálogos (con el guion), mientras tanto lo tengo rollo periodístico (""). Espero que no moleste
Capítulo I
“¡Coronel Patrick! ¡Coronel Patrick!”, grité. Tal era la urgencia que salí al balcón para ahorrar tiempo. Si me conocieras, sabrías que eso no es propio de mí. En pocos segundos el sol se hizo notar. Primero causó escozor en mis ojos, y después, calentó mi piel hasta que empecé a sudar. Desde la ventana de arriba El Coronel asomó la cabeza. “¡Coronel! ¡De Grou ha robado el tesoro! ¿Qué hacemos?”, le pregunté. El coronel sonrió, y un poco de baba se le cayó de entre los labios. Luego, su cabeza desapareció dentro de casa.
“¡Coronel!”, grité, esta vez con rabia. Odio cuando el coronel actúa como si no existiera. El sol ya me atacaba con agudez así que volví a entrar en casa. Dentro, oscuridad y frescura, el agravio del sol desapareció, y podría haber respirado tranquilo, como aquel que respira en su zona segura, de no ser porque mi tesoro había desaparecido. El suelo estaba pegajoso y mis pies se resistían a cada paso. Deje atrás el salón y llegué a las escaleras. “¡Coronel Patrick!”, volví a gritar, como si el cabrón fuera a responderme.
Subí por las escaleras a cuatro patas y crucé el pasillo hasta su habitación. Era una habitación rectangular, cuatro paredes grises y mucho espacio. Un sofá ocupaba el fondo, y sobre él estaba el coronel. Cerré mi puño con fuerza y grité: “¡Muévete coronel Patrick! Debemos recuperar el tesoro”. El coronel tenía una lata de cerveza en la mano, apuró el último trago y la tiró al suelo. Un montón de latas se había formado justo bajo el sofá. Una ventana iluminaba justo la figura del coronel tumbado en el sofá. La luz hacía un reflejo en su barriga, que sobresalía de la camiseta, y en su negro y poblado bigote. Se giró en el sofá, dándome la espalda, como si el robo del tesoro no le importara en absoluto.
“Siempre me haces lo mismo”, refunfuñó, “me dices que tenemos que salir pero luego, en el último momento, decides que no es tan necesario”. En parte tenía razón, pero no era el caso. “Esta vez es diferente”, le dije, “¡muévete burro!”. Agarré una lata vacía del suelo y se la lancé con fuerza. La lata golpeó en el culo del coronel y rebotó hasta la pared contigua.
Pero no hubo respuesta por parte del coronel. Era como si todas las esperanzas que pudiera tener en mí hubieran desaparecido después de tantos amagos, falsas alarmas y ansias injustificadas.
"Has visto que he salido al balcón, ¿no te parece una prueba suficiente de que voy en serio?", le dije. El coronel, sin siquiera girarse, sacó un brazo del sofá y agarró una lata del suelo. La abrió sin mirarla, y la metió en el escaso hueco que había entre la espaldera del sofá y su pecho. "¿Sabes cuánto tiempo llevas así? Cerveza tras cerveza, sin hacer nada más que beber y mear en ese asqueroso sofá", le recriminé, "yo al menos quiero hacer algo, moverme."
El coronel se giró hacia mí. Tenía la cara roja de rabia, como cuando alguien escucha justo lo que no quiere escuchar. "¿Has estado espiándome, mocoso?", me dijo. "Vivimos en la misma casa, y no te he visto en días. Has estado aquí encerrado emborrachándote como siempre", le contesté. "¡Deja de espiarme!", me gritó mientras aplastaba la lata entre sus manos. La cerveza se derramó en el montón de latas vacías que estaba en el suelo. "Me espías, me faltas el respeto, y ahora quieres que vayamos a peregrinar en busca de un estúpido tesoro". Cuando dijo eso fui yo el que se puso rojo de rabia. Mi tesoro no era estúpido, era lo más importante que tenía entonces, y lo más importante que he tenido nunca. También era importante para mi madre.
