El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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Continuidad de los caminos


Macaon en la rosa.jpg


Flora se despertó sobresaltada en mitad de la noche. De un tiempo a esta parte le ocurría tan a menudo que empezaba a sentir cierta aprensión a quedarse dormida. No deseaba volver a soñar con Viola y eso le hacía temer que llegara la hora de irse a la cama. No eran sueños especialmente desagradables, ni ocurría en ellos nada del otro mundo. Pero, desde que el parecido se había acentuado tanto, no le hacían ni pizca de gracia. En realidad, aquello había comenzado muchos años antes, cuando Flora era todavía muy niña y vivía con sus padres y sus hermanos. De los sueños de esa época solo tenía recuerdos muy vagos. Recordaba, por ejemplo, que la primera vez que la vio se hallaba acostada en el interior de un cajón con los ojos cerrados, los labios exangües y los pómulos muy salientes. La falta de experiencia le hizo creer que la mujer solo estaba dormida y que la caja era una especie de cuna; ahora, en cambio, sabía que en ese primer sueño la había visto ya muerta. Noches después volvió a soñar con ella; de nuevo tenía los labios lívidos y las mejillas descarnadas, pero esa vez se encontraba en una cama y, a cada paso que ella daba, abría los ojos de golpe. Ese año los Reyes Magos le habían traído a Flora una muñeca que, cuando la incorporaba, abría los ojos con la misma brusquedad; y esa semejanza hizo que creyese que lo que veía en sueños era una muñeca tan grande y tan vieja como su abuela.

Del siguiente sueño del que Flora guardaba recuerdo era de uno que tuvo cuando tenía diez años. La acababan de llevar a un internado de reglas muy estrictas y echaba mucho de menos a su familia, especialmente a la hora de irse a la cama sola —en casa compartía dormitorio con su abuela y una hermana más pequeña—. Aquella noche volvió a ver a la anciana, esta vez sentada en un sillón orejero y con el rostro mucho menos arrugado y con un toque de arrebol en las mejillas. Tenía los ojos muy abiertos y la miraba sin parpadear, lo cual hacía que Flora no pudiera dejar tampoco de mirarla ni de avanzar hacia ella. Acabaron estando tan cerca la una de la otra que Flora se vio reflejada en sus ojos como si estos fuesen espejos. Reconoció su flequillo dorado, sus mofletes rubicundos, y sus ojos zarcos y redondos como los de un mochuelo. Quiso, con todo, asegurarse sacando la lengua y viendo cómo las dos cabecitas gemelas se la sacaban a ella. Pero luego, cuando cayó en la cuenta de que sus ojos estarían haciendo también de espejos y que el rostro de la anciana se estaría reflejando en ellos, sintió un pavor tan tremendo que se despertó con el corazón encogido. Encendió la luz y, al verse sola en aquella habitación extraña, tuvo miedo de quedarse de nuevo dormida porque no quería enfrentarse otra vez a aquella mirada. Pero estaba muerta de sueño y los ojos se le cerraban. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de mantenerse despierta escribiendo en un cuaderno lo que acababa de soñar.

A partir de esa noche, anotar sus sueños se convirtió en una costumbre; y a ese primer cuaderno de páginas rayadas escritas a lápiz con su esmerada caligrafía infantil, le siguieron otros de hojas absolutamente blancas sobre las que ella, primero con una plumilla colocada en el extremo de un mango, más adelante con una pluma estilográfica, había ido tomando notas de cada uno de sus encuentros con Viola —Flora había bautizado con ese nombre a la mujer que veía en sueños—. Pasó el tiempo y se fueron haciendo mejores compañeras; entre otras razones, porque la diferencia de edad se fue acortando paulatinamente, sobre todo gracias a que Viola parecía rejuvenecer un lustro por cada año que cumplía Flora. Y de verse la una a la otra como una abuela vería a su nieta, y viceversa, pasaron a tener un trato más de madre e hija y, ya por último, de hermana mayor y hermana pequeña. Sus sentimientos se volvieron también más similares y, a partir de cierto momento, empezaron a compartir confidencias. Y fue justo coincidiendo con esa etapa de mayor complicidad, cuando Flora había empezado a despertarse sobresaltada en mitad de los sueños.

