Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: kassiopea, Megan

Responder
Carlos A.V.
Mensajes: 5
Registrado: 17 Sep 2020 01:49

Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Mensaje por Carlos A.V. »

Copia Roj Friberg (9).jpg
URNALES (fragmento)


Los pequeños animales del primer piso quedaban a medio camino entre un bonsái y una cabeza reducida: respiraban y envejecían, pero nada los despertaba.
El Museo no estaba abierto al público. Nadie recordaba la última vez que había abierto. Era un palacete de a principios del siglo pasado. Las salas, las habitaciones, incluso la cocina, habían sido convertidas en salones de exposición. Febe se perdía por momentos en la ciudad de urnas, una megalópolis que crecía hacia adentro, multiplicada por los espejos y el bálsamo extraño de todas las casas que pasan demasiado tiempo cerradas. Lo que había sido un baño de invitados pronto había empezado a llenarse de acuarios y de instrumentos inservibles. El moho saltaba de un objeto a otro como un continente fantasma y carnívoro. Febe raspó con la yema de los dedos la herrumbre colorada y el abuelo la regañó. Cada cosa debe sucumbir justo en el momento en el que debe sucumbir, dijo sofocado y se llevó a la boca su inhalador.
El trabajo de Andrea y de Febe durante la ausencia del abuelo iba a ser cuidar las urnas. Febe no había entrado antes al Museo. El abuelo no la había dejado, creía que podía asustarse y que no estaba lista para entender los procedimientos mediante los cuales el feto era extraído del vientre y reacomodado en las urnas. A grandes rasgos se podía decir que el Museo preservaba la vida fuera del vientre como si siguiera en el vientre (sin vista, oído, gusto, olfato o tacto). Una vez operada y puesta en una urna, la criatura podía existir en paz consigo misma y con Dios, libre de tormentos. Ninguna criatura reducida había muerto y se sospechaba que en condiciones idóneas podían vivir para siempre, como algunas anémonas de mar.
Febe se detuvo en un armadillo del tamaño de una rata. Sus escasos pelos tenían el grosor de pelos corrientes. Las patas estaban atrofiadas a causa de nunca haber sido usadas y las garras crecían afiladas e inútiles en la carne. Debían ser cortadas cada cierto tiempo. Eso no lo tienes que hacer tú, aclaró el abuelo justo antes de usar su inhalador para el asma. Solo tienes que alimentarlo con una jeringuilla ordinaria y limpiar la urna. Febe miró a su hermana Andrea, parecía escuchar con tedio las instrucciones, como si las hubiera escuchado ya miles de veces.
El orden de un museo (como el de una biblioteca) en cierto modo es el mapa de una concepción del mundo: un museo reproduce en sus vitrinas divisiones de saberes, la geología, la astronomía, la botánica. Las categorías son siempre provisionales y utilitarias, por eso las autoridades del Museo las desechan y ponen cada urna en el lugar que encuentren libre. Cuando lo oía hablar así, a Febe le parecía que su abuelo era un demiurgo, con su barba blanca y sedosa. ¿Vas a mostrarme la otra parte?, le preguntó y el abuelo soltó un suspiro y miró a Andrea, como buscando una aprobación. Andrea afirmó con la cabeza. Su hermana menor estaba lista.
Subieron las colosales escaleras de caracol. La luz no parecía viajar en línea recta, sino curvarse en una espiral de aire y desaparecer en un vórtice negro en el techo, en una pequeña cúpula a la que habían clausurado sus lucernarios. Los largos ropajes del abuelo a veces tocaban los peldaños como navegantes que extendían sus brazos para tocar el agua. El abuelo sacó de su bolsillo una llave fina pero pesada y abrió la primera puerta. El vitral del fondo teñía de rojo, azul y amarillo la transparencia sepulcral de las urnas humanas.
El hombre más viejo, de doscientos años, era anterior a la construcción del palacete. Tenía el tamaño de un feto. Su piel se había arrugado y se había llenado de manchas. Febe se fijó en sus diminutos dientes y en los pelos que le crecían en las orejas. El anciano respiraba. Las costillas se agrandaban y contraían de un modo casi imperceptible. En sus doscientos años de vida aquel hombre diminuto jamás había sido perturbado por el mundo, por tanto, todo lo que había en él, en su misterioso e infinito pensamiento, había sido entregado por Dios. El abuelo dio una larga bocanada a su inhalador y dijo unas palabras sagradas. El paraíso no está en el paraíso, sino en los hombres. Y el infierno no está en el infierno, sino en el mundo. Nuestros sentidos son una puerta al infiero, y nosotros, Febe, cuidamos a la humanidad desde el infierno.