"¡Eres un gordo estúpido! Si no quieres ayudarme se lo pediré a mi madre, ¡voy a recuperar mi tesoro!", le grité. Para ser sincero, tengo que decirte que entonces estaba llorando. No llorando como el que tiene mucho dolor, pero sí que se me cayeron un par de lágrimas.
Para mi sorpresa, el coronel se levantó cuando dije eso. Le costó un poco, agitó sus brazos como un pato para acomodar la cadera y tocar el suelo con los pies; luego, sí, se levantó. Puso los dos puños en la cara y abrió los codos para estirarse. "No llames a tu madre, Timi". Al parecer, el coronel tenía tanto miedo de mi madre que hasta estaba dispuesto a levantarse para no molestarla. Mi madre no solía estar mucho en casa, y cuando estaba no hablábamos mucho. A veces, cuando le preguntaba algo, ella intentaba contestarme con una voz muy gastada, casi inaudible, como si siempre estuviera a punto de dormirse. Ella trabajaba mucho. Recuerdo que un día, con voz triste, me dijo que pronto sería el hombre de la casa, y tenía razón. Yo, con catorce años, era más hombre que el coronel. Tal vez no en cuerpo y en fuerza, ni en valentía ni en inteligencia, pero en algo sí. En aquel entonces todavía no sabía en qué, pero en algo sí. Lo sabía.
Cuando vi que el coronel Patrick se movía corrí hasta mi habitación. Escogí mi ropa al detalle. Unos pantalones militares con bolsillos de cremallera, por su utilidad; una camiseta blanca, porque el blanco expulsa el calor; y una sudadera con gorra atada a mi cintura, por si llovía o hacía frío.
"¿Qué diría tu madre de esto?". El Coronel entró en la habitación. "Siempre me ha dicho que no me acerque a De Grou", le dije, y puso una expresión que seguro habrás visto en las caras de otros mayores. "¡Pero también dice que no pierda nunca mi tesoro!", le dije para ver si arreglaba esa cara. El coronel era un hombre feo, y ahora mismo no me acuerdo si conservó esa estúpida cara o si, por el contrario, estaba conmigo al cien por cien. De todas formas no importaba demasiado. El coronel se levantaba pocas veces, pero cuando se levantaba, no lo hacía para volver a tumbarse.
"En marcha", ordenó el coronel. Yo lo seguí hasta la sala, caminando sobre el suelo pegajoso. Entonces el coronel abrió la puerta y la luz entró y me cegó. "En marcha", volvió a decir el coronel. Yo levanté un pie del suelo y la suela de mi bota hizo un chasquido al despegarse. Adelanté el pie y la bota se volvió a pegar en el suelo. Miré al coronel Patrick. Solo podía ver su figura, una sombra en mitad de la luz que no me dejaba ver nada más. Di otro paso. Despegar el pie, para volverlo a pegar. "En marcha", repitió el el coronel. Y yo no di otro paso.
"¡Venga ya! ¡Lo has vuelto a hacer!", me gritó el coronel, "¿para eso me has hecho levantarme?". "¡Me falta el cuchillo, burro!", le grite. Le llamé burro para hacerle daño porque quería que se sintiera como yo. Fui corriendo a mi habitación a por el cuchillo. Abrí el segundo cajón de la mesilla -que es donde siempre guardo mis armas- y vi que el cuchillo no estaba. "¡No puede ser!", grité lo suficientemente alto como para que Patrick me oyera. Revolví los armarios, deshice la cama y me tire de los pelos hasta casi arrancarlos. No podía salir sin la navaja.
Cuando Patrick entró en la habitación me puse a llorar desconsoladamente. Quería que él viera que estaba realmente afectado por perder la navaja; y porque sin navaja no podía salir.