Y es que, si bien tener gustos e intereses comunes les ayudaba a congeniar, a Flora le causaba repelús que la convergencia fuera en aumento; sobre todo a partir de enterarse de que Viola había renunciado a sus sueños de juventud —muy similares a los que Flora tenía en ese momento— porque se había enamorado de la persona indebida. Un hombre que la quería a su manera, pero que en realidad lo que amaba por encima de todo era la aventura. Nunca se lo había ocultado, ni siquiera en los primeros tiempos de arrobamiento; no cabían, pues, reproches. Viajaba solo a lugares lejanos e inhóspitos, donde se comportaba de forma temeraria. Le gustaba desafiar a la muerte y esta acabó aceptando su desafío: lo sepultó un alud de nieve en el Himalaya cuando tenía treinta y cinco años. Los hijos de ambos eran aún muy pequeños y Viola tuvo que asumir en solitario sus cuidados. No dudó en renunciar a tener una vida propia para entregarse en cuerpo y alma a su tarea de madre. Cuando los hijos crecieron y volaron del nido, ella se sintió sola y vacía; y, lo que era aún peor, demasiado vieja para comenzar una nueva vida. Paseando un atardecer junto a un acantilado tuvo un repentino impulso de acabar con todo. Pero tampoco esa vez tuvo suerte: las ramas de una sabina amortiguaron el golpe y salvó la vida, si bien hubo de pasar el resto de sus días entre el sillón orejero y la cama en los que Flora la había visto en los primeros sueños.

Esa era, a grandes rasgos, la biografía de Viola recompuesta a partir de las anotaciones que Flora había hecho después de cada encuentro nocturno. Y esa era también la causa de que, de un tiempo a esta parte, una vez en la cama, Flora sintiera aprensión a quedarse dormida. Pero el sobresalto que acababa de experimentar esa noche era posiblemente el mayor de todos los que había sufrido hasta ahora. En el sueño, además de comprobar que el parecido físico entre Viola y ella era esta vez asombroso —podrían pasar perfectamente por hermanas gemelas—, había descubierto que tenían recuerdos comunes. Viola le había contado, por ejemplo, que cuando tenía diez años sus padres la mandaron a un internado en el que se había sentido muy a disgusto. Le había hablado también del miedo que pasó una noche en la que soñó con una anciana que, sentada en un sillón orejero, la miraba con tanta fijeza que ella no podía dejar de mirarla ni de caminar hacia ella; y por si Flora no tuviese ya claro que le estaba describiendo uno de sus sueños infantiles, Viola había añadido que se vio reflejada en los ojos de la anciana y que había sacado la lengua para estar más segura de que aquel reflejo era el suyo.

Para más inri, llovía sobre mojado, puesto que el recuerdo compartido de ese sueño no era la única cosa inquietante que le había ocurrido a Flora. En los últimos tiempos, Viola había estado muy comunicativa, hablándole de forma prolija de un chico del que se había enamorado. Le había descrito su fisonomía con tanto detalle que Flora tenía la sensación de haberlo visto en persona; y le había dicho también que era cariñoso con ella, pero que le preocupaba su comportamiento temerario. Flora lo había relacionado enseguida con el hombre de los sueños anteriores: ese por el que Viola había renunciado a sus ilusiones de veinteañera y que había terminado siendo el padre de sus hijos. Por otro lado, estaba esa inexplicable coincidencia entre un reciente cambio de conducta de Viola y un encuentro fortuito de Flora. La cosa había ocurrido así: en varios sueños, Viola le había hablado de forma profusa y obsesiva de ese chico; luego, en cambio, de una noche para otra, parecía haberse olvidad de él coincidiendo con que Flora se había cruzado en el parque con un joven que se parecía mucho al del sueño.

Estas elucubraciones hicieron que Flora se espabilara del todo. Era una joven muy reflexiva y sabía que necesitaba poner un poco de orden en sus ideas. Se acurrucó, pues, en la cama y, una vez hubo adoptado la postura fetal —así se sentía más segura—, se puso manos a la obra. Había empezado a soñar con Viola cuando era todavía muy pequeña e ignoraba que el mundo de los sueños solía ser caótico. Eso le había permitido no sentir ningún recelo de soñar de forma reiterada con una misma persona, ni tampoco de que esta en lugar de envejecer fuera cada vez más joven. Pero, con el paso de los años, Flora se había convertido en una persona eminentemente racional, en cuya vida consciente imperaba una lógica muy estricta y, en cierto modo, opresora. Tal vez por eso mismo, a Flora le resultara divertido que los sueños fuesen absurdos y escapasen a la tiranía de la razón. Mas todo tiene un límite, incluso lo que divierte, y a Flora había dejado de hacerle gracia que en sus sueños se concatenaran con tanta frecuencia coincidencias demasiado improbables para que fuesen del todo azarosas. De hecho, había empezado a creer que podía existir una cierta continuidad entre aquel gatuperio de sueños y su vida.