Andrea y Febe habían sido criadas por el abuelo y vivían en una casa más o menos cómoda construida en los terrenos aledaños al Museo. Lo que en otro tiempo habían sido jardines veraniegos ahora era un patio interminable que rodeaba al palacete. Varios empleados vivían allí, en su mayoría ancianos barbudos parecidos al abuelo. Las autoridades del Museo, se suponía, vivían en los cuartos del tercer piso, pero nadie había entrado nunca a sus aposentos. Recibían todos un sueldo modesto, pero el Museo proveía a menudo los alimentos más esenciales y se ocupaba de los gastos de agua, gas y electricidad.
Ningún empleado podía ausentarse, y si se ausentaba debía dejar a alguien confiable como remplazo. El Museo requería un esfuerzo descomunal, y las autoridades siempre hacían acrobacias con los presupuestos para que el mantenimiento indispensable siguiera haciéndose. Por supuesto, el mantenimiento indispensable era, además de indispensable, invisible: a Andrea y a Febe le parecía que la pintura seguía despellejándose, que la humedad seguía creciendo por las paredes y que las grietas seguían abriéndose paso como las ramas de un abstracto árbol de aire. El abuelo aseguraba que el dinero se iba en los complejos procedimientos de reducción de animales y seres humanos, pero ni él mismo tenía muy claro en qué consistían esos procedimientos. Sabía que se basaban en el poder de la palabra y que la Dirección dedicaba todo su tiempo a ese arte (nunca veían a la Dirección, de hecho, hacía años que nadie la veía). Las autoridades bajaban las urnas nuevas del tercer piso y los empleados de menor rango, como el abuelo, se veían obligados a acomodarlas y a cuidarlas.
Hay cosas que se descubren de manera lenta, Febe no podía decir con exactitud en qué momento había descubierto que el abuelo había aspirado a un mejor puesto en el Museo, y que esa aspiración frustrada se corrompía en él hasta convertirse en un reflujo parasitario, manifestado en algunas conversaciones devastadoras y nocturnas. El abuelo, la persona que más admiraba en el mundo, había fallado. Otros incluso menos viejos habían conseguido lo que él no. Febe trataba de no pensar en el asunto: odiaba estos descubrimientos, atar los cabos que misteriosamente habían permanecido con la punta encendida en su memoria a través de los años.
Los pensamientos de Andrea habían llegado más lejos. La lealtad fanática del abuelo, su dedicación al urnario, podía ser un recurso estratégico vestido de racionalizaciones éticas. Su lealtad a las autoridades no era frecuente entre los empleados, había observado Andrea, y lo más extraño era que los empleados ascendidos no solían ser los más leales ni lo más dedicados. Aquel fenómeno se resistía a ser comprendido por la joven cabeza de Febe (¿se trataba solo de una cuestión de edad?), y sospechaba que también se resistía ser comprendido por la cansada cabeza del abuelo, o al menos era pasarlo por alto.
No quedaba claro si el abuelo admiraba a las autoridades del Museo, y por eso quería pertenecer a ellas, o si quería pertenecer a ellas y por eso había fabricado una admiración cuanto menos conveniente (siendo la lealtad su única carta bajo la manga). Tal vez ambas cosas eran simultáneas y se retroalimentaban. Pero siempre una cosa va antes, ¿no? Andrea había escuchado un viejo mito sobre el Museo. Se decía que al principio la muchedumbre visitaba el palacete y veneraba las urnas, pero que cuando dejó de hacerlo y las urnas se quedaron sin un espectador las autoridades decidieron cerrar las puertas: de ese modo sentían que la decisión había sido suya, y lo único verdaderamente importante para un ser humano, sin importar su destino, es sentir que ese destino ha sido elegido por él.


(...)
Este es el inicio de una novela corta.
No tiene los permisos requeridos para ver los archivos adjuntos a este mensaje.
Última edición por Carlos A.V. el 20 Sep 2020 21:23, editado 1 vez en total.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84510
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Mensaje por lucia »

Pues pinta bien.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Carlos A.V.
Mensajes: 5
Registrado: 17 Sep 2020 01:49

Re: Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Mensaje por Carlos A.V. »

Normalmente la gente aquí publica cosas cortas o se suele publicar el resto? Un saludo! Gracias por leer
Avatar de Usuario
Raúl Conesa
No puedo vivir sin este foro
Mensajes: 654
Registrado: 15 Mar 2019 02:27
Ubicación: Alicante

Re: Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Mensaje por Raúl Conesa »

Si todo lo que quieres publicar entra bajo el mismo título, puedes ir añadiendo las partes dentro de este hilo.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Carlos A.V.
Mensajes: 5
Registrado: 17 Sep 2020 01:49

Re: Urnales (Fragmento de una pesadilla)

Mensaje por Carlos A.V. »

gracias, eso haré, lo publicaré todo aquí
Responder