"¿Qué más da la navaja? Nunca te he visto utilizarla. Lo que tienes que hacer es salir y olvidarte de la navaja porque no la necesitas", me echó en cara el coronel. Yo lloré más fuerte, pero él apoyó las manos sobre su barriga como si fuera a esperar pacientemente a que terminara con mi llanto. Es curioso cómo la paciencia da poder a los adultos. "¿Pero cómo voy a enfrentarme a De Grou, coronel? Él es más fuerte y más astuto que yo, si no le pillo por sorpresa con la navaja no tendré nada que hacer. Es mejor que me quede en casa", me rendí. Salté sobre la cama y me hice una bola con el edredón. "¿Quieres una navaja?", me preguntó el coronel mientras me daba patadas en las piernas. Yo no contesté. No sabía qué contestar. Dentro de mí quería la navaja. Si conseguía una navaja podría enfrentarme a De Grou y recuperar mi tesoro. Tenía claro que eso sí lo quería. Pero si conseguía la navaja luego tendría que salir de casa y buscar a De Grou por toda la ciudad; y eso, no estaba seguro de si lo quería. Estaba confuso. Sentía decepción por no coger la navaja y recuperar mi tesoro, y a la vez sentía miedo por coger la navaja y tener que salir por la puerta. Y lo que más me confundía era que todavía no había hecho ninguna de las dos cosas. "Hasta cuando piensas esperar", preguntó el coronel, y pensé que tal vez, si cerraba los ojos el tiempo suficiente, no tendría que elegir ni lo uno ni lo otro.
"¡Se acaba el tiempo!", gritó el coronel, y me arrebató el edredón de un tirón. "Tienes que decidir, porque si no decides estás renunciando directamente a recuperar tu tesoro", me dijo, y yo intenté rodearme con mis propios brazos para equilibrar la pérdida del edredón. "Me recuerdas a mí", me dijo. Y entonces me vi como el, tirado en el sofa con su barriga blanda y su bigote sucio de alcohol, y me dije: ¡NO!
"¡Dónde está el cuchillo coronel Patrick!", grité, y me levanté de un salto. Saqué mi pecho, eché atrás mis hombros como el coronel me había enseñado, y me quedé tieso frente a él. Le miré a los ojos y me di cuenta de que ya casi le había alcanzado en altura. Él me devolvió la mirada. Estaba serio, como si no se emocionara por lo que acababa de hacer. Yo, en cambio, estaba temblando por la intensidad de mi pose. "¡En marcha!", dijo el coronel con una voz muy profunda. Esa vez, cuando le seguí a través de la sala, mis botas pisaban el suelo con tanta determinación que no se quedaban pegadas en la suciedad. La puerta seguía abierta. Coronel salió primero, y yo, detrás de él, me detuve justo dónde el sol rozaba mi frente. "¿Y el cuchillo?", le pregunté. "Aquí lo tengo, tendrás que salir para cogerlo", me respondió tocándose el bolsillo izquierdo de sus pantalones. Vi una sonrisa entre sus labios. "¡No te rías, bastardo!", le dije. No podía echarme atrás. El sol ya tocaba mi frente, y di un paso adelante para que tocara todo mi cuerpo. 'Puedo hacerlo', me dije, pero miré atrás, a su vez. La puerta de mi habitación estaba abierta. Hubiera podido correr, coger el edredón y volver a esconderme en la cálida oscuridad. Pero allí delante estaba el coronel, con su sonrisa bastarda que me quemaba más que el propio sol. Apreté los puños lo más fuerte que pude, cerré los ojos, y salté. Salté hacia adelante y eché mi brazo atrás cogiendo impulso, para seguidamente lanzar el puño cerrado en dirección al coronel Patrick. En la primera parte del recorrido, cuando mi mano aun estaba detrás de mí, hice mucha fuerza, y mi brazo cogió mucha velocidad, pero a medida que avanzaba y me acercaba al coronel, el golpe iba perdiendo fuerza hasta que finalmente, mis nudillos pasaron frente al coronel casi a cámara lenta, sin siquiera rozar su nariz. Entonces me puso la zancadilla y caí de morros contra el suelo. El se rió, y yo me levanté tan dolorido, que apenas me di cuenta de que ya estaba en la calle, y solo me faltaba encontrar a De Grou.