Flora pasó el resto de la noche absorta en estas reflexiones y sin pegar ojo. Pero ella era una joven sana y, después de una ducha de agua fría y un buen desayuno, se sintió en plena forma para afrontar la nueva jornada. Al atravesar el parque camino de clase, se cruzó un día más con el joven que tanto se parecía al de los sueños. No sabía nada de él, salvo que era nuevo en el barrio —allí todo el mundo se conocía— y que le gustaba mucho hacer deporte —siempre que lo veía llevaba el chándal empapado de sudor—. Empezaba a ser costumbre que apareciera de forma brusca, como si se hiciera a posta el encontradizo; y también que, al cruzarse, la mirara de una forma tan insistente y, al mismo tiempo, tan delicada —su mirada era como una caricia— que Flora no podía evitar bajar los ojos y sonrojarse. Se habían visto ya varias veces pero sin cruzar entre ellos ni una sola palabra. Esa mañana, sin embargo, el joven le cortó el paso y, sin tan siquiera darle antes los buenos días, le preguntó de sopetón si le gustaría tomar esa tarde un café con él en una de las terrazas del parque. Su voz, de una tonalidad próxima a la de un contrabajo entonando el aria para la cuerda de sol de Bach —lo más de lo más para Flora—, le fascinó de tal manera que no fue capaz de rechazar la invitación. Así, pues, tras acordar la hora y el lugar de encuentro, cada uno prosiguió su camino.

Durante toda la mañana, Flora no fue capaz de concentrarse en ninguna de las clases a las que asistió. Estaba demasiado agitada por culpa de la cita de la tarde. Nunca había sido mojigata ni tampoco retraída. En realidad, era una joven decidida y con las ideas muy claras de lo que quería hacer con su vida. Tenía un grupo de buenos amigos, y alguno de ellos le había tirado ocasionalmente los tejos. En un par de ocasiones, la atracción había sido mutua, si bien Flora había hecho caso omiso a sus sentimientos por considerarlos parte de un estado de enajenación mental nada deseable, sobre todo en alguien que, como ella, amaba por encima de todo la libertad. Hasta ahora siempre había esquivado con éxito caer en ese estado pernicioso de lánguida dependencia. ¿Por qué, entonces, le inquietaba tanto la cita de esa tarde? Después de reflexionar unos segundos, concluyó que estaba inquieta porque el gran parecido del joven del parque con el de los sueños envolvía al primero en un halo de misterio que le hacía mucho más atractivo ante sus ojos; y a eso había que sumarle la tremenda fascinación que le había causado su voz de chelo —Flora llevaba toda la mañana tatareando el aria de Bach—. Estaba sorprendida, además, de que le apeteciera tanto pasar un rato en compañía de alguien, cuanto más siendo ese alguien un total desconocido. Por primera vez dudaba de su fuerza de voluntad, tan férrea en anteriores ocasiones, y eso le hacía recelar de que fuera conveniente celebrar aquel encuentro.

Después del almuerzo, Flora se recluyó en su cuarto. Necesitaba reflexionar antes de tomar una decisión. Quería analizar con más calma la posible conexión entre el joven del parque y el que había torcido el destino de Viola. Mientras soñaba, Flora había ido conociendo la vida de Viola con una cronología inversa; pero le bastaría con leer las anotaciones más recientes en primer lugar para visualizarla en el orden correcto. Comenzó, pues, a leer lo que había escrito de los últimos sueños y, al hacerlo, no pudo evitar el sentir un repentino escalofrío. Creía haber columbrado el porqué de su inquietud. Si su intuición no la engañaba, la cita de esa tarde era precisamente el punto de fuga en el que la vida de Viola y la suya parecían confluir. Y con esa sospecha en mente, Flora fue testigo de cómo la Viola veinteañera —tan parecida a ella— iba envejeciendo página a página, cuaderno a cuaderno, hasta llegar a la primera página del primer cuaderno en la que, desde el sillón orejero, una Viola de rostro lívido y arrugado volvió a mirar con fijeza a la niña que había sido Flora. Llegado a este punto, Flora cerró los ojos y rebuscó en su memoria, puesto que de los primeros sueños no había anotaciones. Y recordó entonces ese primer sueño en el que vio a Viola, los labios exangües, los pómulos descarnados, en el interior del ataúd... Pero esta vez, al ver de nuevo aquel rostro, Flora abrió los ojos sobresaltada y se puso la mano en el pecho para apaciguar el rápido latir de su corazón: ¡acababa de descubrir que sus sueños eran premonitorios!

Saberse poseedora de ese don hizo que Flora se acordara de Irene Andrade: un personaje de Silvina Ocampo por el que sentía debilidad. De niña, Irene, había visto en una especie de sueño a un perro blanco, muy lanudo, al que llamó Jazmín; un perro al que volvió a ver con insistencia durante la vigilia, y con el que compartió juegos imaginarios —solo lo veía ella— hasta que un tío suyo, que vivía lejos y no conocía la existencia de Jazmín, le regaló un perro idéntico y que nada más ver a Irene la reconoció. De igual forma, en un frío cielo de junio, Irene vio una imagen de la Virgen ataviada con un bello manto celeste ribeteado de oro; su rosado rostro, en cambio, era informe y sin dulzura, de una fealdad que hizo llorar a Irene muchas veces porque le parecía sacrílego que la madre de Dios no fuera bella. A esa Virgen que solo ella veía le construyó, Irene, un altarcito con una caja de zapatos, le hizo ofrendas florales y le rezó con devoción; pero un día, en el escaparate del bazar en el que compraba su madre, apareció una imagen de escayola del mismo tamaño, de idéntico rostro y ataviada con el bello manto celeste ribeteado de oro: una Virgen de Luján que su madre compró para que su hija dejara de arrodillarse ante una caja de cartón vacía. Así mismo, antes de que su padre falleciera, Irene Andrade había escrito la fecha exacta de su muerte en una estampa, se había hecho un traje de luto y, con este puesto, lo había llorado en posturas solemnes. E incluso ella misma se había visto muerta en los espejos de su infancia, con el rostro lívido y una rosa de papel en la mano que olía a trapo; de ahí que dos décadas después, al verse de nuevo en el espejo con la rosa en la mano e idéntica palidez en el rostro, no necesitase oler la flor para saber que era la misma y que ella se estaba muriendo…

A Flora le produjo halago enterarse de que pertenecía a la estirpe de esas Irene Andrade capaces de anticiparse al futuro. Antes de que ambos formaran parte de su vida, Irene había visto en un sueño a Jazmín y en el cielo de junio a la Virgen de Luján; de igual forma, Flora había conocido en sueños al joven de la cita antes de cruzarse con él en el parque. Y lo mismo que Irene se había visto a sí misma muerta en los espejos muchos antes de morir, de niña Flora había visto en un sueño a una anciana en el interior de un ataúd y, hacía un rato, había descubierto que la muerta era ella. Y ese descubrimiento daba sentido a todos aquellos sueños llenos de casualidades demasiado improbables. Ella era una más de la casta de quienes nunca llegan a un lugar por primera vez porque siempre lo terminan reconociendo; y, por ende, de la casta para quienes la muerte no es una partida, sino una simple llegada a un estado previamente entrevisto. Pero, a diferencia de Irene, Flora era muy rebelde y no quería resignarse a vivir una vida en la que todo ocurriría en adelante de forma previsible. Y porque no se resignaba, esa suerte de yo onírico, que era Viola, le había mostrado la irremediable continuidad de los caminos a la que se vería expuesta si, esa tarde, se plegaba al destino acudiendo a la cita. Flora prefería, sin embargo, transitar por la vida por ese camino por el que se avanza a pecho descubierto y sin ningún báculo en el que apoyarse. Le pesaba tener que renunciar a las caricias de su mirada y a la calidez de su voz de chelo; pero, aún así, decidió que no acudiría al encuentro, que elegía el camino de la libertad…

Flora cayó, entonces, en la cuenta de que estaba agotada. Después de una noche en la que apenas había dormido, necesitaba descansar. Echaría las persianas y, por unas horas, le daría la espalda al mundo. Unos minutos más tarde, la habitación estuvo completamente a oscuras y Flora acurrucada de nuevo en la cama en la postura fetal. Ahora que había descubierto la razón de ser de aquellos sueños recurrentes, Viola dejaría de visitarla. No había, pues, ya motivo para sentir aprensión. Liberada de su temor, Flora no tardó demasiado en quedarse dormida. Y durmió, además, mucho y con placidez, porque esa tarde ya no soñó con Viola. Ni volvería a hacerlo nunca más. Pero Flora era de la estirpe de las Irene Andrade y, como tal, continuó soñando con su futuro. Conoció así a Vero, a Melisa, a Rosa, a Cintia y a Azucena; y soñó de forma sucesiva y reiterada con cada una de ellas. Mas ahora que ya tenía experiencia podía rehuir la continuidad de los caminos mucho antes de acercarse al punto de fuga. Aspiraba a un destino en el que no dejara de ser libre y eso le llevó a ir esquivando, incluso de forma imprudente, posibilidades cada vez más atractivas —por ejemplo, la vida apacible y recoleta de sor Azucena en un convento de clausura habría sido lo bastante tentadora de no ser porque implicaba morir muy joven—. Sin duda, Flora se arriesgó demasiado, pero su denuedo daría al fin su fruto cuando cursaba el último año de la licenciatura de Biología.

La primera vez que la vio estaba sentada en una butaca de mimbre junto a un rosal. Debía haber tenido unos ojos zarcos como los de Flora, pero con el paso del tiempo su color se había desvaído tanto que ahora, en la senectud, eran de un azul casi ceniciento. En el momento del sueño, se hallaba absorta en la contemplación de una mariposa que se había posado en una rosa. Flora la reconoció enseguida: era un macaón que, con su larga trompa desplegada y las alas —de una belleza extraordinaria— dispuestas juntas en posición vertical, se hallaba libando en el interior de la flor. Pasados unos minutos, la mariposa replegó la trompa y, tras batir las alas un par de veces, levantó el vuelo. Desde la butaca, la anciana la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista. En lontananza, las cumbres más altas de la sierra azuleaban con la luz del atardecer. Sus ojos, de un azul cada vez más ceniciento, se le quedaron prendidos de aquellas cimas azuleantes y, mientras las contemplaba, el rostro se le llenó de placidez. La noche caía, pero ella continuó absorta en aquella apacible contemplación hasta que los parpados se le cerraron lentamente y, con una naturalidad extraña, exhaló su último aliento. Y Flora, que estaba presenciando la escena con fascinación, se despertó súbitamente porque le faltaba el aire. Aspiró con avidez y, mientras lo hacía, se dijo que no creía posible que existiera una muerte mejor que la que acababa de presenciar.

Cumbres de la subbética azuleando.jpg

Como ya venía siendo costumbre, a ese primer sueño, le siguieron otros muchos. Flora fue conociendo así detalles de la vida de esa nueva visitante onírica a la que, curiosamente, esta vez decidió dejar sin nombre. Era entomóloga y se había pasado más de media vida triscando por la Subbética a la búsqueda de ejemplares de la mariposa macaón. Aunque su existencia había sido solitaria, durante algunos años había tenido un compañero de sierra con el que había vivido momentos inolvidables. Era un hortelano al que le gustaba alardear de que su oficio consistía en ser cuidador de primaveras; y no le faltaba razón, puesto que en su huerto había combinado las distintas especies de tal manera que en él siempre había plantas en flor. De vez en cuando, se marchaba en solitario a recorrer la sierra en busca de semillas que fuesen capaces de germinar en las distintas estaciones del año; escapadas de las que regresaba semanas después con el zurrón lleno de una gran variedad de simientes. En una ocasión, sin embargo, ya no regresó; y, según le había confesado la entomóloga, los peor de todo fue la incertidumbre de no saber qué le podría haber ocurrido. Pero luego, una vez aceptó lo inevitable, el dolor se fue dulcificando y, lo mismo que antes se había acostumbrado a su compañía, se acostumbró a su ausencia y volvió a ser feliz persiguiendo a las esquivas mariposas.

En el ínterin, para Flora había llegado el final del curso; y el día en que fue a recoger las notas, se encontró en un pasillo con el catedrático de etología. No era un profesor demasiado comunicativo y, sin embargo, esa vez se detuvo a hablar con ella. La felicitó por el excelente examen final que había hecho en su asignatura y le comentó que había pensado en ella como candidata a una beca para hacer la tesis doctoral sobre la conducta de la mariposa Papilio machaon. Al escuchar el nombre científico del macaón, Flora se acordó enseguida de la entomóloga de los sueños y se preguntó si aceptar la propuesta implicaría también una continuidad entre sus vidas. Ante la duda, se apresuró a pasar revista mentalmente a lo que le aguardaría. A menudo había sentido mucha envidia del destino, con tantas luces y tan pocas sombras, de su actual compañera de sueños. Pero ahora, cuando según parecía estaba en sus manos optar o no por recorrer ese camino, experimentaba cierta renuencia a adentrarse en un futuro en el que, en adelante, todo trascurriría de forma previsible. Mientras se encontraba inmersa en estas cavilaciones, el profesor siguió hablándole de la tesis, cuyo objetivo era, según le dijo, el estudio de las poblaciones de Papilio machaon del Parque Natural de las Sierras Subbéticas. Fue escuchar el nombre de la sierra y rememorar la plácida escena en la que sus ojos, de un azul ya desvaído, casi ceniciento, se habrían de quedar prendidos de las cumbres azuleantes de las que no había vuelto el cuidador de primaveras… Bastó el recuerdo de esa plácido final para que, antes incluso de contar con el beneplácito de su yo consciente, Flora se escuchara a sí misma diciéndole, al etólogo, que estaría encantada de hacer una tesis doctoral sobre la mariposa macaón de la sierra Subbética.




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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por mayuscula »

jilguero escribió:Bienvenida, mayuscula. Visítanos cuando quieras, sea de incógnito o de forma visible (cualquier cosa que nos quieras contar, Cata y servidora seremos todo oídos). Espero que las mecedoras bujianas te resulten cómodas.
Gracias, jilguero :D . Seguiré pasando por aqui para distraerme con esas pequeñas cosas que traéis por aqui.
:hola: :60:
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

mayuscula escribió: 07 Abr 2021 14:07 Seguiré pasando por aqui para distraerme con esas pequeñas cosas que traéis por aqui.
¡Cuándo tú quieras! :60:

Mira, Cata, qué gustazo la playa para ella sola. Porque la de negro no era esta vez un cormorán marino, sino una paseante que se había detenido para contemplar el mar encarándolo. Después de días radiantes, esta vuelta al cielo encapotado gusta, aunque solo sea por el contraste. Y mientras ella disfrutaba contemplando el mar, yo disfrutaba contemplándolo y contemplándola contemplar. Porque así, como parte del paisaje y en solitario, da gusto ver a los congéneres.

Playa solitaria.jpg

Por cierto, fíjate que en la esquina inferior derecha se ve el posadero vacío de Fátima la Fiel, la gaviota que no tiene una calle de Cádiz con su nombre, pero sí una pamplina en este bujío. Y a ella, donde quiera que esté, le vamos a dedicar este romántico Liebestraume de Liszt:

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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 08 Abr 2021 20:04... mientras ella disfrutaba contemplando el mar, yo disfrutaba contemplándolo y contemplándola contemplar. Porque así, como parte del paisaje y en solitario, da gusto ver a los congéneres.
¿Sabías, jilguero, que hubo una época en la que yo llevaba permanentemente una cámara compacta pequeña, y todos los días hacía, como mínimo, una fotografía siempre paisajística y con presencia humana? Me resultaban más estéticas así, con la presencia de un Homo, más o menos sapiens, que de todo hay.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 09 Abr 2021 09:13 ¿Sabías, jilguero, que hubo una época en la que yo llevaba permanentemente una cámara compacta pequeña, y todos los días hacía, como mínimo, una fotografía siempre paisajística y con presencia humana? Me resultaban más estéticas así, con la presencia de un Homo, más o menos sapiens, que de todo hay.
Lo de la presencia humana no lo sabía, pero lo de la foto diaria lo tengo asociado a esa imagen que formaba parte de tus cartas sin dirección postal. Quizás tus fotos tenían otro destino y mis neuronas han hecho esa falsa asociación.

Yo hubo una época en que hacía una fotografía mental en el camino del trabajo y, en cuanto llegaba, la integraba en un mensaje de buenos días que enviaba, en mi caso, con dirección postal cibernética. Y recuerdo que, en una de esas fotografías captadas al paso, descubrí por primera vez que los cormoranes posados en los cables de alta tensión que hay sobre la bahía bien podrían ser alfileres de tender ropa de luto en un gigantesco tendedero, en el que, dicho sea de paso, nunca logré ver ropa tendida. Me quedé con las ganas.


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Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 09 Abr 2021 10:37Yo hubo una época en que hacía una fotografía mental en el camino del trabajo y, en cuanto llegaba, la integraba en un mensaje de buenos días que enviaba, en mi caso, con dirección postal cibernética.
¿Y qué hacías, describías la fotografía y/o expresabas lo que te hacía sentir?
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Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 09 Abr 2021 12:02
jilguero escribió: 09 Abr 2021 10:37Yo hubo una época en que hacía una fotografía mental en el camino del trabajo y, en cuanto llegaba, la integraba en un mensaje de buenos días que enviaba, en mi caso, con dirección postal cibernética.
¿Y qué hacías, describías la fotografía y/o expresabas lo que te hacía sentir?
Trataba de expresar lo visto en dos o tres frases cortas, a lo que añadía un "¡Buenos días!" final.

No solía expresar sentimientos directamente, solo los que se pudieran deducir de las palabras elegidas y su combinación. Solía ser complicado, como siempre lo es dibujar con las palabras una imagen tratando de que esté viva.

Esto me recuerda algo leído ayer que decía Pessoa: Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. [...]En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea...


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 09 Abr 2021 12:41Trataba de expresar lo visto en dos o tres frases cortas, a lo que añadía un "¡Buenos días!" final. (...) Solía ser complicado, como siempre lo es dibujar con las palabras una imagen tratando de que esté viva.
Muy complicado me parece, pero un ejercicio muy estimulante, más si el resultado final era satisfactorio para la emisora y la persona receptora.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 09 Abr 2021 12:51 ...un ejercicio muy estimulante, más si el resultado final era satisfactorio para la emisora y la persona receptora.
Para la persona receptora no te pudo decir porque, con pantalla de por medio, no siempre es fácil saberlo. Para la emisora te diré que tenía un lado positivo porque había imágenes que así quedaban mejor grabadas en su memoria; y otro negativo: el esfuerzo de intentar sintetizar estas con rapidez para empezar la jornada laboral con prontitud.

*****



Por aquí, Cata, sin grandes novedades. Ayer Tomás no tuvo a bien moverse de su madrigada. Pero esta mañana volvía a haber huellas indicando que la pasada noche ha estado de jarana. Y su protector le ha traído una buena ración de mondas de fruta.

En cuanto a las congéneres de Fátima, la verdad es que en las grandes bajamares, cuando ellas están posadas en la zona recién emergida, me divierto haciendo probaturas. Es muy curiosa su diferente reacción ante mi presencia (la presencia humana, en general, supongo) si es en movimiento o si me detengo. En el primer caso, me dejan pasar bastante cerca de ellas; y si a alguna le parce que me acerco demasiado, da dos o tres pasos para alejarse un poco y ya está. En cambio, si cuando llego a su nivel, me detengo, sea para mirarlas con más calmas (de adultas tienen un plumaje muy bonito, con esa mezcla de bajos y cabeza blancos y lomos gris argénteo) o sea para fotografiarlas, en cuanto me detengo, las más cobardes (o las que lo notan antes, eso no lo sé) levantan el vuelo y rápidamente lo hace toda la bandada. Es decir, parece ser que lo que les hace huir es ese cambio de estar en movimiento a quedarme quieta.

Esta foto, por ejemplo, tuve que sacarla llevando la cámara activada y presionando el disparador justo en el momento de detenerme; un momento después, ya habían volado todas. Imposible, pus, intentar enfocarlas.

Gaviotas.jpg

Esto es cuando hay un grupo posado en la playa y sin humanos cerca. Pero su comportamiento cambia cuando hay una solitaria que se posa cerca de donde hay gente. La que puse el otro día, por ejemplo, estaba en el pretil del paseo y había personas sentadas en este. Ella correteaba por la zona libre llegando a acercarse bastante a la gente y dejándome a mí acercarme también a ella y pararme a hacer la foto sin prisa.

Gaviota en pretil.jpg


PD: he visto, Cata, una colleja en el talud, planta que se están hablando en otro hilo; a ver si mañana hablamos de ella, qe me trae muy buenos recuerdos.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Estoy casi segura, Cata, que en alguna ocasión habrás comido collejas (hay quien la llama verdura), pero no sé si las habrás recolectado alguna vez y conoces como es la planta.

Su nombre oficial es Silene vulgaris y su aspecto es tal que así:

Imagen


No sabes, Cata, cuánto disfruté en la carrera cuando fui descubriendo que detrás de esos rimbombantes latinajos estaban las plantas de mi infancia, esas entre las que corríamos en primavera por el olivar, mientras mi santacatalina caminaba por la cerreterilla haciendo punto. Aprendí, por ejemplo, que la sangre de Cristo era Fedia cornucopiae, la borraja Borrago officinalis, la correhuela Convolvulus arvensis, la amapola Papaver rhoeas o la colleja Silene vulgaris.

Las collejas, en concreto, fui a veces a recogerlas con los mayores. Crecían a las sombras de los olivos y había que cogerlas cuando las hojas estaban tiernas y todavía no había echado el escapo floral. Llevábamos una talega de tela y recuerdo que volvíamos con ella llena. Sin embargo, una vez cocidas, como suele pasar con todas las verduras, se reducía su volumen una barbaridad y para que cundiesen más las comíamos en tortilla.

En el talud de la playa, que es el reducto de Naturaleza silvestre que en estos tiempos tengo a mi alcance, vi el otro día, elevándose entre otras muchas plantas, un escapo floral de Silene, cuyas flores son inconfundibles porque tiene el cáliz en forma de catavinos, del que sobresalen los pétalos. Pero estaban ya un tanto chuchurridas y no me fue posible determinar si era una colleja (Silene vulgaris) o alguna prima hermana suya. A ver si hay suerte y veo algún otro ejemplar que no esté ya tan pasado.


Imagen

Y ya que esta primavera me la estoy, en gran parte, perdiendo también, aquí van flores a gogó con la música de Tchaikovsky.



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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 11 Abr 2021 14:42Estoy casi segura, Cata, que en alguna ocasión habrás comido collejas (hay quien la llama verdura), pero no sé si las habrás recolectado alguna vez y conoces como es la planta.
Las collejas gallegas son sonoras y suelen caer en la caluga, lo que viene siendo la nuca en español. Ésas que nos has mostrado, no recuerdo haberlas visto jamás, jilguero.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 11 Abr 2021 15:58
jilguero escribió: 11 Abr 2021 14:42Estoy casi segura, Cata, que en alguna ocasión habrás comido collejas (hay quien la llama verdura), pero no sé si las habrás recolectado alguna vez y conoces como es la planta.
Las collejas gallegas son sonoras y suelen caer en la caluga, lo que viene siendo la nuca en español. Ésas que nos has mostrado, no recuerdo haberlas visto jamás, jilguero.
¿Te suena colexa? Según se dice en este enlace por ahí anda, otra cosa es que no se haya puesto en tu camino o te haya pasado desapercibida.



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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 11 Abr 2021 16:58¿Te suena colexa?... por ahí anda, otra cosa es que no se haya puesto en tu camino o te haya pasado desapercibida.
El nombre no me suena de nada, ni en castellano ni en gallego, jilguero. Y haberla, hayla, por lo leído, pero a mí me ha pasado totalmente desapercibida.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por magali »

Cuando yo era pequeña mi padre me llevaba a recogerlas y eran como estas de la foto. Y luego las comíamos en tortilla. Creo que ahora no las reconocería, pero en la frutería, a veces, las tienen envasadas. No creo que sean silvestres.

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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

magali escribió: 12 Abr 2021 11:09... en la frutería, a veces, las tienen envasadas. No creo que sean silvestres.
Pues ni en la frutería las he visto. Me fijaré más a partir de ahora.

A todo esto, jilguero, magali,... ¿a qué saben?
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